La edificación de la escuela
terminó. Yo y Macha nos encamina-mos a
Kurilovka para asistir a la inauguración.
-Ha llegado el otoño -decía Macha
tristemente, mirando el paisaje- El verano ha pasado. Ya no hay pájaros... Casi
todos los árboles están sin hoja...
Sí, el verano había pasado. Los
días eran aún claros, soleados; pero por la mañana hacía frío; los pastores se
ponían ya ropa de abrigo para ir a los prados con los rebaños. Sobre las flores
de nuestro jardín temblaba todo el día el rocío. Se oían los ruidos del otoño:
el viento, agitando los postigos y el ramaje de la arboleda, los cantos de los
pájaros prestos a emigrar.
Me encanta el otoño: en esa época
del año siento un deseo más intenso de vivir.
-El
verano ha pasado
-continuó Macha.
Ahora podemos echar la cuenta de lo
que hemos hecho y de
lo que hemos
dejado de hacer.
Hemos trabajado
mucho, hemos pensado
mucho, nos hemos hecho mejores que éramos. Personalmente, es
decir, en lo que concierne
a nuestra educación personal,
hemos adelantado bastante. Pero
ese progreso ¿ha
ejercido una influencia más
o menos grande
sobre la vida que nos rodea? ¿Le ha sido útil a
alguien? No.
En torno nuestro todo sigue en el
mismo estado: la embriaguez, la suciedad, la
ignorancia, la mortalidad de la infancia
no han disminuido entre los campesinos. ¡No se ha
operado el menor cambio! Tú has trabajado rudamente en el campo como un simple
bracero; yo he gastado un dineral, en la esperanza de mejorar un poco la vida
campesina, y los
resultados han sido nulos.
La conclusión es
bien triste: no
hemos trabajado sino para nosotros mismos, para nuestro consuelo.
Las palabras de Macha producían en
mi corazón un efecto penoso y me desconcertaban.
-Nuestras
aspiraciones y nuestros
actos siempre han sido sinceros -le contesté-. No tenemos nada que
reprocharnos, creo que hemos obrado bien.
-Sí. Hemos sido sinceros; pero el
camino que hemos elegido no es el que conduce al fin que perseguimos. Los
procedimientos no han
sido acertados. Hemos comenzado a trabajar por esa gente como
propietarios, poseyendo mucha tierra, una gran casa, un hermoso jardín; en
suma, todo lo que ella no posee. Eso provoca la des-confianza entre los
campesinos. Nos consideran privilegiados,
señores, descendientes de
hombres que oprimían a los campesinos brutalmente y se enriquecían a su
costa. Por otra parte, en vez de elevar el nivel de su vida, tú desciendes
hasta ellos, vives como ellos, apruebas, en cierta manera, sus costumbres, la
poca limpieza de sus casas, la estupidez y la incomodidad de sus vestidos.
-Claro, si la
intentona sólo dura unos cuantos meses, no pasa de ser un juego, una especie de
«sport» filantrópico -objeté.
-Aunque trabajes con ellos y como
ellos mucho tiempo, toda tu vida, será igual... Sin duda obtendrás algunos
resultados prácticos; pero... serán casi nulos en comparación con
el mal que reina en la aldea, con la ignorancia, el hambre, el frío, la
degeneración. Será una gota de agua en el mar. Contra ese mal son necesarios
otros medios de lucha,
medios violentos, enérgicos, heroicos, rápidos.
Si quieres realmente
hacer algo útil debes ensanchar de un modo considerable tu círculo de
acción, obrar sobre la masa campesina de fuera.
Por de pronto,
es precisa una propaganda
enérgica, ruidosa, como la de la música, que obra al mismo tiempo sobre miles y
miles de seres humanos...
Durante unos instantes guardó
silencio y miró, soñadoramente, al cielo.
-Sí, el arte... -continuó. Lo único
es el arte.
Sólo él dota al hombre de alas, le
levanta sobre la tierra y le lleva muy lejos. Quien está cansado de ver en
torno suyo la suciedad cotidiana y las preocupaciones mezquinas,
quien se siente ofendido, indignado
por la prosa
de la vida, puede
hallar el reposo
y la satisfacción
en el arte, en lo bello...
Llegábamos ya a Kurilovka.
El
tiempo era hermoso
y alegre. Por
todas partes se veían campesinos aventando el trigo.
Tras los
setos de los
jardines gualdeaban las hojas aún no desprendidas de los árboles.
Las campanas de la iglesia sonaban solemnes en la áurea paz de la mañana.
Grupos de
campesinos se dirigían
llevando iconos, a la iglesia, en cuyo interior sonaba un dulce rumor
de cantos religiosos.
En la clara limpidez del aire volaban palomas.
Se nos esperaba. La escuela no
tardó en llenarse de gente. Se celebró una misa en el salón de estudio.
Los campesinos de
Kurilovka le regalaron a Macha un
icono, y los de Dubechnia, un gran pastel y un salero dorado. Macha, conmovida,
se echó a llorar.
-¡Si hemos pronunciado alguna vez
una mala palabra, perdonadnos! -le dijo un anciano, saludándonos a los dos muy
humildemente.
Cuando regresábamos a casa, Macha
volvía a cada instante la cabeza para ver la escuela. El tejado verde, que
había pintado yo mismo, brillaba al sol y se divisaba a gran distancia.
Las miradas que Macha dirigía a la
escuela no tardé en percatarme de que eran miradas de adiós.
1.014. Chejov (Anton)
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