En
una apacible noche de luna del mes de julio Olga Ivánovna se encontraba en la
cubierta del vapor fluvial y miraba ora al agua, ora las bellas orillas del
Volga. A su Gado estaba Riabovsky y le decía que las negras sombras sobre el
agua no eran sombras sino un ensueño y que a la vista de esa agua embrujadora
con su brillo fantástico, de ese cielo abismal y de esas tristes y pensativas
orillas, sabedores de la futilidad de nuestras vidas y de la existencia de lo
sublime, eterno y beatífico, uno sentía anhelo de olvidar todo, morir, llegar a
ser un recuerdo. El pasado era trivial y aburrido, el futuro no tenía
importancia, mientras que esta divina noche, única en la vida, iba a terminar
pronto, disluyéndose en la eternidad. ¿Para qué vivir entonces?
Olga
Ivánovna escuchaba ora la voz de Riabovsky, ora el silencio de la noche y
pensaba en que era inmortal, en que no moriría nunca. Las aguas de color
turquesa, como nunca antes las había visto, el cielo, las orillas, las negras
sombras y una inexplicable alegría que impregnaba su alma le decían que
llegaría a ser una gran pintora y que en algún lugar, tras aquella lejanía,
tras la noche de luna, en el infinito espacio, la esperaban el éxito, la
gloria, él amor del pueblo... Sin pestañear miraba a lo lejos durante largo
rato, imaginando multitudes, luces, solemnes sones de música, exclamaciones de
júbilo y viéndose a sí misma con vestido blanco y cubierta dee flores que caían
sobre ella de todas partes. Pensaba también que a su lado, apoyándose en la borda,
estaba un verdadero gran hombre, un genio, un elegido de Dios... Todo lo que él
había creado hasta entonces era bello, novedoso y extraordinario, y lo que
crearía con el tiempo, cuando la madurez afirmase su excepcional talento,
sería asombroso, inmenso, y ello se notaba en su rostro, en su manera de
expresarse y en su actitud hacia la naturaleza. De las sombras, de los matices
crepusculares, del claro de luna él hablaba a su manera, en su lenguaje, de
modo que invdluntariamente se sentía el hechizo de su poder sobre la naturaleza.
Él mismo era muy hermoso, original, y su vida, independiente, libre, ajena a
todo lo ordinario, semejaba la de un pájaro.
-Empieza
a hacer fresco -dijo Olga Ivánovna, estremeciéndose.
Riabovsky
la envolvió en su capa y dijo tristemente:
-Me
siento dominado por usted. Soy su esclavo. ¿Por qué está tan cautivante hoy?
La
miraba fijamente y sus ojos le causaban miedo a ella.
-La
amo con locura... -susurró. Dígame una sola palabra y dejaré de vivir,
abandonaré el arte... -musitó, muy emocionado. Ámeme, áme-me...
-No
me hable así -dijo Olga Ivánovna, cerrando los ojos. Me da miedo. ¿Y Dímov?
-¿Qué
Dímov? ¿Por qué Dímov? ¿Qué tengo que ver yo con Dímov? Lo que hay es el Volga,
la luna, la belleza, mi amor, mi júbilo... pero no hay ningún Dímov... ¡Ah, yo
no sé nada! No tengo necesidad del pasado; déme un momento... un instante.
El
corazón de Olga Ivánovna comenzó a Qatir con más fuerza. Ella quería pensar en
su marido, pero todo el pasado, con la boda, con Dímov y con las veladas, le
parecía pequeño, insignificante, opaco, innecesario y muy lejano... En efecto:
¿qué Dímov?, ¿por qué Dímov?, ¿qué tiene que ver ella con Dímov? ¿Existe él
realmente en la naturaleza? ¿O no es más que un sueño?
«Para
él, hombre simple y ordinario, es suficiente la felicidad que ya ha recibido
-pensaba ella, cubriéndose la cara con las manos. Que me condenen allí, que me maldigan, pero yo, para
fastidiar a todo el mundo, me dejaré caer... eso es, me dejaré caer... Hay que
probarlo todo en la vida. ¡Dios mío, qué miedo y qué deleite!
-¿Y
bien? ¿Qué? -musitó el pintor, abrazándola y besando con avidez las manos con
las que ella trataba débIlmente de apartarlo. ¿Me amas? ¿Sí? ¿Sí? ¡Oh qué
noche! ¡Qué noche divina!
-Sí,
¡qué noche! -susurró ella, mirándole los ojos en que brillaban las lágrimas;
luego miró rápidamente hacia atrás, lo abrazó y lo besó con pasión en los
labios.
-¡Nos
acercamos a Kineshma! -dijo alguien del otro lado de la cubierta.
Oyéronse
unos pasos pesados. Era el camarero del buffet
que pasaba cerca de ellos.
-Escuche
-dijo Olga Ivánovna, riendo y llorando de felicidad, tráiganos vino.
El
pintor, pálido de emoción, sentóse en un banco, dirigió a Olga Ivánovna una
mirada llena de adoración y de gratitud, luego cerró los ojos y dijo con una lánguida
sonrisa:
-Estoy
cansado.
Y
apoyó la cabeza en la borda.
1.014. Chejov (Anton)
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