El jefe de la oficina me dijo:
-A
no ser por
lo mucho que
estimo a su honorable
padre, le habría
hecho a usted
emprender el vuelo hace tiempo.
Y yo le contesté:
-Me lisonjea en extremo su
excelencia al atribuirme la facultad de volar.
Su excelencia gritó, dirigiéndose
al secretario:
-¡Llévese usted a ese señor, que me
ataca los nervios!
A los dos días me pusieron de
patitas en la calle.
Desde que era mozo había yo
cambiado ocho veces de empleo. Mi padre,
arquitecto del Ayuntamiento, estaba desolado. A pesar de que todas las veces
que había yo servido al Estado lo había hecho en distintos ministerios, mis
empleos se parecían unos a otros como gotas de agua: mi obligación era
permanecer sentado horas y horas ante la
mesa-escritorio, escribir, oír observaciones estúpidas o groseras y esperar la
cesantía.
Con motivo de la pérdida de mi
último destino tuve, como es natural, una explicación enojosa con el autor de
mis días. Cuando entré en su
despacho, estaba hundido
en su profundo sillón y
tenía los ojos
cerrados. En su rostro enjuto, de
mejillas rasuradas y azules, parecido al de un viejo organista católico, se
pintaba la sumisión al destino.
Sin contestar a mi saludo, me dijo:
-Si tu madre, mi querida esposa,
viviera todavía, serías para ella origen constante de disgustos y de bochornos.
Dios, en su infinita sabiduría, ha cortado el hilo de su existencia para
evitarle terribles decepciones.
Calló un instante y añadió:
-Dime, desgraciado, ¿qué voy a
hacer contigo?
Antes, cuando yo era más joven, mis
deudos y mis conocidos sabían lo que se podía hacer conmigo: unos me
aconsejaban que ingresara en el ejército; otros, que me colocase en una
farmacia; otros, que
me colocase en
telégrafos.
Pero a la sazón, cuando yo ya tenía
veinticinco años cumplidos y algunos cabellos grises en las sienes, lo
que se podía
hacer conmigo era un
misterio para todos: había estado yo empleado en telégrafos,
en una farmacia,
en numerosas oficinas; había
agotado los medios de ganarme, como decía mi padre, honorablemente la vida.
Y todos los que me rodeaban me
consideraban hombre al agua y sacudían la cabeza, al mirarme, de un modo
compasivo.
-Bueno, ¿qué
vas a hacer
ahora? -continuó mi padre. A tu
edad, los jóvenes ocupan ya una buena posición social, y tú no eres más que un
proletario, un miserable
que no sabe
ganarse honorablemente la vida y que
vive como un parasito a expensas de su padre.
Luego se extendió en largas consideraciones
sobre su tema favorito: la perdición de la juventud contemporánea a causa de su
falta de religión, de su materialismo y de su arrogancia. Los jóvenes de mi
época, al decir del autor de mis días, se entregaban de lleno a los placeres, a
las ideas perversas y a los espectáculos teatrales de aficionados, que
el gobierno debía
prohibir, puesto que no servían más que para apartar a la gente moza de
la religión y del deber.
-Mañana -terminó diciendo- iremos
juntos a ver a tu jefe, a quien le pedirás perdón y le prometerás ser
en adelante un
empleado modelo.
No
puedes, en manera
alguna, renunciar a tu
posición social.
Yo
no esperaba nada
bueno del sesgo
que tornaba la plática, pero contesté:
-¡Oigame usted, padre, se lo ruego!
Eso que llama usted posición social no es sino el privilegio del capital y de
la instrucción. Los que no tienen ni una ni otra cosa se ganan el pan con un
trabajo físico, y no sé en virtud de qué razones no me lo he de ganar yo así.
-Si
empiezas a hablar
de trabajo físico,
no podemos seguir hablando.
¿No comprendes, imbécil, cabeza
hueca, que además de la fuerza bruta posees el espíritu de Dios, el fuego
sagrado que te eleva infinitamente sobre un asno o un cerdo? Ese fuego sagrado
ha sido conquistado en miles de años por los mejores hombres de la tierra. Tu
bisabuelo el general Poloznev se distinguió en la batalla de Borodino; tu
abuelo era poeta, orador y jefe de la nobleza del distrito; tu tío era
pedagogo; yo, en
fin, soy arquitecto.
¡Todos los Poloznev han guardado
celosamente el fuego sagrado, y tú quieres apagarlo!
