Mi mujer decidió edificar y costear
una escuela para los campesinos. Yo elaboré un proyecto de
escuela para sesenta
muchachos. La administración del
distrito lo aprobó, pero nos aconsejó que edificásemos la escuela no en
Dubechnia, como pensábamos, sino en Kurilovka, una aldea algo mayor que distaba
tres verstas de nuestra Dubechnia. El
consejo era tanto
más razonable cuanto que la escuela actual de Kurilovka, en la que
estudiaban los niños de cuatro aldeas vecinas, Dubechnia una de ellas, era
demasiado pequeña y estaba tan vieja que se temía su hundimiento el día menos
pensado.
A fines de marzo Macha fue
nombrada, conforme al deseo que había manifestado, miembro del consejo
administrativo de la escuela de Kurilovka. A principios de abril congregamos
tres veces seguidas a los campesinos de Kurilovka y tratamos de convencerlos de
que su escuela era muy reducida y muy vieja y era necesario edificar otra.
Después de las reuniones, los campesinos
nos rodeaban y
nos pedían dinero
para comprar «vodka». El calor de la muchedumbre nos ahogaba, y nos
apresuramos a marcharnos.
Volvíamos a casa cansados,
descontentos, decepcionados en extremo.
Tras largas negociaciones, los
campesinos al fin consintieron en cedernos el terreno necesario para la
construcción de la escuela y se comprometieron, a llevar de la ciudad,
utilizando para ello sus caballerías,
todos los materiales
de construcción.
Algún tiempo
después, los campesinos
de Kurilovka y de Dubechnia salieron un domingo, con sus caballos y sus
carros, en dirección a la ciudad para traer ladrillos. Se fueron al salir el
sol y
no volvieron hasta
las altas horas
de la noche. Todos venían
borrachos, y, según decían, rendidos.
El tiempo era lluvioso y frío. Los
caminos, llenos de barro,
estaban impracticables. Los campesinos, al volver de la ciudad,
acostumbraban meter sus carros en nuestro patio.
-Para descansar un poco -decían.
¡Aquello era un horror! No lo
olvidaré nunca. Primero aparecía, en la puerta del patio, el caballo,
patiabierto, ventrudo; al entrar, balanceaba la cabeza como si saludase. Luego
aparecía una viga de diez metros, mojada, escurridiza; junto
al carro avanzaba
el campesino, sin mirar
dónde ponía los
pies, andando por
los charcos lo mismo que por un pavimento. Luego aparecía otro carro con
tablones, luego otro con postes... Poco a poco el patio se iba atestando de
caballos, de carros, de tablones, de vigas. Los campesinos y las campesinas,
arropada la cabeza para resguardarla del frío, lanzaban miradas furiosas a
nuestras ventanas, gritaban,
exigían que Macha bajase a hablar con ellos. A no mucha distancia,
Moisey contemplaba la escena, y yo
juraría que se
bañaba en agua
de rosas al vernos en aquella situación ridícula.
-¡Se acabó! ¡No transportaremos más
materiales! -oíase gritar-.
Estamos rendidos. Si la
señora quiere edificar una escuela, que transporte los materiales ella.
Macha, pálida de emoción, temerosa
de que aquella multitud irritada
invadiese la casa,
les enviaba a los
campesinos dinero y
«Vodka».
Entonces el tumulto se apaciguaba
poco a poco, y los carros, cargados de vigas, de tablones, de postes, iban
abandonando el patio.
Cuando yo
me disponía a marchar a
Kurilovka para ver cómo
iba la construcción,
mi mujer daba muestras de gran inquietud.
-Los campesinos
están furiosos -me
decía.
Pueden hacerte algo. Espera, voy
contigo.
Nos íbamos juntos. En Kurilovka,
los carpinteros me pedían
una propina. La
construcción casi no adelantaba.
Faltaban obreros. A
pesar del compromiso contraído, muchos no acudían al trabajo. Siempre
había algo que lo paralizaba.
Un
día nos hicieron
saber que se
necesitaba arena. No habíamos
pensado antes en
ello.
Había que
buscarla lo más
pronto posible.
Aprovechándose de la urgencia, los
campesinos nos pidieron por
cada carro de
arena treinta «copecks», aunque
la ribera donde
tenían que cargar sólo distaba
doscientos metros de la obra.
Se necesitaban lo menos quinientos
carros.
Las dificultades se sucedían sin
tregua. Los campesinos seguían pidiéndonos
dinero para «vodka» con gran
indignación de mi mujer. El contratista de la obra, Tito Petrov, un anciano de
setenta años, nos estaba siempre prometiendo, activar los trabajos.
-Ya verán ustedes. En dándome
arena, que es lo que ahora
hace falta, todo
marchará como sobre rieles.
Encontraré cuantos obreros
sean necesarios. ¡Ya verán ustedes!
¡Pero se le llevó toda la arena
necesaria, y la edificación, sin embargo, no avanzaba! Pasaban días y noches
sin que apenas se advirtiese adelanto alguno.
-¡Es para volverse loca! -decía
Macha, casi llorando. ¡Qué gente, Dios mío, qué gente!
Durante aquellos tristes días,
venía con frecuencia a vernos su padre, el ingeniero Víctor Ivanovich. Traía
delicadezas gastronómicas y buenos vinos. Tenía siempre un apetito de
lobo y comía mucho. Después de comer se
dormía un rato en la terraza y roncaba de un modo terrible. Al oírle, nuestros
obreros sacudían con asombro la cabeza y decían:
-¡Vaya unos ronquidos! Parece que
duerme ahí arriba un regimiento...
