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viernes, 27 de diciembre de 2013

Historia de mi vida - Cap. XII

Mi mujer decidió edificar y costear una escuela para los campesinos. Yo elaboré un proyecto  de  escuela  para  sesenta  muchachos.  La administración del distrito lo aprobó, pero nos aconsejó que edificásemos la escuela no en Dubechnia, como pensábamos, sino en Kurilovka, una aldea algo mayor que distaba tres verstas de nuestra  Dubechnia.  El  consejo  era  tanto  más razonable cuanto que la escuela actual de Kurilovka, en la que estudiaban los niños de cuatro aldeas vecinas, Dubechnia una de ellas, era demasiado pequeña y estaba tan vieja que se temía su hundimiento el día menos pensado.
A fines de marzo Macha fue nombrada, conforme al deseo que había manifestado, miembro del consejo administrativo de la escuela de Kurilovka. A principios de abril congregamos tres veces seguidas a los campesinos de Kurilovka y tratamos de convencerlos de que su escuela era muy reducida y muy vieja y era necesario edificar otra. Después de las reuniones, los campesinos  nos  rodeaban  y  nos  pedían  dinero  para comprar «vodka». El calor de la muchedumbre nos ahogaba, y nos apresuramos a marcharnos.
Volvíamos a casa cansados, descontentos, decepcionados en extremo.
Tras largas negociaciones, los campesinos al fin consintieron en cedernos el terreno necesario para la construcción de la escuela y se comprometieron, a llevar de la ciudad, utilizando para ello  sus  caballerías,  todos  los  materiales  de construcción.
Algún  tiempo  después,  los  campesinos  de Kurilovka y de Dubechnia salieron un domingo, con sus caballos y sus carros, en dirección a la ciudad para traer ladrillos. Se fueron al salir el sol  y  no  volvieron  hasta  las  altas  horas  de  la noche. Todos venían borrachos, y, según decían, rendidos.
El tiempo era lluvioso y frío. Los caminos, llenos  de  barro,  estaban  impracticables.  Los campesinos, al volver de la ciudad, acostumbraban meter sus carros en nuestro patio.
-Para descansar un poco -decían.
¡Aquello era un horror! No lo olvidaré nunca. Primero aparecía, en la puerta del patio, el caballo, patiabierto, ventrudo; al entrar, balanceaba la cabeza como si saludase. Luego aparecía una viga de diez metros, mojada, escurridiza;  junto  al  carro  avanzaba  el  campesino,  sin mirar  dónde  ponía  los  pies,  andando  por  los charcos lo mismo que por un pavimento. Luego aparecía otro carro con tablones, luego otro con postes... Poco a poco el patio se iba atestando de caballos, de carros, de tablones, de vigas. Los campesinos y las campesinas, arropada la cabeza para resguardarla del frío, lanzaban miradas furiosas  a  nuestras  ventanas,  gritaban,  exigían que Macha bajase a hablar con ellos. A no mucha distancia, Moisey contemplaba la escena, y yo  juraría  que  se  bañaba  en  agua  de  rosas  al vernos en aquella situación ridícula.
-¡Se acabó! ¡No transportaremos más materiales!  -oíase  gritar-.  Estamos  rendidos.  Si  la señora quiere edificar una escuela, que transporte los materiales ella.
Macha, pálida de emoción, temerosa de que aquella  multitud  irritada  invadiese  la  casa,  les enviaba  a  los  campesinos  dinero  y  «Vodka».
Entonces el tumulto se apaciguaba poco a poco, y los carros, cargados de vigas, de tablones, de postes, iban abandonando el patio.
Cuando  yo  me  disponía  a  marchar  a  Kurilovka  para  ver cómo  iba  la  construcción,  mi mujer daba muestras de gran inquietud.
-Los  campesinos  están  furiosos  -me  decía.
Pueden hacerte algo. Espera, voy contigo.
Nos íbamos juntos. En Kurilovka, los carpinteros  me  pedían  una  propina.  La  construcción casi  no  adelantaba.  Faltaban  obreros.  A  pesar del compromiso contraído, muchos no acudían al trabajo. Siempre había algo que lo paralizaba.
Un  día  nos  hicieron  saber  que  se  necesitaba arena.  No  habíamos  pensado  antes  en  ello.
Había  que  buscarla  lo  más  pronto  posible.
Aprovechándose de la urgencia, los campesinos nos  pidieron  por  cada  carro  de  arena  treinta «copecks»,  aunque  la  ribera  donde  tenían  que cargar sólo distaba doscientos metros de la obra.
Se necesitaban lo menos quinientos carros.
Las dificultades se sucedían sin tregua. Los campesinos  seguían  pidiéndonos  dinero  para «vodka» con gran indignación de mi mujer. El contratista de la obra, Tito Petrov, un anciano de setenta años, nos estaba siempre prometiendo, activar los trabajos.
-Ya verán ustedes. En dándome arena, que es lo  que  ahora  hace  falta,  todo  marchará  como sobre  rieles.  Encontraré  cuantos  obreros  sean necesarios. ¡Ya verán ustedes!
¡Pero se le llevó toda la arena necesaria, y la edificación, sin embargo, no avanzaba! Pasaban días y noches sin que apenas se advirtiese adelanto alguno.
-¡Es para volverse loca! -decía Macha, casi llorando. ¡Qué gente, Dios mío, qué gente!
