Translate

viernes, 27 de diciembre de 2013

La cigarra - Cap. I

Todos los amigos y conocidos de Olga Ivánovna esta­ban presentes en su boda.
-Mírenlo bien: ¿verdad que hay algo de particular en él? -decía ella a sus amigos señalando con la cabeza a su marido y como deseando explicar por qué se había casado con un hombre simple, muy común y nada destacable.
Su marido, Osip Stepánich Dímov, era médico y tenía rango de consejero titular. Prestaba servicio en dos hos­pitales; en uno como médico interno supernumerario y en el otro, como director. Diariamente, desde las nueve de la mañana hasta el mediodía atendía a los enfermos y cumplía sus tareas en la sala, mientras que a la tarde tomaba el tranvía de caballos y se dirigía al otro hospital, donde realizaba la autopsia de los enfermos fallécidos. Su práctica particular era ínfima: unos quinientos rublos al año. Y esto era todo. ¿Qué otra cosa se puede decir de él? Empero, Olga Ivánovna, sus amigos y sus conoci­dos eran personas no del todo ordinarias. Cada uno de ellos se destacaba en algo y era en alguna medida conoci­do, tenía un nombre y se consideraba una celebridad o bien, en el caso de que no fuera célebre aún, constituía una brillante esperanza para él futuro. Un actor del teatro dramático, gran talento, hacía tiempo reconocido, hombre elegante, inteligente y modesto, enseña-ba a Olga Ivánovna el arte de recitar; un cantante de ópera, gordo y bonachón, aseguraba, suspirando, que Olga Ivánovna se anulaba a sí misma: de haber sido menos perezosa y más tenaz, hubiera sido una notable cantante; había también varios pintores encabezados por el paisajista y animalista Ria­bovsky, un joven rubio, muy buen mozo, de unos vein­ticinco años, que tenía éxito en las exposiciones y que vendió su último cuadro por quinientos rublos; solía corregir los bocetos que hacía Olga Ivánovna y le decían que era dable esperar de ella resultados positivos; un violoncelista, cuyo instrumento lloraba, confesaba con franqueza que entre todas las mujeres que él conocía Olga Ivánovna era la única que sabía acompañarlo; había tam­bién un literato, joven pero ya conocido, que escribía novelas, piezas teatrales y cuentos. Y ¿quién más? Bueno, también Vasily Vasilich, un señor hacendado, ilustrador aficionado y viñetista que sentía hondamente el antiguo estilo ruso y los poemas épicos populares; literalmente realizaba milagros sobre el papel, la porcelana y los platos ahumados. En este corrillo artístico, libre y mima­do por la suerte, que -aun siendo discreto y correcto­- no se acordaba de la existencia de los médicos sino du­rante la enfermedad y para el cual el nombre de Dímov resultaba tan indiferente como el de un Sidorov o de un Tarásov cualquiera, Dímov parecía una figura extraña, sobrante y pequeña, a pesar de que era alto de estatura y ancho de hombros. Parecía que llevara puesto un frac ajeno y que tuviese una barbita de almacenero. Aunque si fuese escritor o pintor se hubiera dicho de él que con su barbita hacía recordar a Zoila.
El actor decía a Olga Ivánovna que con sus cabellos de lino y el vestido de novia se parecía mucho a un esbelto cerezo.
-¡Escúcheme! -replicó Olga Ivánovna, asiéndolo por la mano. Le voy a contar cómo sucedió todo esto. Escuche, escuche... Deseo aclarar que mi padre traba­jaba con Dímov en el mismo hospital. Cuando mi pobre padre se había enfermado, Dímov durante días y noches enteras hacía guardia junto a su cama. ¡Tanta abnegación! Escuche, Riabovsky... Escritor, escuche usted también, que es muy interesante. ¡Acérquese más! ¡Cuánta abne­gación y cuánta compasión sincera! Yo tampoco dormía por las noches, pasándolas junto a mi padre, y de repente: izas!... ¡Vencí al joven héroe! Mi Dímov se metió hasta las orejas. Francamente, el destino a veces es muy caprichoso. Bueno, después de morir mi padre él venía a verme de vez en cuando, nos encantrábamos en la calle, y en una linda noche, de repente... ¡zás! se me declaró... como un rayo... Lloré toda la noche y me ena­moré yo misma terriblemente. Y como ustedes ven, me convertí en su esposa. ¿Verdad que hay en él algo fuerte, potente, algo de oso? Ahora estamos viendo nada más que las tres cuartas partes de su cara y, además, está mal iluminada, pero cuando se vuelve, miren bien su frente. RiabovsKy, ¿qué me dice usted de esta frente? ¡Dímov, estamos hablando de ti! -gritó al marido-. ¡Ven acá! Tiende tu honrada mano a Riabovsky... Así. ¡Sean ami-gos!
Dímov, sonriendo ingenua y bondadosamente, tendió la mano a Riabovsky y dijo:
-Mucho gusto. Conmigo regresó también un tal Ria­bovsky. ¿No será también pariente suyo?

1.014. Chejov (Anton)

No hay comentarios:

Publicar un comentario