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viernes, 27 de diciembre de 2013

Historia de mi vida - Cap. IV

Un día, después de almorzar, entró en mi cuarto, jadeante, y me gritó:
-¡Ven en seguida! ¡Tu hermana está ahí!
Salí corriendo.
En efecto: ante la casa grande había parado un carruaje, junto al cual se hallaban mi hermana, Ana Blagavo, y un señor con uniforme de oficial. Cuando estuve cerca le reconocí: era el hermano  de  Ana  Blagovo,  un  joven  médico militar.
-Hemos venido -me dijo- a merendar con usted. ¿Aprueba usted la idea?
Mi hermano y su amiga se advertía que deseaban preguntarme qué tal estaba allí; pero me miraban  sin  hablarme.  Yo  también  guardaba silencio. Comprendieron que distaba mucho de ser feliz. Los ojos de mi hermana se llenaron de lágrimas, y la señorita Blagovo se puso un poco colorada.
Nos dirigimos al jardín. El doctor marchaba delante, y decía a cada momento con entusiasmo:
-¡Dios mío, qué atmósfera, qué deliciosa atmósfera! Se respira a pleno pulmón...
Su  aspecto  era  tan  juvenil  que  se  le  podía tomar por un estudiante. Su manera de hablar y de andar eran de estudiante también, y la mirada viva, sencilla y franca de sus ojos grises no te-nía nada que envidiarle a la de un buen estudiante idealista. Junto a su hermana, alta y hermosa, parecía débil y exiguo. Su perilla era poco  poblada  y  su  voz  no  muy  varonil,  aunque agradable.
Estaba de médico en un regimiento, en una ciudad lejana, y había venido a pasar las vacaciones en casa de su padre. Decía que para el otoño se iría a Petersburgo a obtener el diploma de profesor.
Era ya padre de familia. Tenía mujer y tres hijos. Se había casado  muy joven, siendo  aún estudiante de segundo año. Se decía en la ciudad  que  no  era  feliz  en  su  matrimonio  y  que vivía separado de su mujer.
-¿Qué  hora  es? -preguntó  con  inquietud  mi hermana. Tenemos que volver temprano. Papá me ha dicho que esté en casa a las seis.
-¡Dios mío, siempre su papá! -suspiró el doctor.
Puse a hervir agua en el samovar. Tomamos el té sobre una alfombra que extendí en el jardín, frente a la terraza. El doctor bebía de rodillas y aseguraba encontrar en ello un hondo placer.
Luego, Cheprakov fue a buscar la llave de la casa grande, abrió la puerta que daba a la terraza y entramos todos. Reinaban en el caserón las sombras y el misterio; olía a setas, y nuestros pasos resonaban sordamente como si bajo nuestros pies hubiese una profunda cueva.
El doctor se aproximó al piano y, sin sentarse, paseó los dedos por el teclado. Le respondieron algunos sonidos débiles, remantes, roncos, pero  todavía  melodiosos.  Luego  tarareó  una romanza e intentó tocar el acompañamiento, lo que no consiguió, pues a veces oprimía en vano las teclas: algunas notas estaban paralizadas.
Mi  hermana  le  escuchaba  cantar.  Ya  no  se preocupaba de volver a casa temprano. Conmovida, turbada, iba y venía por el salón y decía de cuando en cuando:
-¡Qué contenta estoy, qué contenta!
Lo decía como con asombro, como si le pareciese  inverosímil  poder  también  ella  estar alegre. En efecto, era la primera vez en la vida que yo la veía de aquel humor. Estaba hasta más bella.
En puridad -sobre todo de perfil, no era bonita; su nariz y su boca le daban una expresión un poco extraña, semejante a la de quien está soplando;  pero  tenía  unos  hermosos  ojos  negros;  en su faz, bondadosa  y triste, había una palidez delicada, exquisita; el verla hablar producía una impresión muy grata; diríase que se embellecía  cuando  hablaba.  Ambos  nos  parecíamos a nuestra difunta madre: éramos fuertes, anchos de espaldas, vigorosos; pero mi hermana hacía tiempo que estaba descolorida y enfermiza tosía con frecuencia, y yo a veces sorprendía en sus ojos la expresión de las gentes heridas de muerte que se esfuerzan en ocultar su enfermedad.
