Como no había teatro en la ciudad,
solían organizarse funciones de aficionados, conciertos, cuadros vivos, a
beneficio, naturalmente, de los pobres.
Entre los aficionados se distinguía
la familia Achoguin, que tenía, como nosotros, su morada en la calle de la
Nobleza. Casi siempre los espectáculos se celebraban en aquel amplio caserón.
Los Achoguin pagaban todos los gastos y desplegaban gran actividad en los
preparativos.
Era una familia de ricos
terratenientes. Poseía en el
distrito más de tres
mil hectáreas de tierra y una hermosa casa de campo. Pero
poco amiga de la vida campestre, se pasaba todo el año en la ciudad.
La constituían la madre, una señora
alta, delgada, pelicorta, que
solía llevar, a
la usanza inglesa, una falda lisa
y una chaqueta hechura sastre, y tres hijas. Al hablar de ellas no se las
designaba por sus nombres de pila, sino que se decía sencillamente: la mayor,
la de en medio y la pequeña. Las tres eran feas, de barbilla aguda, cortas
de vista y
tenían los ojos
oblicuos.
Vestían como su mamá. Su voz
desagradable, opaca, no les impedía tomar parte en los espectáculos. Casi
siempre estaban ocupadas en preparativos de conciertos, representaciones
teatrales, charadas. Declamaban, recitaban, cantaban.
Las tres eran muy graves y no se
sonreían nunca; hasta el teatro cómico lo interpretaban de un modo tan serio,
si se les asignaban papeles en él,
que parecían, más
que intérpretes de una
farsa regocijada, tenedores de libros.
A mí me divertían las funciones de
aficionados, sobre todo los ensayos, en los que reinaba un gran desorden y
solía armarse una algarabía infernal, y al final de los cuales se nos convidaba
siempre a cenar. Yo no tomaba parte alguna en la elección de obras ni en el
reparto de papeles. Mi trabajo consistía en copiarlos, pintar las decoraciones,
apuntar, imitar entre bastidores el ruido del trueno, el canto del ruiseñor,
etc. Como iba mal vestido y carecía de
una posición social honorable, me mantenía durante los ensayos un poco a distancia
de la gente, a la sombra de los bastidores y no despegaba los labios.
Pintaba las decoraciones en el
patio de casa de los Achoguin y me ayudaba en tal tarea un pintor decorador,
o, como se
denominaba él mismo, un
«contratista de obras
pictóricas», llamado Andrés Ivanovich.
Era un hombre
de unos cincuenta años, de elevada estatura, muy delgado y muy pálido,
con la faz rugosa y unas grandes ojeras azules. Su aspecto enfermizo me
asustaba un poco. Padecía no sé qué dolencia incurable. Con frecuencia se ponía
a morir, pero guardaba cama unos días y se levantaba de nuevo, asombrado él
mismo de seguir aún con vida.
-¡A pesar de todo no me he muerto!
-decía.
En la ciudad le conocían, más que
por Ivanov, por Nabó, no sé con qué motivo. Como a mí, le gustaba mucho el
teatro. En cuanto sabía que se preparaba alguna función, dejaba todos sus
trabajos y acudía a casa de Achoguin, a pintar las decoraciones.
El
día siguiente a
mi conversación con mi
hermana trabajé en casa de Achoguin desde por la mañana hasta el anochecer.
La hora fijada para el comienzo del
ensayo era las siete
de la tarde.
A las seis
ya habían llegado cuantos habían de
tomar parte en la función. Las tres
muchachas -la mayor,
la de en medio y la pequeña- se paseaban por el
escenario, cuaderno en
mano, recitando sus
papeles.
Nabó, con un largo gabán rojo y una
ancha bufanda, miraba, de pie junto a la puerta, al escenario, como mira, en un
templo, el altar un creyente devoto. La señora Achoguin se acercaba ya a uno,
ya a otro de los concurrentes y le decía
a cada cual
una cosa agradable.
Tenía la costumbre de mirar
fijamente a sus interlocuto-res y hablarles en voz baja, como si estuviera
conversando de un modo muy confidencial.
-Debe de ser dificilísimo el pintar
las decoraciones -me dijo
quedito, acercándose a mí.
