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viernes, 27 de diciembre de 2013

Historia de mi vida - Cap. X

A los dos días, María Victorovna me envió a Dubechnia.
La dicha me embriagaba.
Camino de la estación, y luego en el tren, me reía a lo mejor sin motivo alguno visible, y la gente me miraba asombrada, creyendo, sin duda, que estaba un poco bebido.
La nieve seguía cayendo, aunque había empezado la primavera; pero no tardaba en derretirse, en convertirse en barro, de manera que los caminos no estaban blancos, sino negros.
Aunque había pensado arreglar la casita para mí y para Macha en el pequeño pabellón, frontero al ocupado por la señora Cheprakov, tuve que renunciar a tal proyecto; pues el pabellón estaba  habitado  hacía  mucho  tiempo  por  las palomas  y  los  ánades,  y  para  dejarlo  en  buen estado había que destruir gran número de nidos.
Teníamos, pues, que arreglar nuestra habitación en la casa central. Los campesinos la llamaban «castillo»; pero era un castillo nada bonito. Había en él más de veinte estancias casi vacías  por  completo  y  de  un  aspecto  triste, sombrío. El mobiliario se reducía a un piano y un silloncito de niño, arrumbado en el granero.
Aunque Macha hubiera transportado de la ciudad todo su mobiliario, la casa habría seguido
Siendo triste y pareciendo vacía.
Escogí  tres  habitacioncitas  cuyas  ventanas daban al jardín y empecé a trabajar. Me pasaba el  día  limpiándolas,  tapando  los  agujeros  del suelo,  empapelando  las  paredes,  sustituyendo con otras nuevas las losas rotas. Era un trabajo fácil y agradabilísimo para mí.
Con mucha frecuencia iba al río, a ver si el hielo de que estaba cubierto todo el invierno se derretía. Esperaba con impaciencia la vuelta de los pájaros que invernaban en los países cálidos.
Por la noche, en la cama, soñaba, lleno de alegría, desbordante de felicidad, con Macha. Ni el viento que sacudía los postigos ni las ratas que hacían  ruido  en  el  pavimento  me  molestaban: tan dichoso era.
La nieve aún era muy profunda. Había caído mucha en marzo; pero pronto había empezado a fundirse, como por encanto. El río se llenaba de agua, que, en multitud de arroyos canoros, corría a su cauce.
A principios de abril aparecieron los primeros pájaros, y empezó a alegrar el jardín el batir de sus alas. El tiempo era magnífico.
Todos los días, al anochecer, me encaminaba a la ciudad, al encuentro de Macha. Iba descalzo, y era delicioso andar así por la tierra blanda, no seca aún del todo. A medio camino me sentaba y contemplaba la ciudad, sin osar acercarme a ella. Su vista me turbaba. Yo me decía:
«Qué comentarios hará la gente que me conoce acerca de mis amores con Macha? ¿Qué dirá mi padre?»  Mi  vida,  de  pronto,  se  había  tornado harto más complicada. Yo no la dominaba ya: era ella la que me dominaba a mí. Yo era a modo  de  un  globo  impelido  por  el  viento  no  se sabe  adónde.  No  pensaba  ya  en  la  manera  de ganarme el pan; no pensaba ya en nada preciso, como si me hallase en un dulce letargo.
Casi siempre Macha venía en coche. Me sentaba  a  su  lado  y  nos  dirigíamos  juntos  a  Dubechnia, libres, alegres.
A veces la esperaba en vano: no venía. Entonces, ya puesto el sol, volvía a mi vivienda, descontento, turbado, sin acertar a comprender por qué no había venido. Pero no era raro que la encontrase, inesperadamente, a la puerta de la casa o en el jardín. Esto era para mí una grata sorpresa y me regocijaba mucho.
-He venido en tren -me decía María Victorovna. Desde la estación he venido andando.
Vestida  con  suma  sencillez,  tocada  con  un pañolito, con una modesta sombrilla en la mano, pero gentil, calzando unas elegantes botinas hechas en el extranjero, se me antojaba una actriz de talento que representaba el papel de muchacha de pueblo.