-Hay que ser justo: millones de
hombres trabajan físicamente -objeté yo con timidez.
-¡Peor para ellos! Si trabajan
físicamente es porque no saben hacer otra cosa. Su trabajo se halla al alcance
de todos, incluso de los idiotas y los criminales. Es bueno para esclavos y
bárbaros, mientras que
sólo los elegidos
pueden alimentar el fuego
sagrado. Los elegidos
son poco numerosos, y los esclavos y los bárbaros se cuentan por
millones.
Era
completamente inútil continuar
la conversación. Mi padre se
adoraba a sí mismo, y sólo concedía importancia
a sus propias
palabras. Lo que
decían los demás
no tenía valor alguno para él.
Por otra parte, yo sabía que el
tono altivo con que hablaba del trabajo físico no obedecía tanto a su
entusiasmo por el fuego sagrado como al temor que le inspiraba la opinión
pública: si yo me hubiera convertido en un simple obrero, el escándalo en la
ciudad habría sido enorme. Pero lo
que principalmente le
mortificaba era que todos mis compañeros de escuela hubieran
terminado hacía tiempo sus estudios universitarios y se hubieran conquistado
una posición. El hijo del director del Banco era jefe de una oficina muy
importante, y yo, el hijo único del arquitecto municipal, no era nada aún.
No se me ocultaba que el seguir
hablando no conducía a nada, a no ser a un grave disgusto; pero continuaba
sentado frente a mi padre, defendiéndome
débilmente, para ver
si lograba que me comprendiese.
La cuestión no pedía ser mas sencilla: no se trataba sino de encontrar una
manera de ganarse
el pan. Y
mi padre no se
hacía cargo de la sencillez de la cuestión, y me hablaba sin cesar, con frases
afectadas, del fuego sagrado, de Borodino, del abuelo poetastro hacía tanto
tiempo olvidado, etc., etc. Me trataba de idiota, de imbécil, de cabeza hueca,
y, sin embargo, yo sólo quería que me comprendiese.
A pesar de todo, él y mi hermana me
inspiraban gran cariño. Acostumbraba, desde mi infancia, a no hacer nada sin su
consejo. Estaba tan arraigada en mí esa costumbre, que desembarazarme no podré
de ella nunca. Obrase o no con razón, siempre temía afligirlos, siempre temía que le diese a mi
padre un ataque hemipléjico cuando se enfadaba conmigo, pues la ira le ponía
fuera de sí, le subía la sangre a la cabeza.
-Estar sentado -dije- en una
habitación mal aireada, copiar papeles, rivalizar con una máquina de escribir
es vergonzoso y humillante para un hombre de mi edad. Y en nada de eso hay mí
una chispa del fuego sagrado de que me habla usted.
-No
obstante, es un
trabajo intelectual -contestó mi padre. ¡Pero basta! Pongámosle
fin a esta conversación. Sólo he de advertirte que, si no sigues asistiendo a
la oficina y te empeñas en obrar conforme
a tus inclinaciones
despreciables, yo y mi hija te privaremos de nuestro afecto. ¡Y te
desheredaré, te lo juro!
Con
completa sinceridad, para
probarle la pureza de
mis intenciones, en
las que quería inspirarme toda la vida, repliqué:
-La cuestión de la herencia no
tiene para mí ninguna importancia. Renuncio de antemano a mi patrimonio.
Sin que yo lo esperase, tales
palabras ofendieron mucho a mi padre. Se puso rojo como la grana.
-¿Te atreves
a hablarme así,
imbécil? -gritó con voz chillona. ¡Canalla!
Y me dio un par de bofetadas.
-¡Eres un insolente!
En mi niñez, cuando mi padre me
pegaba, yo debía permanecer derecho ante él, inmóvil, con los brazos caídos a
lo largo del cuerpo, mirándole de frente.
Ya hombre, si
alguna vez me sacudía el polvo, el respeto y el hábito
me compelían a adoptar la misma postura y a mirarle del mismo modo. Aunque
había envejecido, sus músculos eran aún fuertes, y los golpes que me
administraba no tenían nada de suaves.
A la segunda bofetada, a pesar de
mi respetuosa y añeja costumbre de
quedarme quieto, retrocedí hasta
el recibidor. Él me siguió, cogió su
paraguas del perchero
y empezó a
darme paraguazos en la cabeza y en los hombros.
