Pero no pensaba en nada y se
limitaba a llorar.
Cuando la nieve suave y esponjosa
hubo cubierto su lomo y su cabeza, y, exhausto, se había sumido en una pesada
modorra, la puerta en que se hallaba apoyado hizo un ruido, chirrió y le golpeó
en un costado. Dio un salto. Por la puerta salió un hombre que pertenecía a la
categoría de los clientes.
Como Kashtanka había lanzado un
chillido, enredándosele entre las piernas, aquel hombre no pudo por menos que
advertir su presencia. Se inclinó y preguntó:
-¿De dónde vienes, perrito? ¿Te he
hecho daño?
Bueno, no te enfades, no te
enfades... Perdóname.
Kashtanka miró al desconocido a
través de los copos que colgaban de sus pestañas y vio ante sí a un hombrecillo
bajo y regordete, de cara redonda y afeitada, con sombrero de copa y el abrigo
desa-brochado.
-¿De qué te quejas? -prosiguió él,
mientras con un dedo le quitaba la nieve del lomo. ¿Dónde está tu amo? Te has
perdido, ¿verdad? ¡Pobre perrito! ¿Qué vamos a hacer ahora?
Percibiendo en la voz del
desconocido un matiz cordial y cariñoso, Kashtanka le lamió la mano y aulló más
lastimeramente todavía.
-¡Resulta muy divertido! -dijo el
hombre. ¡Eres totalmente un zorro! En fin, no hay otro remedio: vente conmigo.
Tal vez sirvas para algo... ¡Ea, vamos!
Chasqueó la lengua e hizo a
Kashtanka una señal que únicamente podía significar una cosa: «Ven.» Y
Kashtanka le siguió.
Media hora más tarde estaba ya
sentado sobre sus cuartos traseros en el suelo de una habitación espaciosa y
bien iluminada, con la cabeza inclinada a un costado y contemplando con ternura
y curiosidad al desconocido, que daba buena cuenta de su cena. A la vez que
comía le echaba algún trozo... En un principio le dio pan y una corteza verde
de queso, luego un pedazo de carne, medio pastelillo y unos huesos de
pollo; el perro, hambriento, lo
devoraba todo con tal rapidez, que ni siquiera llegaba a advertir el sabor de
lo que engullía. Cuanto más comía, mayor era su hambre.
-iParece que no te alimentan muy
bien tus amos! -dijo el desconocido, viendo con qué ansia feroz tragaba sin
masticar. iY qué flaco estás! No tienes más que piel y huesos...
Kashtanka comió mucho, aunque sin
llegar a hartarse; sentíase como borracho. Después de la cena se tumbó en el
suelo, estiró las patas y meneó el rabo, sintiendo en todo su cuerpo una
agradable languidez. Mientras su nuevo amo, retrepado en el sillón, fumaba un
cigarro, él meneaba el rabo y trataba de dilucidar un problema: ¿Dónde se
estaba mejor, con el desconocido o con el ebanista? La vivienda del desconocido
era pobre y fea; quitando los sillones, el diván, el quinqué y las alfombras,
no había nada, y la habitación parecía vacía. En casa del ebanista, en cambio,
todo se encontraba repleto de cosas; estaban la mesa, el banco de carpintero,
montones de virutas, cepillos, garlopas, sierras, la jaula del jilguero, el
barreño... La habitación del desconocido no olía a nada, mientras que en la
casa del ebanista siempre había un espléndido olor a cola, barniz y virutas.
Pero la vivienda del desconocido ofrecía una gran ventaja. Le daban abundante
comida y, había que hacerle justicia, cuando Kashtanka estaba ante la mesa y le
miraba enternecido, no le golpeó ni una sola vez, no pataleó ni llegó a gritar
siquiera: «iVete de ahí, maldito!»
Terminado su cigarro, el nuevo amo
salió por unos instantes para volver con una pequeña colchoneta en las manos.
-iEh, perro, acércate! -dijo,
poniendo la colchoneta en un rincón, al pie del diván. Echate aquí, duérmete.
Luego apagó el quinqué y se marchó.
Kashtanka se tendió en la
colchoneta y cerró los ojos; de la calle llegó un ladrido que sintió deseos de
contestar, pero de pronto, cuando menos lo esperaba, le invadió una oleada de
tristeza. Recordó a Luká Alexándrich, a su hijo Fiédiushka, el confortable
rinconcito de debajo del banco... Recordó las largas tardes de invierno, cuando
el ebanista cepillaba sus maderas o leía en voz alta el periódico y Fiédiushka
solía jugar con él... Le agarraba las patas traseras, lo sacaba de debajo del
banco y hacía con él tales diabluras, que se le nublaba la vista y llegaba a
sentir dolor en todas las articulaciones. Le hacía andar a dos patas, lo
convertía en campana, es decir, le tiraba fuertemente del rabo hasta que el
animal empezaba a chillar y a ladrar, le daba a oler tabaco...
Resultaba verdaderamente horrorosa
una de las travesuras de Fiédiushka: ataba a una cuerda un trozo de carne, se
lo daba a Kashtanka y, cuando éste lo había tragado, entre grandes risas, se lo
sacaba del estómago. Y cuanto más vivos eran los recuerdos, tanto más fuertes y
lastimeros eran los aullidos de Kashtanka.
Pero la fatiga y el calorcillo no
tardaron en vencer la tristeza... Quedóse amodorrado. Creyó ver perros que
pasaban corriendo; entre otros, vio el lulú con el cual se había encontrado
aquel día en la calle, muy lanudo, con una catarata en un ojo y un mechón que
le caía junto a la nariz. Fiédiushka, con una barra de hierro en la mano,
perseguía al lulú; luego se cubrió de pronto de lanas, ladró alegremente y se
fue a reunir con Kashtanka. Uno y otro se olisquearon las narices y corrieron a
la calle...
1.014. Chejov (Anton)
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