Pasaron cuatro años. Stártsev tenía ya una gran
clientela. Cada mañana hacía rápido sus visitas en Diálizh y luego marchaba a
ver sus pacientes de la ciudad. Viajaba ya no en un par de caballos, sino en
una troika con cascabeles; volvía a casa tarde por la noche.
Estaba más grueso, había echado carnes, andaba lo
menos que podía, pues padecía de asma. También Panteleimón estaba más gordo, y
cuanto más crecía a lo ancho, con más tristeza suspiraba quejándose de su mala
suerte: ¡estaba harto de pasar tanto tiempo en el pescante!
Stártsev visitaba muchas casas y personas, pero
no intimaba con nadie. Los habitantes de la ciudad, con sus conversaciones,
opiniones sobre la vida y hasta por sus caras lo irritaban. Poco a poco, la
experiencia le enseñó que las personas, mientras uno juegue a las cartas o tome
un trago con ellas, parecen gente pacífica, bondadosa y hasta inteligente, pero
basta con tocar algún tema que no sea de comida, por ejemplo, de política o de
ciencia, para que se metan en disquisiciones inútiles y desplieguen una
filosofía tan torpe y malvada que a uno lo único que le queda es o echarse a
llorar o irse por donde ha venido. Cuando Stártsev intentaba hablar incluso con
personas de talante liberal, por ejemplo, de que, gracias a Dios, la humanidad
avanza y que con el tiempo esta prescindirá de los pasaportes y de la pena de
muerte, el hombre se le quedaba mirando y preguntaba con desconfianza: ¿O sea
que, entonces, todo el mundo podrá romperle la cabeza a quien le
parezca?". Y cuando Stártsev decía en un grupo -durante alguna cena o un
té- que hacía falta trabajar, que no se podía vivir sin trabajar, entonces
todos se lo tomaban como una alusión personal, se enfadaban y se ponían a
discutir agresivos. Por lo demás, la gente no hacía nada, decididamente nada,
no se interesaba por nada y por mucho que se esforzara uno, no podía ingeniarse
un tema de conversación con ella. Así que Stártsev evitaba conversar, sólo
tomaba sus tragos y jugaba a las cartas. Y cuando lo invitaban a alguna fiesta
de cumpleaños, el hombre se sentaba a la mesa y comía en silencio, mirando el
plato; todo lo que se decía en ese rato no tenía interés alguno, era injusto,
estúpido. El se sentía irritado, perdía la calma, pero callaba. Por su hosco
silencio y su mirada clavada en el plato, en la ciudad se le empezó a llamar
"el polaco enfurruñado", aunque nunca había sido polaco.
Se abstenía de diversiones tales como el teatro o
los conciertos, pero, en cambio, jugaba a las cartas cada día, unas tres horas,
y lo hacía con placer. Tenía otra distracción a la que se acostumbró poco a
poco, que era cada tarde sacar de sus bolsillos los papelitos de cuánto había
ganado con sus clientes y sucedía que en un día estos papeles metidos en sus
bolsillos -de colores amarillo y verde, que olían a perfume, vinagre, incienso
o aceite de pescado- alcanzaban los setenta, rublos; y cuando reunía varios
cientos los llevaba a la
Sociedad de Crédito y Préstamo y los ingresaba allí en una
cuenta corriente.
En los cuatro años que pasaron desde la partida
de Ekaterina Ivánovna sólo había estado dos veces en casa de los Turkin y fue
por invitación de Vera Lósifovna, quien seguía curándose de los dolores de
cabeza.
Ekaterina lvánovna venía cada verano a descansar
con sus padres, pero no la vio ni una sola vez.
Pasaron cuatro años. En una mañana tranquila y
tibia, le trajeron una carta. Vera Lósifovna le escribía a Dmitri lónich, que
lo añoraba mucho; le rogaba que viviera sin falta a su casa y aligerara sus
penas y que, por cierto, hoy era su cumpleaños. Abajo seguía la frase
siguiente: "Yo también me sumo al ruego de mamá. E."
Stártsev se lo pensó y por la tarde se dirigió a
casa de los Turkin.
