Cuando
Nadia se despertó, debían de ser cerca de las cinco: despuntaba el día. A lo
lejos resonaba la matraca del sereno. Nadia no tenía ganas de dormir ni tampoco
de quedarse acostada, pues el colchón era demasiado blando, incómodo. Sentóse,
pues, en la cama, como lo había hecho en todas las noches de mayo, y se puso a
meditar. Y sus pensamientos eran los mismos de la noche anterior: los
monótonos, innecesarios e inoportunos recuerdos de cómo Andrey Andreich empezó
a cortejarla y le propuso matrimonio; cómo ella aceptó y cómo, más tarde, poco
a poco, llegó a apreciar a este hombre bueno e inteligente. Y, sin embargo, sin
saber por qué, ahora que hasta la boda no le quedaba más de un mes, empezó a
sentir un miedo y una inquietud como si la esperara algo indefinido y
deprimente.
«Tic-toc,
tic-toc... -perezosamente sacudía dl sereno su matraca. Tic-toc...»
A
través de la antigua y amplia ventana se ve el jardín: más lejos, tupidos
arbustos de lilas en flor, adormecidos y lánguidos por el frío; y la niebla,
espesa y blanca, que se acerca flotando sigilosamente para cubrir las lilas.
Sobre los lejanos árboles gritan los grajos, semidespiertos:
-Dios
mío, ¿por qué estoy tan deprimida?
Puede
ser que todas las novias sientan lo mismo antes de la boda. ¡Quién sabe! ¿O
será la influencia de Sasha? Pero ya van varios años seguidos que Sasha dice
siempre la misma cosa, como si leyera un libro, y cuando habla parece ingenuo y
extraño. ¿Por qué entonces la imagen de Sasha siempre está en la mente? ¿Por
qué?
El
sereno hace mucho que dejó de agitar la matraca. Bajo la ventana y en el jardín
los pájaros comenzaron el alboroto, la niebla se ha ido y todo en derredor
quedó iluminado por la luz primaveral y sonriente. Un poco más, y todo el
jardín se despertó, acariciado por el sol, y las gotas de rocío, cual
diamantes, brillaron sobre las, hojas; el viejo y abandonado jardín pareció
joven y vistoso aquella mañana.
Ya
se despertó la abuelita. Se oyó Ga gruesa tos de Sasha. Abajo ya estaban
preparando el samovar, alguien movía
las sillas.
Las
horas pasaban lentamente. Hacía mucho tiempo, ya que Nadia estaba levantada y
paseaba por el jardín, pero la mañana se prolongaba, interminable.
Apareció
Nina Ivánovna, con los ojos llorosos y un vaso de agua mineral en la mano. Era
aficionada al espiritismo y la homeopatía, leía mucho, le gustaba dilucidar
las dudas que la asaltaban, y Nadia veía en todo ella, un sentido hondo y misterioso.
Ahora Nadia dio un beso a su madre y se puso a caminar a su lado.
-¿Por
qué has llorado, mamá? -le preguntó.
-Anoche
empecé a leer una novela que trata de un viejo y de su hija. El viejo tiene un
empleo y, claro, el jefe se enamora de su hija. No terminé de leer el libro
todavía, pero hay un pasaje tan emotivo que una no puede contener las lágrimas
-dijo Nina Ivánovna y sorbió del vaso. Esta mañana lo recordé y lloré otra
vez.
-Los
últimos días me siento muy triste -dijo Nadia, después de un silencio. ¿Por qué
será que no duermo?
-No
sé, querida. Cuando yo no tengo sueño de noche, cierro los ojos con fuerza,
así, y me imagino a Ana Karenina, su modo de caminar y de hablar, o si no me
imagino algo histórico, del mundo antiguo...
Nadia
se percató de que su madre no la comprendía, no podía comprenderla. Lo sintió
por primera vez en su vida y hasta se asustó y tuvo ganas de esconderse; se
retiró a su habitación.
A
las dos se sentaron a la mesa para almorzar. Era miércoles, día de vigilia, y a
la abuelita le sirvieron, por eso, sopa sin carne y sargo con kasha.
Para
burlarse de la abuela, Sasha comió sopa de carne y también el borsch de vigilia. Bromeaba durante todo
el almuerzo, pero sus bromas resultaban aparatosas, con infalible moraleja, y
cuando, antes de soltar su ocurrencia levantaba los dedos, que parecían
muertos, nadie tenía ganas de reír; todos sentían profunda piedad por él.
