Si yo hubiese tenido el deseo de
mandarme hacer una sortija,
le habría hecho
grabar esta inscripción: «Nada
pasa.» Sí; estoy convencido que nada pasa sin dejar una huella tras nosotros, y
que cada acto nuestro, incluso el más insignificante, ejerce determinada
influencia en nuestra vida presente y futura.
Lo que yo he vivido no ha dejado de
ejercer influencia sobre los demás. Mis desdichas y mis sufrimientos llegaron
al corazón de los habitantes, y ahora
no se mofan
de mí, no
se vierte agua sobre mí cuando
paso ante las tiendas del mercado. Poco a poco se han habituado a la idea de
que yo soy ahora un simple obrero, y no encuentran nada extraño en el hecho que
yo, gentilhombre, lleve vasijas llenas de pinturas y coloque cristales en las
ventanas. Al contrario, se me da con satisfacción trabajo: soy considerado en
la ciudad como un buen obrero y el mejor contratista de trabajo, después de
Nabó.
Éste, ya restablecido de su
enfermedad, seguía pintando los
techos y las
cúpulas de los campanarios; pero muy débil aún, no tenía
fuerzas para cumplir los múltiples deberes de contratista; en casi todos era yo
quien le reemplazaba: yo visitaba
a los habitantes
para pedir trabajo, contrataba
los obreros, tomaba dinero a préstamo,
pagando crecidos intereses.
Ahora, convertido en contratista, comprendo perfectamente que se puede
andar durante tres días recorriendo la ciudad buscando obreros para hacer un
trabajo de escasa importancia.
Se es fino conmigo, no se me tutea
ya; en las casas donde trabajo me dan té y se me invita a comer. Los niños y
las jóvenes vienen muchas veces a ver cómo trabajo, mirándome con curiosidad y
con tristeza.
En una ocasión trabajé en el jardín
del gobernador, donde pinté un quiosco. Estando
yo trabajando, el gobernador, que se paseaba por el Jardín, entró
en el quiosco,
y para distraerse comenzó a hablar conmigo. Le
recordé que en otro tiempo me llamó a su casa para exigirme que variase de
conducta. Me miró atentamente, y después dijo, dando a su boca la forma de una
o:
-No me acuerdo.
He envejecido, me he vuelto
taciturno, severo; no río casi nunca; me dicen que me parezco ahora a Nabó, y
que, igual que él, aburro a los obreros con mi severidad.
María Victorovna,
mi antigua mujer,
vive ahora en el extranjero. Su padre, el ingeniero, se encuentra en el
este de Rusia, donde construye una línea férrea y compra ventajosamente algunas
propiedades.
El doctor Blagovo está también en
el extranjero.
Dubechnia ha
vuelto a ser
propiedad de la señora Cheprakov, que la compró al
ingeniero con un veinte por ciento sobre el precio a que ella se la había
vendido.
Moisey, ya convertido en ingeniero,
no viste ahora como un
campesino: lleva un costoso sombrero, y sus trajes son de última
moda. Llega muchas veces, en un cochecillo elegante, a la ciudad y frecuenta la
Banca. Se dice que ya ha comprado una propiedad a plazos y se dispone a comprar
también Dubechnia.
El desgraciado Iván Cheprakov está
completamente desequilibra-do. Durante mucho tiempo no hacía
nada y vagaba
por la ciudad,
casi siempre ebrio. Intenté
darle trabajo; durante algún tiempo pintó con nosotros
tejados, colocó cristales y parecía un obrero de tantos: robaba los colores,
pedía humildemente propinas a los clientes y se emborrachaba. Más pronto dejó
el trabajo y volvió a Dubechnia. Luego me contaron que había organizado una
conspiración para matar a Moisey y para robar el dinero y las joyas de
Cheprakov, su madre.
Mi padre ha envejecido
considerablemente, y pasea durante la tarde, ya encorvado, por delante de su
casa. Yo no he vuelto a verle.
Prokofy, el hijo adoptivo de
Karpovna cuando el cólera
se ensañaba en
nuestra ciudad, hacía una
propaganda encarnizada contra
los doctores, asegurando que ellos
provocaban la epidemia para ganar
más dinero. Tomó una parte muy activa en los desórdenes y manifestaciones, y
por eso fue azotado. Su oficial, Nikolka, murió del cólera. Mi anciana nodriza,
Karpovna, vive todavía y continúa amando locamente a su hijo adoptivo. Cada vez
que me ve mueve su venerable cabeza y dice suspirando:
-¡Pobre desgraciado! Eres un hombre
perdido...
Toda la semana estoy ocupado mañana
y tarde. Los días de fiesta, si
el tiempo es
bueno, tomo en mis brazos a mi sobrinita -mi hermana esperaba un niño,
pero fue una niña lo que nació- y me encamino lentamente al cementerio.
En él permanezco mucho tiempo
contemplando la tumba querida y diciéndole
a mi pequeñita que allí yace su madre.
Alguna vez encuentro junto a la tumba
a Ana Blagovo. Nos saludamos. Unas veces permanecemos silenciosos, otras
hablamos de mi pobre hermana, de la huerfanita, de las tristezas de la
vida. Después salimos
juntos del cementerio, caminando de
nuevo en silencio.
Ella marcha despacio para
permanecer más tiempo a mi lado. La pequeñita,
feliz, alegre, guiñando
los ojos bajo los rayos del sol abrasador, ríe, tiende sus diminutas
manos a Ana Blagovo; cada dos pasos nos detenemos un instante para acariciar a
la pequeña.
Cuando entramos en la ciudad, Ana
Blagovo, turbada, llena de emoción, los ojos enrojecidos, me estrecha la mano
y se separa
de mí. Ella continúa su camino sola, grave, severa,
triste. Y ningún transeúnte, viéndola tan severa y reservada, creería que
momentos antes marchaba a mi lado y acariciaba conmigo a la gentil niñita.
1.014. Chejov (Anton)
No hay comentarios:
Publicar un comentario