Ello sucedió hace unos seis o siete
años, cuando yo vivía en uno de los distritos de la gobernación T. en la
propiedad del terrateniente Belokúrov, hombre joven que se levantaba muy
temprano, andaba vestido con una podiovka[1]
por las noches tomaba cerveza y quejábase siempre de que en nadie ni en ninguna
parte encontraba comprensión. Vivía en una casita en el jardín, mientras que yo
me alojaba en la vieja casona señorial, en una enorme sala con columnas, en la
cual no había ningún mueble, excepto un amplio diván, en el que yo dormía, y
una mesa, en la cual yo hacía solitarios. Algo aullaba siempre allí en las
viejas estufas, aun con tiempo apacible, mientras que durante las tormentas
toda la casa se estremecía y hasta parecía que se resquebrajaba en pedazos, de
modo que uno sentía un poco de miedo, especialmente de noche, cuando las diez
ventanas se iluminaban de repente con los relámpagos.
Condenado por el destino a un ocio
constante, yo no hacía absolutamente nada. Durante horas enteras miraba por las
ventanas al cielo, los pájaros, las alamedas, leía todo lo que me traían del
correo, dormía. De vez en cuando, salía de la casa y vagaba hasta el anochecer.
Una vez, cuando regresaba a la
casa, penetré sin querer en una finca desconocida. El sol ya se estaba
escondiendo y sobre el centeno en flor se extendían las sombras crepusculares.
Dos filas de abetos, muy altos, viejos, densamente plantados, formaban una
alameda sombría y bella. Sin mucho esfuerzo traspase el cerco y avancé por esta
avenida, deslizándome sobre las agujas de abeto que cubrían la tierra con una
capa de una pulgada de espesor. Había silencio y oscuridad, y sólo en las cimas
de los árboles temblaba, aquí y allá, la resplandeciente y dorada luz que
reverbe-raba con los colores del arco iris en las telas de araña. El aroma de
los abetos era muy fuerte, hasta sofocante. Luego doblé por una larga avenida
de tilos. También allí notábase el abandono y la vetustez; el follaje del año
anterior rumoreaba tristemente bajo los pies, y entre los oscurecidos árboles
se escondían las sombras. A la derecha, entre los añejos frutales, con voz
débil y con poca gana, cantaba una oropéndola, que también debía ser viejecita.
Pero ya terminaron los tilos; pasé frente a una blanca casa con terraza y con
sotabanco, y de repente, extendiéronse ante mí un gran patio exterior y un
amplio estanque con baños, una multitud de verdes sauces, una aldea en la otra
orilla del lago, con un campanario alto y estrecho en el cual ardía la cruz,
reflejando los últimos rayos del sol. Por un instante sentí el hechizo de algo
familiar, muy conocido, como si ya hubiese visto este mismo panorama hace
tiempo, en mi infancia.
Y junto al blanco portón de piedra,
por el cual se pasaba del patio al campo, junto al antiguo y recio portón con
leones, estaban de pie dos jóvenes. Una de ellas -la mayor, delgada, pálida,
muy bella, con un haz de espesos cabellos castaños y una boca pequeña y
voluntariosa, denotaba una expresión severa y apenas reparó en mí; la otra, muy
jovencita aún -no tendría más de diecisiete o dieciocho años- también delgada y
pálida con una boca grande y con grandes ojos, me miró sorprendida, al pasar yo
delante de ellas, dijo algo en inglés y se mostró confundida. Y me pareció que
también estos dos agradables rostros me resultaban conocidos desde hacía
tiempo. Y volví a la casa con la sensación de haber soñado con algo bueno.
Poco tiempo después, en un
mediodía, paseábamos Belokúrov y yo cerca de la casa cuando inesperadamente,
con un suave murmullo sobre la hierba, se acercó un coche con resortes en el
cual venía una de aquellas jóvenes. Era la mayor. Realizaba una colecta en
favor de los campesinos víctimas de un incendio. Sin dirigirnos la mirada, muy
seria y detalladamente nos contó cuántas casas se habían quemado en la aldea
Sianovo, cuántos hombres, mujeres y niños se habían quedado sin techo y cuáles
serían las primeras medidas que se proponía tomar el comité de ayuda del cual
ella formaba parte. Después de hacernos firmar la lista de suscripción, se la
guardó y se dispuso a regresar.
-Usted se olvidó de nosotros, Piotr
Petróvich -dijo a Belokúrov tendiéndole la mano-. Venga a vernos, y si monsieur
N... -Ella dijo -mi apellido, tiene deseos de ver cómo viven los admiradores de
su talento y se digna llegar hasta nuestra casa, mamá y yo estaremos muy
contentas.
Hice una reverencia.
Cuando ella hubo partido, Piotr
Petróvich se puso a explicar. Esta joven, de acuerdo con sus palabras,
pertenecía a una buena familia y se llamaba Lidia Volchanínova mientras la
propiedad en la que vivía con su madre y su hermana, tenía el nombre de
Shelkovka, lo mismo que la aldea del otro lado del lago. En otros tiempos su
padre ocupaba un cargo prominente en Moscú, y al morir ostentaba la jerarquía
de consejero, secreto. No obstante el buen pasar, las Volchanínov vivían en el
campo continuamente, en verano y en invierno; Lidia era maestra de la escuela
rural en su aldea y recibía un sueldo mensual de veinticinco rublos. Para sus
gastos empleaba sólo este dinero y se enorgullecía de vivir por su propia
cuenta.
