Al fin, recibí una carta de Macha.
He aquí su contenido:
«Mi querido, mi buen amigo: parto
con mi padre hacia América,
para la exposición.
¡Adiós! Durante
muchos días contemplaré
el océano... Está tan
lejos de Dubechnia,
que a nada que pienso en ello
siento una impresión de espanto. Es tan
lejano, tan inmenso
como el cielo, y estoy deseando hallarme en medio de
este enorme espacio,
respirar el aire
marino.
Esta idea me embriaga, me vuelve
loca de alegría, a tal
punto que no
puedo por menos
de escribir a usted tranquilamente.
»Mi
querido, mi buen
amigo: ¡devuélvame usted lo más
pronto posible mi libertad! Rompa usted el hilo que todavía nos une. Sería para
mí una gran dicha encontrarle de nuevo; sería para mí un rayo de sol que
esclarecería la triste noche de mi
vida en vuestra
ciudad. El que yo
haya llegado a ser su esposa de usted ha sido un error. Usted mismo lo
comprende, ¿No es verdad? Es preciso reparar este error lo antes posible, y yo
le suplico, mi generoso y noble amigo, le suplico de rodillas me telegrafíe
inmediatamente, antes de mi marcha a América, que está usted dispuesto a
reparar este error que hemos cometido
los dos, para
librarme de esa
única piedra que pesa sobre mis alas. Mi padre se encargará del resto y
me ha prometido no exigir a usted otras formalidades.
»¡Bien pronto seré tan libre como
el pájaro ante el cual
se extiende todo
el espacio! Sea usted dichoso, que Dios le bendiga, y
perdóneme el gran pesar que le causo.
»Me encuentro en excelente estado
de salud, gasto sin medida,
hago muchas tonterías,
y a cada instante
doy gracias a
Dios de no
haber tenido hijos: una
mala mujer como
yo no es digna de tenerlos.
»Canto en los conciertos y soy
acogida con entusiasmo. Es mi
vocación, mi destino,
mi camino, y yo lo sigo. El rey David tenía un anillo con la
inscripción: «Todo pasa.» Cuando se está triste, estas palabras consuelan;
cuando se está alegre, producen
melancolía. Yo también me he mandado hacer una sortija
parecida, con una inscripción judaica,
y ella no
me permite extralimitarme ni en
las alegrías ni en las tristezas.
Sí, todo pasará;
la vida misma
acabará, ¿por qué entonces atribuir tanta importancia a nuestras
pequeñas alegrías y dolores? Lo único que importa es ser libre, porque,
entonces solamente, el hombre no tiene necesidad de nada, absolutamente de
nada.
»Rompa usted, por lo tanto, el hilo
que todavía nos une. Le abrazo estrechamente, igual que si fuera su hermana.
Perdóneme usted, y olvídese de su M...»
Mi hermana estaba acostada en una
habitación; Nabó, en
la otra; había
estado otra vez enfermo, y de nuevo había triunfado de la
muerte.
Al mismo tiempo que yo recibía la
carta de Macha, mi hermana levantó quedamente de su cama, pasó al cuarto de
Nabó, se sentó cerca del lecho y empezó a leer en alta voz. Se leía diariamente
páginas de Gogol o de Ostrovsky. Él la escuchaba con aire
grave, sin sonreírse, las ojos
fijos en el
techo. Solamente, de
vez en cuando, decía:
-¡Todo es posible, todo es posible!
Si en el libro que le leía mi
hermana se contaba alguna falsedad, alguna cosa poco honrada, parecía sentir
una malévola alegría, y, señalando al libro con un dedo, decía con aire de
triunfo:
-¡He aquí a lo que lleva la
mentira, la hipocresía, la falsedad humana!
Los dramas le agradaban grandemente
por su contenido, su estructura complicada, su acción palpitante. Sentía grande
admiración por él, es decir, por el autor, a quien no nombraba jamás por su
nombre.
-¡Qué bien
ha desentrañado las
cosas! -exclamaba casi siempre con
entusiasmo, cuando en el momento
crítico los personajes
salían triunfantes de todas las dificultades.
