Afuera todo era paz; la aldea del
otro lado del lago dormía ya, no se veía ninguna lucecita y sólo en el agua
brillaban apenas los pálidos reflejos de las estrellas. Junto al portón de los
leones, inmóvil, Yenia me esperaba, de pie, para acompañarme un trecho.
-Todos están durmiendo en la aldea
-le dije, tratando de distinguir su rostro en la oscuridad, y vi sus oscuros y
tristes ojos fijarse en mí. El tabernero y el cuatrero duermen tranquilos,
mientras que nosotros, gente de bien nos irritamos el uno al otro discutiendo.
Era una triste noche de agosto,
triste porque ya olía a otoño; cubierta por una nube purpurina, salía la luna y
apenas iluminaba el camino y los oscuros campos. Con frecuencia caían estrellas
fugaces. Yenia iba por el camino a mi lado y trataba de no mirar al cielo, ya
que el verlas caer la asustaba no se sabe por qué.
-Me; parece que usted tiene razón
-dijo ella, temblando a causa de la humedad nocturna. Si todos los hombres, en
común, pudieran dedicarse a la actividad espiritual pronto llegarían a saberlo
todo.
-Naturalmente. Somos seres
superiores y si, efectivamente, tuviésemos conciencia dé toda la fuerza del
genio humano y viviésemos sólo para propósitos supremos, al final seríamos como
dioses. Pero ello no ocurrirá nunca, la humanidad se va a degenerar y del genio
no queda ni rastro.
Cuando el portón desapareció de la
vista, Yenia se detuvo y me dio tan presuroso apretón de manos.
-Buenas noches -dijo, temblando;
sólo una blusa liviana cabria sus hombros y ella se encogió de frío. Venga
mañana.
Sentí angustia al pensar que me
quedaría solo, irritado, descontento con la gente y conmigo mismo; también yo
traté de no mirar a las estrellas fugaces.
-Quédese conmigo un minuto más -le
dije. Le ruego.
Yo amaba a Yenia. La amaba, quizá,
porque solía recibirme y me acompañaba para despedirme; porque me miraba con
ternura y admiración. ¡Cuán bellos y conmovedores eran su rostro pálido, su
cuello fino, sus delgados brazos, su fragilidad, su ocio, sus libros! ¿Y su
inteligencia? Yo sospechaba en ella una inteligencia notable, admiraba la
amplitud de sus ideas, quizá porque ella pensaba de otra manera que la hermosa
y severa Lida, que no me quería. Yo le agradaba a Yenia como pintor, conquisté
su corazón con mi talento, y sentía un; apasionado deseo de pintar sólo para
ella, soñando con ella como mi pequeña reina, que junto conmigo poseería estos
árboles, campos, la niebla, el alba, esta naturaleza maravillosa y encantadora,
pero entre la cual me sentí hasta entonces desespera-damente solo e inútil.
-Quédese un minuto más -supliqué.
Le imploro.
Me quité el abrigo y cubrí sus
hombros helados, temiendo mostrarse fea y ridícula con el gabán masculino, ella
se lo quitó, riendo y entonces la abracé y comencé a besar su cara, sus
hombros, sus brazos.
-¡Hasta mañana! -susurró ella y con
cuidado, como si temiera alterar el silencio de la noche, me abrazó. Tengo que
contarlo todo en seguida a mamá y a mi hermana, pues no tenemos secretos entre
nosotras... ¡Me da mucho miedo! No por mamá ella lo quiere, ¡pero Lida...! -Y
se dirigió corriendo hacia el portón.
-¡Adiós! -gritó.
Luego, durante unos dos minutos la
oí correr. No tenía ganas de volver a casa y además no había para qué volver
allá. Me quedé parado un rato, meditando, y desanduve lentamente el camino para
dirigir una mirada más a la casa en que vivía ella: simpática, ingenua y vieja
casa me parecía mirarme con las ventanas de su sota-banco y comprenderlo todo.
Pasé por delante de la terraza, me senté en un banco junto a la plazoleta de
lawn-tennis, bajo un añoso olmo y desde la oscuridad contemplé la casa. Las
ventanas del sotabanco, donde vivía Missus, ilumináronse con una luz brillante,
luego con otra atenuada y verde: la lámpara fue cubierta con una pantalla.
Moviéronse algunas sombras... Me sentí embargado de ternura, silencio y
satisfacción conmigo mismo, satisfacción por haberme apasionado y enamorado,
pero al mismo tiempo me molestaba la idea de que allí mismo, a pocos pasos de
mí, en una de las habitaciones de la casa, vivía Lida, que no me quería y,
quizá, me odiaba. Estuve esperando que saliera Yenia, y al aguzar el oído me
parecía oír hablar a alguien en el sotabanco.
