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viernes, 27 de diciembre de 2013

Historia de mi vida - Cap. XX

Si yo hubiese tenido el deseo de mandarme hacer  una  sortija,  le  habría  hecho  grabar  esta inscripción: «Nada pasa.» Sí; estoy convencido que nada pasa sin dejar una huella tras nosotros, y que cada acto nuestro, incluso el más insignificante, ejerce determinada influencia en nuestra vida presente y futura.
Lo que yo he vivido no ha dejado de ejercer influencia sobre los demás. Mis desdichas y mis sufrimientos llegaron al corazón de los habitantes,  y  ahora  no  se  mofan  de  mí,  no  se  vierte agua sobre mí cuando paso ante las tiendas del mercado. Poco a poco se han habituado a la idea de que yo soy ahora un simple obrero, y no encuentran nada extraño en el hecho que yo, gentilhombre, lleve vasijas llenas de pinturas y coloque cristales en las ventanas. Al contrario, se me da con satisfacción trabajo: soy considerado en la ciudad como un buen obrero y el mejor contratista de trabajo, después de Nabó.
Éste, ya restablecido de su enfermedad, seguía  pintando  los  techos  y  las  cúpulas  de  los campanarios; pero muy débil aún, no tenía fuerzas para cumplir los múltiples deberes de contratista; en casi todos era yo quien le reemplazaba:  yo  visitaba  a  los  habitantes  para  pedir trabajo, contrataba los obreros, tomaba dinero a préstamo,  pagando  crecidos  intereses.  Ahora, convertido en contratista, comprendo perfectamente que se puede andar durante tres días recorriendo la ciudad buscando obreros para hacer un trabajo de escasa importancia.
Se es fino conmigo, no se me tutea ya; en las casas donde trabajo me dan té y se me invita a comer. Los niños y las jóvenes vienen muchas veces a ver cómo trabajo, mirándome con curiosidad y con tristeza.
En una ocasión trabajé en el jardín del gobernador, donde pinté un quiosco. Estando  yo trabajando, el gobernador, que se paseaba por el Jardín,  entró  en  el  quiosco,  y  para  distraerse comenzó a hablar conmigo. Le recordé que en otro tiempo me llamó a su casa para exigirme que variase de conducta. Me miró atentamente, y después dijo, dando a su boca la forma de una o:
-No me acuerdo.
He envejecido, me he vuelto taciturno, severo; no río casi nunca; me dicen que me parezco ahora a Nabó, y que, igual que él, aburro a los obreros con mi severidad.
María  Victorovna,  mi  antigua  mujer,  vive ahora en el extranjero. Su padre, el ingeniero, se encuentra en el este de Rusia, donde construye una línea férrea y compra ventajosamente algunas propiedades.
El doctor Blagovo está también en el extranjero.
Dubechnia  ha  vuelto  a  ser  propiedad  de  la señora Cheprakov, que la compró al ingeniero con un veinte por ciento sobre el precio a que ella se la había vendido.
Moisey, ya convertido en ingeniero, no viste ahora  como  un  campesino: lleva  un  costoso sombrero, y sus trajes son de última moda. Llega muchas veces, en un cochecillo elegante, a la ciudad y frecuenta la Banca. Se dice que ya ha comprado una propiedad a plazos y se dispone a comprar también Dubechnia.
El desgraciado Iván Cheprakov está completamente desequilibra-do. Durante mucho tiempo no  hacía  nada  y  vagaba  por  la  ciudad,  casi siempre  ebrio.  Intenté  darle  trabajo;  durante algún tiempo pintó con nosotros tejados, colocó cristales y parecía un obrero de tantos: robaba los colores, pedía humildemente propinas a los clientes y se emborrachaba. Más pronto dejó el trabajo y volvió a Dubechnia. Luego me contaron que había organizado una conspiración para matar a Moisey y para robar el dinero y las joyas de Cheprakov, su madre.
Mi padre ha envejecido considerablemente, y pasea durante la tarde, ya encorvado, por delante de su casa. Yo no he vuelto a verle.
Prokofy, el hijo adoptivo de Karpovna cuando  el  cólera  se  ensañaba  en  nuestra  ciudad, hacía  una  propaganda  encarnizada  contra  los doctores,  asegurando  que  ellos  provocaban  la epidemia para ganar más dinero. Tomó una parte muy activa en los desórdenes y manifestaciones, y por eso fue azotado. Su oficial, Nikolka, murió del cólera. Mi anciana nodriza, Karpovna, vive todavía y continúa amando locamente a su hijo adoptivo. Cada vez que me ve mueve su venerable cabeza y dice suspirando:
-¡Pobre desgraciado! Eres un hombre perdido...
Toda la semana estoy ocupado mañana y tarde.  Los días de fiesta,  si  el  tiempo  es  bueno, tomo en mis brazos a mi sobrinita -mi hermana esperaba un niño, pero fue una niña lo que nació- y me encamino lentamente al cementerio.
En él permanezco mucho tiempo contemplando la tumba querida  y  diciéndole  a  mi  pequeñita que allí yace su madre.
Alguna vez encuentro junto a la tumba a Ana Blagovo. Nos saludamos. Unas veces permanecemos silenciosos, otras hablamos de mi pobre hermana, de la huerfanita, de las tristezas de la vida.  Después  salimos  juntos  del  cementerio, caminando  de  nuevo  en  silencio.  Ella  marcha despacio para permanecer más tiempo a mi lado.  La  pequeñita,  feliz,  alegre,  guiñando  los ojos bajo los rayos del sol abrasador, ríe, tiende sus diminutas manos a Ana Blagovo; cada dos pasos nos detenemos un instante para acariciar a la pequeña.
Cuando entramos en la ciudad, Ana Blagovo, turbada, llena de emoción, los ojos enrojecidos, me estrecha la  mano  y  se  separa  de  mí.  Ella continúa su camino sola, grave, severa, triste. Y ningún transeúnte, viéndola tan severa y reservada, creería que momentos antes marchaba a mi lado y acariciaba conmigo a la gentil niñita.

1.014. Chejov (Anton)

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