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viernes, 27 de diciembre de 2013

La novia - Cap. VI

Transcurrió el otoño y tras él el invierno. Nadia sentía ya una fuerte nostalgia y todos los días pensaba en su madre y en su abuela; también pensaba en Sasha. Las cartas que llegaban de la casa eran apacibles, bondado­sas, y parecía que todo había sido ya perdonado y olvi­dado. En mayo, después de los exámenes, Nadia, sana y alegre, partió para su casa y por el camino se detuvo en Moscú para encontrarse con Sasha. Éste estaba igual que el verano pasado: barbudo, con los cabellos revueltos, llevaba la misma chaqueta y los pantalones de lona, y tenía los mismos ojos, grandes y bellos; pero su sem­blante era macilento, fatigado; parecía más viejo y más flaco y tosía a menudo. Sin saber por qué, Nadia pensó que él tenía también un aire gris, provinciano.
-¡Dios mío, Nadia está aquí! -dijo Sasha y se echó a reír con alegría. ¡Mi palomita querida!
Quedaron sentados un rato en el taller de litografía, impregnado de humo de cigarrillos y de un fuerte, sofo­cante olor a tinta china y pinturas; luego fueron al cuar­to de Sasha, sucio y con el mismo humo; en la mesa, junto al apagado samovar, había un plato roto con un papel oscuro, y sobre toda la mesa y en el suelo había gran cantidad de moscas muertas. Todo indicaba aquí que Sasha había edificado su vida personal en forma negligente, vivía de cualquier manera, con un absoluto desprecio hacia las comodidades, y si alguien le hablara de su dicha personal, de su vida o le confesara su amor, no comprendería nada y sólo se echaría a reír.
-Bueno, al final, todo ha resultado bien -contaba Nadia de prisa. Mamá vino a verme a Petersburgo, en otoño; decía que la abuela no estaba enojada, pero que iba a menudo a mi cuarto y hacía la señal de la cruz.
Sasha la miraba con alegría, pero tosía a menudo y hablaba con voz quebrada; Nadia se fijaba en él, sin comprender si en efecto estaba seriamente enfermo o sólo le parecía así.
-Sasha, querido -le dijo, está usted enfermo. 
-No, no es nada. Estoy algo enfermo, pero poca cosa...
-¡Oh, Dios mío! -agitóse Nadia. ¿Por qué no trata de curarse, por qué no cuida usted su salud? Mi que­rido Sasha -prosiguió y las lágrimas brotaron de sus ojos; en su imaginación surgieron, de repente, Andrey Andreich, la desnuda dama con el jarrón y todo su pa­sado, que le parecía ahora tan lejano cómo su infancia; y lloraba porque Sasha ya no le parecía tan original, mteligente, interesante como lo era el año pasado. Que­rido Sasha, usted está muy enfermo. No sé qué haría yo para que usted no estuviera tan pálido'y delgado. ¡Le debo tanto! ¡Usted ni puede imaginarse cuánto ha hecho por mí, mi buen Sasha! En realidad, es usted ahora para mí la persona más íntima, la más familiar.
Se quedaron sentados durante un rato, conversando; y ahora, después de haber pasado el invierno en Peters­burgo, Nadia percibió en las palabras de Sasha, en su sonrisa y en toda su figura el soplo de algo terminado, anticuado, pasado de moda y quizás ya sepultado.
-Pasado mañana pienso marcharme hacia el Valga -dijo Sasha- y luego haré un tratamiento de kumis[1]. Quiero probarlo. Iré en compañía de un matrimonio ami­go. La esposa es una persona sorprendente; trato de in­culcarle deseos de estudiar. Quiero que cambie su vida.
Después de conversar, partieron a la estación. Sasha la invitó con té y manzanas; y cuando el tren se puso en marcha y él, sonriendo, agitaba el pañuelo, hasta por sus piernas se notaba que estaba muy enfermo y que pro­bablemente no viviría mucho tiempo.
Nadia llegó a su ciudad a mediodía. En el trayecto desde la estación hasta la casa las calles le parecían muy anchas y las casas muy pequeñas, aplastadas; no había gente en las calles y sólo se encontró con el alemán, afi­nador de pianos, que llevaba puesto un sobretodo roji­zo. Todas las casas parecían estar cubiertas de polvo. La abuela, aun más vieja, igual que antes gruesa y fea, abra­zó a Nadia y lloró largamente ocultando la cara en su hombro y sin poder apartarse de ella. También Nina Ivánovna parecía mucho más vieja, fea y demacrada, pero, igual que antes, mantenía ceñida su silueta y los brillantes relucían en sus dedos.
-¡Querida mía! -decía, temblando con todo el cuer­po. ¡Querida mía!      
Luego permanecieron sentadas, llorando en silencio. Era evidente que tanto la abuela como laa madre se per­cataban de que el pasado estaba perdido para siempre y de manera irrecuperable; no exitían ya ni la posición social, ni el honor de antaño, ni el derecho de invitar a la, gente; así sucede cuando en medio de una vida fácil y despreocupada, de golpe llega por la noche la policía, realiza un allanamiento y descubre que el dueño de la casa ha cometido un desfalco o una falsificación; ¡adiós, entonces, para siempre, vida fácil y despreocupada!
