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viernes, 27 de diciembre de 2013

La cigarra - Cap. IV

En una apacible noche de luna del mes de julio Olga Ivánovna se encontraba en la cubierta del vapor fluvial y miraba ora al agua, ora las bellas orillas del Volga. A su Gado estaba Riabovsky y le decía que las negras sombras sobre el agua no eran sombras sino un ensueño y que a la vista de esa agua embrujadora con su brillo fantástico, de ese cielo abismal y de esas tristes y pensa­tivas orillas, sabedores de la futilidad de nuestras vidas y de la existencia de lo sublime, eterno y beatífico, uno sentía anhelo de olvidar todo, morir, llegar a ser un re­cuerdo. El pasado era trivial y aburrido, el futuro no tenía importancia, mientras que esta divina noche, única en la vida, iba a terminar pronto, disluyéndose en la eternidad. ¿Para qué vivir entonces?
Olga Ivánovna escuchaba ora la voz de Riabovsky, ora el silencio de la noche y pensaba en que era inmortal, en que no moriría nunca. Las aguas de color turquesa, como nunca antes las había visto, el cielo, las orillas, las negras sombras y una inexplicable alegría que impreg­naba su alma le decían que llegaría a ser una gran pintora y que en algún lugar, tras aquella lejanía, tras la noche de luna, en el infinito espacio, la esperaban el éxito, la gloria, él amor del pueblo... Sin pestañear miraba a lo lejos durante largo rato, imaginando multitudes, luces, solemnes sones de música, exclamaciones de júbilo y viéndose a sí misma con vestido blanco y cubierta dee flores que caían sobre ella de todas partes. Pensaba tam­bién que a su lado, apoyándose en la borda, estaba un verdadero gran hombre, un genio, un elegido de Dios... Todo lo que él había creado hasta entonces era bello, novedoso y extraordinario, y lo que crearía con el tiem­po, cuando la madurez afirmase su excepcional talento, sería asombroso, inmenso, y ello se notaba en su rostro, en su manera de expresarse y en su actitud hacia la naturaleza. De las sombras, de los matices crepusculares, del claro de luna él hablaba a su manera, en su lenguaje, de modo que invdluntariamente se sentía el hechizo de su poder sobre la naturaleza. Él mismo era muy hermoso, original, y su vida, independiente, libre, ajena a todo lo ordinario, semejaba la de un pájaro.
-Empieza a hacer fresco -dijo Olga Ivánovna, es­tremeciéndose.
Riabovsky la envolvió en su capa y dijo tristemente:
-Me siento dominado por usted. Soy su esclavo. ¿Por qué está tan cautivante hoy?
La miraba fijamente y sus ojos le causaban miedo a ella.
-La amo con locura... -susurró. Dígame una sola palabra y dejaré de vivir, abandonaré el arte... -musitó, muy emocionado. Ámeme, áme-me...
-No me hable así -dijo Olga Ivánovna, cerrando los ojos. Me da miedo. ¿Y Dímov?
-¿Qué Dímov? ¿Por qué Dímov? ¿Qué tengo que ver yo con Dímov? Lo que hay es el Volga, la luna, la belleza, mi amor, mi júbilo... pero no hay ningún Dí­mov... ¡Ah, yo no sé nada! No tengo necesidad del pasado; déme un momento... un instante.
El corazón de Olga Ivánovna comenzó a Qatir con más fuerza. Ella quería pensar en su marido, pero todo el pasado, con la boda, con Dímov y con las veladas, le parecía pequeño, insignificante, opaco, innecesario y muy lejano... En efecto: ¿qué Dímov?, ¿por qué Dímov?, ¿qué tiene que ver ella con Dímov? ¿Existe él realmente en la naturaleza? ¿O no es más que un sueño?
«Para él, hombre simple y ordinario, es suficiente la felicidad que ya ha recibido -pensaba ella, cubriéndose la cara con las manos. Que me condenen allí, que me maldigan, pero yo, para fastidiar a todo el mundo, me de­jaré caer... eso es, me dejaré caer... Hay que probarlo todo en la vida. ¡Dios mío, qué miedo y qué deleite!
-¿Y bien? ¿Qué? -musitó el pintor, abrazándola y besando con avidez las manos con las que ella trataba débIlmente de apartarlo. ¿Me amas? ¿Sí? ¿Sí? ¡Oh qué noche! ¡Qué noche divina!
-Sí, ¡qué noche! -susurró ella, mirándole los ojos en que brillaban las lágrimas; luego miró rápidamente hacia atrás, lo abrazó y lo besó con pasión en los labios.
-¡Nos acercamos a Kineshma! -dijo alguien del otro lado de la cubierta.
Oyéronse unos pasos pesados. Era el camarero del buffet que pasaba cerca de ellos.
-Escuche -dijo Olga Ivánovna, riendo y llorando de felicidad, tráiganos vino.
El pintor, pálido de emoción, sentóse en un banco, dirigió a Olga Ivánovna una mirada llena de adoración y de gratitud, luego cerró los ojos y dijo con una lán­guida sonrisa:
-Estoy cansado.
Y apoyó la cabeza en la borda.

1.014. Chejov (Anton)

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