He estado hablando con la señora
Mufke de las supersticiones
arraigadas en nuestra
sociedad.
¡Es terrible! No sabe usted lo que
yo he luchado contra ellas. Para que la
servidumbre se dé cuenta de lo ridículas que son, mando
encender todas las noches tres bujías en mi habitación y procuro hacer en día
13 las cosas importantes.
La pobre gente está segura de que
tres bujías y la fecha 13 traen desgracia...
En aquel momento entró la hija del
ingeniero Dolchikov, una rubia muy bella, vestida, como se decía entre
nosotros, lo mismo que una parisién. Nunca tomaba parte en las
representaciones; pero en los ensayos se ponía siempre en el escenario una
silla para ella y no empezaba la función mientras ella no llegaba, radiante,
ele-gantísima, y no se sentaba en un sillón de primera fila.
Se la respetaba mucho, como a una
persona que había vivido largo tiempo en la capital. Sólo ella
podía permitirse, durante
los ensayos, hacer observaciones
críticas. Las hacía con una sonrisa
de condescendencia y se advertía
que consideraba el espectáculo un juego inocente de niños.
Se
decía que había
estudiado canto en el
Conservatorio de Petrogrado
y hasta que me
gustaba mucho, y mis ojos solían no apartarse de ella en todo el ensayo.
Inesperadamente se presentó mi
hermana en el escenario, puesto el sombrero y el abrigo, y acercándose a mí me
dijo:
-¡Ven!
La seguí. Detrás del escenario se
hallaba Ana Blagovo, también ensombrerada.
Era la hija del vicepresidente de
la Audiencia, que residía en la ciudad desde hacía un sinfín de años, casi
desde el día en que la Audiencia se creó. Como era de elevada estatura y muy
bien formada, se
la invitaba siempre
a tornar parte en los cuadros
vivos. Cuando aparecía en ellos vestida de hada o haciendo de estatua de la
Gloria, parecía turbada en extremo y se ponía colorada hasta
la raíz de
los cabellos. En las
funciones de teatro nunca tomaba parte, y rara vez asistía a los ensayos, en
los que, además, no salía de entre bastidores.
Aquel día sólo estuvo unos momentos
y ni siquiera entró en la sala.
-Mi padre -me dijo secamente, sin
mirarme y ruborizándose- le ha
recomendado a usted.
El señor Dolchikov le ha prometido darle a usted un empleo en el
ferrocarril. Vaya usted a verle mañana. Estará en casa.
Yo la saludé y le di las gracias.
-En cuanto a eso -añadió, señalando
al cuaderno de los papeles que yo llevaba en la mano, lo
mejor sería que
dejase usted de
emplear tiempo en ello.
Luego, ella y mi hermana se
acercaron a la señora Achoguin, con
la que hablaron
en voz baja durante
dos minutos, dirigiéndome
frecuentes miradas. Parecían deliberar.
-Si
le reclaman a
usted -me dijo
la señora Achoguin, acercándose
a mí y mirándome con fijeza- ocupaciones más serias, puede entregar ese cuaderno
a otra persona.
¡Deje usted eso, amigo mío, y vaya a sus quehaceres!
Saludé y me fui muy turbado.
Apenas hube yo salido, vi salir a
mi hermana y a la señorita Blagovo. Iban hablando con gran calor, probablemente
de mí y de mi posible regeneración, y caminaban muy de prisa. Se veía que a mi
hermana, que nunca asistía a los ensayos, le remordía la conciencia el haberse
estado, en casa de Achoguin, y tenía miedo de que mi padre se enterase.
Al día siguiente, a cosa de la una
de la tarde, me presenté en casa del ingeniero Dolchikov.
Me acompañó un criado a un hermoso
aposento, que era
al mismo tiempo
el salón y el
cuarto de trabajo
del ingeniero. Todo
era allí agradable, elegante
y producía una
impresión extraña en quien, como yo, no estaba acostumbrado a ver un
lujo parecido. Ricos tapices, amplios sillones, cuadros con marcos de
terciopelo, bronces. Se veían en las paredes retratos de bellas mujeres de
rostro inteligente, en actitudes
descocadas. Una puerta
de cristales ponía
la estancia en comunicación con una gran terraza cuyas escalinatas
bajaban a un ameno jardín. En la terraza se veía una mesa servida para el
almuerzo adornada con profusión de rosas y lilas y bien provista de botellas.