Nadia fue arriba y vio la cama, la misma de siempre, las mismas ventanas con las blancas e ingenuas cortinas y, a través de las ventanas, el mismo jardín, inundado de sal, alegre, ruidoso. Tocó su mesa, se sentó y se que­dó pensando un rato. Durante el almuerzo comió bien y luego tomó té con sabrosa crema, pero algo le faltaba ya, sentía un vacío én las habitaciones y los techos le parecían bajos. Por la noche se acostó y se cubrió y le causaba gracia estar tendida en esta cama, caliente y muy blanda.
Nina Ivánovna entró por un minuto y se sentó como lo hacen los culpables; con timidez y mirando de reojo.
-Y bien, Nadia -preguntó después de un corto si­lencio, ¿estás contenta? ¿Muy contenta?
-Sí, mamá , estoy contenta.
Nino Ivánovna se levantó y persignó a Nadia.
-Como ves, me volví religiosa -dijo. Ahora estu­dio filosofía, ¿sabes? y siempre pienso y pienso... Y mu­chas cosas se tornaron ahora para mí claras como el día. Antes que nada es necesario, según me parece, que toda la vida pase a través de un prisma.
-Díme, mamá ¿cómo está la salud de la abuela?
-Por ahora parece que está bastante bien. Cuando te fuiste entonces con Sasha y llegó tu telegrama, la abue­la, apenas lo hubo leído, se cayó desmayada; tres días permaneció sin moverse. Luego siempre rezaba y llora­ba. Pero ahora está bien.
Ella dio algunos pasos por la habitación.
«Tic-toc...» -sacudía su matraca el sereno.
-Antes que nada, es necesario que toda la vida pase por un prisma -dijo Nina Ivánovna, es decir que es preciso que la vida, en nuestra conciencia, se divida en elementos simples, a modo de los siete colores principa­les, y cada elemento hay que estudiarlo por separado.
Nadia no oyó lo que había dicho luego su madre ni cuándo se había retirado, ya que pronto se quedó dor­mida.
Pasó mayo, llegó junio. Nadia se había acostumbrado ya a la casa. La abuela se afanaba con el samovar y sus­piraba profundamente; por las noches, Nina Ivánovna hablaba de su filosofía; igual que antes, ella vivía en la casa como la pariente pobre y por cada moneda de veinte kopeikas debía dirigirse a la abuela. Había muchas moscas en la casa y los cielos rasos en las habitaciones parecían tornarse cada vez más bajos. La abuelita y Ni­na Ivánovna no salían a la calle por temor a encontrarse con el padre Andrey o con Andrey Andreich. Nadia pa­seaba por el jardín, por la calle; miraba las oscuras cer­cas y pensaba que en la ciudad hacía tiempo ya que todo estaba envejecido, pasado de moda y que todo no hacía más que esperar su fin o el principio de algo joven, fres­co. ¡Oh, si llegara pronto esta nueva y luminosa vida, en la cual uno podría enfrentar con coraje a su destino, te­ner conciencia de sus derechos, ser alegre y libre! ¡Tarde o temprano, esta vida ha de llegar! Llegará el tiempo en que de la casa de la abuela, donde cuatro criadas deben vivir en un sucio cuarto del sótano, no quedará ni rastro y nadie se va a acordar de ella. Tan sólo los chicos ve­cinos divertían a Nadia; cuando paseaban por el jardín, aquéllos golpeaban en la cerca y se mofaban de ella, riendo:
-¡La novia! ¡La novia!
Desde Saratov llegó una carta de Sasha. Con su alegre y danzante letra le escribía. que el viaje por el Volga tuvo un éxito completo, pero que en Saratov se sintió algo enfermo, perdió la voz y que desde hacía dos semanas se hallaba en el hospital. Nadia comprendió lo que ello significaba y la invadió un presentimiento cercano a la certeza. Le desagradaba que ese presentimiento y el pen­sar en Sasha no le causaran tanta emoción como antes. Tenía un apasionado deseo de vivir, dé volver a Peters­burgo, y su amistad con Sasha se le aparecía como un simpático pero lejano pasado. Durante la noche no dur­mió y por la mañana se sentó cerca de la ventana, agu­zando el oído. En efecto, se oyeron voces abajo; la abue­la, alarmada, preguntaba algo, de prisa. Luego alguien prorrumpió en llanto... Cuando Nadia descendió, la abuela se encontraba en un rincón, rezando, y tenía la cara llorosa. Sobre la mesa había un telegrama.
Durante un largo rato Nadia caminó por da habita­ción, oyendo llorar a su abuela, luego tomó el telegrama y lo leyó. Se comunicaba que ayer por la mañana, en Saratov, había fallecido, por causa de la tisis, Alejandro Timofeich o simplemente Sasha.
La abuela y Nina Ivánovna fueron a la iglesia para encargar un funeral, mientras que Nadia anduvo durante un tiempo por las habitaciones, pensando. Tenía clara conciencia de que su vida estaba revolucionada; como lo quería Sasha; que ella se sentía allí extraña, sola e inútil, que también a ella todo allí le resultaba inútil; el pasado había sido arrancado de ella y desapareció como si se hubiese incendiado y el viento desparramara las cenizas. Entró en la habitación de Sasha y se detuvo.
«¡Adiós, querido Sasha!» -pensó, y en su imagina­ción surgió una nueva vida, ancha y luminosa; esta vida de contornos no muy nítidos aún y llena de misterios, la atraía y la fascinaba.
Subió a su cuarto para preparar las maletas y a la ma­ñana siguiente despidióse de los suyos y, animosa y ale­gre, abandonó la ciudad para siempre.

1.014. Chejov (Anton)




[1] Leche fermentada de yegua.

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