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viernes, 27 de diciembre de 2013

Historia de mi vida - Cap. XIX

Al fin, recibí una carta de Macha.
He aquí su contenido:
«Mi querido, mi buen amigo: parto con mi padre  hacia  América,  para  la  exposición.
¡Adiós!  Durante  muchos  días  contemplaré  el océano...  Está  tan  lejos  de  Dubechnia,  que  a nada que pienso en ello siento una impresión de espanto.  Es  tan  lejano,  tan  inmenso  como  el cielo,  y estoy deseando hallarme en medio de este  enorme  espacio,  respirar  el  aire  marino.
Esta idea me embriaga, me vuelve loca de alegría,  a  tal  punto  que  no  puedo  por  menos  de escribir a usted tranquilamente.

»Mi  querido,  mi  buen  amigo:  ¡devuélvame usted lo más pronto posible mi libertad! Rompa usted el hilo que todavía nos une. Sería para mí una gran dicha encontrarle de nuevo; sería para mí un rayo de sol que esclarecería la triste noche  de  mi  vida  en  vuestra  ciudad.  El  que  yo haya llegado a ser su esposa de usted ha sido un error. Usted mismo lo comprende, ¿No es verdad? Es preciso reparar este error lo antes posible, y yo le suplico, mi generoso y noble amigo, le suplico de rodillas me telegrafíe inmediatamente, antes de mi marcha a América, que está usted dispuesto a reparar este error que hemos cometido  los  dos,  para  librarme  de  esa  única piedra que pesa sobre mis alas. Mi padre se encargará del resto y me ha prometido no exigir a usted otras formalidades.
»¡Bien pronto seré tan libre como el pájaro ante  el  cual  se  extiende  todo  el  espacio!  Sea usted dichoso, que Dios le bendiga, y perdóneme el gran pesar que le causo.
»Me encuentro en excelente estado de salud, gasto  sin  medida,  hago  muchas  tonterías,  y  a cada  instante  doy  gracias  a  Dios  de  no  haber tenido  hijos:  una  mala  mujer  como  yo  no  es digna de tenerlos.
»Canto en los conciertos y soy acogida con entusiasmo.  Es  mi  vocación,  mi  destino,  mi camino, y yo lo sigo. El rey David tenía un anillo con la inscripción: «Todo pasa.» Cuando se está triste, estas palabras consuelan; cuando se está  alegre,  producen  melancolía.  Yo  también me he mandado hacer una sortija parecida, con una  inscripción  judaica,  y  ella  no  me  permite extralimitarme ni en las alegrías ni en las tristezas.  Sí,  todo  pasará;  la  vida  misma  acabará, ¿por qué entonces atribuir tanta importancia a nuestras pequeñas alegrías y dolores? Lo único que importa es ser libre, porque, entonces solamente, el hombre no tiene necesidad de nada, absolutamente de nada.
»Rompa usted, por lo tanto, el hilo que todavía nos une. Le abrazo estrechamente, igual que si fuera su hermana. Perdóneme usted, y olvídese de su M...»

Mi hermana estaba acostada en una habitación;  Nabó,  en  la  otra;  había  estado  otra  vez enfermo, y de nuevo había triunfado de la muerte.
Al mismo tiempo que yo recibía la carta de Macha, mi hermana levantó quedamente de su cama, pasó al cuarto de Nabó, se sentó cerca del lecho y empezó a leer en alta voz. Se leía diariamente páginas de Gogol o de Ostrovsky. Él la escuchaba  con aire  grave, sin sonreírse, las ojos  fijos  en  el  techo.  Solamente,  de  vez  en cuando, decía:
-¡Todo es posible, todo es posible!
Si en el libro que le leía mi hermana se contaba alguna falsedad, alguna cosa poco honrada, parecía sentir una malévola alegría, y, señalando al libro con un dedo, decía con aire de triunfo:
-¡He aquí a lo que lleva la mentira, la hipocresía, la falsedad humana!
Los dramas le agradaban grandemente por su contenido, su estructura complicada, su acción palpitante. Sentía grande admiración por él, es decir, por el autor, a quien no nombraba jamás por su nombre.
-¡Qué  bien  ha  desentrañado  las  cosas!  -exclamaba casi siempre con entusiasmo, cuando en  el  momento  crítico  los  personajes  salían triunfantes de todas las dificultades.