Flotaba en
el aire el
aroma de un
cigarro habano. Sonreían allí el sol, la primavera y la felicidad. Se
advertía que en aquella casa moraban el contento, la satisfacción, la ventura.
Ante la mesa de despacho estaba
sentada, leyendo un periódico, la hija del ingeniero.
-¿Quiere usted ver a mi padre? -me
preguntó. Está bañándose y no tardará en salir. Tenga la bondad de sentarse.
Me senté.
-Usted vive en la casa de enfrente,
¿verdad? -me dijo, tras un corto silencio.
-Sí.
-Algunas veces me distraigo mirando por la
ventana -continuó, sin apartar la vista del periódico- y los veo a usted y a su
hermana. Su hermana de usted
tiene una cara
muy simpática, una cara leal y
seria.
En aquel momento entró Dolchikov frotándose el cuello con una
toalla.
-Papá, el señor Poloznev te espera
hace un ratito.
-Sí; Blagovo me ha hablado de él
-contestó el ingeniero, volviéndose a mí sin tenderme la mano. Pero no puedo ofrecerle
nada. No tengo plazas.
Se detuvo frente a mí y me dijo,
con un tono tan poco amable que parecía reñirme:
-¡Son ustedes
una gente extraña,
señores!
Todos los días vienen una porción
de caballeros a pedirme empleos, como si yo fuera un ministro. Yo, señores, no
dispongo de empleos para intelec-tuales,
es decir, para
personas que sólo saben
emborronar papel. En
la vía férrea
que estoy construyendo lo que necesito son mecánicos, cerrajeros,
ingenieros, carpinteros, no escritores. ¡Conmigo hay que trabajar duramente y
no burocratear! ¿Estamos?
Su persona producía la misma
impresión de felicidad, de
bienestar, que todo
cuanto le rodeaba. Grueso, vigoroso, de carrillos
rojos, de pecho ancho, limpia y fresca la piel recién enju-gada, vestido
con una ancha
blusa de seda y
unos holgados pantalones,
parecía un cochero de opereta. Tenía los ojos claros e
inocentes, la nariz aguileña, ni un solo cabello blanqueaba en su perillita
redonda.
-¿Qué saben ustedes hacer? -prosiguió.
¡No saben ustedes hacer nada los intelectuales! Yo, sin ir más lejos, soy ahora
ingeniero, gozo de buena posición; pero antes de llegar a esto he pasado por
todas las miserias, he trabajado como
simple maquinista, he
sido dos años,
en Bélgica, fogonero de
locomotora. ¿Usted para qué sirve, para qué trabajo se considera
útil?
-Sí; tiene usted razón -repuse, muy
turbado ante la mirada severa de sus ojos claros e inocentes.
-Al
menos, ¿sabe usted
manejar el aparato telegráfico? -me preguntó,
tras una corta
reflexión.
-Sí; he estado empleado en
Telégrafos.
-Bueno... Ya veremos. Por de pronto
puede usted salir para
Dubechnia. Allí tengo
ya un empleado; pero no vale
nada.
-¿En qué consistirá mi trabajo?
-Ya decidiremos. Váyase. Daré
órdenes. Pero se lo prevengo: no se me emborrache y no me moleste con
peticiones; pues de lo contrario le despediré.
Y se sentó en una butaca sin
hacerme siquiera una inclinación de cabeza. La conversación había terminado.
Saludé al ingeniero y a su hija y me fui.
La impresión que me produjo tal
entrevista no pudo ser más deprimente. Cuando llegué a casa y mi hermana me
preguntó cómo me había recibido el señor
Dolchikov, no tuve
alientos para pronunciar ni una palabra: tan abatido estaba.
Al día siguiente me levanté antes
de salir el sol para irme a Dubechnia. Nuestra calle estaba completamente
desierta. Todo el mundo dormía aún, y mis pasos resonaban ruidosos y aislados
en el
silencio matutino. Las
acacias, cubiertas de rocío, impregnaban
el aire de una deliciosa fragancia.