En aquel momento mi hermana,
atraída por el ruido, abrió la puerta del salón. Al ver lo que ocurría, volvió
la cabeza, pintados en el rostro el terror y la lástima, pero no pronunció ni
una palabra en favor mío.
Mi decisión de no volver a la
oficina de donde me habían echado, y de comenzar una vida nueva, de verdadero
trabajo, era inquebrantable.
Sólo me faltaba elegir oficio, lo
que no me parecía difícil, pues
me consideraba con
vigor, perseverancia y capacidad para el trabajo más penoso. Harto sabía que la
vida que me esperaba era una
vida monótona de
obrero, con sus miserias, su ambiente grosero, su
constante temor de hallarse sin trabajo y perecer de hambre.
Acaso al volver de mi trabajo por
la calle de la Nobleza -la principal de la ciudad, lamentase algún día no haber
preferido una carrera intelectual; pero, por el momento, yo estaba muy
satisfecho de mi decisión y no me espantaba la idea de las privaciones, las
inquietudes y los sinsabores que me aguardaban.
En otro tiempo soñaba con una
carrera intelectual: me imaginaba ya profesor, ya médico, ya literato. Pero mis
sueños no se habían realizado.
Aunque sentía marcada
inclinación por los placeres
espirituales -principalmente por los que nos procuran las letras-, no sabía
hasta qué punto el trabajo intelectual concordaría con mis aptitudes. En
el Liceo manifesté
una aversión tal a la lengua
griega que me echaron sin aprobar el cuarto año. Luego estudié en casa mucho
tiempo con profesores particulares, para poder examinarme y pasar al quinto
año; después desempeñé todos los empleos de que he hablado, me dediqué a perder
el tiempo en una porción de oficinas, lo cual me aseguraban que era trabajo
intelectual. Mi servicio en tales oficinas no exigía de mí ni esfuerzos de
ingenio, ni talento, ni capacidad personal, ni inspiración. Mi trabajo no
difería en nada del de una máquina, y era, en mi sentir, más despreciable que
cualquier trabajo físico. Me parecía imperdonable la vida ociosa, inútil, de la
mayoría de los pretendidos trabajadores intelectuales, verdadera vida de
parásitos. Quizás me equivocase. Quizás no tuviese yo idea de lo que es el
auténtico trabajo intelectual…
Empezó a anochecer.
Nuestra casa se hallaba en la calle
de la Nobleza, por la que, a falta de un buen jardín público, se paseaba todas
las tardes la gente distinguida de la ciudad.
La calle era encantadora y podía,
hasta cierto punto, reemplazar a un jardín: la bordeaban dos hileras de
acacias que exhalaban
en el buen tiempo un olor delicioso, sobre todo
después de la lluvia. Por encima de las tapias de los jardincillos domésticos
asomaban sus ramas las lilas, las acacias, los manzanos.
Estábamos en el mes de mayo. A
pesar de que no eran nuevas para mi aquellas tardes primaverales con sus suaves
penumbras, con sus tiernos
verdores, con sus
delicadas fragancias, con su
dulce rumor de
insectos, con su
tibia temperatura, todo eso aquel día me impresionaba más que de
costumbre y ponía en mi alma una languidez singular.
Me hallaba en el portal de casa y
contemplaba a los
paseantes. Conocía a la mayor
parte desde mi niñez, y no pocos de ellos habían jugado conmigo. A la
sazón, mi compañía, si me hubiera
acercado a ellos,
los habría enojado, pues yo iba vestido pobre-mente y
nada a la moda; llevaba unos
pantalones muy estrechos
y unas botas muy
grandes, que parecían
barcos.
Además, mi reputación en la ciudad
dejaba mucho que desear. Yo era un hombre, que no se había conquistado una
posición, que jugaba al billar en cafetines de mala nota y que había sido dos
veces -no sé el motivo a ciencia cierta- conducido a la gendarmería.
En el caserón frontero a casa,
perteneciente al ingeniero Dolchikov, alguien tocaba el piano.
La obscuridad se fue adensando y
aparecieron en el cielo las primeras estrellas.
Andando lentamente
y saludando a
los paseantes, pasó mi padre, con
su viejo sombrero de copa, del brazo de mi hermana.
-¡Mira! -le decía, señalando al
cielo con el paraguas con que me había pegado horas antes.
¡Mira el cielo! Todas las estrellas
que ves, hasta las más pequeñas,
son mundos. El
hombre, comparado con la inmensidad del Universo, es como un granito de
arena.