-¡Oh, se le saluda! ¿Cómo está usted? -Lo recibió
Iván Petróvich sonriendo sólo con los ojos. Que tenga un bonjour.
Vera Lósifovna, ya muy envejecida, con cabellos
blancos, le estrechó la mano a Stártsev, suspiró con afectación y dijo:
-Querido doctor, no quiere usted hacerme la
corte, nunca viene a vernos, ya soy vieja para usted. Pero, mire, ha vuelto la
joven, a lo mejor ella tiene más suerte.
¿Y Katia? Estaba más delgada, más pálida, más
hermosa y esbelta; pero ya era Ekaterina Ivánovna y no Katia; ya no se veía la
frescura y la expresión de inocencia infantil de antes. En su mirada, en sus
gestos había algo nuevo, cierto aire culpable, como si en casa de los Turkin ya
no se sintiera en la suya propia.
-¡Cuántos siglos sin verlo! -exclamó al tender la
mano hacia Stártsev, se notaba que su corazón latía emocionado. Mirando
fijamente y con curiosidad su rostro, prosiguió: ¡Cómo ha engordado! Está más
moreno, parece más hombre, pero en general ha cambiado poco.
También entonces le gustaba la muchacha, le
gustaba mucho, aunque le faltaba algo, o le sobraba, no sabría decirlo, pero
había algo que le impedía sentirse como antes. No le agradaba su palidez, la
nueva expresión de su rostro, la débil sonrisa, la voz y, algo más tarde, no le
gustó el vestido, el sillón en el que ella se sentaba; le disgustaba algo del
pasado, de cuando estuvo a punto de casarse con ella. Recordó su amor, las
ilusiones y esperanzas que lo dominaron hacía cuatro años y se sintió molesto.
Tomaron té con un pastel dulce. Luego Vera
Lósifovna leyó en voz alta una novela, narró algo que nunca ocurría en la vida.
Stártsev escuchaba y miraba su cabeza canosa y
bella, esperando que acabara.
"El inepto no es quien no sabe escribir
novelas, sino el que las escribe y no sabe disimularlo" -pensaba Stártsev.
-No está mal, pero nada mal... -comentó Iván
Petróvich.
Después, Ekaterina lvánovna tocó el piano, durante
un buen rato y en forma ruidosa.
Cuando acabó, los invitados la felicitaron por su
ejecución.
"Hice bien en no casarme con ella" -pensó
con alivio Stártsev.
Ella lo miraba y, al parecer, esperaba que él la
invitara a salir al jardín, pero Stártsev permanecía en silencio.
-Charlemos un rato -dijo ella acercándose a él.
Cuénteme algo de su vida. ¿Cómo va todo? ¿Bien? Todos estos días he pensado en usted
-prosiguió nerviosa. Quería enviarle una carta, quería ir yo misma a Diálizh.
Había decidido ir, aunque luego cambié de idea.
Dios sabe qué pensará usted de mí ahora. ¡Le
esperaba hoy con tanta emoción! Se lo ruego, por favor, salgamos al jardín.
Salieron al jardín y se sentaron en el banco bajo
el viejo arce, como cuatro años atrás. Estaba oscuro.
-¿Qué tal le va? -preguntó de pronto Ekaterina
lvánovna.
-Pues así, aquí estamos, vamos tirando -contestó
Stártsev.
No se le ocurrió nada más. Callaron.
-Estoy muy emocionada -Mijo Ekaterina Ivánovna, y
se tapó el rostro con las manos, pero usted no haga caso. Estoy tan bien en
casa y tan contenta de verlos a todos que no puedo hacerme a la idea. ¡Cuántos
recuerdos! Me parecía que íbamos a hablar sin parar hasta la madrugada.
Ahora veía de cerca su cara, sus ojos brillantes,
aquí en la oscuridad parecía más joven que en la habitación y hasta daba la
impresión de haber recobrado su expresión infantil de antes. En efecto, miraba
con ingenua curiosidad el rostro del hombre, como si quisiera ver más de cerca
y comprender al hombre que en otro tiempo la había amado con tanto ardor, tanta
ternura y tan poca suerte. Sus ojos le agradecían aquel amor. Y él recordó todo
lo sucedido, los más pequeños detalles, cómo anduvo por el cementerio, cómo
después, al amanecer, regresó a casa, agotado; y de pronto sintió tristeza y
lástima del pasado. En el alma se encendió una pequeña llama.
