A los dos días, María Victorovna me
envió a Dubechnia.
La dicha me embriagaba.
Camino de la estación, y luego en
el tren, me reía a lo mejor sin motivo alguno visible, y la gente me miraba
asombrada, creyendo, sin duda, que estaba un poco bebido.
La nieve seguía cayendo, aunque
había empezado la primavera; pero no tardaba en derretirse, en convertirse en
barro, de manera que los caminos no estaban blancos, sino negros.
Aunque había pensado arreglar la
casita para mí y para Macha en el pequeño pabellón, frontero al ocupado por la
señora Cheprakov, tuve que renunciar a tal proyecto; pues el pabellón
estaba habitado hacía
mucho tiempo por
las palomas y los
ánades, y para
dejarlo en buen estado había que destruir gran número de
nidos.
Teníamos, pues, que arreglar
nuestra habitación en la casa central. Los campesinos la llamaban «castillo»;
pero era un castillo nada bonito. Había en él más de veinte estancias casi
vacías por completo
y de un
aspecto triste, sombrío. El
mobiliario se reducía a un piano y un silloncito de niño, arrumbado en el
granero.
Aunque Macha hubiera transportado
de la ciudad todo su mobiliario, la casa habría seguido
Siendo triste y pareciendo vacía.
Escogí tres
habitacioncitas cuyas ventanas daban al jardín y empecé a trabajar.
Me pasaba el día limpiándolas,
tapando los agujeros
del suelo, empapelando las
paredes, sustituyendo con otras
nuevas las losas rotas. Era un trabajo fácil y agradabilísimo para mí.
Con mucha frecuencia iba al río, a
ver si el hielo de que estaba cubierto todo el invierno se derretía. Esperaba
con impaciencia la vuelta de los pájaros que invernaban en los países cálidos.
Por la noche, en la cama, soñaba,
lleno de alegría, desbordante de felicidad, con Macha. Ni el viento que sacudía
los postigos ni las ratas que hacían
ruido en el
pavimento me molestaban: tan dichoso era.
La nieve aún era muy profunda.
Había caído mucha en marzo; pero pronto había empezado a fundirse, como por
encanto. El río se llenaba de agua, que, en multitud de arroyos canoros, corría
a su cauce.
A principios de abril aparecieron
los primeros pájaros, y empezó a alegrar el jardín el batir de sus alas. El
tiempo era magnífico.
Todos los días, al anochecer, me
encaminaba a la ciudad, al encuentro de Macha. Iba descalzo, y era delicioso
andar así por la tierra blanda, no seca aún del todo. A medio camino me sentaba
y contemplaba la ciudad, sin osar acercarme a ella. Su vista me turbaba. Yo me
decía:
«Qué comentarios hará la gente que
me conoce acerca de mis amores con Macha? ¿Qué dirá mi padre?» Mi
vida, de pronto,
se había tornado harto más complicada. Yo no la
dominaba ya: era ella la que me dominaba a mí. Yo era a modo de
un globo impelido
por el viento
no se sabe adónde.
No pensaba ya
en la manera
de ganarme el pan; no pensaba ya en nada preciso, como si me hallase en
un dulce letargo.
Casi siempre Macha venía en coche.
Me sentaba a su
lado y nos
dirigíamos juntos a
Dubechnia, libres, alegres.
A veces la esperaba en vano: no
venía. Entonces, ya puesto el sol, volvía a mi vivienda, descontento, turbado,
sin acertar a comprender por qué no había venido. Pero no era raro que la
encontrase, inesperadamente, a la puerta de la casa o en el jardín. Esto era
para mí una grata sorpresa y me regocijaba mucho.
-He venido en tren -me decía María
Victorovna. Desde la estación he venido andando.
Vestida con
suma sencillez, tocada
con un pañolito, con una modesta
sombrilla en la mano, pero gentil, calzando unas elegantes botinas hechas en el
extranjero, se me antojaba una actriz de talento que representaba el papel de
muchacha de pueblo.
