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viernes, 27 de diciembre de 2013

Historia de mi vida - Cap. III

El camino de hierro en construcción cerca de la  ciudad  atraía  gran  número  de  obreros.  Las vísperas de fiesta se paseaban por las calles en nutridos grupos, atemorizando a los indígenas.
A veces, cometían robos. Era frecuente verlos, con  la  cara  cubierta  de  sangre,  destocados,  la blusa  hecha  jirones,  conducidos  al  puesto  de policía  por  haber  hurtado  un  samovar  o  una pieza de ropa tendida.
Sus lugares predilectos eran los mercados y las tabernas. En la anchura abierta a los cielos de las plazas públicas comían, bebían, gritaban, juraban. En cuanto veían una mujer de conducta no  muy  austera  la  saludaban  con  un  coro  de agudos silbidos.
Los  lonjistas,  para  divertirlos,  les  daban «vodka» a los gatos y a los perros, o ataban a la cola de un can una lata vacía y asustaban con grandes gritos al pobre animal, que, aterrorizado,  corría  que  se  las  pelaba,  chillando  y  moviendo  con  la  lata  un  infernal  estrépito,  en  la creencia,  sin  duda,  de  que  le  perseguía  un monstruo, y no paraba hasta las afueras, adonde llegaba sin aliento. No pocas veces la cerril diversión acababa volviéndose el can loco.
La estación se había emplazado a cinco verstas de la ciudad. Se decía que los ingenieros le habían  pedido  al  Ayuntamiento  cincuenta  mil rublos para hacer pasar el camino de hierro por la ciudad, y que el Ayuntamiento no había querido dar más que cuarenta mil, lo que había sido causa de que las negociaciones fracasaran y la línea se construyese a gran distancia de la población.  Luego,  el  Ayuntamiento  lamentó  no haber aceptado las proposi-ciones de los ingenieros;  pues  se  vio  obligado  a  hacer  un  camino hasta la estación, lo cual era mucha más caro.
La línea estaba ya casi terminada; los rieles y las traviesas colocados. Pequeños trenes cargados de materiales de construcción y de obreros circulaban ya. Sólo faltaban los puentes, de cuya  construcción  estaba  encargado  el  ingeniero Dolchikov. Muchas estaciones también estaban edificándose aún.
La  de  Dubechnia  era  la  más  próxima  a  la ciudad, de la que distaba diez y siete verstas.
Yo  avanzaba  sin  apresurarme.  Los  campos verdeaban a uno y otro lado del camino. Todo estaba inundado de sal. El paisaje era agradable, pintoresco. A lo lejos se divisaban la estación, algunas colinas, unas cuantas casas de campo.
Yo respiraba a pleno pulmón y me sentía feliz. Procuraba no pensar en nada, para saborear más por entero aquellas horas de libertad. Despechaba  todo  pensamiento  relacionado  con  mi padre, con el ingeniero Dolchikov, con el empleo  que  me  esperaba  en  Dubechnia.  ¡Ah, si fuera posible no estar sujeto al hambre! Entonces  podría  uno  ser  libre  como  un  pájaro.  El hambre  era  mi  más  terrible  enemigo.  Cuando tenía  hambre,  el  deseo  impetuoso  de  llenar  la barriga turbaba mis mejores pensamientos.
Aquella  mañana,  por  ejemplo,  todo  era  en torno mío bello, resplandeciente; estaba yo solo en mitad de los campos sin límites, miraba cernirse en el aire una alondra canora... y pensaba:
«¡Con qué gusto me comería un pedazo de pan con manteca!»
Sentado  un  instante  a  la  orilla  del  camino, quería entregarme de lleno al deleite de aspirar la fresca brisa matinal, y -¡ay!- de pronto se me venía a la imaginación el olor delicioso de las patatas fritas.
Era robusto, corpulento, y tenía un apetito de lobo;  pero  rara  vez  podía  satisfacerlo,  y  casi siempre estaba hambriento. Quizá debido a eso no ha extrañado nunca que la gente del pueblo hable  de  comer  casi  constante-mente  y  sólo piense en el pan cotidiano. El hambre es el motor principal de la actividad humana…
En Dubechnia estaba terminándose la edificación  de  la  estación.  Ya  había  comenzado  a alzarse el piso superior. En el inferior trabajaban los pintores.
Hacía un calor horrible. Los obreros trabajaban sin energía enervados por el ardor del sol.
Algunos  estaban  sentados,  dormitando,  sobre montones  de  ladrillos  y  piedras,  y  el  sol  les quemaba la cara.
Ni un árbol en una gran distancia. El hilo del telégrafo, sobre el que reposaban algunos pajarillos, sonaba con un rumor monótono.
Empecé a vagar por entre los montones de materiales sin saber lo que debía hacer. Recordaba que el señor Dolchikov, cuando le pregunté  cuál  era  mi  obligación  en  Dubechnia,  me había  contestado:  «Ya  veremos.» Yo no  veía nada. ¿Que podía ver  en  aquel  desierto,  entre aquellos montones de materiales en desorden?
