Andrei
Efímich se retiró a la ventana y se quedó mirando el campo. Ya había oscurecido
y en el horizonte, por la derecha, asomaba una luna fría y rojiza.
No
lejos de la valla del hospital, todo lo más a cien brazas, se levantaba un
edificio alto y blanco, circundado por un muro. Era la cárcel.
«¡Esa
es la realidad! », pensó Andrei Efímich, y sintió miedo.
Le
producían miedo la luna y la cárcel, y los clavos de la valla, y la lejana
llama de una fábrica. Andrei Efímich oyó un suspiro a sus espaldas. Se volvió y
vio a un hombre, con resplandecientes estrellas y condecoraciones en el pecho,
que sonreía y guiñaba maliciosamente el ojo. También esto le produjo miedo.
Se
dijo que en la luna y en la cárcel no había nada de particular, que las personas
psíquicamente sanas ostentan también condecora-ciones y que, con el tiempo,
todo se pudriría y se convertiría en polvo.
Pero
de pronto la desesperación se apoderó de él, se aferró con ambas manos a la
reja y la sacudió con todas sus fuerzas. Los sólidos barrotes no cedieron.
Luego,
tratando de disipar sus temores, se acercó al camastro de Iván Dmítrich y se
sentó en él.
-Me
noto muy decaído, querido -balbuceó, temblando y secándose el sudor frío. Muy
decaído.
-Dedíquese
a sus filosofías -replicó en tono de burla Iván Dmítrich.
-Dios
mío, Dios mío... Sí, sí... Decía usted que en Rusia no hay filosofía, pero que
filosofan todos, hasta la morralla. Pero que la morralla filosofe no causa daño
a nadie -dijo Andrei Efímich, como si sintiese ganas de llorar y mover a
compasión. ¿A qué se debe esa risa rencorosa, querido? ¿Y cómo no va a
filosofar esta morralla, si se siente descontenta?
El
hombre inteligente, culto, orgulloso y libre, semejante a Dios, no tiene otro
recurso que ir de médico a una ciudad de mala muerte, sucia y estúpida, y
recetar toda su vida ventosas, Banguijuelas y sinapismos. ¡Charlatanería,
estrechez de miras, vulgaridad! ¡Oh, Dios mío!
-Eso
son estupideces. Si no le agradaba la carrera de médico, podía haberse hecho
ministro.
-Nada,
nada es posible. Somos débiles, querido...
Yo
me mostraba indiferente, razonaba con buen ánimo y sensatez, pero, desde que la
vida ha puesto en mí su mano grosera, me siento decaído... sumido en la
postración... Somos débiles, no valemos para nada... Y usted también, querido.
Usted es inteligente y noble; con la leche materna entraron en usted buenos
propósitos, pero, apenas dio los primeros pasos en la vida, se fatigó y cayó
enfermo... ¡Somos débiles, débiles!
Algo
de lo que no podía verse libre, además del miedo y de un sentimiento de ofensa,
no cesaba de inquietar a Andrei Efímich desde que había oscurecido.
Acabó
por darse cuenta de que quería tomar cerveza y fumar.
-Voy
a salir, querido -dijo. Diré que traigan una vela... No puedo seguir así... en
esta situación...
Andrei
Efímich se acercó a la puerta y la abrió, pero inmediatamente Nikita se puso en
pie de un salto y le cerró el paso.
-¿Adónde
va? ¡No se puede salir! -dijo. Ya es hora de dormir.
-Es
sólo un momento; quiero dar una vuelta por el patio -explicó Andrei Efímich,
estupefacto.
-No
se puede, no está permitido. Usted mismo lo sabe.
Nikita
cerró la puerta de un portazo y la sujetó apretando con la espalda.
-¿Qué
daño voy a causar a nadie, si salgo? -preguntó Andrei Efímich, encogiéndose de
hombros.
¡No
comprendo! ¡Nikita, debo salir! -añadió con voz trémula. ¡Necesito salir!
