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viernes, 27 de diciembre de 2013

La casa de sotabanco - Cap. I

Ello sucedió hace unos seis o siete años, cuando yo vivía en uno de los distritos de la gobernación T. en la propiedad del terrateniente Belokúrov, hombre joven que se levantaba muy temprano, andaba vestido con una podiovka[1] por las noches tomaba cerveza y quejábase siempre de que en nadie ni en ninguna parte encontraba comprensión. Vivía en una casita en el jardín, mientras que yo me alojaba en la vieja casona señorial, en una enorme sala con columnas, en la cual no había ningún mueble, excepto un amplio diván, en el que yo dormía, y una mesa, en la cual yo hacía solitarios. Algo aullaba siempre allí en las viejas estufas, aun con tiempo apacible, mientras que durante las tormentas toda la casa se estremecía y hasta parecía que se resquebrajaba en pedazos, de modo que uno sentía un poco de miedo, especialmente de noche, cuando las diez ventanas se iluminaban de repente con los relámpagos.
Condenado por el destino a un ocio constante, yo no hacía absolutamente nada. Durante horas enteras miraba por las ventanas al cielo, los pájaros, las alamedas, leía todo lo que me traían del correo, dormía. De vez en cuando, salía de la casa y vagaba hasta el anochecer.
Una vez, cuando regresaba a la casa, penetré sin querer en una finca desconocida. El sol ya se estaba escondiendo y sobre el centeno en flor se extendían las sombras crepusculares. Dos filas de abetos, muy altos, viejos, densamente plantados, formaban una alameda sombría y bella. Sin mucho esfuerzo traspase el cerco y avancé por esta avenida, deslizándome sobre las agujas de abeto que cubrían la tierra con una capa de una pulgada de espesor. Había silencio y oscuridad, y sólo en las cimas de los árboles temblaba, aquí y allá, la resplandeciente y dorada luz que reverbe-raba con los colores del arco iris en las telas de araña. El aroma de los abetos era muy fuerte, hasta sofocante. Luego doblé por una larga avenida de tilos. También allí notábase el abandono y la vetustez; el follaje del año anterior rumoreaba tristemente bajo los pies, y entre los oscurecidos árboles se escondían las sombras. A la derecha, entre los añejos frutales, con voz débil y con poca gana, cantaba una oropéndola, que también debía ser viejecita. Pero ya terminaron los tilos; pasé frente a una blanca casa con terraza y con sotabanco, y de repente, extendiéronse ante mí un gran patio exterior y un amplio estanque con baños, una multitud de verdes sauces, una aldea en la otra orilla del lago, con un campanario alto y estrecho en el cual ardía la cruz, reflejando los últimos rayos del sol. Por un instante sentí el hechizo de algo familiar, muy conocido, como si ya hubiese visto este mismo panorama hace tiempo, en mi infancia.
Y junto al blanco portón de piedra, por el cual se pasaba del patio al campo, junto al antiguo y recio portón con leones, estaban de pie dos jóvenes. Una de ellas -la mayor, delgada, pálida, muy bella, con un haz de espesos cabellos castaños y una boca pequeña y voluntariosa, denotaba una expresión severa y apenas reparó en mí; la otra, muy jovencita aún -no tendría más de diecisiete o dieciocho años- también delgada y pálida con una boca grande y con grandes ojos, me miró sorprendida, al pasar yo delante de ellas, dijo algo en inglés y se mostró confundida. Y me pareció que también estos dos agradables rostros me resultaban conocidos desde hacía tiempo. Y volví a la casa con la sensación de haber soñado con algo bueno.
Poco tiempo después, en un mediodía, paseábamos Belokúrov y yo cerca de la casa cuando inesperadamente, con un suave murmullo sobre la hierba, se acercó un coche con resortes en el cual venía una de aquellas jóvenes. Era la mayor. Realizaba una colecta en favor de los campesinos víctimas de un incendio. Sin dirigirnos la mirada, muy seria y detalladamente nos contó cuántas casas se habían quemado en la aldea Sianovo, cuántos hombres, mujeres y niños se habían quedado sin techo y cuáles serían las primeras medidas que se proponía tomar el comité de ayuda del cual ella formaba parte. Después de hacernos firmar la lista de suscripción, se la guardó y se dispuso a regresar.
-Usted se olvidó de nosotros, Piotr Petróvich -dijo a Belokúrov tendiéndole la mano-. Venga a vernos, y si monsieur N... -Ella dijo -mi apellido, tiene deseos de ver cómo viven los admiradores de su talento y se digna llegar hasta nuestra casa, mamá y yo estaremos muy contentas.
Hice una reverencia.