Esta vez mi hermana le leyó sólo
una página; su voz desfallecía. Nabo le cogió una mano y le dijo con voz
emocionada:
-En el hombre justo, el alma es tan
blanca y limpia como la tiza, y la del pecador es negra como el hollín de la
chimenea. Es preciso vivir conforme a los santos: libros, trabajando, y
rechazar los vanos placeres de la vida. Aquel que vive engañando y sin trabajar
será castigado por Dios
Todopoderoso. ¡Desgraciados los
ricos, los injustos, los usureros! Ellos no entrarán jamás en el reino
de los cielos. Porque la herrumbre destruye el hierro...
-¡Y la
mentira destruye el
alma! -terminó riendo, mi
hermana, la frase favorita de Nabó...
Volví a leer la carta de Macha, y
una sensación de dolor intenso invadió mi alma, como si yo presintiera
algo fatal, inevitable
y terriblemente triste.
En este instante entra en la cocina
el soldado que nos llevaba siempre, dos veces por semana, de parte de un
desconocido, pan blanco, té, azúcar
y perdices olientes
a perfumes finos.
La persona caritativa que nos enviaba todo aquello sabía probablemente
que yo no tenía trabajo y que vivíamos en una gran miseria.
Oí a mi hermana hablar con el
soldado, riendo alegremente. Después
se volvió a
acostar, con un trozo de pan blanco en la mano y me dijo:
-Desde que
tú te hiciste
obrero, yo y Ana
Blagovo sabíamos muy bien que tenías razón, pero no nos atrevíamos a decirlo en
voz alta. Di, ¿qué fuerza nos impide decir francamente aquello que pensamos?
Ana Blagovo, por ejemplo, te ama, te adora, sabe perfectamente que tienes
razón; yo también; ella me quiere mucho y sabe que también tengo razón, y, sin
embargo, algo le impide venir a nuestra casa, nos rehuye, temerosa de
encontrarse con nosotros.
Mi hermana calló un instante y
agregó con vehemencia:
-¡Si supieras cómo te ama! Sólo a
mí me ha confesado su amor, y eso en la obscuridad, para que no pudiera ver su
rostro. Me conducía a una alameda obscura del jardín y me hablaba, susurrando,
de su gran amor por ti. Estoy segura que no se casará jamás, porque eres tú su
solo amor.
¿No es verdad que da lástima?
-Sí.
-Es ella quien nos manda comida.
¡Es graciosa! ¿Por qué se oculta? Yo
también me ocultaba, tenía miedo de decir lo que pensaba; pero ahora todo ha
terminado: ya no tengo miedo de nada; diré cuanto quiera, y me siento dichosa.
Cuando vivía en casa, no sabía aún
lo que constituía la dicha, mientras que ahora no me cambiaría por una reina.
El
doctor Blagovo vivía
en nuestra ciudad, en
casa de su
padre. Se disponía
a regresar a Petersburgo. Trabajaba mucho,
se ocupaba en estudios científicos y había decidido
marchar al extranjero para prepararse al profesorado. Dejó su servicio del
regimiento, y en lugar del uniforme
militar llevaba amplio
gabán, anchos pantalones y
bellas corbatas. Venía con
frecuencia a visitarnos.
Mi hermana estaba encantada de sus
trajes, de sus corbatas y alfileres y de un pañuelo pequeño encarnado que
llevaba en el bolsillito de su gabán.
En una ocasión, para distraernos,
mi hermana y yo
nos pusimos a
enumerar sus trajes
y contamos una decena.
Era
evidente que seguía
enamorado de mi hermana, y, sin embargo, jamás le había
prometido, ni por galantería, llevarla con él a Petersburgo o al extranjero. Yo
no podía imaginar qué sería de ella ni del niño que iba a nacer.
Ella no se daba exacta cuenta de su
situación.
No
pensaba seriamente en
el porvenir; decía que Vladimiro podía ir donde quisiera,
incluso abandonarla, con tal que fuera dichoso; ella se contentaba con la felicidad
que el doctor
le había dado ya.
De ordinario, cuando él venía a
nuestra casa, la examinaba detenidamente desde el punto de vista médico, y le
hacía beber leche caliente con unas gotas medicinales.
Aquel día hizo igual. La reconoció
y la obligó a beber una cosa.
-¡Bravo, estoy
contento de ti!