A
Macha no le
entusiasmaban sus visitas.
Su padre no le inspiraba confianza,
lo que no era obstáculo para que le pidiese consejos prácticos.
El ingeniero se levantaba de dormir
la siesta, casi siempre muy mal humorado, y empezaba a gruñir; le parecía que
todo lo hacíamos mal, y se
lamentaba de haber
adquirido Dubechnia, que, según
decía, sólo le
había proporcionado sinsabores.
La pobre Macha le escuchaba cariacontecida. A veces se dolía en su presencia de
la conducta de los campesinos, y él le decía que con aquella gente había que
ser muy severo y que el mejor modo de hacerla entrar en razón era sacudirle el
polvo.
Nuestro matrimonio y nuestra manera
de vivir los consideraba una comedia.
-No es más que un capricho -decía.
En Macha son frecuentes los caprichos por el estilo.
Una vez se figuró ser una gran
artista de ópera y se escapó de casa. ¡Estuve dos meses buscándola por toda
Rusia! Sólo en telegramas me gasté mil rublos. ¡Sí, amigo mío!
Ya no me llamaba sectario, ni señor
decorador, ni elogiaba mi conversión en obrero, como acostumbraba hacer antes.
-¡Es usted
un hombre extraño!
-me decía ahora. No es usted un
hombre normal. No soy profeta; pero le predigo que acabará malamente.
Macha apenas dormía de noche, y se
pasaba horas enteras sentada, a la luz de la luna, junto a la ventana de la
alcoba. En la mesa ya no se reía ni me hacía guiños.
El ver extinguida su alegría me
atormentaba.
Cuando llovía, cada gota de lluvia
se me antojaba que caía
sobre mi corazón
como plomo derretido, y
sentía impulsos de
arrodillarme a los pies
de Macha y
pedirle perdón de que
hiciera mal tiempo.
Cuando los campesinos escandalizaban en
el patio, también
me sentía culpable ante Macha.
Permanecía horas y horas inmóvil en un rincón, pensando en ella, en nuestra
vida. Mi amor crecía y se tornaba verdadera veneración. Macha
me parecía irreprochable, ideal. Cuanto hacía me
entusiasmaba, lo consideraba admirable.
Y, en efecto, era una mujer como
hay pocas.
Dotada de aptitudes para un trabajo
tranquilo, de gabinete, le gustaba leer, estudiar. Aunque la agricultura sólo
la había estudiado teóricamente, en los libros, nos asombraban sus
conocimientos y los
consejos que nos
daba, muy útiles siempre. Por añadidura, tenía un
corazón nobilísimo y un gusto exquisito, y su trato era de una amabilidad que
sólo poseen las personas de una educación refinada.
Y aquella mujer se veía forzada a
vivir allí, en medio de aquel desorden, entre aquella gente grosera, rencillosa
y mezquina. ¡Cómo
debía sufrir! Yo lo advertía y sufría también. Me pasaba las
noches casi en
vela, entregado a mis
tristes pensamientos, y a veces los ojos se me llenaban de lágrimas. En vano
procuraba hacerle a mi Macha la vida más agradable.
Iba con frecuencia a la ciudad y le
compraba libros, periódicos, bombones, flores. Para variar poco nuestro
«menú» pescaba en
el río, con Stepan, muchas veces, bajo la lluvia,
calándome hasta los huesos. Les suplicaba a los campesinos, humillándome ante
ellos, que no hicieran ruido en el patio; les daba dinero para «vodka»,
les prometía concederles
cuanto me pedían,
y hacía otras mil estupideces.
Las lluvias, que parecían
interminables, cesaron al fin. Me levantaba muy temprano, mucho antes de salir
el sol, y me iba al jardín. El rocío brillaba en las flores, oíase por todas
partes el alegre coro de los pájaros y los insectos. El cielo estaba
sereno, sin una
sola nube. Todo
en torno, el jardín, el prado, el río, convidaba a una dulce
contemplación; pero mi alma se hallaba turbada, mi pensamiento no podía
apartarse de los campesinos, de los sinsabores que nos costaba la edificación
de la escuela, de los repro-ches y las lamentaciones del ingeniero.
Algunas tardes
me paseaba con
Macha, en un cochecito, por el
campo, para ver cómo iban los
trigos. Siempre guiaba
ella. Llevaba los hombros un poco levantados y el viento agitaba
sus cabellos.
-¡Apártese! -gritaba
cuando venía otro
carruaje en dirección contraria al nuestro.
Había en aquel grito un no sé qué
verdaderamente cocheril.
-Imitas muy bien a los cocheros -le
dije un día.
-No es extraño -repuso. Mi abuelo,
el padre del ingeniero, era cochero. ¿No lo sabías?
Se volvió a mí, y con el orgullo de
un artista pagado de su oficio lanzó un nuevo grito tan de cochero que
el automedonte más
castizo no habría podido ponerle
reparos.
No sé por qué, aquello me satisfizo.
-Tanto mejor -me dije; tanto mejor.
Pero al punto, los tristes
pensamientos relativos a los
campesi-nos, a la
construcción de la escuela, al ingeniero, volvieron a
desazonarme.
1.014. Chejov (Anton)
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