-No
escandalice; eso no está bien -dijo Nikita sentenciosamente.
-¡El
diablo sabe qué es esto! -estalló de pronto
Iván
Dmítrich, levantándose. ¿Qué derecho tiene a no dejarle salir? ¿Cómo se atreven
a tenernos encerrados aquí? Creo que la ley lo dice bien claro: nadie puede ser
privado de la libertad sin sentencia de los tribunales. ¡Esto es una violencia!
¡Una arbitra-riedad!
-¡Claro
que es una arbitrariedad! -repitió Andrei Efímich, estimulado por los gritos de
Iván Dmítrich.
¡Necesito
salir, debo salir! ¡No tiene derecho a impedírmelo! ¡Te he dicho que me dejes
salir!
-¿Lo
oyes, bestia? -gritó Iván Dmítrich, y empezó a descargar puñetazos en la
puerta. ¡Abre o hecho la puerta abajo! ¡Criminal!
-¡Abre!
-gritó Andrei Efímich, temblando. ¡Lo exijo!
-¡Sigue!
-contestó Nikita al otro lado de la puerta. ¡Sigue y verás!
-Por
lo menos, dile a Evgueni Fiódorich que venga. Dile que yo se lo ruego... No es
más que un minuto.
-El
mismo vendrá mañana sin necesidad de que le llamen.
-¡No
nos soltarán nunca! -prosiguió, entre tanto, Iván Dmítrich ¡Harán que nos
pudramos aquí! ¡Oh, Dios mío! ¿Será posible que en el otro mundo no haya
infierno y que estos miserables sean perdonados? ¿Dónde está la justicia?
¡Abre, canalla; no puedo respirar! -gritó con voz ronca, y se lanzó contra la
puerta. ¡Te voy a romper la cabeza! ¡Asesinos!
Nikita
abrió la puerta de un tirón, dio un fuerte empujón a Andrei Efímich con las
manos y la rodilla y le descargó un puñetazo en la cara. Andrei Efímich creyó
que una enorme ola de agua salada le había envuelto y le arrastraba hasta el
camastro. En efecto, en la boca notaba un sabor salado: debía de ser sangre de
las muelas. Como si tratase de salir a flote, agitó los brazos y se agarró a
una cama, al mismo tiempo que sentía que Nikita le daba otros dos puñetazos en
la espalda.
Iván
Dmítrich lanzó un fuerte grito. También debían de pegarle.
A
continuación todo quedó en silencio. La escasa luz de la luna entraba por entre
los barrotes y sobre el suelo se proyectaba una sombra parecida a una red.
Aquello era horrible. Andrei Efímich se tumbó, conteniendo la respiración;
esperaba espantado que le golpeasen de nuevo. Era como si alguien le hubiera clavado
una hoz, removiéndola varias veces en su pecho y su vientre. El dolor le hizo
morder la almohada y apretar los dientes, cuando de pronto, entre el caos
reinante en su cabeza, brilló con claridad el pensamiento, terrible e
insoportable, de que ese mismo dolor debieron de sufrirlo años enteros, día
tras día, aquellos hombres que ahora, a la luz de la luna, parecían unas
sombras negras. ¿Cómo pudo ocurrir que durante más de veinte años no se hubiese
enterado ni hubiese querido saber nada de esto? No sabía, no tenía noticia de
ese dolor; lo que quiere decir que no era culpable.
Pero
la conciencia, tan cerca y ruda como Nikita, le hizo sentir frío de los pies a
la cabeza. Se puso en pie, quiso gritar con todas sus fuerzas y correr para
matar a Nikita, y luego a Jobótov, al inspector y al practicante; después se
quitaría él mismo la vida. Pero de su pecho no salió sonido alguno y las
piernas no le obedecieron. Jadeante, se arrancó del pecho la bata y la camisa,
las desgarró y, perdido el conocimiento, cayó sobre el camastro.
1.014. Chejov (Anton)
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