Visitábamos nuestra
propiedad, deliberábamos acerca
de una porción de detalles: acerca de cuál sería la habitación de cada uno, de
dónde plantaríamos flores, del lugar en que colocaríamos la
colmena. Teníamos nuestros
pollos, nuestros patos y nuestros gansos, y los amábamos porque eran
nuestros. Teníamos ya prepa-rado
todo lo necesario
para la siembra:
trigo, avena, legumbres. Nos pasábamos horas enteras planeando los
futuros trabajos, hablando de las cosechas que recogeríamos. Cuanto decía Macha
me parecía bello y atinado.
Fue aquél el período más feliz de
mi vida.
Algunas semanas después celebramos
nuestras bodas. La
solemnidad tuvo lugar
en una iglesita campesina, en la
aldea de Kurilovka, a tres verstas de Dubechnia.
Macha quiso que en la ceremonia
todo fuera sencillo, modesto. Conforme a sus deseos, nuestros testigos fueron
jóvenes campesinos. El servicio religioso estuvo a cargo de un chantre.
Volvimos a casa en un coche pesado
y tambaleante, que la misma Macha guiaba.
De la ciudad sólo acudió mi hermana
Cleopatra, prevenida tres
días antes por
una carta nuestra. Vestía
un traje blanco
y llevaba las manos enguantadas. Durante la ceremonia,
lloraba suavemente y se pintaba en su rostro una bondad maternal infinita.
Nuestra felicidad
parecía embriagarla, y la
sonrisa no desapa-recía
de sus labios,
como si estuviera respirando un
aire delicioso. Contemplándola, comprendí que no existía para ella en el mundo
nada tan importante como el amor, el amor
sencillo, terreno, y
que soñaba con
él a toda hora,
de un modo
apasionado, ocultando celosamente
sus sueños.
Abrazaba y besaba a Macha sin
cesar, y, no sabiendo cómo expresarle
su entusiasmo, le decía, refiriéndose a mí:
-¡Es bueno, muy bueno!
Antes de volverse a la ciudad se
despojó del traje blanco, y se puso otro de diario y me suplicó que saliese un
momento con ella al jardín.
-Quisiera hablarte -me dijo.
Salimos.
-Papá -comenzó- está muy enfadado
porque no le has escrito. Debías haberle pedido la bendición. Pero, aparte de
eso, está muy contento.
Cree que este matrimonio te elevará
a los ojos de toda la ciudad, y que, bajo el influjo de María Victorovna, te
volverás un hombre serio. Por las noches hablamos de ti. Ayer te nombró con
estas palabras: «Nuestro Misail», y eso me llenó de alegría.
Creo que acaricia,
respecto de ti, algún proyecto. Me parece que quiere
darte una lección de generosidad
y nobleza, y
que está dispuesto a que sea suyo
el primer paso hacia la reconciliación. Es muy posible que venga a veros dentro
de unos días.
Se persignó varias veces, y dijo:
-Bueno, querido,
sed felices. Ana
Blagovo, que es tan inteligente, dice que este matrimonio es una prueba
a que te somete el Señor. Te deseo fuerzas para salir victorioso de ella. La
vida de familia no
sólo proporciona alegrías,
sino también padecimientos. La vida es así.
Macha y
yo la acompañamos
cerca de tres verstas, a pie. Luego de despedirla, nos
dirigimos a casa, silenciosos, el corazón henchido de felicidad. Macha me
llevaba cogida una mano, y de cuando en
cuando cambiábamos miradas llenas de cariño. No pronunciamos ni una sola
palabra de amor:
eso habría podido
turbar el goce de nuestra
ventura. El verdadero amor no necesita ser expresado con palabras. Después de
la boda nos sentíamos todavía más cerca uno de otro, y se me antojaba que nada en el mundo podría
nunca separarnos.
-Tu
hermana -me dijo
mi esposa- es muy
simpática; pero, al
mirarla, se experimenta
la impresión de que
ha sido maltratada
durante mucho tiempo. Tu padre debe de ser un hombre terrible.
Le conté el sistema educativo que
mi padre había puesto en
práctica conmigo y
con mi hermana. Le describí
nuestra niñez dolorosa y estúpida. Cuando le dije que mi padre, no hacía aún
mucho tiempo, me había pegado, se estremeció y se apretó contra mí.
¡No, no me cuentes esas cosas! ¡Es
terrible!
Ya
no nos separamos.
