A
mediados del invierno, Dímov, por lo visto, empezó a darse cuenta de que lo
estaban engañando. Como si él mismo no tuviera la conciencia tranquila, ya no
podía mirar a su mujer en los ojos ni sonreír con alegría al verla y, para
quedarse lo menos posible a solas con ella, con frecuencia invitaba a almorzar
a su colega Korostelev, un hombrecillo de cabeza rapada y rostro demacrado,
quien, al conversar con Olga Ivánovna, desabrochaba, confundido, todos los
botones de su chaqueta, volvía a abrocharlos y luego comenzaba a pellizcar con
la mano derecha la guía izquierda de su bigote. Durante el almuerzo, ambos,
médicos se explayaban acerca de los diafragmas altos que a veces podían causar
trastornos en el funcionamiento del corazón o sobre las neuritis múltiples que
últimamente se observaban con más frecuencia, y comentaban la última autopsia
realizada por Dímov, durante la cual éste descubrió en el cadáver un cáncer de
páncreas en lugar de la anemia maligna diagnosticada. Parecía que ambos
sostenían una conversación sobre temas medicinales con el único propósito de
que Olga Ivánovna tuviera posibilidad de callar, es decir, de no mentir.
Después
de comer, Korostelev se sentaba al piano y Dímov le decía, suspirando:
-Bueno...
a ver, amigo... toca algo triste.
Levantando
los hombros y separando mucho los dedos, Korostelev tomaba algunos acordes y
comenzaba a entonar con voz de tenor «Enséña-me una morada donde no gima el mujik ruso», mientras Dímov suspiraba
una vez más, apoyaba la cabeza con el puño y se quedaba pensando.
Últimamente
Olga Ivánovna se comportaba de manera harto imprudente. Todas las mañanas se
despertaba de pésimo humor y con la idea de que ya no amaba a Riabovsky y que,
a Dios gracias, todo estaba terminado. Pero, después de tomar café,
reflexionaba y se daba cuenta de que Riabovsky le había quitado el marido y que
ella quedó ahora sin marido y sin Riabovsky; luego recordaba los comentarios de
sus conocidos acerca de un nuevo cuadro que Riabovsky preparaba para la exposición,
algo asombroso, una mezcla de paisaje con género costumbrista, al estilo de
Polenov, obra que provocaba el júbilo de todos los que concurrían a su taller;
pensaba que él había creado ese cuadro influido por ella y que, en general,
gracias a su influencia él había mejorado sensiblemente. Su influencia era tan
benéfica y esencial que, en caso de que ella lo abandonara, él quizás se
perdería. Recordaba también su última visita, cuando vino vestido con una
levita gris moteada y con una corbata nueva y le preguntó en tono lánguido:
«¿Soy bello?» Y, en efecto, esbelto, con sus largos bucles y sus ojos azules,
era muy bello -o quizás, le hubiera parecido así- y la trató con cariño.
Habiendo
recordado y comprendido muchas cosas, Olga Ivánovna se vestía y, presa de gran
agitación, se dirigía al taller de Riabovsky. Lo encontraba alegre y encantado
con su cuadro, que era magnífico de verdad; el pintor saltaba, hacía tonterías
y a las preguntas serias respondía con bromas. Olga Ivánovna, celosa del
cuadro, lo odiaba ya pero, por cortesía, permanecía silenciosa ante el mismo
durante unos cinco minutos y, después de suspirar, como si estuviera ante una
cosa sagrada, decía en voz baja:
-Sí,
nunca has pintado nada semejante. Hasta da miedo ¿sabes?
Luego
empezaba a suplicarle que la amase, que no, la dejara y que tuviese lástima de
ella, pobre y desdichada. Llorando, le besaba las manos, exigía que le jurase
su amor y trataba de demostrarle que sin su benéfica influencia él perdería el
camino y terminaría mal. Después de estropearle al pintor el buen estado de
ánimo y sintiéndose humillada, iba a ver a la modista o a la actriz amiga para
tratar de conseguir las entradas.
