Transcurrió
el otoño y tras él el invierno. Nadia sentía ya una fuerte nostalgia y todos
los días pensaba en su madre y en su abuela; también pensaba en Sasha. Las
cartas que llegaban de la casa eran apacibles, bondadosas, y parecía que todo
había sido ya perdonado y olvidado. En mayo, después de los exámenes, Nadia,
sana y alegre, partió para su casa y por el camino se detuvo en Moscú para
encontrarse con Sasha. Éste estaba igual que el verano pasado: barbudo, con los
cabellos revueltos, llevaba la misma chaqueta y los pantalones de lona, y tenía
los mismos ojos, grandes y bellos; pero su semblante era macilento, fatigado;
parecía más viejo y más flaco y tosía a menudo. Sin saber por qué, Nadia pensó
que él tenía también un aire gris, provinciano.
-¡Dios
mío, Nadia está aquí! -dijo Sasha y se echó a reír con alegría. ¡Mi palomita
querida!
Quedaron
sentados un rato en el taller de litografía, impregnado de humo de cigarrillos
y de un fuerte, sofocante olor a tinta china y pinturas; luego fueron al cuarto
de Sasha, sucio y con el mismo humo; en la mesa, junto al apagado samovar, había un plato roto con un
papel oscuro, y sobre toda la mesa y en el suelo había gran cantidad de moscas
muertas. Todo indicaba aquí que Sasha había edificado su vida personal en forma
negligente, vivía de cualquier manera, con un absoluto desprecio hacia las
comodidades, y si alguien le hablara de su dicha personal, de su vida o le
confesara su amor, no comprendería nada y sólo se echaría a reír.
-Bueno,
al final, todo ha resultado bien -contaba Nadia de prisa. Mamá vino a verme a
Petersburgo, en otoño; decía que la abuela no estaba enojada, pero que iba a
menudo a mi cuarto y hacía la señal de la cruz.
Sasha
la miraba con alegría, pero tosía a menudo y hablaba con voz quebrada; Nadia se
fijaba en él, sin comprender si en efecto estaba seriamente enfermo o sólo le
parecía así.
-Sasha,
querido -le dijo, está usted enfermo.
-No, no es nada. Estoy algo enfermo, pero
poca cosa...
-¡Oh,
Dios mío! -agitóse Nadia. ¿Por qué no trata de curarse, por qué no cuida usted
su salud? Mi querido Sasha -prosiguió y las lágrimas brotaron de sus ojos; en
su imaginación surgieron, de repente, Andrey Andreich, la desnuda dama con el
jarrón y todo su pasado, que le parecía ahora tan lejano cómo su infancia; y
lloraba porque Sasha ya no le parecía tan original, mteligente, interesante
como lo era el año pasado. Querido Sasha, usted está muy enfermo. No sé qué
haría yo para que usted no estuviera tan pálido'y delgado. ¡Le debo tanto!
¡Usted ni puede imaginarse cuánto ha hecho por mí, mi buen Sasha! En realidad,
es usted ahora para mí la persona más íntima, la más familiar.
Se
quedaron sentados durante un rato, conversando; y ahora, después de haber
pasado el invierno en Petersburgo, Nadia percibió en las palabras de Sasha, en
su sonrisa y en toda su figura el soplo de algo terminado, anticuado, pasado de
moda y quizás ya sepultado.
-Pasado
mañana pienso marcharme hacia el Valga -dijo Sasha- y luego haré un tratamiento
de kumis[1].
Quiero probarlo. Iré en compañía de un matrimonio amigo. La esposa es una
persona sorprendente; trato de inculcarle deseos de estudiar. Quiero que
cambie su vida.
Después
de conversar, partieron a la estación. Sasha la invitó con té y manzanas; y
cuando el tren se puso en marcha y él, sonriendo, agitaba el pañuelo, hasta por
sus piernas se notaba que estaba muy enfermo y que probablemente no viviría
mucho tiempo.
Nadia
llegó a su ciudad a mediodía. En el trayecto desde la estación hasta la casa
las calles le parecían muy anchas y las casas muy pequeñas, aplastadas; no
había gente en las calles y sólo se encontró con el alemán, afinador de
pianos, que llevaba puesto un sobretodo rojizo. Todas las casas parecían estar
cubiertas de polvo. La abuela, aun más vieja, igual que antes gruesa y fea,
abrazó a Nadia y lloró largamente ocultando la cara en su hombro y sin poder
apartarse de ella. También Nina Ivánovna parecía mucho más vieja, fea y
demacrada, pero, igual que antes, mantenía ceñida su silueta y los brillantes
relucían en sus dedos.
-¡Querida
mía! -decía, temblando con todo el cuerpo. ¡Querida mía!
Luego
permanecieron sentadas, llorando en silencio. Era evidente que tanto la abuela
como laa madre se percataban de que el pasado estaba perdido para siempre y de
manera irrecuperable; no exitían ya ni la posición social, ni el honor de
antaño, ni el derecho de invitar a la, gente; así sucede cuando en medio de una
vida fácil y despreocupada, de golpe llega por la noche la policía, realiza un
allanamiento y descubre que el dueño de la casa ha cometido un desfalco o una
falsificación; ¡adiós, entonces, para siempre, vida fácil y despreocupada!