Ocupábamos tres habitaciones de
la casa grande. Por la noche yo cerraba con llave la puerta que daba a las
habitaciones vacías, como si hubiera en ellas un ser desconocido que nos
inspirase temor.
Me levantaba muy temprano, al salir
el sal, y me ponía inmediatamente a trabajar. Hacía reparaciones en los coches,
arreglaba las sendas del jardín, azadonaba
los bancales, pintaba
el tejado de la casa.
Cuando llegó la época de la
siembra, mis esfuerzos para trabajar como un simple campesino fueron heroicos.
Me fatigaba enorme-mente, sobre todo
cuando llovía o
hacía viento. Me dolían
la cabeza y
los pies. Hasta
durante el sueño me atormentaba
la visión de los campos labrados.
Los
trabajos agrícolas no
me gustaban. No conocía la agricultura y no le tenía
ninguna afición, debido, sin
duda, a mi origen;
pues mis ascendientes nunca
fueron agricultores y corría por mis venas sangre ciudadana.
Amaba tiernamente la Naturaleza, me
placía contemplar los campos,
las praderas, los
bosques; pero cuando veía a un campesino que, con su flaco caballo, iba
y venía por la tierra negra y lodosa;
cuando contemplaba al
pobre labrador cubierto de barro,
harapiento, más desgraciado aún que su
caballería, ambos me
parecían la encarnación de
la fuerza primitiva,
brutal, sin belleza, sin
atractivo. Mirando a los campesinos trabajar la tierra, pensaba que en el
campo, lejos de los grandes
centros de población,
la vida tiene no poco de salvaje,
se asemeja mucho a la de hace miles de años, a la de la gente aún no sabía
servirse del fuego. Los toros, los caballos, los carneros, cuando atravesaban
en rebaños la aldea, aturdiéndome y
salpicándome de barro, me parecían también un símbolo de
aquella vida salvaje, desprovista de todo progreso.
No, no me gustaba la agricultura ni
la vida del campo tampoco.
Sobre todo cuando
hacía mal tiempo, cuando
densas nubes gravitaban sobre la
tierra sombría, el
campo se me
caía encima. Mientras trabajaba, no me animaba la idea de la santidad
del trabajo campestre, que sostienen con tanta elocuencia sus apologistas.
Al trabajo en el campo prefería el
trabajo doméstico. Encontraba un
placer singular en la
pintura del tejado y en otras ocupaciones análogas.
No lejos de la casa había un molino
que pertenecía a la finca, como dejo dicho. Me gustaba visitarlo, y,
atravesando el jardín y el prado, iba a él muy a menudo.
Nos
lo tenía alquilado
un campesino de la
aldea vecina. Se llamaba Stepan. Era un hombre muy vigoroso, guapo, de cabellos
negros, barbudo. No le gustaba la molinería, y si vivía en el molino era
exclusivamente por no
vivir en su casa.
Era taciturno y poco sociable.
Inmóvil, silencioso, se pasaba horas enteras a la orilla del río o a la puerta
del molino. De vez en cuando iban verle su mujer y su suegra, ambas suaves,
corteses, blancas. Le
saludaban muy humildes,
le trataban de usted
y le llamaban
Stepan Petrovich. El
parecía no advertir
su presencia. Sin contestar a su saludo ni con la palabra
ni con el ademán, se sentaba a la orilla del río y empezaba a canturrear en voz
baja.
Así, sin decir esta boca es mía,
permanecía una hora y a veces más tiempo. La mujer y la suegra, después de
cambiar quedamente algunas palabras, se levantaban y esperaban un instante, por
si se dignaba mirarlas. Luego saludaban de nuevo muy humildes, y decían con voz
cantarina:
-¡Hasta la vista, Stepan Petrovich!
Y se iban.
Cuando ya estaban lejos, Stepan
cogía el envoltorio con pan
o ropa limpia
que le habían dejado, miraba guiñando los ojos en la
dirección que habían tomado
las mujeres, y
me decía, desdeñoso:
-¡El sexo femenino!
El molino trabajaba día y noche. Yo
ayudaba a Stepan en su labor. Cuando se iba un rato del molino le reemplazaba
gustosísimo.
1.014. Chejov (Anton)
No hay comentarios:
Publicar un comentario