El camino de hierro en construcción
cerca de la ciudad atraía
gran número de
obreros. Las vísperas de fiesta
se paseaban por las calles en nutridos grupos, atemorizando a los indígenas.
A veces, cometían robos. Era
frecuente verlos, con la cara
cubierta de sangre,
destocados, la blusa hecha
jirones, conducidos al
puesto de policía por
haber hurtado un
samovar o una pieza de ropa tendida.
Sus lugares predilectos eran los
mercados y las tabernas. En la anchura abierta a los cielos de las plazas
públicas comían, bebían, gritaban, juraban. En cuanto veían una mujer de
conducta no muy austera
la saludaban con
un coro de agudos silbidos.
Los
lonjistas, para divertirlos,
les daban «vodka» a los gatos y a
los perros, o ataban a la cola de un can una lata vacía y asustaban con grandes
gritos al pobre animal, que, aterrorizado,
corría que se
las pelaba, chillando
y moviendo con
la lata un
infernal estrépito, en la
creencia, sin duda,
de que le
perseguía un monstruo, y no
paraba hasta las afueras, adonde llegaba sin aliento. No pocas veces la cerril
diversión acababa volviéndose el can loco.
La estación se había emplazado a
cinco verstas de la ciudad. Se decía que los ingenieros le habían pedido
al Ayuntamiento cincuenta
mil rublos para hacer pasar el camino de hierro por la ciudad, y que el
Ayuntamiento no había querido dar más que cuarenta mil, lo que había sido causa
de que las negociaciones fracasaran y la línea se construyese a gran distancia
de la población. Luego, el
Ayuntamiento lamentó no haber aceptado las proposi-ciones de los
ingenieros; pues se
vio obligado a
hacer un camino hasta la estación, lo cual era mucha
más caro.
La línea estaba ya casi terminada;
los rieles y las traviesas colocados. Pequeños trenes cargados de materiales de
construcción y de obreros circulaban ya. Sólo faltaban los puentes, de
cuya construcción estaba
encargado el ingeniero Dolchikov. Muchas estaciones
también estaban edificándose aún.
La
de Dubechnia era
la más próxima
a la ciudad, de la que distaba
diez y siete verstas.
Yo
avanzaba sin apresurarme.
Los campos verdeaban a uno y otro
lado del camino. Todo estaba inundado de sal. El paisaje era agradable,
pintoresco. A lo lejos se divisaban la estación, algunas colinas, unas cuantas
casas de campo.
Yo respiraba a pleno pulmón y me
sentía feliz. Procuraba no pensar en nada, para saborear más por entero
aquellas horas de libertad. Despechaba
todo pensamiento relacionado
con mi padre, con el ingeniero
Dolchikov, con el empleo que me
esperaba en Dubechnia.
¡Ah, si fuera posible no estar sujeto al hambre! Entonces podría
uno ser libre
como un pájaro.
El hambre era mi
más terrible enemigo.
Cuando tenía hambre, el
deseo impetuoso de
llenar la barriga turbaba mis
mejores pensamientos.
Aquella mañana,
por ejemplo, todo
era en torno mío bello,
resplandeciente; estaba yo solo en mitad de los campos sin límites, miraba
cernirse en el aire una alondra canora... y pensaba:
«¡Con qué gusto me comería un
pedazo de pan con manteca!»
Sentado un
instante a la
orilla del camino, quería entregarme de lleno al deleite
de aspirar la fresca brisa matinal, y -¡ay!- de pronto se me venía a la
imaginación el olor delicioso de las patatas fritas.
Era robusto, corpulento, y tenía un
apetito de lobo; pero rara
vez podía satisfacerlo,
y casi siempre estaba hambriento.
Quizá debido a eso no ha extrañado nunca que la gente del pueblo hable de
comer casi constante-mente y sólo
piense en el pan cotidiano. El hambre es el motor principal de la actividad
humana…
En Dubechnia estaba terminándose la
edificación de la
estación. Ya había
comenzado a alzarse el piso
superior. En el inferior trabajaban los pintores.
Hacía un calor horrible. Los
obreros trabajaban sin energía enervados por el ardor del sol.
Algunos estaban
sentados, dormitando, sobre montones de
ladrillos y piedras,
y el sol
les quemaba la cara.
Ni un árbol en una gran distancia.
El hilo del telégrafo, sobre el que reposaban algunos pajarillos, sonaba con un
rumor monótono.
Empecé a vagar por entre los
montones de materiales sin saber lo que debía hacer. Recordaba que el señor
Dolchikov, cuando le pregunté cuál era mi obligación
en Dubechnia, me había
contestado: «Ya veremos.» Yo no veía nada. ¿Que podía ver en
aquel desierto, entre aquellos montones de materiales en
desorden?
Poco a poco
la fatiga y
el fastidio fueron adueñándose de mí. Las piernas apenas
me obedecían y sentía un deseo creciente de agazaparme en un rincón.