-le dijo cogiendo el vaso vacío-. No es preciso que
hables tanto. Desde hace
poco tiempo charlas
como una urraca. ¡Cállate, te lo ruego!
Ella se echó a reír.
Luego, el doctor entró en el cuarto
de Nabó, cerca del que me encontraba, dándome cariñosamente en el hombro.
-Bueno, muchacho,
¿cómo va? -preguntó, inclinándose sobre el enfermo.
-¡Todos estamos en la mano de Dios,
señor doctor! Todos hemos
de morir el
día menos pensado. Y permítame
usted que le diga, señor doctor: usted no entrará en el reino de los
cielos; el infierno
estaría vacío. Es
preciso que haya pecadores
también...
Minutos después, el doctor y yo
nos hallábamos en la calle.
¡Es doloroso, muy doloroso! -me
dijo.
Observé que estaba muy acongojado y
que las lágrimas asoma-ban a sus ojos.
-Está alegre, gozosa -continuó; ríe, espera, y, sin embargo
no quiero ocultárselo, su situación es desesperada, amigo mío. Sí, desesperada.
Nabó me odia y me ha hecho comprender que yo obré respecto a su hermana de un
modo poco honrado. Desde su punto de vista, tal vez tenga razón; pero yo tengo
un concepto propio del bien y del mal y no me arrepiento de nada que haya
hecho. Cada uno
tiene derecho al amor, ¿no es cierto? Sin el amor, la vida
sería imposible, y sólo los esclavos y los pobres de espíritu pueden temer y
huir del amor.
Comenzó a hablar de otras cosas: de
la ciencia, de sus esperanzas en lo concerniente a su carrera. Hablaba con
énfasis, y se veía bien claro que no se acordaba ya de mi hermana, de su
situación desesperada ni de su propio dolor. La vida le atraía, le llamaba, le
arrebataba con sus posibilidades, con sus extensos horizontes. Ma-cha tenía sus
sueños, sus grandes esperanzas y ambiciones; él mismo estaba poseído de su
carrera científica, y sólo yo y mi hermana quedábamos allí,
pobres, desgraciados, sin
ningún porvenir, sin sueños ni esperanzas.
El
doctor estrechó mi
mano y se
marchó.
Quedé solo en la calle. Me aproximé
a un mechero de gas encendido, y una vez más leí la carta de Macha. Los recuerdos de mi reciente dicha se
apoderaron de mi
cerebro. Recordé cómo una mañana
de primavera fue a verme al molino, se acostó y cubrióse con mi pelliza para
mejor parecer una simple campesina. Otra vez, cuando echábamos
el anzuelo a los peces
del río, estaba casi toda mojada y esto le causaba tal placer que rió
durante todo el tiempo.
Sin darme cuenta, me encontré en la
calle de la Nobleza, ante
la casa de
mi padre. Estaba sumida en la obscuridad.
Salté por encima del muro que la
separaba de la calle y pasé, por la puerta de detrás, a la cocina. No había
nadie. La tetera hervía, probablemente preparada para mi padre. «Sí, le
servirán ahora el té» -pensé.
Tomé una luz y me dirigí a la casita
del patio donde yo habité en otro tiempo. Allí me arreglé, con viejos
periódicos, una cama, y me acosté.
La
casita, débilmente alumbrada
por la tenue luz de la lámpara, se llenó de sombras
movientes. Hacía frío.
Me figuraba que
al momento entraría mi hermana
llevándome de comer; pero inmediatamente me acordó que se hallaba ahora
enferma en casa
de Nabó. Mi
consciencia se había obscurecido,
y sufría múltiples pesadillas.
Bien pronto escuché una campanilla.
Desde mi infancia conocía su sonido breve y lastimero.
Era mi padre, que volvía del club.
Me levanté y volví a la cocina.
La cocinera, Asksinia, al advertir
mi presencia, hizo un ademán de sorpresa y comenzó a llorar.
-¡Ah, querido!
-sollozó. ¡Dios mío,
Dios mío, a lo que has llegado!...
Su
emoción era tan
grande que comenzó
a estrujar su delantal entre las manos.