Nadia
fue arriba y vio la cama, la misma de siempre, las mismas ventanas con las
blancas e ingenuas cortinas y, a través de las ventanas, el mismo jardín,
inundado de sal, alegre, ruidoso. Tocó su mesa, se sentó y se quedó pensando
un rato. Durante el almuerzo comió bien y luego tomó té con sabrosa crema, pero
algo le faltaba ya, sentía un vacío én las habitaciones y los techos le parecían
bajos. Por la noche se acostó y se cubrió y le causaba gracia estar tendida en
esta cama, caliente y muy blanda.
Nina
Ivánovna entró por un minuto y se sentó como lo hacen los culpables; con
timidez y mirando de reojo.
-Y
bien, Nadia -preguntó después de un corto silencio, ¿estás contenta? ¿Muy
contenta?
-Sí,
mamá , estoy contenta.
Nino
Ivánovna se levantó y persignó a Nadia.
-Como
ves, me volví religiosa -dijo. Ahora estudio filosofía, ¿sabes? y siempre
pienso y pienso... Y muchas cosas se tornaron ahora para mí claras como el
día. Antes que nada es necesario, según me parece, que toda la vida pase a
través de un prisma.
-Díme,
mamá ¿cómo está la salud de la abuela?
-Por
ahora parece que está bastante bien. Cuando te fuiste entonces con Sasha y
llegó tu telegrama, la abuela, apenas lo hubo leído, se cayó desmayada; tres
días permaneció sin moverse. Luego siempre rezaba y lloraba. Pero ahora está
bien.
Ella
dio algunos pasos por la habitación.
«Tic-toc...»
-sacudía su matraca el sereno.
-Antes
que nada, es necesario que toda la vida pase por un prisma -dijo Nina Ivánovna,
es decir que es preciso que la vida, en nuestra conciencia, se divida en
elementos simples, a modo de los siete colores principales, y cada elemento
hay que estudiarlo por separado.
Nadia
no oyó lo que había dicho luego su madre ni cuándo se había retirado, ya que
pronto se quedó dormida.
Pasó
mayo, llegó junio. Nadia se había acostumbrado ya a la casa. La abuela se
afanaba con el samovar y suspiraba
profundamente; por las noches, Nina Ivánovna hablaba de su filosofía; igual que
antes, ella vivía en la casa como la pariente pobre y por cada moneda de veinte
kopeikas debía dirigirse a la abuela.
Había muchas moscas en la casa y los cielos rasos en las habitaciones parecían
tornarse cada vez más bajos. La abuelita y Nina Ivánovna no salían a la calle
por temor a encontrarse con el padre Andrey o con Andrey Andreich. Nadia paseaba
por el jardín, por la calle; miraba las oscuras cercas y pensaba que en la
ciudad hacía tiempo ya que todo estaba envejecido, pasado de moda y que todo no
hacía más que esperar su fin o el principio de algo joven, fresco. ¡Oh, si
llegara pronto esta nueva y luminosa vida, en la cual uno podría enfrentar con
coraje a su destino, tener conciencia de sus derechos, ser alegre y libre!
¡Tarde o temprano, esta vida ha de llegar! Llegará el tiempo en que de la casa
de la abuela, donde cuatro criadas deben vivir en un sucio cuarto del sótano,
no quedará ni rastro y nadie se va a acordar de ella. Tan sólo los chicos vecinos
divertían a Nadia; cuando paseaban por el jardín, aquéllos golpeaban en la cerca
y se mofaban de ella, riendo:
-¡La
novia! ¡La novia!
Desde
Saratov llegó una carta de Sasha. Con su alegre y danzante letra le escribía.
que el viaje por el Volga tuvo un éxito completo, pero que en Saratov se sintió
algo enfermo, perdió la voz y que desde hacía dos semanas se hallaba en el
hospital. Nadia comprendió lo que ello significaba y la invadió un
presentimiento cercano a la certeza. Le desagradaba que ese presentimiento y el
pensar en Sasha no le causaran tanta emoción como antes. Tenía un apasionado
deseo de vivir, dé volver a Petersburgo, y su amistad con Sasha se le aparecía
como un simpático pero lejano pasado. Durante la noche no durmió y por la
mañana se sentó cerca de la ventana, aguzando el oído. En efecto, se oyeron
voces abajo; la abuela, alarmada, preguntaba algo, de prisa. Luego alguien
prorrumpió en llanto... Cuando Nadia descendió, la abuela se encontraba en un
rincón, rezando, y tenía la cara llorosa. Sobre la mesa había un telegrama.
Durante
un largo rato Nadia caminó por da habitación, oyendo llorar a su abuela, luego
tomó el telegrama y lo leyó. Se comunicaba que ayer por la mañana, en Saratov,
había fallecido, por causa de la tisis, Alejandro Timofeich o simplemente
Sasha.
La
abuela y Nina Ivánovna fueron a la iglesia para encargar un funeral, mientras
que Nadia anduvo durante un tiempo por las habitaciones, pensando. Tenía clara
conciencia de que su vida estaba revolucionada; como lo quería Sasha; que ella
se sentía allí extraña, sola e inútil, que también a ella todo allí le
resultaba inútil; el pasado había sido arrancado de ella y desapareció como si
se hubiese incendiado y el viento desparramara las cenizas. Entró en la habitación
de Sasha y se detuvo.
«¡Adiós,
querido Sasha!» -pensó, y en su imaginación surgió una nueva vida, ancha y
luminosa; esta vida de contornos no muy nítidos aún y llena de misterios, la
atraía y la fascinaba.
Subió
a su cuarto para preparar las maletas y a la mañana siguiente despidióse de
los suyos y, animosa y alegre, abandonó la ciudad para siempre.
1.014. Chejov (Anton)
No hay comentarios:
Publicar un comentario