Después de ir y venir durante dos
horas por los alrededores de la estación, paré mientras en una serie de postes
telegráficos que se alejaba y desaparecía, a unas dos verstas de distancia,
tras una tapia blanca.
Los obreros me
dijeron que allí estaban las
oficinas, y caí al fin en la cuenta de que allí era adonde debía dirigirme.
A los veinte minutos me hallaba a
la puerta de las oficinas.
Estaban instaladas en una vieja casa
de campo abandonada hacía mucho tiempo. Las paredes estaban medio en ruinas, y
el tejado, cubierto de orín y lleno de remiendos. En torno del edificio se
extendía un gran patio que parecía, una pradera pues verdeaba la hierba en él
por todas partes. A derecha e izquierda veíanse dos pabelloncitos parejos en
tamaño y construcción.
En uno de ellos, las ventanas
estaban cubiertas con tablas, y diríanse unos ojos ciegos. Junto al otro, cuyas
ventanas se hallaban abiertas, había ropa secándose al sol, colgada de una
cuerda, y se paseaban unos
ternerillos. El último
poste telegráfico se alzaba dentro del patio, y el hilo penetraba, por
una ventana, en uno de los pabellones.
La puerta estaba abierta, y
entré. Ante una mesa sobre la que
había un aparato de telegrafía estaba sentado
un señor de
cabello obscuro y rizoso, con una larga blusa blanca.
Levantó la cabeza y me
miró severamente; pero en seguida
una sonrisa iluminó su rostro.
-¡Calla! ¿Eres tú, Poloznev?
Yo
también le reconocí
al punto. Era
Iván Cheprakov, un compañero de Liceo. Le habían expulsado, cuando
cursaba segundo año, porque le sorprendieron fumando.
No olvidaré nunca mis excursiones
cinegéticas en su compañía. Cazábamos pájaros y luego los vendíamos en el
mercado. Acechá-bamos horas enteras,
en otoño, las
bandadas que huyendo del filo
emigraban a países más cálidos, y
hacíamos en ellas estragos valiéndonos
de pequeños cartuchos. Muchos de los
pobres pájaros heridos morían
entre nuestras manos; otros
curaban y los
vendíamos, haciéndolos pasar por
machos aunque no lo fuesen.
Cheprakov era de constitución
débil; tenía el pecho angosto, la espalda encorvada, las piernas largas. Vestía
con un gran descuido. Llevaba la sucia y estrecha corbata mal anudada; no usaba
chaleco; sus botas sobrepujaban en vejez a las mías. Sus movimientos eran
bruscos, nerviosos: se estremecía a cada instante como si siempre se encontrase
bajo el imperio del miedo. Hablaba de un modo incoherente y se interrumpía con
frecuencia.
-Oye... ¿Qué
iba yo a
decirte?... No me acuerdo...
Despaciosamente me puso en autos de
todo lo relativo a Dubechnia. Me contó que la finca donde me hallaba, a la
sazón pertenecía a sus padres, y que el otoño anterior había sido adquirida
por el ingeniero Dolchikov, el cual opinaba que era mucho más ventajoso poseer
tierras que guardar el dinero en el Banco, y había ya comprado en nuestra
región tres grandes fincas. La madre de Cheprakov
-su padre había
muerto hacía mucho tiempo-
no había consentido
en vender Dubechnia sino con la condición de po-der habitar durante dos
años después de la venta en uno de los pabellones. Además, Dolchikov le había dado
una colocación a
mi amigo en la
oficina.
-Ha hecho un magnífico negocio comprando
Dubechnia -dijo Cheprakov. Es un cuco. Sabe sacar provecho de todo.
Luego me llevó a su pabellón a
almorzar.
-Vivirás conmigo en mi pabellón
-decidió de pronto. Comerás con nosotros. Aunque mi madre es avara, no te hará
pagar demasiado.
Las habitaciones que habitaba su
madre eran muy reducidas. Estaban
atestadas de muebles que se habían transportado allí de la
casa grande después de la venta de la finca. Hasta en el vestíbulo y en el
pasillo había numerosas
mesas, sofás y butacas. El mobilia-rio era viejo, de caoba.
La señora Cheprakov, una dama
corpulenta y anciana, hallábase sentada
en un gran
sillón, junto a la ventana, y hacía calceta. Me recibió con un empaque
presuntuoso.
-Te presento, mamá, a mi amigo
Poloznev -le dijo su hijo, que va a ser empleado aquí.
-¿Es usted noble? -me preguntó
ella.
Sí -repuse.
-Tenga la bondad de sentarse.
El
almuerzo dejó mucho
que desear. Se compuso de un pastel de queso amargo y una
sopa en leche.
La
señora Cheprakov guiñaba
de vez en cuando, ora un ojo, ora otro. Eran
movimientos involuntarios y morbosos. Había un no sé qué en toda ella que
anunciaba una muerte próxima.
Hasta se
me antojaba que
olía a cadáver.