Esta vez mi hermana le leyó sólo una página; su voz desfallecía. Nabo le cogió una mano y le dijo con voz emocionada:
-En el hombre justo, el alma es tan blanca y limpia como la tiza, y la del pecador es negra como el hollín de la chimenea. Es preciso vivir conforme a los santos: libros, trabajando, y rechazar los vanos placeres de la vida. Aquel que vive engañando y sin trabajar será castigado por Dios  Todopoderoso.  ¡Desgraciados  los  ricos, los injustos, los usureros! Ellos no entrarán jamás en el reino de los cielos. Porque la herrumbre destruye el hierro...
   -¡Y  la  mentira  destruye  el  alma!  -terminó riendo, mi hermana, la frase favorita de Nabó...
Volví a leer la carta de Macha, y una sensación de dolor intenso invadió mi alma, como si yo  presintiera  algo  fatal,  inevitable  y  terriblemente triste.
En este instante entra en la cocina el soldado que nos llevaba siempre, dos veces por semana, de parte de un desconocido, pan blanco, té, azúcar  y  perdices  olientes  a  perfumes  finos.  La persona caritativa que nos enviaba todo aquello sabía probablemente que yo no tenía trabajo y que vivíamos en una gran miseria.
Oí a mi hermana hablar con el soldado, riendo  alegremente.  Después  se  volvió  a  acostar, con un trozo de pan blanco en la mano  y me dijo:
-Desde  que  tú  te  hiciste  obrero,  yo  y  Ana Blagovo sabíamos muy bien que tenías razón, pero no nos atrevíamos a decirlo en voz alta. Di, ¿qué fuerza nos impide decir francamente aquello que pensamos? Ana Blagovo, por ejemplo, te ama, te adora, sabe perfectamente que tienes razón; yo también; ella me quiere mucho y sabe que también tengo razón, y, sin embargo, algo le impide venir a nuestra casa, nos rehuye, temerosa de encontrarse con nosotros.
Mi hermana calló un instante y agregó con vehemencia:
-¡Si supieras cómo te ama! Sólo a mí me ha confesado su amor, y eso en la obscuridad, para que no pudiera ver su rostro. Me conducía a una alameda obscura del jardín y me hablaba, susurrando, de su gran amor por ti. Estoy segura que no se casará jamás, porque eres tú su solo amor.
¿No es verdad que da lástima?
-Sí.
-Es ella quien nos manda comida. ¡Es  graciosa! ¿Por qué se oculta? Yo también me ocultaba, tenía miedo de decir lo que pensaba; pero ahora todo ha terminado: ya no tengo miedo de nada; diré cuanto quiera, y me siento dichosa.
Cuando vivía en casa, no sabía aún lo que constituía la dicha, mientras que ahora no me cambiaría por una reina.
El  doctor  Blagovo  vivía  en  nuestra  ciudad, en  casa  de  su  padre.  Se  disponía  a  regresar  a Petersburgo.  Trabajaba  mucho,  se  ocupaba  en estudios científicos y había decidido marchar al extranjero para prepararse al profesorado. Dejó su servicio del regimiento, y en lugar del uniforme  militar  llevaba  amplio  gabán,  anchos pantalones  y  bellas  corbatas.  Venía  con  frecuencia a visitarnos.
Mi hermana estaba encantada de sus trajes, de sus corbatas y alfileres y de un pañuelo pequeño encarnado que llevaba en el bolsillito de su gabán.
En una ocasión, para distraernos, mi hermana  y  yo  nos  pusimos  a  enumerar  sus  trajes  y contamos una decena.
Era  evidente  que  seguía  enamorado  de  mi hermana, y, sin embargo, jamás le había prometido, ni por galantería, llevarla con él a Petersburgo o al extranjero. Yo no podía imaginar qué sería de ella ni del niño que iba a nacer.
Ella no se daba exacta cuenta de su situación.
No  pensaba  seriamente  en  el  porvenir;  decía que Vladimiro podía ir donde quisiera, incluso abandonarla, con tal que fuera dichoso; ella se contentaba  con  la  felicidad  que  el  doctor  le había dado ya.
De ordinario, cuando él venía a nuestra casa, la examinaba detenidamente desde el punto de vista médico, y le hacía beber leche caliente con unas gotas medicinales.