En la alegría que manifestaba aquella tarde había algo de ingenuo, de infantil. Se diría que en su alma había despertado de pronto el júbilo de los primeros años de la niñez que había procurado ahogar una educación severa. Me parecía asistir a la resurrección de tal contento y a su lucha por romper las cadenas que hasta entonces lo habían sujetado. No había visto nunca así a mí hermana. Pero cuando empezó a anochecer y el carruaje estuvo dispuesto para retornar con mis visitantes a la ciudad, mi hermana enmudeció de pronto  y se puso muy triste. Ocupó su sitio en el coche con el aire abatido de un reo al sentarse en el banquillo.
Se  fueron  y  de  nuevo  tornó  el  silencio  en torno mío.
Recordando que Ana Blagovo no me había dirigido  en  toda  la  tarde  la  palabra,  pensé:
« ¡Qué muchacha más extraña!»
Los días sucedíanse monótonos, iguales los unos a los otros. Yo me aburría terriblemente.
La ociosidad, unida a la ignorancia en que me encontraba en lo tocante a mi situación, gravitaba  pesadamente  sobre  mí.  Des-contento  de  mí mismo, inerte, casi siempre con hambre, pues la alimentación que me daba la señora Cheprakov era insuficiente, vagaba por la finca esperando con ansia el momento propicio para irme de allí.
Una  tarde,  encontrándose  en  nuestro  pabellón el pintor Nabó, llegó, de un modo inesperado, el ingeniero Dolchikov. Venía tostado por el sol y cubierto de polvo. El viaje hasta Dubechnia lo había hecho en una locomotora, y desde la estación había venido a pie.
Mientras llegaba el coche que debía conducirle a la  ciudad, pasó revista a toda la finca, dando,  a  grandes  voces,  diferentes  órde-nes.
Después se sentó en nuestro pabellón y empezó a  escribir  cartas.  Durante  ese  tiempo  llegaron algunos despachos dirigidos a él, a los que contestó expidiendo él mismo sus respuestas. Nosotros permanecíamos en pie, en una actitud respetuosa.
-¡Qué desorden, Dios mío, qué desorden! -dijo después de un corto examen de los papeles que había sobre la mesa-. Dentro de dos semanas transportaré la oficina a la estación, y, verdadera-mente, no sé qué haré de ustedes...
-Yo procuro hacer mi servicio lo mejor posible, excelencia -contestó Cheprakov.
-No lo veo -replicó Dolchikov. Lo único que les interesa a ustedes- añadió mirándome a mí- es recibir dinero. Ponen ustedes todas sus esperanzas  en la protección  y sólo piensan  en hacer  rápidamente  carrera.  Pero a  mí  no  me gusta eso. Yo nunca me he valido de la protección. Antes de ser lo que ahora soy he sido, maquinista y trabajado rudamente en Bélgica.
Luego se volvió a Nabó y le preguntó:
-¿Y tú qué  hacías  aquí?  ¿Bebíais juntos «vodka»?
Su acento era desdeñosísimo: despreciaba a los pobres y los calificaba de canallas, inútiles y borrachos.  Con los pequeños  empleados  era cruel; los condenaba a multas sin piedad alguna, y los despedía por un quítame allá esas pajas.
Por fin llegó el coche.
Antes de irse, el ingeniero nos amenazó con echarnos a  las  dos  semanas,  nos  dirigió  unas cuantas palabras severas a cada uno y, sin decir siquiera adiós, le gritó al cochero que arrease.
-Andrés Ivanovich -le dije a Nabó, permítame trabajar con usted.
-¿Por qué no? ¡Vamos!
Y echamos a andar ambos en dirección a la ciudad.
Cuando  la  finca  y  la  estación  se  quedaron atrás, le pregunté al pintor:
-Andrés Ivanovich, ¿a qué ha venido usted a Dubechnia?
-Negocios, muchacho. Algunos de mis obreros  trabajan  en  el  camino  de  hierro.  Además, tenía que pagarle a la generala Cheprakov los intereses.  El  año  pasado  me  prestó  cincuenta rublos  a  condición  de  que  le  pagase  un  rublo cada mes.
Se detuvo, me cogió un botón de la americana, me miró fijamente y añadió con el tono solemne de un predicador:
-¿Quiere usted que le diga una cosa, querido? Un hombre sencillo o avisado que se hace pagar intereses, aunque sean muy pequeños, es un criminal. Un hombre así se encuentra a mil verstas de la verdad. ¿Tengo razón o no la tengo?
¿Cómo iba yo a negarle que la tenía? Miraba su rostro enjuto, pálido, enfermizo, y callaba.
-¡Cuánto pecado comete la gente! -exclamó, cerrando los ojos. ¡Que Dios la perdone! Todo somos pecadores...

1.014. Chejov (Anton)

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