Visitábamos  nuestra  propiedad,  deliberábamos acerca de una porción de detalles: acerca de cuál sería la habitación de cada uno, de dónde plantaríamos flores, del lugar en que colocaríamos  la  colmena.  Teníamos  nuestros  pollos, nuestros patos y nuestros gansos, y los amábamos porque eran nuestros. Teníamos ya prepa-rado  todo  lo  necesario  para  la  siembra:  trigo, avena, legumbres. Nos pasábamos horas enteras planeando los futuros trabajos, hablando de las cosechas que recogeríamos. Cuanto decía Macha me parecía bello y atinado.
Fue aquél el período más feliz de mi vida.
Algunas semanas después celebramos nuestras  bodas.  La  solemnidad  tuvo  lugar  en  una iglesita campesina, en la aldea de Kurilovka, a tres verstas de Dubechnia.
Macha quiso que en la ceremonia todo fuera sencillo, modesto. Conforme a sus deseos, nuestros testigos fueron jóvenes campesinos. El servicio religioso estuvo a cargo de un chantre.
Volvimos a casa en un coche pesado y tambaleante, que la misma Macha guiaba.
De la ciudad sólo acudió mi hermana Cleopatra,  prevenida  tres  días  antes  por  una  carta nuestra.  Vestía  un  traje  blanco  y  llevaba  las manos enguantadas. Durante la ceremonia, lloraba suavemente y se pintaba en su rostro una bondad maternal infinita.
Nuestra  felicidad  parecía  embriagarla,  y  la sonrisa  no  desapa-recía  de  sus  labios,  como  si estuviera respirando un aire delicioso. Contemplándola, comprendí que no existía para ella en el mundo nada tan importante como el amor, el amor  sencillo,  terreno,  y  que  soñaba  con  él  a toda  hora,  de  un  modo  apasionado,  ocultando celosamente sus sueños.
Abrazaba y besaba a Macha sin cesar, y, no sabiendo  cómo  expresarle  su  entusiasmo,  le decía, refiriéndose a mí:
-¡Es bueno, muy bueno!
Antes de volverse a la ciudad se despojó del traje blanco, y se puso otro de diario y me suplicó que saliese un momento con ella al jardín.
-Quisiera hablarte -me dijo.
Salimos.
-Papá -comenzó- está muy enfadado porque no le has escrito. Debías haberle pedido la bendición. Pero, aparte de eso, está muy contento.
Cree que este matrimonio te elevará a los ojos de toda la ciudad, y que, bajo el influjo de María Victorovna, te volverás un hombre serio. Por las noches hablamos de ti. Ayer te nombró con estas palabras: «Nuestro Misail», y eso me llenó de  alegría.  Creo  que  acaricia,  respecto  de  ti, algún proyecto. Me parece que quiere darte una lección  de  generosidad  y  nobleza,  y  que  está dispuesto a que sea suyo el primer paso hacia la reconciliación. Es muy posible que venga a veros dentro de unos días.
Se persignó varias veces, y dijo:
-Bueno,  querido,  sed  felices.  Ana  Blagovo, que es tan inteligente, dice que este matrimonio es una prueba a que te somete el Señor. Te deseo fuerzas para salir victorioso de ella. La vida de  familia  no  sólo  proporciona  alegrías,  sino también padecimientos. La vida es así.
Macha  y  yo  la  acompañamos  cerca  de  tres verstas, a pie. Luego de despedirla, nos dirigimos a casa, silenciosos, el corazón henchido de felicidad. Macha me llevaba cogida una mano, y  de cuando en cuando cambiábamos miradas llenas de cariño. No pronunciamos ni una sola palabra  de  amor:  eso  habría  podido  turbar  el goce de nuestra ventura. El verdadero amor no necesita ser expresado con palabras. Después de la boda nos sentíamos todavía más cerca uno de otro,  y se me antojaba que nada en el mundo podría nunca separarnos.
-Tu  hermana  -me  dijo  mi  esposa-  es  muy simpática;  pero,  al  mirarla,  se  experimenta  la impresión  de  que  ha  sido  maltratada  durante mucho tiempo. Tu padre debe de ser un hombre terrible.
Le conté el sistema educativo que mi padre había  puesto  en  práctica  conmigo  y  con  mi hermana. Le describí nuestra niñez dolorosa y estúpida. Cuando le dije que mi padre, no hacía aún mucho tiempo, me había pegado, se estremeció y se apretó contra mí.
¡No, no me cuentes esas cosas! ¡Es terrible!
