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viernes, 27 de diciembre de 2013

La cigarra - Cap. VI

A mediados del invierno, Dímov, por lo visto, em­pezó a darse cuenta de que lo estaban engañando. Como si él mismo no tuviera la conciencia tranquila, ya no podía mirar a su mujer en los ojos ni sonreír con ale­gría al verla y, para quedarse lo menos posible a solas con ella, con frecuencia invitaba a almorzar a su colega Korostelev, un hombrecillo de cabeza rapada y rostro demacrado, quien, al conversar con Olga Ivánovna, des­abrochaba, confundido, todos los botones de su chaqueta, volvía a abrocharlos y luego comenzaba a pellizcar con la mano derecha la guía izquierda de su bigote. Durante el almuerzo, ambos, médicos se explayaban acerca de los diafragmas altos que a veces podían causar trastornos en el funcionamiento del corazón o sobre las neuritis múltiples que últimamente se observaban con más fre­cuencia, y comentaban la última autopsia realizada por Dímov, durante la cual éste descubrió en el cadáver un cáncer de páncreas en lugar de la anemia maligna diag­nosticada. Parecía que ambos sostenían una conversación sobre temas medicinales con el único propósito de que Olga Ivánovna tuviera posibilidad de callar, es decir, de no mentir.
Después de comer, Korostelev se sentaba al piano y Dímov le decía, suspirando:
-Bueno... a ver, amigo... toca algo triste.
Levantando los hombros y separando mucho los dedos, Korostelev tomaba algunos acordes y comenzaba a en­tonar con voz de tenor «Enséña-me una morada donde no gima el mujik ruso», mientras Dímov suspiraba una vez más, apoyaba la cabeza con el puño y se quedaba pensando.
Últimamente Olga Ivánovna se comportaba de manera harto imprudente. Todas las mañanas se despertaba de pésimo humor y con la idea de que ya no amaba a Riabovsky y que, a Dios gracias, todo estaba terminado. Pero, después de tomar café, reflexionaba y se daba cuenta de que Riabovsky le había quitado el marido y que ella quedó ahora sin marido y sin Riabovsky; luego recordaba los comentarios de sus conocidos acerca de un nuevo cuadro que Riabovsky preparaba para la ex­posición, algo asombroso, una mezcla de paisaje con género costumbrista, al estilo de Polenov, obra que pro­vocaba el júbilo de todos los que concurrían a su taller; pensaba que él había creado ese cuadro influido por ella y que, en general, gracias a su influencia él había me­jorado sensiblemente. Su influencia era tan benéfica y esencial que, en caso de que ella lo abandonara, él quizás se perdería. Recordaba también su última visita, cuando vino vestido con una levita gris moteada y con una cor­bata nueva y le preguntó en tono lánguido: «¿Soy bello?» Y, en efecto, esbelto, con sus largos bucles y sus ojos azules, era muy bello -o quizás, le hubiera parecido así- y la trató con cariño.
Habiendo recordado y comprendido muchas cosas, Olga Ivánovna se vestía y, presa de gran agitación, se dirigía al taller de Riabovsky. Lo encontraba alegre y encantado con su cuadro, que era magnífico de verdad; el pintor saltaba, hacía tonterías y a las preguntas serias respondía con bromas. Olga Ivánovna, celosa del cuadro, lo odiaba ya pero, por cortesía, permanecía silenciosa ante el mismo durante unos cinco minutos y, después de suspirar, como si estuviera ante una cosa sagrada, decía en voz baja:
-Sí, nunca has pintado nada semejante. Hasta da miedo ¿sabes?
Luego empezaba a suplicarle que la amase, que no, la dejara y que tuviese lástima de ella, pobre y desdi­chada. Llorando, le besaba las manos, exigía que le jurase su amor y trataba de demostrarle que sin su benéfica influencia él perdería el camino y terminaría mal. Des­pués de estropearle al pintor el buen estado de ánimo y sintiéndose humillada, iba a ver a la modista o a la actriz amiga para tratar de conseguir las entradas.