-¿Se acuerda usted cuando la acompañé a la velada
en el club? -dijo él. Entonces llovía, estaba oscuro...
El fuego crecía en su alma, y ya tenía ganas de
hablar, de quejarse de la vida...
-¡Hum! -exclamó en un suspiro. Me pregunta usted
por mi vida. ¿Cómo vivimos aquí? Pues de ninguna manera. Envejecemos,
engordamos, vamos cayendo... Día tras día, noche tras noche, la vida pasa
monótona, sin impresiones, sin ideas... Durante el día a ganarse el pan, por la
tarde al club, una sociedad de jugadores de cartas, alcohólicos y groseros a
los que no puedo aguantar.
¿Qué hay de bueno en eso?
-Pero tiene usted el trabajo, un fin honrado en
la vida. Antes le gustaba tanto hablar de su hospital. Yo entonces era una
chica rara, me imaginaba una gran pianista.
Ahora todas las señoritas tocan el piano; y yo
también tocaba, como todas, no había en mí nada de particular; soy tan
pianista, como mi madre escritora. Y claro está, entonces yo no lo comprendía,
pero en
Moscú a menudo pensé en usted. Sólo pensaba en
usted. ¡Qué felicidad ser médico rural, ayudar a los que sufren, servir al
pueblo! ¡Qué felicidad! -volvió a decir Ekaterina lvánovna con entusiasmo.
Cuando pensaba en usted en Moscú me lo imaginaba tan ideal, tan elevado...
Stártsev se acordó de los papelitos que por las
tardes sacaba de los bolsillos con gran placer, y el fuego que ardía en su
pecho se apagó.
Se levantó para marcharse a su casa. Ella lo
sujetó del brazo y prosiguió:
-Usted es el mejor de los hombres que he conocido
en mi vida. Nos veremos, charlaremos, ¿no es cierto? Prométamelo. Yo no soy una
pianista, en lo que a mí respecta no me engaño y en su presencia no tocaré ni
hablaré de música.
Cuando entraron en la casa, Stártsev vio a la luz
su rostro y sus ojos tristes, agradecidos e inquisitivos dirigidos hacia él, se
sintió intranquilo y pensó de nuevo: "Qué bien que no me casé con
ella".
Comenzó a despedirse.
-No tiene usted ningún derecho de marcharse sin
cenar -le decía Iván Petróvich al acompañarlo. ¡A ver, tu representación! -dijo
dirigiéndose en el recibidor a Pava.
Pava, que ya no era un chiquillo sino un joven
con bigote, se estiró, alzó un brazo y exclamó con voz trágica:
-¡Muere, desdichada!"
Estas cosas irritaban a Stártsev. Al sentarse en
el coche y mirar hacia la oscura casa y el jardín que en un tiempo le
resultaron tan agradables y queridos, se acordó de todo junto: las novelas de
Vera Lósifovna, las ruidosas interpretaciones de Katia, las frases
supuestamente ingeniosas de Iván Petróvich, la pose trágica de Pava, y pensó
que si la gente más inteligente de toda la ciudad era tan mediocre, cómo
tendría que ser el resto.
Al cabo de tres días, Pava le llevó una carta de
Ekaterina Ivánovna.
"No viene usted a vernos. ¿Por qué? -escribía.
Me temo que haya cambiado de actitud hacia nosotros y me asusta tan sólo la
idea de pensarlo. Deshaga mis temores, venga a vernos y diga que todo sigue
bien.
Necesito hablar con usted. Su E.I.".
Leyó la nota, pensó un momento y dijo a Pava:
-Dile, querido Pava, que hoy no puedo ir, estoy
muy ocupado. Di que iré dentro de unos tres días.
Pero transcurrieron tres días, luego una semana y
seguía sin ir. En cierta ocasión, al pasar en coche junto a la casa de los
Turkin, se acordó de que tenía que visitarlos aunque fuera sólo por un minuto,
mas lo pensó... y no entró.
Y nunca más visitó a los Turkin.
1.014. Chejov (Anton)
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