Ya  no  nos  separamos.  Ocupábamos  tres habitaciones de la casa grande. Por la noche yo cerraba con llave la puerta que daba a las habitaciones vacías, como si hubiera en ellas un ser desconocido que nos inspirase temor.
Me levantaba muy temprano, al salir el sal, y me ponía inmediatamente a trabajar. Hacía reparaciones en los coches, arreglaba las sendas del  jardín,  azadonaba  los  bancales,  pintaba  el tejado de la casa.
Cuando llegó la época de la siembra, mis esfuerzos para trabajar como un simple campesino fueron  heroicos.  Me  fatigaba  enorme-mente, sobre  todo  cuando  llovía  o  hacía  viento.  Me dolían  la  cabeza  y  los  pies.  Hasta  durante  el sueño me atormentaba la visión de los campos labrados.
Los  trabajos  agrícolas  no  me  gustaban.  No conocía la agricultura y no le tenía ninguna afición,  debido,  sin  duda, a  mi  origen;  pues  mis ascendientes nunca fueron agricultores y corría por mis venas sangre ciudadana.
Amaba tiernamente la Naturaleza, me placía contemplar  los  campos,  las  praderas,  los  bosques; pero cuando veía a un campesino que, con su flaco caballo, iba y venía por la tierra negra y lodosa;  cuando  contemplaba  al  pobre  labrador cubierto de barro, harapiento, más desgraciado aún  que  su  caballería,  ambos  me  parecían  la encarnación  de  la  fuerza  primitiva,  brutal,  sin belleza, sin atractivo. Mirando a los campesinos trabajar la tierra, pensaba que en el campo, lejos de  los  grandes  centros  de  población,  la  vida tiene no poco de salvaje, se asemeja mucho a la de hace miles de años, a la de la gente aún no sabía servirse del fuego. Los toros, los caballos, los carneros, cuando atravesaban en rebaños la aldea,  aturdiéndome  y  salpicándome  de  barro, me parecían también un símbolo de aquella vida salvaje, desprovista de todo progreso.
No, no me gustaba la agricultura ni la vida del  campo  tampoco.  Sobre  todo  cuando  hacía mal  tiempo,  cuando  densas  nubes  gravitaban sobre  la  tierra  sombría,  el  campo  se  me  caía encima. Mientras trabajaba, no me animaba la idea de la santidad del trabajo campestre, que sostienen con tanta elocuencia sus apologistas.
Al trabajo en el campo prefería el trabajo doméstico.  Encontraba  un  placer  singular  en  la pintura del tejado y en otras ocupaciones análogas.
No lejos de la casa había un molino que pertenecía a la finca, como dejo dicho. Me gustaba visitarlo, y, atravesando el jardín y el prado, iba a él muy a menudo.
Nos  lo  tenía  alquilado  un  campesino  de  la aldea vecina. Se llamaba Stepan. Era un hombre muy vigoroso, guapo, de cabellos negros, barbudo. No le gustaba la molinería, y si vivía en el molino  era  exclusivamente  por  no  vivir  en  su casa.
Era taciturno y poco sociable. Inmóvil, silencioso, se pasaba horas enteras a la orilla del río o a la puerta del molino. De vez en cuando iban verle su mujer y su suegra, ambas suaves, corteses,  blancas.  Le  saludaban  muy  humildes,  le trataban  de  usted  y  le  llamaban  Stepan  Petrovich.  El  parecía  no  advertir  su  presencia.  Sin contestar a su saludo ni con la palabra ni con el ademán, se sentaba a la orilla del río y empezaba a canturrear en voz baja.
Así, sin decir esta boca es mía, permanecía una hora y a veces más tiempo. La mujer y la suegra, después de cambiar quedamente algunas palabras, se levantaban y esperaban un instante, por si se dignaba mirarlas. Luego saludaban de nuevo muy humildes, y decían con voz cantarina:
-¡Hasta la vista, Stepan Petrovich!
Y se iban.
Cuando ya estaban lejos, Stepan cogía el envoltorio  con  pan  o  ropa  limpia  que  le  habían dejado, miraba guiñando los ojos en la dirección que  habían  tomado  las  mujeres,  y  me  decía, desdeñoso:
-¡El sexo femenino!
El molino trabajaba día y noche. Yo ayudaba a Stepan en su labor. Cuando se iba un rato del molino le reemplazaba gustosísimo.

1.014. Chejov (Anton)

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