Sobre la ventana había una gran botella de «vodka». Me
serví una copa
y la bebí
ávidamente, pues estaba sediento. Los bancos y las mesas estaban limpios;
se respiraba un
olor agradable, que me gustaba mucho en mi niñez.
Mi hermana y yo le teníamos mucho
cariño a la cocina, donde pasábamos, durante las ausencias de mi padre, horas
enteras escuchando los cuentos fantásticos de la cocinera, o jugando al rey y
la reina.
-Y
Cleopatra, ¿dónde está?
-me preguntó Askinia, en voz baja,
reteniendo la respiración.
¿Y tu mujer? He oído decir que
marchó a Petersburgo.
Servía ya en nuestra casa cuando mi
madre vivía, y nos bañaba a Cleopatra y a mí. Ahora también continuaba
considerándonos como niños que es preciso vigilar porque hacen tonterías.
Durante un cuarto de hora me habló
de sus opiniones sobre mí,
sobre mi hermana,
sobre nuestra situación. Se veía que tenía vagar suficiente para entregarse
a estas reflexiones.
-Se
puede obligar al
doctor a casarse
con Cleopatra -dijo. Basta que ella dirija una petición al arzobispo
para que éste anule su primer matrimonio. Si el doctor rehúsa casarse, se
podrán tomar medidas respecto de él.
En cuanto a mí, encontró también
una solución: yo podía vender, sin que mi mujer lo supiera, Dubechnia, y poner
el dinero en un Banco a mi nombre. Además -decía la cocinera, si mi hermana y
yo hubiésemos caído de rodillas ante mi padre, nos habría tal vez perdonado.
Por de pronto era preciso mandar decir una misa.
En aquel momento se oyó la tos de
mi padre.
-Vaya, pequeño mío, háblale -dijo
Askinia, salúdale humilde-mente. No te pasará nada por eso.
Entré en el gabinete de mi padre.
Estaba ya sentado ante la mesa y delineaba el proyecto de una casa de campo
de ventanas góticas y una gran torre parecida a la del cuartel de
bomberos, algo, en suma, muy feo, trivial, insignificante.
Desde el sitio donde yo me había
detenido pude ver muy bien el dibujo.
Cuando hube visto el rostro flaco
de mi padre y su cuello amoratado, sentí por un momento el deseo de echarme
ante él suplicándole perdón, como me lo había recomendado Askinia; pero la
vista de aquella
pobre casa de
campo con su torre repugnan-te me contuvo.
-¡Buenas noches! -dije.
Me miró un momento; pero bajó en
seguida los ojos al dibujo.
-¿Qué necesitas?
-preguntó, después de un
breve silencio.
-He venido para decir a usted que
mi hermana está muy enferma...
Esperé un instante, y continué:
-Está en trance de muerte.
-¡Bueno, qué le vamos a hacer!
-suspiró mi padre, quitándose los lentes y dejándolos sobre la mesa. Se recoge
aquello que se siembra.
Se levantó, dio algunos pasos por
la habitación, y repitió:
-Sí, se recoge aquello que se
siembra.
Acuérdate cómo hace dos años,
cuando viniste a verme, te supliqué, en este mismo lugar, renunciases a tus
locas ideas; recuerda mis súplicas encaminadas a que no olvidaras tus
deberes y velaras por
el honor de
nuestra familia y las
gloriosas tradicio-nes legadas por nuestros antepasados. Nuestro
deber es guardar
esas tradiciones, y,
sin embargo, las
has pisoteado. No has querido seguir mis consejos. Nada
quisiste escuchar, y sigues con tus locas ideas. No contento con esto, has
lanzado sobre el mismo ca-mino peligroso a tu pobre hermana. Gracias a ti ha
perdido toda idea de moralidad y de honestidad. Ahora llegó el castigo. Ambos
os encontráis en peligrosa
situación. ¡Qué le
vamos a hacer! Se recoge aquello
que se siembra.
Mientras hablaba seguía paseando
con paso lento a través del gabinete. Creía, sin duda, que yo había ido para
pedirle perdón por mi hermana y por mí, reconociendo que habíamos cometido
faltas. Esperaba ruegos, súplicas.