Poco a  poco  la  fatiga  y  el  fastidio  fueron adueñándose de mí. Las piernas apenas me obedecían y sentía un deseo creciente de agazaparme en un rincón.
Después de ir y venir durante dos horas por los alrededores de la estación, paré mientras en una serie de postes telegráficos que se alejaba y desaparecía, a unas dos verstas de distancia, tras una  tapia  blanca.  Los  obreros  me  dijeron  que allí estaban las oficinas, y caí al fin en la cuenta de que allí era adonde debía dirigirme.
A los veinte minutos me hallaba a la puerta de las oficinas.
Estaban instaladas en una vieja casa de campo abandonada hacía mucho tiempo. Las paredes estaban medio en ruinas, y el tejado, cubierto de orín y lleno de remiendos. En torno del edificio se extendía un gran patio que parecía, una pradera pues verdeaba la hierba en él por todas partes. A derecha e izquierda veíanse dos pabelloncitos parejos en tamaño y construcción.
En uno de ellos, las ventanas estaban cubiertas con tablas, y diríanse unos ojos ciegos. Junto al otro, cuyas ventanas se hallaban abiertas, había ropa secándose al sol, colgada de una cuerda, y se  paseaban  unos  ternerillos.  El  último  poste telegráfico se alzaba dentro del patio, y el hilo penetraba, por una ventana, en uno de los pabellones.
La puerta estaba abierta,  y  entré.  Ante una mesa sobre la que había un aparato de telegrafía estaba sentado  un  señor  de  cabello  obscuro  y rizoso, con una larga blusa blanca.
Levantó la cabeza y  me  miró  severamente; pero en seguida una sonrisa iluminó su rostro.
-¡Calla! ¿Eres tú, Poloznev?
Yo  también  le  reconocí  al  punto.  Era  Iván Cheprakov, un compañero de Liceo. Le habían expulsado, cuando cursaba segundo año, porque le sorprendieron fumando.
No olvidaré nunca mis excursiones cinegéticas en su compañía. Cazábamos pájaros y luego los vendíamos en el mercado.  Acechá-bamos horas enteras, en  otoño,  las  bandadas  que huyendo del filo emigraban a países más cálidos,  y hacíamos  en ellas estragos valiéndonos de pequeños cartuchos.  Muchos de los pobres pájaros  heridos  morían  entre  nuestras  manos; otros  curaban  y  los  vendíamos,  haciéndolos pasar por machos aunque no lo fuesen.
Cheprakov era de constitución débil; tenía el pecho angosto, la espalda encorvada, las piernas largas. Vestía con un gran descuido. Llevaba la sucia y estrecha corbata mal anudada; no usaba chaleco; sus botas sobrepujaban en vejez a las mías. Sus movimientos eran bruscos, nerviosos: se estremecía a cada instante como si siempre se encontrase bajo el imperio del miedo. Hablaba de un modo incoherente y se interrumpía con frecuencia.
-Oye...  ¿Qué  iba  yo  a  decirte?...  No  me acuerdo...
Despaciosamente me puso en autos de todo lo relativo a Dubechnia. Me contó que la finca donde me hallaba, a la sazón pertenecía a sus padres, y que el otoño anterior había sido adquirida por el ingeniero Dolchikov, el cual opinaba que era mucho más ventajoso poseer tierras que guardar el dinero en el Banco, y había ya comprado en nuestra región tres grandes fincas. La madre  de  Cheprakov  -su  padre  había  muerto hacía  mucho  tiempo-  no  había  consentido  en vender Dubechnia sino con la condición de po-der habitar durante dos años después de la venta en uno de los pabellones. Además, Dolchikov le había  dado  una  colocación  a  mi  amigo  en  la oficina.
-Ha hecho un magnífico negocio comprando Dubechnia -dijo Cheprakov. Es un cuco. Sabe sacar provecho de todo.
Luego me llevó a su pabellón a almorzar.
-Vivirás conmigo en mi pabellón -decidió de pronto. Comerás con nosotros. Aunque mi madre es avara, no te hará pagar demasiado.
Las habitaciones que habitaba su madre eran muy  reducidas.  Estaban  atestadas  de  muebles que se habían transportado allí de la casa grande después de la venta de la finca. Hasta en el vestíbulo  y  en  el  pasillo  había  numerosas  mesas, sofás y butacas. El mobilia-rio era viejo, de caoba.
La señora Cheprakov, una dama corpulenta y anciana,  hallábase  sentada  en  un  gran  sillón, junto a la ventana, y hacía calceta. Me recibió con un empaque presuntuoso.
-Te presento, mamá, a mi amigo Poloznev -le dijo su hijo, que va a ser empleado aquí.
-¿Es usted noble? -me preguntó ella.
Sí -repuse.
-Tenga la bondad de sentarse.
El  almuerzo  dejó  mucho  que  desear.  Se compuso de un pastel de queso amargo y una sopa en leche.
La  señora  Cheprakov  guiñaba  de  vez  en cuando, ora un ojo, ora otro. Eran movimientos involuntarios y morbosos. Había un no sé qué en toda ella que anunciaba una muerte próxima.
