Todos
los amigos y conocidos de Olga Ivánovna estaban presentes en su boda.
-Mírenlo
bien: ¿verdad que hay algo de particular en él? -decía ella a sus amigos
señalando con la cabeza a su marido y como deseando explicar por qué se había
casado con un hombre simple, muy común y nada destacable.
Su
marido, Osip Stepánich Dímov, era médico y tenía rango de consejero titular.
Prestaba servicio en dos hospitales; en uno como médico interno supernumerario
y en el otro, como director. Diariamente, desde las nueve de la mañana hasta el
mediodía atendía a los enfermos y cumplía sus tareas en la sala, mientras que a
la tarde tomaba el tranvía de caballos y se dirigía al otro hospital, donde
realizaba la autopsia de los enfermos fallécidos. Su práctica particular era
ínfima: unos quinientos rublos al año. Y esto era todo. ¿Qué otra cosa se puede
decir de él? Empero, Olga Ivánovna, sus amigos y sus conocidos eran personas
no del todo ordinarias. Cada uno de ellos se destacaba en algo y era en alguna
medida conocido, tenía un nombre y se consideraba una celebridad o bien, en el
caso de que no fuera célebre aún, constituía una brillante esperanza para él
futuro. Un actor del teatro dramático, gran talento, hacía tiempo reconocido,
hombre elegante, inteligente y modesto, enseña-ba a Olga Ivánovna el arte de
recitar; un cantante de ópera, gordo y bonachón, aseguraba, suspirando, que
Olga Ivánovna se anulaba a sí misma: de haber sido menos perezosa y más tenaz,
hubiera sido una notable cantante; había también varios pintores encabezados
por el paisajista y animalista Riabovsky, un joven rubio, muy buen mozo, de
unos veinticinco años, que tenía éxito en las exposiciones y que vendió su
último cuadro por quinientos rublos; solía corregir los bocetos que hacía Olga
Ivánovna y le decían que era dable esperar de ella resultados positivos; un
violoncelista, cuyo instrumento lloraba, confesaba con franqueza que entre
todas las mujeres que él conocía Olga Ivánovna era la única que sabía
acompañarlo; había también un literato, joven pero ya conocido, que escribía
novelas, piezas teatrales y cuentos. Y ¿quién más? Bueno, también Vasily
Vasilich, un señor hacendado, ilustrador aficionado y viñetista que sentía
hondamente el antiguo estilo ruso y los poemas épicos populares; literalmente
realizaba milagros sobre el papel, la porcelana y los platos ahumados. En este
corrillo artístico, libre y mimado por la suerte, que -aun siendo discreto y
correcto- no se acordaba de la existencia de los médicos sino durante la
enfermedad y para el cual el nombre de Dímov resultaba tan indiferente como el
de un Sidorov o de un Tarásov cualquiera, Dímov parecía una figura extraña,
sobrante y pequeña, a pesar de que era alto de estatura y ancho de hombros.
Parecía que llevara puesto un frac ajeno y que tuviese una barbita de almacenero.
Aunque si fuese escritor o pintor se hubiera dicho de él que con su barbita
hacía recordar a Zoila.
El
actor decía a Olga Ivánovna que con sus cabellos de lino y el vestido de novia
se parecía mucho a un esbelto cerezo.
-¡Escúcheme!
-replicó Olga Ivánovna, asiéndolo por la mano. Le voy a contar cómo sucedió
todo esto. Escuche, escuche... Deseo aclarar que mi padre trabajaba con Dímov
en el mismo hospital. Cuando mi pobre padre se había enfermado, Dímov durante
días y noches enteras hacía guardia junto a su cama. ¡Tanta abnegación!
Escuche, Riabovsky... Escritor, escuche usted también, que es muy interesante.
¡Acérquese más! ¡Cuánta abnegación y cuánta compasión sincera! Yo tampoco
dormía por las noches, pasándolas junto a mi padre, y de repente: izas!...
¡Vencí al joven héroe! Mi Dímov se metió hasta las orejas. Francamente, el
destino a veces es muy caprichoso. Bueno, después de morir mi padre él venía a
verme de vez en cuando, nos encantrábamos en la calle, y en una linda noche, de
repente... ¡zás! se me declaró... como un rayo... Lloré toda la noche y me enamoré
yo misma terriblemente. Y como ustedes ven, me convertí en su esposa. ¿Verdad
que hay en él algo fuerte, potente, algo de oso? Ahora estamos viendo nada más
que las tres cuartas partes de su cara y, además, está mal iluminada, pero
cuando se vuelve, miren bien su frente. RiabovsKy, ¿qué me dice usted de esta
frente? ¡Dímov, estamos hablando de ti! -gritó al marido-. ¡Ven acá! Tiende tu
honrada mano a Riabovsky... Así. ¡Sean ami-gos!
Dímov,
sonriendo ingenua y bondadosamente, tendió la mano a Riabovsky y dijo:
-Mucho
gusto. Conmigo regresó también un tal Riabovsky. ¿No será también pariente
suyo?
1.014. Chejov (Anton)
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