Yo sentía frío, y temblaba de pies
a cabeza, como si sufriera fiebre. Con voz débil y serena le contesté:
-Yo
también le ruego
recuerde que aquí mismo, en este lugar, le supliqué me
comprendiera, que comprendiera mis ideas y proyectos, porque, nosotros
podíamos decidir juntos
el modo de ordenar
la vida. Por
toda respuesta, usted comenzó
a hablar de
nuestros antepasados, de su
abuelo el poeta, etc. Ahora, cuando le anuncio que su hija única está
gravemente enferma, en situación desesperada, usted vuelve a hablar de sus
antepasados, de las gloriosas tradiciones.
Es inconcebible esa ligereza
en un hombre ya viejo.
-¿Por qué has venido? -me preguntó
colérico, probablemente herido por el reproche de ligereza.
-No lo sé. Yo le quiero. Lamento
hondamente que estemos tan distantes el uno del otro. Le quiero todavía; pero
mi hermana ha roto todos los lazos que le unían a usted. No le perdona ni
le perdonará jamás.
Sólo el oír
su nombre de usted remueve en ella el odio por su
pasado, por la vida que llevó a su lado.
-¿De quién
es la culpa?
-gritó mi padre.
¡Eres tú, el culpable, el canalla,
tú lo eres!
-Admitamos que
sea yo el
culpable -dije.
Confieso que tal vez he cometido
muchas faltas; pero dígame usted, ¿por qué su vida, que nos cree obligados a
imitar, que usted nos presenta como una vida modelo, por qué es tan sin
espíritu, tan monótona,
tan aburrida? ¿Por
qué en todas las casas que usted
construye aquí desde hace treinta años
no hay un
solo hombre que pueda
enseñarnos de qué
manera es preciso vivir. ¡No
hay un solo
hombre honrado en la
ciudad. Las casas de usted son nidos malditos, en los
cuales se martiriza
a las madres,
a las hijas, se mata moralmente a
los niños.
Callé un instante para tomar aliento,
y continué:
-¡Mi infeliz
hermana! ¡Mi desgraciada
hermana! Es preciso estar ciego, necesario insensibilizar el espíritu
por el «vodka», los naipes, las charlas insulsas, o bien dedicar toda la vida a
esos pobres dibujos
de casas con
apariencia abominable, para no ver todos los horrores que se ocultan en
esas casas. La ciudad cuenta ya
doscientos años de existencia, y no ha dado a la patria ni un solo hombre útil.
¡Ni uno solo! Todos ustedes han matado en germen, cuidadosamente, cuanto había
aquí vital, capaz. Es ésta una ciudad de tenderos, de hosteleros, de
escritorzuelos, de cobardes y de devotos: una ciudad que pudiera desaparecer el
día menos pensado sin que se advirtiese su desaparición y sin que nadie llorase
su pérdida.
-No quiero oírte más, ¡canalla!
-gritó mi padre asiendo la
regla que había
sobre la mesa.
¡Cállate! Estás
borracho. ¿Cómo te
atreves a presentarte ante mí en
tal estado? Yo te declaro por última vez y díselo también a tu hermana, que ha
perdido toda honestidad, yo os declaro que no recibiréis nada mío. Por
consiguiente, no seréis mis herederos. He arrancado de mi corazón los malos
hijos, y si sufren las consecuencias de su indocilidad y de su obstinación,
tanto peor para ellos. ¡No tengo piedad para vosotros!
¡Piensa en
marcharte! Dios misericordioso ha querido castigarme dándome hijos
perversos, y yo me someto, humilde, a esta prueba.
Como el Job bíblico, halló consuelo
en los sufrimientos y en el trabajo.
Calló, volviose a mí y continuó:
-En tanto no vuelvas al buen
camino, te prohíbo pisar el suelo de mi casa. Soy justo. Todo cuanto te he
dicho es de una gran utilidad para ti, y si quieres corregirte, piensa en lo
que te he dicho toda tu vida y sigue mis consejos. Ahora, márchate; no tengo nada
más que decirte...
Yo salí.
No
recuerdo cómo pasé
esa noche y
la siguiente. Después me dijeron
que vagué todo el tiempo de una
calle en otra,
la cabeza descubierta, cantando, seguido de una
gritadora turba de chiquillos.
1.014. Chejov (Anton)
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