Minutos después, mi hermana y yo
caminábamos por la calle. Yo la cubría con un extremo de mi gabán para protegerla
mejor contra el frío.
Caminábamos muy de prisa, eligiendo
las callejuelas obscuras, esquivando a las gentes que venían a nuestro encuentro.
Nuestra marcha parecía huida.
Ella no lloraba ya, y sus ojos
secos miraban tristemente. Hasta el arrabal Makarija, donde ya la llevaba, sólo
había veinte minutos de camino a pie; pero durante este corto trayecto hablamos
de todo,
evocamos los recuerdos
de nuestro pasado, deliberamos
y tomamos decisiones
en lo concerniente a nuestra situación actual.
Decidimos que no podíamos
permanecer más en la ciudad y que en cuanto yo obtuviera algún dinero
marcharíamos a otro sitio cualquiera.
En la mayor parte de las casas se
dormía ya, y las luces estaban apagadas; en otras se jugaba a la baraja. Todas
aquellas casas nos inspiraban pena y temor; hablábamos del salvajismo, de la
grosería y de la ruindad de aquellas gentes, de aquellos aficionados al arte
dramático a quienes acabábamos de asustar
de tal manera.
Yo me preguntaba en qué eran
superiores aquellas gentes estúpidas, crueles,
perezosas, deshonestas, que
vivían como parásitos, a los «mujicks» de Kurilovka, borrachos y
supersticiosos, o a los
animales que se espantan ante todo lo que turba la monotonía de su vida
limitada por los instintos de bestias.
Me
imaginaba los sufrimientos
que habría padecido mi hermana de
seguir en casa de mi padre. ¡Qué larga serie de martirios y humillaciones por
parte de mi padre, de los conocidos, del primero que pasara! ¡Eran muy crueles
en la ciudad! No se conocía la piedad. Recuerdo gentes que
hacían, con cierto
deleite, sufrir a los
suyos: maridos que
torturaban a sus
mujeres, chicuelos que martirizaban los perros y arrancaban una a una
las plumas a los gorriones vivos, que después echaban al agua. Sí, eran muy
crueles nuestros paisanos.
Desde mi infancia
tuve ocasión de observar
numerosos sufrimientos inútiles
causados por la maldad de las gentes.
No podía comprender cuál era la
base moral de la vida de aquellos sesenta mil habitantes; me preguntaba para
qué leerían el Evangelio, rezaban, frecuentaban la iglesia, leían periódicos y
libros. ¿Qué influencia
había tenido en
ellos todo lo que había producido la cultura? ¡Ninguna! Vivían en la
misma obscuridad de alma, de la misma manera casi bárbara que hace cien o
trescientos años. De generación en
generación se les hablaba de la verdad, de la misericordia, de la
libertad; pero esto no les impedía mentir hasta
la muerte, desde
la mañana a
la noche, martirizarse los unos a
los otros y odiar la libertad con tanta furia como si fuese su peor enemi-go.
-¡Mi suerte,
pues, está decidida!
-dijo mi hermana cuando ya nos
hallábamos en mí casa.
Después de lo que acaba de pasar,
yo no puedo volver allá. ¡Dios mío, me siento tan dichosa!
Me
siento tan aliviada
como si me
hubieran quitado de encima un gran peso.
Se acostó. Las lágrimas brillaban
en sus ojos; pero su rostro conservaba la expresión de felicidad. Se durmió, y
su sueño fue profundo y se adivinaba que sentía, en efecto, un gran consuelo.
Hacía mucho tiempo que no tenía un sueño tan tranquilo…
A partir de este día vivimos juntos.
Mi hermana estaba alegre,
gozosa, cantaba a
todas horas y aseguraba que se encontraba bien. Los libros que yo
llevaba de la biblioteca no los leía; empleaba el tiempo en soñar y hablar del
porvenir. Arreglando mi ropa o ayudando a nuestra vieja nodriza a hacer la
cocina, hablaba sin ce-sar de Vladimiro, de su inteligencia, de su
extraordinaria erudición. Yo
fingía compartir su opinión sobre el doctor; pero, en el fondo
de mi corazón, no le amaba.