Cuando ella hubo partido, Piotr Petróvich se puso a explicar. Esta joven, de acuerdo con sus palabras, pertenecía a una buena familia y se llamaba Lidia Volchanínova mientras la propiedad en la que vivía con su madre y su hermana, tenía el nombre de Shelkovka, lo mismo que la aldea del otro lado del lago. En otros tiempos su padre ocupaba un cargo prominente en Moscú, y al morir ostentaba la jerarquía de consejero, secreto. No obstante el buen pasar, las Volchanínov vivían en el campo continuamente, en verano y en invierno; Lidia era maestra de la escuela rural en su aldea y recibía un sueldo mensual de veinticinco rublos. Para sus gastos empleaba sólo este dinero y se enorgullecía de vivir por su propia cuenta.
-Es una familia interesante -dijo Belokúrov. Habría que hacerles una visita. Ellas estarían encantadas de recibirlo a usted.
En uno de los días feriados, por la tarde, nos acordamos de las Volchanínov y fuimos a verlas. Todas, la madre y sus dos hijas, se encontraban en casa. La madre, Ekaterina Pávlovna -otrora bella, por lo visto, pero ahora prematuramente pesada y lenta, enferma de asma, triste y distraída- trató de entretenerme con una conversación sobre la pintura. Enterada por su hija de la posibilidad de mi visita, recordó, a prisa, dos o tres paisajes míos que había visto en las exposiciones en Moscú, y ahora me preguntaba qué era lo que yo deseaba expresar en ellos. Lidia -o Lida como la llamaban en casa- hablaba más con Belokúrov que conmigo. Seria, sin sonreír, le preguntaba por qué no prestaba ningún servicio en el zemstvo y por qué no asistía a sus asambleas.
-Eso no está bien, Piotr Petróvich -le decía en tono de reproche. No esta bien. Debiera de darle vergüenza.
-Es verdad, Lida, es verdad -asentía la madre. Eso no está bien.
-Todo nuestro distrito se encuentra en manos de Balaguin-prosiguió Lida, dirigiéndose a mí. Es presidente de la Dirección General, repartió todos los cargos en el distrito entre sus sobrinos y yernos y hace lo que le da la gana. Hay que luchar. La juventud debe formar con sus eleven-tos un partido fuerte, pero ya ven ustedes qué clase de juventud tenemos. ¡Debería usted de avergonzarse, Piotr Petróvich!
La hermana menor, Yenia, mientras se hablaba del zemstvo permanecía callada. Ella no tomaba parte en las conversaciones serias, en la familia no la consideraban adulta, aún, y la llamaban Missus, como a una pequeñuela, porque de niña ella solía llamar así a la Miss, su institutriz. Me miraba con curiosidad y, cuando abrí un álbum de fotografías, me daba explicaciones: "Este es mi tío... Este es mi padrino", señalaba los retratos con el dedito, rozándome infantilmente con el hombro, y yo veía de cerca su pecho, poco desarrollado, sus finos hombros, su trenza y su cuerpo delgado, muy estrechado por el cinturón.
Jugamos al crocquet y al lawn-tennis, paseamos por el jardín, tomamos té, luego cenamos largamente. Después de la enorme y vacía sala con columnas, me sentía a gusto en esta pequeña y acogedora casa, en cuyas paredes no había oleografías y donde a los criados los trataban de "usted"; todo allí me parecía joven y puro por la presencia de Lida y Missus, y todo respiraba corrección. Durante la cena Lida volvió a conversar con Belokúrov sobre el zemstvo, sobre Balaguin, sobre las bibliotecas escolares. Era una joven despierta, sincera y convencida, y resultaba interesante escucharla, aunque hablaba mucho y con voz fuerte, quizás porque se había acostum-brado a hablar así en la escuela. En cambio, Piotr Petróvich, quien desde los tiempos de estudiante tenía la costumbre de transformar cualquier diálogo en una discusión, hablaba aburrida, perezosa y largamente, con evidente deseo de parecer un hombre inteligente y avanzado. Gesticulando, volcó la salsera con la manga y se formó un gran charco sobre el mantel, pero, al parecer, nadie, excepto yo, se dio cuenta de ello.
Todo era silencioso y oscuro alrededor de nosotros cuando caminábamos de regreso a nuestra casa.
-La buena educación no consiste en no volcar la salsera sobre el mantel, sino en no darse cuenta cuando alguien lo hace -dijo Belokúrov con un suspiro. Sí, es una familia excelente y culta. Me quedé algo aislado de la buena gente, ando atrasado, ¡muy atrasado! Y todo porque estoy colmado de tareas, tareas y tareas.
Y me habló de cuánto tiene uno que trabajar si quiere ser un agricultor ejemplar, mientras yo pensé: ¡qué hombre tan pesado y perezoso! Al hablar seriamente sobre cualquier asunto solía prolongar con esfuerzo una "e-e-e-e" y trabajaba de la misma manera que hablaba: lentamente, atrasado, perdiendo plazos. Ya por el solo hecho de que las cartas que yo le encargaba despachar en el correo, él las llevaba en su bolsillo durante semanas enteras, no podía creer mucho en su celo.
-Lo peor es -barbotaba caminando a mi lado, lo peor es que uno trabaja sin encontrar comprensión. ¡Ninguna comprensión!

1.014. Chejov (Anton)


[1] Abrigo largo y ajustado.

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