Después
de almorzar, la abuela se retiró a su cuarto a descansar. Nina Ivánovna tocó el
piano durante unos minutos y luego se retiró también.
-¡Ah,
querida Nadia! -comenzó Sasha su acostumbrada plática de sobremesa. ¡Si usted
me hiciera caso! Si me hiciera caso...
Ella
estaba sentada, con los ojos cerrados, en el hondo y antiguo sillón, mientras
él paseaba, sin hacer ruido, de un rincón a otro.
-¡Si
usted partiera a estudiar! -decía. Sólo las personas instruidas y santas son
interesantes y necesarias. Cuanto mayor sea la cantidad de estas personas, más
pronto vendrá el reino de Dios sobre la tierra. Y poco a poco, de vuestra
ciudad no va a quedar entonces ni una sola piedra; todo se hará añicos, todo
cambiará, como por arte de magia. Y habrá entonces aquí enormes y magníficos
edificios, jardines maravillosos, personas extraordinarias, notables... Pero
no es esto lo fundamental. Lo principal es que la multitud, en cl sentido
nuestro y tal como ella existe ahora, no existirá en aquel entonces, porque
cada persona tendrá fe y cada uno sabrá para qué vive; ninguno buscará apoyo en
la multitud. ¡Palomita querida, márchese! Muestre a todo el mundo que esta
pecaminosa vida, gris e inmóvil, la tiene harta. ¡Muéstreselo aunque sea a sí
misma!
-No
puedo, Sasha. Me caso.
-Bah...
¿Qué necesidad tiene de ello?
Salieron
al jardín y caminaron un rato.
-De
todos modos, querida mía, hay que medi-tar, hay que comorender cuán impura,
cuán inmoral es vuestra ociosa vida -prosiguió Sasha. Trate de comprenderme...
si, por ejemplo, usted, su madre y su abuelita no hacen nada, esto significa
que alguien trabaja por vosotras, sacrificando su vida. ¿Acaso es este un
proceder limpio?
Nadia
quería decir: «sí, es verdad»; quería decir que lo comprendía; pero las
lágrimas se asomaron a sus ojos, se volvió silenciosa y tímida y retiróse a su
habitación.
Al
anochecer vino Andrey Andreich y, como de costumbre, estuvo tocando el violín
durante mucho tiempo. En general, era parco en hablar y quizás amaba el violín
porque mientras tocaba podía permanecer callado. Después de las diez, al
despedirse, ya con el sobretodo puesto, abrazó a Nadia y empezó a besar con
avidez su cara, sus hombros, sus brazos.
-¡Mi
querida, mi amada... divina mía!... -murmuró. ¡Cuán dichoso soy! ¡Estoy loco
de júbilo!
A
ella le pareció haber oído ya estas palabras hacía tiempo, hacía mucho tiempo,
o haberlas leído en alguna parte... en una vieja novela, rota y abandonada
tiempo atrás.
En
la Sala , Sasha
estaba sentado a la mesa y tomaba té, sosteniendo el platillo sobre sus cinco
largos dedos; la abuelita hacía solitarios; Nina Ivánovna leía un libro;
chisporroteaba la llamita de la mariposa y, al parecer, todo era quietud y
bienestar. Nadia se despidió, subió a su cuarto, se acostó y se durmió
enseguida. Pero, igual que la noche anterior, se despertó con el alba. El sueño
se había ido y el corazón estaba oprimido, inquieto. Sentada en la cama, la
cabeza reclinada sobre las rodillas, pensaba en el novio, en la boda... Sin
saber por qué, recordó que su madre no amaba a su difunto marido, no poseía
nada y vivía en plena dependencia de la abuelita, su suegra. Y por más que
pensara, Nadia no pudo comprender por qué hasta entonces veía en su madre algo
especial, fuera de lo común, y por qué no se daba cuenta de que, simplemente,
era una mujer ordinaria y desdichada.
Tampoco
Sasha dormía: se lo oía toser allí abajo. Era un hombre ingenuo y extraño,
pensó Nadia; en sus sueños, en todos sus maravillosos jardines y mágicas
fuentes había algo de absurdo; y, sin embargo, aun en esta ingenuidad y en este
absurdo había tanta belleza que apenas ella se ponía a pensar en marcharse a
estudiar, su corazón, todo su pecho, ya se sentía invadido por una fresca
sensación de alegría y de júbilo.
-Mejor
no pensar en ello, mejor no pensar... -susurraba. Más vale no pensar.
«Tic-toc...
-sacudía el sereno su matraca, a lo lejos. Tic-toc.., tic-toc... »
1.014. Chejov (Anton)
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