Hasta  se  me  antojaba  que  olía  a  cadáver.  La vida estaba casi apagada en aquella mujer, en la que lo único que sobrevivía era la idea de su nobleza, de los muchos siervos que tuvo en otro tiempo, de su calidad de viuda de un general y de su derecho, por tanto, a ser tratada de excelencia.  Cuando  se  acordaba  de  todo  eso,  su cuerpo  semimuerto  se  animaba  un  poco,  y  le decía a su hijo:
-Juan, ¿has olvidado cómo se coge el cuchillo?
A mí me hablaba con un acento afectado de gran señora.
-Sabrá usted por Juan que hemos vendido la finca. Es sensible, pues le teníamos mucho cariño. Pero Dolchikov ha prometido nombrar a mi hijo jefe de la estación, y seguiremos viviendo aquí...  El señor  Dolchikov  es  muy  bueno.  Y guapo, ¿verdad?
Hasta  no  mucho  tiempo  antes,  la  familia Cheprakov  había  sido  muy  rica;  pero  después de la muerte del general había poco a poco venido a menos. La señora Cheprakov empezó a armar pleitos con sus vecinos, a querellarse por cualquier motivo ante los tribunales, a reñir con los proveedores y los obreros, a quienes no quería pagar. Siempre desconfiada, sospechando siempre que intentaban robarle, su estúpida administración dio al cabo al traste con su fortuna.
A los pocos años de la muerte del general, Dubechnia se hallaba en un estado desastroso y no parecía la misma finca.
Tras la casa grande había un viejo jardín descuidado, abando-nado, cubierto de una vegetación salvaje.
Subí a  la  terraza,  todavía  muy  hermosa  y bien conservada. A través de una puerta vidriera vi una vasta estancia -el salón, a lo que induje- en la que había un piano antiguo y grandes lienzos patinosos  con  marcos  de  caoba,  restos  de lujos pretéritos.
En el jardín, al otro lado de la terraza y no lejos de ella, veíanse algunos cuadros de amapolas y de claveles medio secos, y  nume-rosos abedules y unos jóvenes, que solían crecer demasiado cerca unos de otros y se quitaban espacio mutuamente.
Más allá no había otros árboles que algunos cerezos, manzanos y perales, dispersos entre la hierba que hacían del jardín un prado, y tan altos y copudos que no era empresa fácil reconocer a primera vista su especie.
Se  advertía  que  nadie  cuidaba  del  parque, cuyas plantas estaban enfermas, roídas por los gusanos, mutiladas. La parte donde se hallaban los cerezos, los manzanos y los perales la tenían alquilada unos fruteros de la ciudad y la guardaba un campesino medio imbécil que habitaba allí mismo, en una barraca.
El jardín descendía por aquella parte hasta el río y lo limitaba una línea de sauces y cañas. En la ribera había un viejo molino, con tejado de paja, que producía un ruido ensordecedor como si le poseyese una gran cólera. Junto al molino, el agua era profunda e inquieta y abundaba la pesca.
En la ribera opuesta agrupábase el caserío de la aldehuela de Dubechnia.
Era un lugar poético y pintoresco. A la sazón pertenecía todo aquello al ingeniero Dolchikov…
Comencé mi nuevo servicio.
Sentado ante el aparato telegráfico, descifraba  numerosos  despachos  que  transmitía  a  las estaciones próximas; copiaba gran cantidad de informes que se nos dirigían, redactados en un estilo terrible, por empleados que apenas sabían escribir.
Pero la mayor parte del tiempo no tenía nada que hacer y me paseaba a lo largo de la habitación, en espera de telegramas. A veces dejaba en mi puesto a un muchacho para vigilar el aparato y me iba a vagar por el jardín mientras que mi sustituto no me anunciaba la llegada de un despacho.
Comía en casa de la señora Cheprakov, cuya mesa era bastante mala. Sólo muy raras veces se servía  carne:  casi  todos  los  componentes  del «menú»,se  reducían  a  queso  y  sopa  en  leche.
Los miércoles y viernes -días de ayuno- las comidas eran aún más parcas. La señora Cheprakov  me  miraba  guiñando  morbosamente  los ojos, y yo no me sentía a gusto en su compañía.
Como había tan poco trabajo en la oficina, Cheprakov no hacía nada en absoluto. Empleaba  el  tiempo  en  dormir  o  se  iba,  escopeta  en mano, a la orilla del río a cazar gansos. Por la noche se emborrachaba en la aldea o en la estación, donde se vendía «vodka» y volvía a casa tambaleándose, y antes de acostarse se miraba largo rato al espejo, entablando coloquios consigo mismo.
-Buenas noches,  Iván Cheprakov -se decía. ¿Qué tal?
Cuando se emborrachaba se ponía muy pálido, se frotaba las manos y lanzaba leves carcajadas.  Algunas  veces  se  quedaba  en  pelota  y corría por el jardín como Dios le echó al mundo. En más de una ocasión le vi cazar moscas y le oí asegurar que estaban exquisitas.
-¡Están un poco agrias -añadía, pero no importa!

1.014. Chejov (Anton)

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