Transcurrió un mes.
Kashtanka se había habituado a las
sabrosas comidas diarias y a que le llamasen Tío. Se habituó también al
desconocido y a sus nuevos compañeros de vivienda. La vida se deslizaba como
sobre ruedas.
Los días empezaban siempre lo
mismo. De ordinario, el primero en despertarse era Iván Ivánich, que
inmediatamente se acercaba al Tío o al gato, estiraba el cuello y comenzaba a
hablar con calor, como el que trata de convencer de algo, aunque sus frases
seguían siendo tan incomprensibles como antes. En ocasiones levantaba la cabeza
y pronunciaba largos monólogos. En un principio Kashtanka pensó que el ganso
hablaba mucho porque era muy inteligente, pero no tardó en perderle todo el
respeto; cuando se le acercaba con sus interminables discursos, no movía ya el
rabo, sino que trataba de sacudírselo como se hace con un charlatán importuno
que no deja dormir a nadie, y sin la menor ceremonia le respondía: «Rrrr...»
Fiódor Timoféich era un señor de
otro linaje; al despertarse, no emitía ruido alguno, no se movía y ni siquiera
abría los ojos. De buena gana no se habría despertado, porque, según todos los
síntomas, no tenía apego a la vida. Nada le interesaba, todo lo miraba con
indiferencia y desdén, lo despreciaba todo e incluso, a la hora de la comida,
hacía ascos a los sabrosos manjares.
Kashtanka, al despertarse, empezaba
a recorrer las habitaciones, oliendo en cada rincón. Sólo el gato y él tenían
permiso para andar por todo el piso; el ganso no debía traspasar el umbral del
cuarto del empapelado sucio, y Javronia Ivánovna vivía fuera, en un cobertizo
del patio, y sólo aparecía a la hora de la lección. El amo se despertaba tarde,
tomaba el té e inmediatamente se entregaba a sus ejercicios con los animales.
Cada día aparecían en la habitación el trapecio, el látigo y los aros, y cada
día se repetía lo mismo casi sin variación alguna. La lección duraba de tres a
cuatro horas, de modo que a veces Fiódor Timoféich llegaba a tambalearse como
un borracho, Iván Ivánich abría el pico, respirando fatigosamente, y el amo,
rojo como un tomate, no cesaba de limpiarse el sudor de la frente.
Las lecciones y la comida hacían
los días muy interesantes, pero al llegar la noche venía el aburrimiento. El
amo solía salir llevando consigo al ganso y al gato. El Tío se quedaba solo, se
acostaba en su colchoneta y se entregaba a sus tristes pensamientos... La
tristeza le invadía sin que él mismo se diese cuenta, haciéndose cada vez más
intensa, lo mismo que la oscuridad de la habitación. Los primeros síntomas eran
que el perro perdía por completo los deseos de ladrar, de comer, de recorrer
las habitaciones y hasta de mirar a nada; luego en su imaginación aparecían dos
figuras. confusas, que no sabría decir si eran perros o personas, de fisonomía agradable
y simpática, aunque no acababa de identificarlas. Cuando se le presentaban, el
Tío meneaba el rabo; le parecía haber visto y querido a aquellos seres en otro
lugar... Y al dormirse, siempre sentía que de esas figuras emanaba un olor a
cola, a virutas y a barniz.
Cierta vez, antes de comenzar la
lección, cuando ya se había hecho por completo a la nueva vida y de un chucho
flaco que era se había convertido en un perro gordo y bien criado, el amo le
acarició y le dijo:
Ya es hora,
Tío, de que hagamos algo práctico.
Se acabó el holgazanear. Quiero
hacer de ti un artista... ¿Quieres ser artista?
Y empezó a enseñarle diversas
habilidades. En la primera lección aprendió a mantenerse de pie y a marchar
sobre las patas traseras, cosa que fue muy de su agrado. En la segunda hubo de
saltar, siempre sobre las patas traseras, hasta alcanzar un terrón de azúcar
que el maestro mantenía en alto sobre su cabeza. Luego vino bailar, correr
sujeto a la cuerda, describiendo círculos, aullar a los sones de la música, tocar
la campana y disparar; al cabo de un mes ya podía reemplazar perfectamente a
Fiódor Timoféich en la «pirámide egipcia». Era muy aplicado y se sentía
satisfecho de sus éxitos; correr con la lengua fuera, saltar por arco y
cabalgar sobre el viejo Fiódor Timoféích le proporcionaba el mayor de los
placeres.
Cada ejercicio bien hecho lo
acompañaba de sonoros y entusiásticos ladridos; el maestro, pasmado, se
entusiasmaba también y se frotaba las manos.
-Eres un talento, un talento decía.
iUn talento indudable! Seguro que tendrás éxito.
1.014. Chejov (Anton)
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