Translate

viernes, 27 de diciembre de 2013

La novia - Cap. II

Cuando Nadia se despertó, debían de ser cerca de las cinco: despuntaba el día. A lo lejos resonaba la matraca del sereno. Nadia no tenía ganas de dormir ni tampoco de quedarse acostada, pues el colchón era demasiado blando, incómodo. Sentóse, pues, en la cama, como lo había he­cho en todas las noches de mayo, y se puso a meditar. Y sus pensamientos eran los mismos de la noche anterior: los monótonos, innecesarios e inoportunos recuerdos de cómo Andrey Andreich empezó a cortejarla y le propuso matrimonio; cómo ella aceptó y cómo, más tarde, poco a poco, llegó a apreciar a este hombre bueno e inteligente. Y, sin embargo, sin saber por qué, ahora que hasta la boda no le quedaba más de un mes, empezó a sentir un miedo y una inquietud como si la esperara algo indefi­nido y deprimente.
«Tic-toc, tic-toc... -perezosamente sacudía dl sereno su matraca. Tic-toc...»
A través de la antigua y amplia ventana se ve el jardín: más lejos, tupidos arbustos de lilas en flor, adormecidos y lánguidos por el frío; y la niebla, espesa y blanca, que se acerca flotando sigilosamente para cubrir las lilas. Sobre los lejanos árboles gritan los grajos, semides­piertos:
-Dios mío, ¿por qué estoy tan deprimida?
Puede ser que todas las novias sientan lo mismo antes de la boda. ¡Quién sabe! ¿O será la influencia de Sasha? Pero ya van varios años seguidos que Sasha dice siempre la misma cosa, como si leyera un libro, y cuando habla parece ingenuo y extraño. ¿Por qué entonces la imagen de Sasha siempre está en la mente? ¿Por qué?
El sereno hace mucho que dejó de agitar la matraca. Bajo la ventana y en el jardín los pájaros comenzaron el alboroto, la niebla se ha ido y todo en derredor quedó iluminado por la luz primaveral y sonriente. Un poco más, y todo el jardín se despertó, acariciado por el sol, y las gotas de rocío, cual diamantes, brillaron sobre las, hojas; el viejo y abandonado jardín pareció joven y vis­toso aquella mañana.
Ya se despertó la abuelita. Se oyó Ga gruesa tos de Sasha. Abajo ya estaban preparando el samovar, al­guien movía las sillas.
Las horas pasaban lentamente. Hacía mucho tiempo, ya que Nadia estaba levantada y paseaba por el jardín, pero la mañana se prolongaba, interminable.
Apareció Nina Ivánovna, con los ojos llorosos y un vaso de agua mineral en la mano. Era aficionada al espi­ritismo y la homeopatía, leía mucho, le gustaba dilucidar las dudas que la asaltaban, y Nadia veía en todo ella, un sentido hondo y misterioso. Ahora Nadia dio un beso a su madre y se puso a caminar a su lado.
-¿Por qué has llorado, mamá? -le preguntó.
-Anoche empecé a leer una novela que trata de un viejo y de su hija. El viejo tiene un empleo y, claro, el jefe se enamora de su hija. No terminé de leer el libro todavía, pero hay un pasaje tan emotivo que una no puede contener las lágrimas -dijo Nina Ivánovna y sor­bió del vaso. Esta mañana lo recordé y lloré otra vez.
-Los últimos días me siento muy triste -dijo Nadia, después de un silencio. ¿Por qué será que no duermo?
-No sé, querida. Cuando yo no tengo sueño de no­che, cierro los ojos con fuerza, así, y me imagino a Ana Karenina, su modo de caminar y de hablar, o si no me imagino algo histórico, del mundo antiguo...
Nadia se percató de que su madre no la comprendía, no podía comprenderla. Lo sintió por primera vez en su vida y hasta se asustó y tuvo ganas de esconderse; se retiró a su habitación.
A las dos se sentaron a la mesa para almorzar. Era miércoles, día de vigilia, y a la abuelita le sirvieron, por eso, sopa sin carne y sargo con kasha.
Para burlarse de la abuela, Sasha comió sopa de carne y también el borsch de vigilia. Bromeaba durante todo el almuerzo, pero sus bromas resultaban aparatosas, con infalible moraleja, y cuando, antes de soltar su ocurren­cia levantaba los dedos, que parecían muertos, nadie tenía ganas de reír; todos sentían profunda piedad por él.