Yo estaba triste y sentía en el
alma tener que dejar la ciudad. La amaba mucho y me parecía bella y
cómoda. Me placían
el verdor de sus
calles, sus dulces mañanas soleadas, el campaneo de sus iglesias. Sólo la gente
que vivía en ella me era extraña, desagradable, odiosa a veces. Ni la amaba ni
la comprendía.
No
acertaba a explicarme
por qué y cómo
vivían aquellos sesenta y cinco mil habitantes.
Sabía que Tula fabrica samovares y
fusiles, que Moscú es un centro importante de producción, que Odesa es un gran
puerto de mar; pero ignoraba el papel de nuestra ciudad en el mundo y la razón
de su existencia.
Los vecinos de la calle de la
Nobleza y de dos o tres calles más vivían de sus rentas y de los sueldos que
cobraban como empleados del Estado; pero los de las otras calles que se
extendían paralela y
perpendicularmente en un área
de tres kilómetros
¿de qué diablos
vivían?... Esto era para mí un enigma. Vivían, eso sí, de una manera repugnante.
No había en la ciudad ni un buen jardín público, ni un teatro, ni siquiera una
mediana orquesta. Aunque poseíamos dos bibliotecas -una del Municipio y otra
perteneciente al Casino,
no las solían
visitar sino jóvenes israelitas, y las revistas permanecían meses
enteros sin abrir.
Gente rica, hasta intelectual, dormía en alcobas
angostas, se acostaba en camas de madera llenas de chinches; los cuartos de los
niños eran verdaderas pocilgas; la servidumbre dormía en la cocina, sin más
lecho que el suelo, y se abrigaba con harapos. La alimentación era mala, y poco
abundante en la mayoría de las casas.
En el Consejo Municipal, en el
Gobierno, en el Palacio Episcopal se hablaba sin cesar de la necesidad de dotar
de aguas a la ciudad, donde las que había eran escasas y malsanas; pero se
tropezaba con la falta de dinero. Sin embargo, había entre nosotros millonarios
que perdían en una sola noche miles de rublos en el juego y que también ellos
bebían agua insalubre, sin ocurrírseles siquiera hacer un pequeño sacrificio
pecuniario en beneficio de la población.
Yo no podía concebirlo: estando en
su mano favorecer la ciudad con notables mejoras, ponían el
grito en el
cielo porque el
Gobierno le negaba un crédito al
Ayuntamiento.
Entre todos
los vecinos que
yo conocía no había
un hombre honrado.
Mi padre recibía subvenciones, y
se figuraba que
se las daban por su bella cara; los estudiantes,
para que los profesores no los tratasen con demasiada severidad en los
exámenes, solicitaban de ellos clases particulares, que les pagaban carísimas;
la señora del gobernador
militar recibía fuertes sumas por que su marido librase a los
mozos del servicio, y además se hacía llevar los mejores vinos y tomaba unas
borracheras escandalosas; los médicos aprovechaban cuantas ocasiones se les
ofrecían de medrar a costa del pueblo, y el del Municipio, por ejemplo, recibía
regalos de casi todos los carniceros cuyos establecimientos estaba obligado a
inspeccionar. En todas partes se consideraba al solicitante un ser cuya misión
era la de pagar, y en el Ayuntamiento,
en las escuelas, en las oficinas se
le engañaba, se le vendían certificados
falsos, se hacía
todo lo posible por sacarle los
cuartos.
Y la pobre gente sabía muy bien que
sin una gratificación no se podía conseguir nada, y pagaba a los empleados su
tributo de cientos de rublos, y a
veces hasta de
treinta o cuarenta «copecks».
Los
que no tomaban
gratificaciones -por ejemplo, los
jueces o el
fiscal, eran altivos, fríos, de ideas estrechas; trataban
a la gente con desdén; jugaban, bebían;
sólo se casaban
con muchachas ricas, y su influjo en la sociedad no era nada
beneficioso.
Únicamente las doncellas eran puras
de alma. Casi todas tenían aspiraciones nobles y un corazón limpio y
entusiasta; pero no comprendían la vida; su concepto del mundo pecaba de
cándido; reputaban normal
cuanto pasaba en torno suyo. Luego, de casadas, envejecían
de un modo prematuro y se
hundían en el
cieno de una existencia gris,
vulgar.
1.014. Chejov (Anton)
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