Ella decía
que quería trabajar,
crearse una posición económica
independiente. Había decidido, cuando su salud se lo permitiera, hacerse
maestra de escuela o enfermera.
Amaba apasionadamente al hijo que
esperaba. Aún no había nacido; pero ella sabía ya qué ojos, qué
manos tendría y
cómo se reiría.
Le gustaba hablar de su educación: y como Vladimiro era para ella el
mejor de los hombres, sólo tenía un deseo: que su hijo fuese el vivo retrato de
su padre. De este asunto hablaba sin cesar, y
sus conversaciones la animaban, la llenaban de alegría.
Escuchándola, también yo me regocijaba sin saber por qué.
El estado de su espíritu soñador se
me contagiaba. No leía nada y pasaba el tiempo soñando.
Las noches, a pesar de la fatiga
natural después del día de trabajo, me paseaba por la habitación, metidas las
manos en los bolsillos, y hablaba de Macha.
-¿Qué opinas
tú? -pregunté a mi hermana ¿Cuándo regresará de Petersburgo? Me
parece que volverá para las fiestas de Navidad, a más tardar. Nada tiene que
hacer allí.
-Sí, volverá pronto; la prueba es
que no ha escrito más.
-¡Es verdad! -contesté, aunque en
el fondo de mi corazón sabía
que Macha nada
tenía que hacer en la ciudad.
La echaba mucho de menos y me
aburría terriblemente.
Cuando mi hermana me aseguraba que
Macha volvería pronto,
me confortaba con
una ilusión agradable y yo hacía esfuerzas por creerlo.
Cleopatra esperaba a su Vladimiro;
yo a mi Macha, y los dos hablábamos sin cesar de él y de ella,
hacíamos proyectos sobre
nuestra próxima dicha, paseábamos
agitados por la habitación, reíamos.
No advertíamos que
por nuestra culpa la vieja Karpovna no podía dormir. Permanecía echada
sobre la hornilla y balbuceaba con voz apagada:
-La cafetera hace esta noche un
ruido terrible. Esto es un mal presagio... presiento alguna desgracia... ¡Ah,
Dios mío, Dios mío!
Nadie nos visitaba, aparte el
cartero que traía a mi hermana las cartas de Vladimiro. Alguna vez entraba por
la noche en nuestra habitación el hijo adoptivo de Karpovna, Prokofy. Estaba
unos minutos y se marchaba sin haber pronunciado una sola palabra. Pero luego
le oía yo en la cocina decir a Karpovna:
-Cada hombre debe permanecer en la
clase social donde ha
nacido. Desgraciado de
aquel que quiere rebasar los límites que le han sido designados al
nacer.
Una vez, a finos de diciembre,
cuando yo pasaba por delante
de la carnicería,
me invitó a entrar unos instantes. Sin tenderme la
mano, me declaró que iba a hablarme de un asunto importante. Estaba amoratado
del frío y del «vodka» que acababa de beber. Cerca de él estaba el dependiente
Nikolka, con cara de bandido y con un cuchillo cubierto de sangre en las manos.
-Desea exponer a usted una idea -dijo
Prokofy en tono
solemne. Esta situación
no puede prolongarse. Usted
comprenderá que podemos tener
disgustos. Naturalmente, mamá
no se atreve a
decírselo a usted;
pero yo es
preciso que se lo
declare de una
manera formal: su hermana,
en el estado
en que está,
no puede continuar en
nuestra casa. Es preciso que se
marche. Tal como
usted me ve,
yo no puedo aprobar la conducta de su hermana.
Salí de la carnicería.
El mismo día, mi hermana y yo nos
instalarnos en casa de Nabó. Como no teníamos dinero para tomar un coche,
marchamos a pie. Yo llevaba un paquete
con diferentes objetos;
mi hermana caminaba con las manos vacías; pero, a pesar de esto, el
viaje la fatigó y sufría, preguntando con frecuencia si tardaríamos mucho en
llegar.
1.014. Chejov (Anton)
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