Un día, después de almorzar, entró
en mi cuarto, jadeante, y me gritó:
-¡Ven en seguida! ¡Tu hermana está
ahí!
Salí corriendo.
En efecto: ante la casa grande
había parado un carruaje, junto al cual se hallaban mi hermana, Ana Blagavo, y
un señor con uniforme de oficial. Cuando estuve cerca le reconocí: era el
hermano de Ana
Blagovo, un joven
médico militar.
-Hemos venido -me dijo- a merendar
con usted. ¿Aprueba usted la idea?
Mi hermano y su amiga se advertía
que deseaban preguntarme qué tal estaba allí; pero me miraban sin
hablarme. Yo también
guardaba silencio. Comprendieron que distaba mucho de ser feliz. Los
ojos de mi hermana se llenaron de lágrimas, y la señorita Blagovo se puso un
poco colorada.
Nos dirigimos al jardín. El doctor
marchaba delante, y decía a cada momento con entusiasmo:
-¡Dios mío, qué atmósfera, qué
deliciosa atmósfera! Se respira a pleno pulmón...
Su
aspecto era tan
juvenil que se
le podía tomar por un estudiante.
Su manera de hablar y de andar eran de estudiante también, y la mirada viva,
sencilla y franca de sus ojos grises no te-nía nada que envidiarle a la de un
buen estudiante idealista. Junto a su hermana, alta y hermosa, parecía débil y
exiguo. Su perilla era poco poblada y
su voz no muy varonil,
aunque agradable.
Estaba de médico en un regimiento,
en una ciudad lejana, y había venido a pasar las vacaciones en casa de su
padre. Decía que para el otoño se iría a Petersburgo a obtener el diploma de
profesor.
Era ya padre de familia. Tenía
mujer y tres hijos. Se había casado muy
joven, siendo aún estudiante de segundo
año. Se decía en la ciudad que no
era feliz en
su matrimonio y que
vivía separado de su mujer.
-¿Qué hora
es? -preguntó con inquietud
mi hermana. Tenemos que volver temprano. Papá me ha dicho que esté en
casa a las seis.
-¡Dios mío, siempre su papá!
-suspiró el doctor.
Puse a hervir agua en el samovar.
Tomamos el té sobre una alfombra que extendí en el jardín, frente a la terraza.
El doctor bebía de rodillas y aseguraba encontrar en ello un hondo placer.
Luego, Cheprakov fue a buscar la
llave de la casa grande, abrió la puerta que daba a la terraza y entramos
todos. Reinaban en el caserón las sombras y el misterio; olía a setas, y
nuestros pasos resonaban sordamente como si bajo nuestros pies hubiese una
profunda cueva.
El doctor se aproximó al piano y,
sin sentarse, paseó los dedos por el teclado. Le respondieron algunos sonidos
débiles, remantes, roncos, pero
todavía melodiosos. Luego
tarareó una romanza e intentó
tocar el acompañamiento, lo que no consiguió, pues a veces oprimía en vano las
teclas: algunas notas estaban paralizadas.
Mi
hermana le escuchaba
cantar. Ya no se
preocupaba de volver a casa temprano. Conmovida, turbada, iba y venía por el
salón y decía de cuando en cuando:
-¡Qué contenta estoy, qué contenta!
Lo decía como con asombro, como si
le pareciese inverosímil poder
también ella estar alegre. En efecto, era la primera vez
en la vida que yo la veía de aquel humor. Estaba hasta más bella.
En puridad -sobre todo de perfil,
no era bonita; su nariz y su boca le daban una expresión un poco extraña,
semejante a la de quien está soplando;
pero tenía unos
hermosos ojos negros;
en su faz, bondadosa y triste,
había una palidez delicada, exquisita; el verla hablar producía una impresión
muy grata; diríase que se embellecía
cuando hablaba. Ambos
nos parecíamos a nuestra difunta
madre: éramos fuertes, anchos de espaldas, vigorosos; pero mi hermana hacía
tiempo que estaba descolorida y enfermiza tosía con frecuencia, y yo a veces
sorprendía en sus ojos la expresión de las gentes heridas de muerte que se
esfuerzan en ocultar su enfermedad.
En la alegría que manifestaba
aquella tarde había algo de ingenuo, de infantil. Se diría que en su alma había
despertado de pronto el júbilo de los primeros años de la niñez que había
procurado ahogar una educación severa. Me parecía asistir a la resurrección de
tal contento y a su lucha por romper las cadenas que hasta entonces lo habían sujetado.