Si no lo encontraba en el taller, le dejaba una carta. en la cual juraba envenenarse sin falta si él no iba a verla el mismo día. Él se asustaba, iba a visitarla y se quedaba a almorzar. Sin tener en cuenta la presencia del marido, le decía cosas insolentes y ella le respondía del mismo modo. Los dos sentían las ataduras que los ligaban y, comprendiendo que eran despóticos y enemigos, se irri­taban y en su irritación no notaban que su conducta se tornaba indecente y que hasta el rapado Korostelev se percataba de todo. Después de comer, Riabovsky se apresuraba a despedirse.
-¿A dónde va usted? -le preguntaba Olga Ivánovna en el vestíbulo, mirándolo con odio.
El pintor, frunciendo el ceño y entrecerrando los ojos, nombraba a alguna dama, conocida común de ambos y era evidente que quería fastidiarla y burlarse de sus celos. Ella se retiraba a su dormitorio y se echaba en la cama; los celos, el fastidio, la humillación y la vergüenza la hacían morder la almohada y llorar en voz alta. Dímov dejaba a Korostelev en la sala, iba al dormitorio y, con­fundido y desconcertado, decía en voz baja:
-No llores fuerte, mamita... ¿Para qué? Estas cosas es mejor callarlas... No deben de traslucir... Lo ocurrido ya no se puede remediar, ¿sabes?
Sin saber cómo dominar los agobiantes celos, que hasta le causaban un fuerte dolor de cabeza, y creyendo que la situación podía remediarse todavía, ella se lavaba, empolvaba su llorosa cara y volaba a la casa de la dama conocida. No habiendo encontrado allí a Riabovsky, iba a ver a otra, y luego a otra más... Al principio tenía vergüenza de realizar estos viajes, pero con el tiempo se habituó y hubo veces en que, en una sola noche, había recorrido los domicilios de todas sus conocidas para en­contrar a Riabovsky y todos se daban cuenta de ello.
Una vez, hablando con Riabovsky sobre su marido, le dijo:
-¡Este hombre me agobia con su magnanimidad!
Esta fráse le gustó tanto que, encontrándose con los pintores que conocían su romance con Riabovsky, al ha­blarles de su marido, cada vez hacía un ademán enérgico y decía:
-¡Este hombre me agobia con su magnanimidad!
Por lo demás, la vida transcurría de la misma manera que el año anterior. Los miércoles se realizaban las ve­ladas. El actor recitaba, los pintores dibujaban, el violon­celista tocaba, el cantante cantaba e, invariablemente, a las once y media se abría la puerta del comedor y Dímov, sonriendo, decía:
-Por favor, señores, pasen a tomar un bocado.
Lo mismo que antes, Oiga Ivánovna buscaba grandes personajes, los encontraba y, al no sentirse satisfecha, seguía buscándolos. Lo mismo que antes, volvía a casa todas las noches muy tarde, pero Dímov no dormía, como el año anterior, sino que estaba trabajando en su gabinete. Se acostaba a eso de las tres y se levantaba a las ocho.
Una noche, cuando ella, vistiéndose para ir al teatro, estaba de pie ante el espejo, entró en el dormitorio Dí­mov, de frac y con corbata blanca. Sonreía y miraba a su mujer en la cara, con alegría, como antes. Su rostro estaba radiante.
-Acabo de presentar la tesis -dijo, tomando asiento y pasándose las manos por las rodillas.
-¿Te fue bien? -preguntó Olga Ivánovna.
-¡Oh, sí! -rió Dímov y alargó el cuello para ver en el espejo la cara de su mujer, que seguía, de espaldas a él, arreglándose el peinado. ¡Oh, sí! -repitió. ¿Sa­bes una cosa? Es posible que me ofrezcan la cátedra de Patología General. Huele a eso.
Veíase por su cara, feliz y resplandeciente, que si Olga Ivánovna hubiese compartido su alegría y su triunfo, él le hubiera perdonado todo, tanto en el presente como en el futuro, pero ella no sabía bien qué era una cátedra o Patología General, y temiendo además llegar tarde al teatro, no dijo nada.
Dímov permaneció sentado unos minutos, sonrió con aire culpable y salió.

1.014. Chejov (Anton)

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