Aquel día hizo igual. La reconoció y la obligó a beber una cosa.
-¡Bravo,  estoy  contento  de  ti!  -le  dijo  cogiendo el vaso vacío-. No es preciso que hables tanto.  Desde  hace  poco  tiempo  charlas  como una urraca. ¡Cállate, te lo ruego!
Ella se echó a reír.
Luego, el doctor entró en el cuarto de Nabó, cerca del que me encontraba, dándome cariñosamente en el hombro.
-Bueno,  muchacho,  ¿cómo  va?  -preguntó, inclinándose sobre el enfermo.
-¡Todos estamos en la mano de Dios, señor doctor!  Todos  hemos  de  morir  el  día  menos pensado. Y permítame usted que le diga, señor doctor: usted no entrará en el reino de los cielos;  el  infierno  estaría  vacío.  Es  preciso  que haya pecadores también...
Minutos después, el doctor  y  yo nos hallábamos en la calle.
¡Es doloroso, muy doloroso! -me dijo.
Observé que estaba muy acongojado y que las lágrimas asoma-ban a sus ojos.
-Está alegre,  gozosa -continuó; ríe, espera, y, sin embargo no quiero ocultárselo, su situación es desesperada, amigo mío. Sí, desesperada. Nabó me odia y me ha hecho comprender que yo obré respecto a su hermana de un modo poco honrado. Desde su punto de vista, tal vez tenga razón; pero yo tengo un concepto propio del bien y del mal y no me arrepiento de nada que  haya  hecho.  Cada  uno  tiene  derecho  al amor, ¿no es cierto? Sin el amor, la vida sería imposible, y sólo los esclavos y los pobres de espíritu pueden temer y huir del amor.
Comenzó a hablar de otras cosas: de la ciencia, de sus esperanzas en lo concerniente a su carrera. Hablaba con énfasis, y se veía bien claro que no se acordaba ya de mi hermana, de su situación desesperada ni de su propio dolor. La vida le atraía, le llamaba, le arrebataba con sus posibilidades, con sus extensos horizontes. Ma-cha tenía sus sueños, sus grandes esperanzas y ambiciones; él mismo estaba poseído de su carrera científica, y sólo yo y mi hermana quedábamos  allí,  pobres,  desgraciados,  sin  ningún porvenir, sin sueños ni esperanzas.
El  doctor  estrechó  mi  mano  y  se  marchó.
Quedé solo en la calle. Me aproximé a un mechero de  gas encendido,  y una vez más leí la carta de Macha.  Los recuerdos de mi reciente dicha  se  apoderaron  de  mi  cerebro.  Recordé cómo una mañana de primavera fue a verme al molino, se acostó y cubrióse con mi pelliza para mejor parecer una simple campesina. Otra vez, cuando  echábamos  el  anzuelo  a  los  peces  del río, estaba casi toda mojada y esto le causaba tal placer que rió durante todo el tiempo.
Sin darme cuenta, me encontré en la calle de la  Nobleza,  ante  la  casa  de  mi  padre.  Estaba sumida en la obscuridad.
Salté por encima del muro que la separaba de la calle y pasé, por la puerta de detrás, a la cocina. No había nadie. La tetera hervía, probablemente preparada para mi padre. «Sí, le servirán ahora el té» -pensé.
Tomé una luz y me dirigí a la casita del patio donde yo habité en otro tiempo. Allí me arreglé, con viejos periódicos, una cama, y me acosté.
La  casita,  débilmente  alumbrada  por  la  tenue luz de la lámpara, se llenó de sombras movientes.  Hacía  frío.  Me  figuraba  que  al  momento entraría mi hermana llevándome de comer; pero inmediatamente me acordó que se hallaba ahora enferma  en  casa  de  Nabó.  Mi  consciencia  se había obscurecido, y sufría múltiples pesadillas.
Bien pronto escuché una campanilla. Desde mi infancia conocía su sonido breve y lastimero.
Era mi padre, que volvía del club.
Me levanté y volví a la cocina.
La cocinera, Asksinia, al advertir mi presencia, hizo un ademán de sorpresa y comenzó a llorar.
-¡Ah,  querido!  -sollozó.  ¡Dios  mío,  Dios mío, a lo que has llegado!...
Su  emoción  era  tan  grande  que  comenzó  a estrujar su delantal entre las manos.