-Es una familia interesante -dijo
Belokúrov. Habría que hacerles una visita. Ellas estarían encantadas de
recibirlo a usted.
En uno de los días feriados, por la
tarde, nos acordamos de las Volchanínov y fuimos a verlas. Todas, la madre y
sus dos hijas, se encontraban en casa. La madre, Ekaterina Pávlovna -otrora
bella, por lo visto, pero ahora prematuramente pesada y lenta, enferma de asma,
triste y distraída- trató de entretenerme con una conversación sobre la
pintura. Enterada por su hija de la posibilidad de mi visita, recordó, a prisa,
dos o tres paisajes míos que había visto en las exposiciones en Moscú, y ahora
me preguntaba qué era lo que yo deseaba expresar en ellos. Lidia -o Lida como
la llamaban en casa- hablaba más con Belokúrov que conmigo. Seria, sin sonreír,
le preguntaba por qué no prestaba ningún servicio en el zemstvo y por qué no
asistía a sus asambleas.
-Eso no está bien, Piotr Petróvich
-le decía en tono de reproche. No esta bien. Debiera de darle vergüenza.
-Es verdad, Lida, es verdad
-asentía la madre. Eso no está bien.
-Todo nuestro distrito se encuentra
en manos de Balaguin-prosiguió Lida, dirigiéndose a mí. Es presidente de la Dirección General ,
repartió todos los cargos en el distrito entre sus sobrinos y yernos y hace lo
que le da la gana. Hay que luchar. La juventud debe formar con sus eleven-tos
un partido fuerte, pero ya ven ustedes qué clase de juventud tenemos. ¡Debería
usted de avergonzarse, Piotr Petróvich!
La hermana menor, Yenia, mientras
se hablaba del zemstvo permanecía callada. Ella no tomaba parte en las
conversaciones serias, en la familia no la consideraban adulta, aún, y la
llamaban Missus, como a una pequeñuela, porque de niña ella solía llamar así a la Miss , su institutriz. Me
miraba con curiosidad y, cuando abrí un álbum de fotografías, me daba
explicaciones: "Este es mi tío... Este es mi padrino", señalaba los
retratos con el dedito, rozándome infantilmente con el hombro, y yo veía de
cerca su pecho, poco desarrollado, sus finos hombros, su trenza y su cuerpo
delgado, muy estrechado por el cinturón.
Jugamos al crocquet y al
lawn-tennis, paseamos por el jardín, tomamos té, luego cenamos largamente.
Después de la enorme y vacía sala con columnas, me sentía a gusto en esta
pequeña y acogedora casa, en cuyas paredes no había oleografías y donde a los
criados los trataban de "usted"; todo allí me parecía joven y puro
por la presencia de Lida y Missus, y todo respiraba corrección. Durante la cena
Lida volvió a conversar con Belokúrov sobre el zemstvo, sobre Balaguin, sobre
las bibliotecas escolares. Era una joven despierta, sincera y convencida, y
resultaba interesante escucharla, aunque hablaba mucho y con voz fuerte, quizás
porque se había acostum-brado a hablar así en la escuela. En cambio, Piotr
Petróvich, quien desde los tiempos de estudiante tenía la costumbre de
transformar cualquier diálogo en una discusión, hablaba aburrida, perezosa y
largamente, con evidente deseo de parecer un hombre inteligente y avanzado.
Gesticulando, volcó la salsera con la manga y se formó un gran charco sobre el
mantel, pero, al parecer, nadie, excepto yo, se dio cuenta de ello.
Todo era silencioso y oscuro
alrededor de nosotros cuando caminábamos de regreso a nuestra casa.
-La buena educación no consiste en
no volcar la salsera sobre el mantel, sino en no darse cuenta cuando alguien lo
hace -dijo Belokúrov con un suspiro. Sí, es una familia excelente y culta. Me
quedé algo aislado de la buena gente, ando atrasado, ¡muy atrasado! Y todo
porque estoy colmado de tareas, tareas y tareas.
Y me habló de cuánto tiene uno que
trabajar si quiere ser un agricultor ejemplar, mientras yo pensé: ¡qué hombre
tan pesado y perezoso! Al hablar seriamente sobre cualquier asunto solía
prolongar con esfuerzo una "e-e-e-e" y trabajaba de la misma manera
que hablaba: lentamente, atrasado, perdiendo plazos. Ya por el solo hecho de
que las cartas que yo le encargaba despachar en el correo, él las llevaba en su
bolsillo durante semanas enteras, no podía creer mucho en su celo.
-Lo peor es -barbotaba caminando a
mi lado, lo peor es que uno trabaja sin encontrar comprensión. ¡Ninguna
comprensión!
1.014. Chejov (Anton)
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