Transcurrió cerca de una hora. La
verde luz se había apagado y las sombras dejaron de verse. La luna ya se encontraba
alta, encima de la casa, e iluminaba el jardín durmiente y los caminitos; las
dalias y las rosas en el parterre, frente a la casa, veíanse con nitidez y
parecían todas del mismo color. El aire se hacía muy frío. Salí del jardín,
levanté del suelo mi sobretodo y me encaminé lentamente a mi casa.
Al día siguiente, cuando llegué por
la tarde a la casa de las Volchamnov, la puerta de vidrio que daba al jardín
estaba abierta de par en par. Me senté en la terraza, esperando que detrás del
parterre en la plazoleta o en una de las alamedas no tardara en aparecer Yenia,
o bien desde alguna de las habitaciones llegara a oírse su voz; luego pasé a la
sala, al comedor. No había un alma.
Del comedor, a través de un largo
pasillo, fui al vestíbulo, luego me dirigí nuevamente al comedor. En el pasillo
había varias puertas y detrás de una de ellas resonaba la voz de Lida.
-En la rama... de un árbol...
-pronunciaba ella en voz alta y arrastrando las sílabas, probablemente
dictando. Bien ufa-a-ano y con-te-ente, con un queso en el pi-i-ico...
esta-aba... ¿Quién está allí? -llamó de repente al oír mis pasos.
-Soy yo.
-¡Ah! Disculpe, no puedo salir
ahora, estoy dando clase a Dasha.
-¿Ekaterina Pávlovna está en el
jardín?
-No. Ella y mi hermana partieron
esta mañana de visita a nuestra tía, en la gobernación de Penza. Y en invierno,
probablemente, Irán al extranjero... -añadió después de una pausa. En la
rama... de un árbol... bien ufa-a-no y contento... ¿Escribiste?
Salí al vestíbulo y sin pensar en
nada me quedé de pie mirando el lago y la aldea, mientras llegaba a mis oídos:
-Con un queso en el pico, estaba el
señor Cuervo.
Y me fui de la finca por el mismo
camino por el que habla venido por primera vez, sólo que en sentido contrario:
primero del patio al jardín, por delante de la casa, luego por la avenida de
los tilos... Allí me alcanzó corriendo un chicuelo y me entrego una esquela.
"Le conté todo a mi hermana y ella exige que me separe de usted -leí-.
Estaría por encima de mis fuerzas apenarla con mi desobediencia. Que Dios le dé
a usted mucha felicidad, perdóneme... ¡Si supiera usted con cuánta amargura
lloramos, mamá y yo!"
Luego la oscura avenida de abetos,
el cerco caído... Por el campo donde aquella vez florecía el centeno y
vociferaban las codornices, ahora vagaban las vacas y los caballos trabados.
Allá y acá, sobre las colinas, verdeaba intensamente la sementera de otoño.
Invadióme un humor sobrio y prosaico, y sentí vergüenza por todo lo que había
hablado en casa de las Volchanínov y volví a sentir el tedio de la vida. Al
regresar a casa, hice las maletas y por la noche partí para Petersburgo.
No he vuelto a ver a las
Volchanínov. No hace mucho, en el viaje a Crimea, encontréme en el tren con
Belokúrov. Igual que antes, vestía una podiorka y una camisa bordada, y al
preguntarle yo sobre su salud me respondió: "La debo a sus
oraciones". Nos pusimos a conversar. Había vendido su finca y comprado
otra, más pequeña, a nombre de Lubov Ivánovna. Acerca de las Volchamnov contó
poca cosa. Lida, según sus palabras, vivía siempre en Shelkovka y enseñaba a
los chicos en la escuela; poco a poco ella logró reunir un círculo de personas
que le eran simpáticas y que, llegando a constituir un partido fuerte, en las
últimas elecciones del zemstvo desplazaron a Balaguin, hasta entonces tenía en
sus manos a todo el distrito. En lo que atañe a Yenia. Belokúrov sólo podo
comunicar que ella no vivía en su casa y que no sabía dónde se encontraba.
Comienzo a olvidar ya la casa del
sotabanco, y sólo alguna vez, cuando escribo o leo, de repente, sin causa
ninguna, me acuerdo ora de la luz verde en la ventana, ora del ruido de mis
pasos que resonaban de noche en el campo, cuando enamorado volvía a mi casa,
frotando las manos por el frío. Y con menos frecuencia aun, en momentos cuando
me oprime la soledad y estoy triste, empiezo a recordar vagamente y me parece
entonces que a mí también alguien me recuerda, me espera y que nos
encontraremos...
Missus, ¿dónde estás?
1.014. Chejov (Anton)
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