Sobre la ventana había  una gran botella de «vodka».  Me  serví  una  copa  y  la  bebí  ávidamente, pues estaba sediento. Los bancos y las mesas  estaban  limpios;  se  respiraba  un  olor agradable, que me gustaba mucho en mi niñez.
Mi hermana y yo le teníamos mucho cariño a la cocina, donde pasábamos, durante las ausencias de mi padre, horas enteras escuchando los cuentos fantásticos de la cocinera, o jugando al rey y la reina.
-Y  Cleopatra,  ¿dónde  está?  -me  preguntó Askinia, en voz baja, reteniendo la respiración.
¿Y tu mujer? He oído decir que marchó a Petersburgo.
Servía ya en nuestra casa cuando mi madre vivía, y nos bañaba a Cleopatra y a mí. Ahora también continuaba considerándonos como niños que es preciso vigilar porque hacen tonterías.
Durante un cuarto de hora me habló de sus opiniones  sobre  mí,  sobre  mi  hermana,  sobre nuestra situación. Se veía que tenía vagar suficiente para entregarse a estas reflexiones.
-Se  puede  obligar  al  doctor  a  casarse  con Cleopatra -dijo. Basta que ella dirija una petición al arzobispo para que éste anule su primer matrimonio. Si el doctor rehúsa casarse, se podrán tomar medidas respecto de él.
En cuanto a mí, encontró también una solución: yo podía vender, sin que mi mujer lo supiera, Dubechnia, y poner el dinero en un Banco a mi nombre. Además -decía la cocinera, si mi hermana y yo hubiésemos caído de rodillas ante mi padre, nos habría tal vez perdonado. Por de pronto era preciso mandar decir una misa.
En aquel momento se oyó la tos de mi padre.
-Vaya, pequeño mío, háblale -dijo Askinia, salúdale humilde-mente. No te pasará nada por eso.
Entré en el gabinete de mi padre. Estaba ya sentado ante la mesa y delineaba el proyecto de una casa de campo de  ventanas góticas  y una gran torre parecida a la del cuartel de bomberos, algo, en suma, muy feo, trivial, insignificante.
Desde el sitio donde yo me había detenido pude ver muy bien el dibujo.
Cuando hube visto el rostro flaco de mi padre y su cuello amoratado, sentí por un momento el deseo de echarme ante él suplicándole perdón, como me lo había recomendado Askinia; pero  la  vista  de  aquella  pobre  casa  de  campo con su torre repugnan-te me contuvo.
-¡Buenas noches! -dije.
Me miró un momento; pero bajó en seguida los ojos al dibujo.
-¿Qué  necesitas?  -preguntó,  después  de  un breve silencio.
-He venido para decir a usted que mi hermana está muy enferma...
Esperé un instante, y continué:
-Está en trance de muerte.
-¡Bueno, qué le vamos a hacer! -suspiró mi padre, quitándose los lentes y dejándolos sobre la mesa. Se recoge aquello que se siembra.
Se levantó, dio algunos pasos por la habitación, y repitió:
-Sí, se recoge aquello que se siembra.
Acuérdate cómo hace dos años, cuando viniste a verme, te supliqué, en este mismo lugar, renunciases a tus locas ideas; recuerda mis súplicas encaminadas a que no olvidaras tus deberes  y velaras  por  el  honor  de  nuestra  familia  y  las gloriosas tradicio-nes legadas por nuestros antepasados.  Nuestro  deber  es  guardar  esas  tradiciones,  y,  sin  embargo,  las  has  pisoteado.  No has querido seguir mis consejos. Nada quisiste escuchar, y sigues con tus locas ideas. No contento con esto, has lanzado sobre el mismo ca-mino peligroso a tu pobre hermana. Gracias a ti ha perdido toda idea de moralidad y de honestidad. Ahora llegó el castigo. Ambos os encontráis  en  peligrosa  situación.  ¡Qué  le  vamos  a hacer! Se recoge aquello que se siembra.
Mientras hablaba seguía paseando con paso lento a través del gabinete. Creía, sin duda, que yo había ido para pedirle perdón por mi hermana y por mí, reconociendo que habíamos cometido faltas. Esperaba ruegos, súplicas.