No había visto nunca así a mí hermana. Pero cuando empezó a anochecer y el
carruaje estuvo dispuesto para retornar con mis visitantes a la ciudad, mi
hermana enmudeció de pronto y se puso
muy triste. Ocupó su sitio en el coche con el aire abatido de un reo al
sentarse en el banquillo.
Se
fueron y de
nuevo tornó el
silencio en torno mío.
Recordando que Ana Blagovo no me
había dirigido en toda
la tarde la
palabra, pensé:
« ¡Qué muchacha más extraña!»
Los días sucedíanse monótonos,
iguales los unos a los otros. Yo me aburría terriblemente.
La ociosidad, unida a la ignorancia
en que me encontraba en lo tocante a mi situación, gravitaba pesadamente
sobre mí. Des-contento
de mí mismo, inerte, casi siempre
con hambre, pues la alimentación que me daba la señora Cheprakov era
insuficiente, vagaba por la finca esperando con ansia el momento propicio para
irme de allí.
Una
tarde, encontrándose en
nuestro pabellón el pintor Nabó,
llegó, de un modo inesperado, el ingeniero Dolchikov. Venía tostado por el sol
y cubierto de polvo. El viaje hasta Dubechnia lo había hecho en una locomotora,
y desde la estación había venido a pie.
Mientras llegaba el coche que debía
conducirle a la ciudad, pasó revista a
toda la finca, dando, a grandes
voces, diferentes órde-nes.
Después se sentó en nuestro
pabellón y empezó a escribir cartas.
Durante ese tiempo
llegaron algunos despachos dirigidos a él, a los que contestó expidiendo
él mismo sus respuestas. Nosotros permanecíamos en pie, en una actitud
respetuosa.
-¡Qué desorden, Dios mío, qué
desorden! -dijo después de un corto examen de los papeles que había sobre la
mesa-. Dentro de dos semanas transportaré la oficina a la estación, y,
verdadera-mente, no sé qué haré de ustedes...
-Yo procuro hacer mi servicio lo
mejor posible, excelencia -contestó Cheprakov.
-No lo veo -replicó Dolchikov. Lo
único que les interesa a ustedes- añadió mirándome a mí- es recibir dinero.
Ponen ustedes todas sus esperanzas en la
protección y sólo piensan en hacer
rápidamente carrera. Pero a
mí no me gusta eso. Yo nunca me he valido de la
protección. Antes de ser lo que ahora soy he sido, maquinista y trabajado
rudamente en Bélgica.
Luego se volvió a Nabó y le
preguntó:
-¿Y tú qué hacías
aquí? ¿Bebíais juntos «vodka»?
Su acento era desdeñosísimo:
despreciaba a los pobres y los calificaba de canallas, inútiles y
borrachos. Con los pequeños empleados
era cruel; los condenaba a multas sin piedad alguna, y los despedía por
un quítame allá esas pajas.
Por fin llegó el coche.
Antes de irse, el ingeniero nos
amenazó con echarnos a las dos
semanas, nos dirigió
unas cuantas palabras severas a cada uno y, sin decir siquiera adiós, le
gritó al cochero que arrease.
-Andrés Ivanovich -le dije a Nabó,
permítame trabajar con usted.
-¿Por qué no? ¡Vamos!
Y echamos a andar ambos en
dirección a la ciudad.
Cuando la
finca y la
estación se quedaron atrás, le pregunté al pintor:
-Andrés Ivanovich, ¿a qué ha venido
usted a Dubechnia?
-Negocios, muchacho. Algunos de mis
obreros trabajan en
el camino de
hierro. Además, tenía que pagarle
a la generala Cheprakov los intereses.
El año pasado
me prestó cincuenta rublos a
condición de que
le pagase un
rublo cada mes.
Se detuvo, me cogió un botón de la
americana, me miró fijamente y añadió con el tono solemne de un predicador:
-¿Quiere usted que le diga una
cosa, querido? Un hombre sencillo o avisado que se hace pagar intereses, aunque
sean muy pequeños, es un criminal. Un hombre así se encuentra a mil verstas de
la verdad. ¿Tengo razón o no la tengo?
¿Cómo iba yo a negarle que la
tenía? Miraba su rostro enjuto, pálido, enfermizo, y callaba.
-¡Cuánto pecado comete la gente!
-exclamó, cerrando los ojos. ¡Que Dios la perdone! Todo somos pecadores...
1.014. Chejov (Anton)
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