Después de almorzar, la abuela se retiró a su cuarto a descansar. Nina Ivánovna tocó el piano durante unos minutos y luego se retiró también.
-¡Ah, querida Nadia! -comenzó Sasha su acostum­brada plática de sobremesa. ¡Si usted me hiciera caso! Si me hiciera caso...
Ella estaba sentada, con los ojos cerrados, en el hondo y antiguo sillón, mientras él paseaba, sin hacer ruido, de un rincón a otro.
-¡Si usted partiera a estudiar! -decía. Sólo las personas instruidas y santas son interesantes y necesarias. Cuanto mayor sea la cantidad de estas personas, más pronto vendrá el reino de Dios sobre la tierra. Y poco a poco, de vuestra ciudad no va a quedar entonces ni una sola piedra; todo se hará añicos, todo cambiará, como por arte de magia. Y habrá entonces aquí enormes y mag­níficos edificios, jardines maravillosos, personas extra­ordinarias, notables... Pero no es esto lo fundamental. Lo principal es que la multitud, en cl sentido nuestro y tal como ella existe ahora, no existirá en aquel entonces, porque cada persona tendrá fe y cada uno sabrá para qué vive; ninguno buscará apoyo en la multitud. ¡Palo­mita querida, márchese! Muestre a todo el mundo que esta pecaminosa vida, gris e inmóvil, la tiene harta. ¡Muéstreselo aunque sea a sí misma!
-No puedo, Sasha. Me caso.
-Bah... ¿Qué necesidad tiene de ello?
Salieron al jardín y caminaron un rato.
-De todos modos, querida mía, hay que medi-tar, hay que comorender cuán impura, cuán inmoral es vuestra ociosa vida -prosiguió Sasha. Trate de comprender­me... si, por ejemplo, usted, su madre y su abuelita no hacen nada, esto significa que alguien trabaja por voso­tras, sacrificando su vida. ¿Acaso es este un proceder limpio?
Nadia quería decir: «sí, es verdad»; quería decir que lo comprendía; pero las lágrimas se asomaron a sus ojos, se volvió silenciosa y tímida y retiróse a su habitación.
Al anochecer vino Andrey Andreich y, como de cos­tumbre, estuvo tocando el violín durante mucho tiempo. En general, era parco en hablar y quizás amaba el violín porque mientras tocaba podía permanecer callado. Des­pués de las diez, al despedirse, ya con el sobretodo puesto, abrazó a Nadia y empezó a besar con avidez su cara, sus hombros, sus brazos.
-¡Mi querida, mi amada... divina mía!... -murmu­ró. ¡Cuán dichoso soy! ¡Estoy loco de júbilo!
A ella le pareció haber oído ya estas palabras hacía tiempo, hacía mucho tiempo, o haberlas leído en alguna parte... en una vieja novela, rota y abandonada tiempo atrás.
En la Sala, Sasha estaba sentado a la mesa y tomaba té, sosteniendo el platillo sobre sus cinco largos dedos; la abuelita hacía solitarios; Nina Ivánovna leía un libro; chisporroteaba la llamita de la mariposa y, al parecer, todo era quietud y bienestar. Nadia se despidió, subió a su cuarto, se acostó y se durmió enseguida. Pero, igual que la noche anterior, se despertó con el alba. El sueño se había ido y el corazón estaba oprimido, inquieto. Sen­tada en la cama, la cabeza reclinada sobre las rodillas, pensaba en el novio, en la boda... Sin saber por qué, recordó que su madre no amaba a su difunto marido, no poseía nada y vivía en plena dependencia de la abuelita, su suegra. Y por más que pensara, Nadia no pudo com­prender por qué hasta entonces veía en su madre algo especial, fuera de lo común, y por qué no se daba cuenta de que, simplemente, era una mujer ordinaria y desdi­chada.
Tampoco Sasha dormía: se lo oía toser allí abajo. Era un hombre ingenuo y extraño, pensó Nadia; en sus sueños, en todos sus maravillosos jardines y mágicas fuentes había algo de absurdo; y, sin embargo, aun en esta ingenuidad y en este absurdo había tanta belleza que apenas ella se ponía a pensar en marcharse a estudiar, su corazón, todo su pecho, ya se sentía invadido por una fresca sensación de alegría y de júbilo.
-Mejor no pensar en ello, mejor no pensar... -su­surraba. Más vale no pensar.
«Tic-toc... -sacudía el sereno su matraca, a lo lejos. Tic-toc.., tic-toc... »

1.014. Chejov (Anton)

No hay comentarios:

Publicar un comentario