La vida estaba casi apagada en aquella mujer, en la que lo único que
sobrevivía era la idea de su nobleza, de los muchos siervos que tuvo en otro
tiempo, de su calidad de viuda de un general y de su derecho, por tanto, a ser
tratada de excelencia. Cuando se
acordaba de todo
eso, su cuerpo semimuerto
se animaba un
poco, y le decía a su hijo:
-Juan, ¿has olvidado cómo se coge
el cuchillo?
A mí me hablaba con un acento
afectado de gran señora.
-Sabrá usted por Juan que hemos
vendido la finca. Es sensible, pues le teníamos mucho cariño. Pero Dolchikov ha
prometido nombrar a mi hijo jefe de la estación, y seguiremos viviendo
aquí... El señor Dolchikov
es muy bueno.
Y guapo, ¿verdad?
Hasta no
mucho tiempo antes,
la familia Cheprakov había
sido muy rica;
pero después de la muerte del
general había poco a poco venido a menos. La señora Cheprakov empezó a armar
pleitos con sus vecinos, a querellarse por cualquier motivo ante los
tribunales, a reñir con los proveedores y los obreros, a quienes no quería
pagar. Siempre desconfiada, sospechando siempre que intentaban robarle, su
estúpida administración dio al cabo al traste con su fortuna.
A los pocos años de la muerte del
general, Dubechnia se hallaba en un estado desastroso y no parecía la misma
finca.
Tras la casa grande había un viejo
jardín descuidado, abando-nado, cubierto de una vegetación salvaje.
Subí a la
terraza, todavía muy
hermosa y bien conservada. A
través de una puerta vidriera vi una vasta estancia -el salón, a lo que induje-
en la que había un piano antiguo y grandes lienzos patinosos con
marcos de caoba,
restos de lujos pretéritos.
En el jardín, al otro lado de la
terraza y no lejos de ella, veíanse algunos cuadros de amapolas y de claveles
medio secos, y nume-rosos abedules y
unos jóvenes, que solían crecer demasiado cerca unos de otros y se quitaban
espacio mutuamente.
Más allá no había otros árboles que
algunos cerezos, manzanos y perales, dispersos entre la hierba que hacían del
jardín un prado, y tan altos y copudos que no era empresa fácil reconocer a
primera vista su especie.
Se
advertía que nadie
cuidaba del parque, cuyas plantas estaban enfermas,
roídas por los gusanos, mutiladas. La parte donde se hallaban los cerezos, los
manzanos y los perales la tenían alquilada unos fruteros de la ciudad y la
guardaba un campesino medio imbécil que habitaba allí mismo, en una barraca.
El jardín descendía por aquella
parte hasta el río y lo limitaba una línea de sauces y cañas. En la ribera
había un viejo molino, con tejado de paja, que producía un ruido ensordecedor
como si le poseyese una gran cólera. Junto al molino, el agua era profunda e
inquieta y abundaba la pesca.
En la ribera opuesta agrupábase el
caserío de la aldehuela de Dubechnia.
Era un lugar poético y pintoresco.
A la sazón pertenecía todo aquello al ingeniero Dolchikov…
Comencé mi nuevo servicio.
Sentado ante el aparato
telegráfico, descifraba numerosos despachos
que transmitía a las
estaciones próximas; copiaba gran cantidad de informes que se nos dirigían,
redactados en un estilo terrible, por empleados que apenas sabían escribir.
Pero la mayor parte del tiempo no
tenía nada que hacer y me paseaba a lo largo de la habitación, en espera de
telegramas. A veces dejaba en mi puesto a un muchacho para vigilar el aparato y
me iba a vagar por el jardín mientras que mi sustituto no me anunciaba la
llegada de un despacho.
Comía en casa de la señora
Cheprakov, cuya mesa era bastante mala. Sólo muy raras veces se servía carne:
casi todos los
componentes del «menú»,se reducían
a queso y sopa
en leche.
Los miércoles y viernes -días de
ayuno- las comidas eran aún más parcas. La señora Cheprakov me
miraba guiñando morbosamente
los ojos, y yo no me sentía a gusto en su compañía.
Como había tan poco trabajo en la
oficina, Cheprakov no hacía nada en absoluto. Empleaba el
tiempo en dormir
o se iba,
escopeta en mano, a la orilla del
río a cazar gansos. Por la noche se emborrachaba en la aldea o en la estación,
donde se vendía «vodka» y volvía a casa tambaleándose, y antes de acostarse se
miraba largo rato al espejo, entablando coloquios consigo mismo.
-Buenas noches, Iván Cheprakov -se decía. ¿Qué tal?
Cuando se emborrachaba se ponía muy
pálido, se frotaba las manos y lanzaba leves carcajadas. Algunas
veces se quedaba
en pelota y corría por el jardín como Dios le echó al
mundo. En más de una ocasión le vi cazar moscas y le oí asegurar que estaban
exquisitas.
-¡Están un poco agrias -añadía,
pero no importa!
1.014. Chejov (Anton)
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