Yo sentía frío, y temblaba de pies a cabeza, como si sufriera fiebre. Con voz débil y serena le contesté:
-Yo  también  le  ruego  recuerde  que  aquí mismo, en este lugar, le supliqué me comprendiera, que comprendiera mis ideas y proyectos, porque,  nosotros  podíamos  decidir  juntos  el modo  de  ordenar  la  vida.  Por  toda  respuesta, usted  comenzó  a  hablar  de  nuestros  antepasados, de su abuelo el poeta, etc. Ahora, cuando le anuncio que su hija única está gravemente enferma, en situación desesperada, usted vuelve a hablar de sus antepasados, de las gloriosas tradiciones.  Es inconcebible  esa  ligereza  en  un hombre ya viejo.
-¿Por qué has venido? -me preguntó colérico, probablemente herido por el reproche de ligereza.
-No lo sé. Yo le quiero. Lamento hondamente que estemos tan distantes el uno del otro. Le quiero todavía; pero mi hermana ha roto todos los lazos que le unían a usted. No le perdona ni le  perdonará  jamás.  Sólo  el  oír  su  nombre  de usted remueve en ella el odio por su pasado, por la vida que llevó a su lado.
-¿De  quién  es  la  culpa?  -gritó  mi  padre.
¡Eres tú, el culpable, el canalla, tú lo eres!
-Admitamos  que  sea  yo  el  culpable  -dije.
Confieso que tal vez he cometido muchas faltas; pero dígame usted, ¿por qué su vida, que nos cree obligados a imitar, que usted nos presenta como una vida modelo, por qué es tan sin espíritu,  tan  monótona,  tan  aburrida?  ¿Por  qué  en todas las casas que usted construye aquí desde hace  treinta  años  no  hay  un  solo  hombre  que pueda  enseñarnos  de  qué  manera  es  preciso vivir.  ¡No  hay  un  solo  hombre  honrado  en  la ciudad. Las casas de usted son nidos malditos, en  los  cuales  se  martiriza  a  las  madres,  a  las hijas, se mata moralmente a los niños.
Callé un instante para tomar aliento, y continué:
-¡Mi  infeliz  hermana!  ¡Mi  desgraciada  hermana! Es preciso estar ciego, necesario insensibilizar el espíritu por el «vodka», los naipes, las charlas insulsas, o bien dedicar toda la vida a esos  pobres  dibujos  de  casas  con  apariencia abominable, para no ver todos los horrores que se ocultan en esas casas. La ciudad cuenta  ya doscientos años de existencia, y no ha dado a la patria ni un solo hombre útil. ¡Ni uno solo! Todos ustedes han matado en germen, cuidadosamente, cuanto había aquí vital, capaz. Es ésta una ciudad de tenderos, de hosteleros, de escritorzuelos, de cobardes y de devotos: una ciudad que pudiera desaparecer el día menos pensado sin que se advirtiese su desaparición y sin que nadie llorase su pérdida.
-No quiero oírte más, ¡canalla! -gritó mi padre  asiendo  la  regla  que  había  sobre  la  mesa.
¡Cállate!  Estás  borracho.  ¿Cómo  te  atreves  a presentarte ante mí en tal estado? Yo te declaro por última vez y díselo también a tu hermana, que ha perdido toda honestidad, yo os declaro que no recibiréis nada mío. Por consiguiente, no seréis mis herederos. He arrancado de mi corazón los malos hijos, y si sufren las consecuencias de su indocilidad y de su obstinación, tanto peor para ellos. ¡No tengo piedad para vosotros!
¡Piensa  en  marcharte!  Dios  misericordioso  ha querido castigarme dándome hijos perversos, y yo me someto, humilde, a esta prueba.
Como el Job bíblico, halló consuelo en los sufrimientos y en el trabajo.
Calló, volviose a mí y continuó:
-En tanto no vuelvas al buen camino, te prohíbo pisar el suelo de mi casa. Soy justo. Todo cuanto te he dicho es de una gran utilidad para ti, y si quieres corregirte, piensa en lo que te he dicho toda tu vida y sigue mis consejos. Ahora, márchate; no tengo nada más que decirte...
Yo salí.
No  recuerdo  cómo  pasé  esa  noche  y  la  siguiente. Después me dijeron que vagué todo el tiempo  de  una  calle  en  otra,  la  cabeza  descubierta, cantando, seguido de una gritadora turba de chiquillos.

1.014. Chejov (Anton)

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