Si
no lo encontraba en el taller, le dejaba una carta. en la cual juraba
envenenarse sin falta si él no iba a verla el mismo día. Él se asustaba, iba a
visitarla y se quedaba a almorzar. Sin tener en cuenta la presencia del marido,
le decía cosas insolentes y ella le respondía del mismo modo. Los dos sentían
las ataduras que los ligaban y, comprendiendo que eran despóticos y enemigos,
se irritaban y en su irritación no notaban que su conducta se tornaba
indecente y que hasta el rapado Korostelev se percataba de todo. Después de
comer, Riabovsky se apresuraba a despedirse.
-¿A
dónde va usted? -le preguntaba Olga Ivánovna en el vestíbulo, mirándolo con
odio.
El
pintor, frunciendo el ceño y entrecerrando los ojos, nombraba a alguna dama,
conocida común de ambos y era evidente que quería fastidiarla y burlarse de sus
celos. Ella se retiraba a su dormitorio y se echaba en la cama; los celos, el
fastidio, la humillación y la vergüenza la hacían morder la almohada y llorar
en voz alta. Dímov dejaba a Korostelev en la sala, iba al dormitorio y, confundido
y desconcertado, decía en voz baja:
-No
llores fuerte, mamita... ¿Para qué? Estas cosas es mejor callarlas... No deben
de traslucir... Lo ocurrido ya no se puede remediar, ¿sabes?
Sin
saber cómo dominar los agobiantes celos, que hasta le causaban un fuerte dolor
de cabeza, y creyendo que la situación podía remediarse todavía, ella se
lavaba, empolvaba su llorosa cara y volaba a la casa de la dama conocida. No
habiendo encontrado allí a Riabovsky, iba a ver a otra, y luego a otra más...
Al principio tenía vergüenza de realizar estos viajes, pero con el tiempo se
habituó y hubo veces en que, en una sola noche, había recorrido los domicilios
de todas sus conocidas para encontrar a Riabovsky y todos se daban cuenta de
ello.
Una
vez, hablando con Riabovsky sobre su marido, le dijo:
-¡Este
hombre me agobia con su magnanimidad!
Esta
fráse le gustó tanto que, encontrándose con los pintores que conocían su
romance con Riabovsky, al hablarles de su marido, cada vez hacía un ademán
enérgico y decía:
-¡Este
hombre me agobia con su magnanimidad!
Por
lo demás, la vida transcurría de la misma manera que el año anterior. Los
miércoles se realizaban las veladas. El actor recitaba, los pintores
dibujaban, el violoncelista tocaba, el cantante cantaba e, invariablemente, a
las once y media se abría la puerta del comedor y Dímov, sonriendo, decía:
-Por
favor, señores, pasen a tomar un bocado.
Lo
mismo que antes, Oiga Ivánovna buscaba grandes personajes, los encontraba y, al
no sentirse satisfecha, seguía buscándolos. Lo mismo que antes, volvía a casa todas
las noches muy tarde, pero Dímov no dormía, como el año anterior, sino que
estaba trabajando en su gabinete. Se acostaba a eso de las tres y se levantaba
a las ocho.
Una
noche, cuando ella, vistiéndose para ir al teatro, estaba de pie ante el
espejo, entró en el dormitorio Dímov, de frac y con corbata blanca. Sonreía y
miraba a su mujer en la cara, con alegría, como antes. Su rostro estaba
radiante.
-Acabo
de presentar la tesis -dijo, tomando asiento y pasándose las manos por las
rodillas.
-¿Te
fue bien? -preguntó Olga Ivánovna.
-¡Oh,
sí! -rió Dímov y alargó el cuello para ver en el espejo la cara de su mujer,
que seguía, de espaldas a él, arreglándose el peinado. ¡Oh, sí! -repitió. ¿Sabes
una cosa? Es posible que me ofrezcan la cátedra de Patología General. Huele a
eso.
Veíase
por su cara, feliz y resplandeciente, que si Olga Ivánovna hubiese compartido
su alegría y su triunfo, él le hubiera perdonado todo, tanto en el presente
como en el futuro, pero ella no sabía bien qué era una cátedra o Patología
General, y temiendo además llegar tarde al teatro, no dijo nada.
Dímov
permaneció sentado unos minutos, sonrió con aire culpable y salió.
1.014. Chejov (Anton)
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