Durante aquellos tristes días, venía con frecuencia a vernos su padre, el ingeniero Víctor Ivanovich.  Traía  delicadezas  gastronómicas  y buenos vinos. Tenía siempre un apetito de lobo y  comía mucho. Después de comer se dormía un rato en la terraza y roncaba de un modo terrible. Al oírle, nuestros obreros sacudían con asombro la cabeza y decían:
-¡Vaya unos ronquidos! Parece que duerme ahí arriba un regimiento...
A  Macha  no  le  entusiasmaban  sus  visitas.
Su padre no le inspiraba confianza, lo que no era obstáculo para que le pidiese consejos prácticos.
El ingeniero se levantaba de dormir la siesta, casi siempre muy mal humorado, y empezaba a gruñir; le parecía que todo lo hacíamos mal, y se  lamentaba  de  haber  adquirido  Dubechnia, que,  según  decía,  sólo  le  había  proporcionado sinsabores. La pobre Macha le escuchaba cariacontecida. A veces se dolía en su presencia de la conducta de los campesinos, y él le decía que con aquella gente había que ser muy severo y que el mejor modo de hacerla entrar en razón era sacudirle el polvo.
Nuestro matrimonio y nuestra manera de vivir los consideraba una comedia.
-No es más que un capricho -decía. En Macha son frecuentes los caprichos por el estilo.
Una vez se figuró ser una gran artista de ópera y se escapó de casa. ¡Estuve dos meses buscándola por toda Rusia! Sólo en telegramas me gasté mil rublos. ¡Sí, amigo mío!
Ya no me llamaba sectario, ni señor decorador, ni elogiaba mi conversión en obrero, como acostumbraba hacer antes.
-¡Es  usted  un  hombre  extraño!  -me  decía ahora. No es usted un hombre normal. No soy profeta; pero le predigo que acabará malamente.
Macha apenas dormía de noche, y se pasaba horas enteras sentada, a la luz de la luna, junto a la ventana de la alcoba. En la mesa ya no se reía ni me hacía guiños.
El ver extinguida su alegría me atormentaba.
Cuando llovía, cada gota de lluvia se me antojaba  que  caía  sobre  mi  corazón  como  plomo derretido,  y  sentía  impulsos  de  arrodillarme  a los  pies  de  Macha  y  pedirle  perdón  de  que hiciera  mal  tiempo.  Cuando  los  campesinos escandalizaban  en  el  patio,  también  me  sentía culpable ante Macha. Permanecía horas y horas inmóvil en un rincón, pensando en ella, en nuestra vida. Mi amor crecía y se tornaba verdadera veneración.  Macha  me  parecía  irreprochable, ideal. Cuanto hacía me entusiasmaba, lo consideraba admirable.
Y, en efecto, era una mujer como hay pocas.
Dotada de aptitudes para un trabajo tranquilo, de gabinete, le gustaba leer, estudiar. Aunque la agricultura sólo la había estudiado teóricamente, en los libros, nos asombraban sus conocimientos  y  los  consejos  que  nos  daba,  muy  útiles siempre. Por añadidura, tenía un corazón nobilísimo y un gusto exquisito, y su trato era de una amabilidad que sólo poseen las personas de una educación refinada.
Y aquella mujer se veía forzada a vivir allí, en medio de aquel desorden, entre aquella gente grosera,  rencillosa  y  mezquina.  ¡Cómo  debía sufrir! Yo lo advertía y sufría también. Me pasaba  las  noches  casi  en  vela,  entregado  a  mis tristes pensamientos, y a veces los ojos se me llenaban de lágrimas. En vano procuraba hacerle a mi Macha la vida más agradable.
Iba con frecuencia a la ciudad y le compraba libros, periódicos, bombones, flores. Para variar poco  nuestro  «menú»  pescaba  en  el  río,  con Stepan, muchas veces, bajo la lluvia, calándome hasta los huesos. Les suplicaba a los campesinos, humillándome ante ellos, que no hicieran ruido en el patio; les daba dinero para «vodka», les  prometía  concederles  cuanto  me  pedían,  y hacía otras mil estupideces.
Las lluvias, que parecían interminables, cesaron al fin. Me levantaba muy temprano, mucho antes de salir el sol, y me iba al jardín. El rocío brillaba en las flores, oíase por todas partes el alegre coro de los pájaros y los insectos. El cielo  estaba  sereno,  sin  una  sola  nube.  Todo  en torno, el jardín, el prado, el río, convidaba a una dulce contemplación; pero mi alma se hallaba turbada, mi pensamiento no podía apartarse de los campesinos, de los sinsabores que nos costaba la edificación de la escuela, de los repro-ches y las lamentaciones del ingeniero.
Algunas  tardes  me  paseaba  con  Macha,  en un cochecito, por el campo, para ver cómo iban los  trigos.  Siempre  guiaba  ella.  Llevaba  los hombros un poco levantados y el viento agitaba sus cabellos.
-¡Apártese!  -gritaba  cuando  venía  otro  carruaje en dirección contraria al nuestro.
Había en aquel grito un no sé qué verdaderamente cocheril.
-Imitas muy bien a los cocheros -le dije un día.
-No es extraño -repuso. Mi abuelo, el padre del ingeniero, era cochero. ¿No lo sabías?
Se volvió a mí, y con el orgullo de un artista pagado de su oficio lanzó un nuevo grito tan de cochero  que  el  automedonte  más  castizo  no habría podido ponerle reparos.
No sé por qué, aquello me satisfizo.
-Tanto mejor -me dije; tanto mejor.
Pero al punto, los tristes pensamientos relativos  a  los  campesi-nos,  a  la  construcción  de  la escuela, al ingeniero, volvieron a desazonarme.

1.014. Chejov (Anton)

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