Afirmaba esto con el tono de quien
está muy orgulloso y muy contento de ser tan poca cosa.
¡Qué corto de alcances es! No tiene
talento ninguno. Desde hace muchos años no hay otro arquitecto en la ciudad, en
la que no se ha construido en todo ese tiempo una casa de regulares condiciones
estéticas y prácticas. El buen señor se guía por métodos de construcción
horriblemente rutinarios. Cuando se le encarga una casa, lo primero que dibuja
en el plano es el salón.
Luego añade el comedor, el cuarto
de los niños, el gabinete, las alcobas, y pone en comunicación unas con otras
por medio de puertas todas estas habitaciones, de modo que para llegar a la
última es preciso pasar por cada una de las anteriores y nadie puede disponer
enteramente de ninguna.
Se advierte que conforme va
componiendo el plano se le van ocurriendo ideas incoherentes, estrechas,
mezquinas, limitadas, y que conforme va dándose cuenta de sus olvidos va
añadiendo detalles.
La cocina la coloca siempre en el
sótano, con una bóveda de piedra y un suelo de ladrillos. La fachada siempre es
sombría, seca, triste, de líneas severas, baja, como aplastada; las
chimeneas, anchas y
feas, están cubiertas
por unas caperuzas de alambre.
No
sé por qué,
todas las casas
construidas por mi padre me recuerdan de un modo vago su sombrero de
copa y su nuca.
Poco a poco los habitantes de la
ciudad se fueron acostumbrando a su estilo arquitectónico, que llegó a tener un
valor local.
Ese mismo estilo lo llevó a mi vida
y a la de mi hermana. A mí me puso el nombre bíblico de Misail y a mi hermana
el histórico de Cleopatra.
Cuando era pequeña, le hablaba de
las estrellas, de los sabios
de la antigüedad,
de nuestros abuelos, que debían
servirnos de ejemplo. A la sazón tenía ya veintiséis años y seguía
hablándole de las
mismas cosas. Evitaba
con sumo cuidado el que se
tratase con mozos. No le permitía pasear en otra compañía que la suya. Estaba seguro
de que el
día menos pensado
se presentaría un joven distinguido y de excelente educación, que la
pediría por esposa. Y mi pobre hermana le adoraba, le temía y le consideraba el
más inteligente de los hombres...
Cerró la noche por completo y no
tardó la calle, en quedarse desierta.
En casa del ingeniero Dolchikov
cesaron de tocar el piano. La puerta cochera se abrió poco después, y un coche
arrastrado por tres magníficos caballos salió, con un alegre ruido de
cascabeles: el ingeniero y
su hija se
dirigían a las afueras de la ciudad a dar un paseo
nocturno.
Era hora de acostarse.
Yo
tenía en la
casa una habitación;
pero habitaba en un cuartito que había en el patio, en un cobertizo de
ladrillos. Aquel cuartito había sido construido no se sabe para qué;
probablemente para guardar
los trastos viejos.
Hacía treinta años que mi padre depositaba allí la colección de su periódico,
cuyos números hacía empaquetar cada seis meses y guardaba
celosamente, como algo precioso.
Yo le había tomado cariño a aquel
cuartito abandonado: en él vivía sin que nadie me molestase, y veía lo menos
posible a mi padre y a sus visitas. Además,
se me antojaba
que no habitando en la misma
casa, y no yendo todos los días a comer, mi padre no podría echarme tanto en
cara el vivir a su costa.
Mi hermana me atendía en mi
apartamento.
A hurto de mi padre me llevó la
cena: un trocito de vaca fiambre y un pedazo de pan. En casa se gastaba poco;
mi padre siempre estaba hablando de
la necesidad de
limitar los gastos
todo lo posible.
-Hay que calcular siempre -decía.
Al dinero le gusta ser contado y recontado.
Mi
hermana, guiándose por
estas máximas triviales y
enojosas, procuraba economizar cuanto le
era dable, y en casa
se comía muy mal.
Puso sobre la mesa el plato con la
cena, se sentó en mi cama y empezó a llorar.
-¡Misail! -dijo, ¿qué has hecho?
Se pintaba en su rostro gran
desconsuelo. Le caían las lágrimas sobre el pecho y en las manos. Apoyó
la cabeza en
la almohada y
prorrumpió en sollozos, presa de un gran temblor.
-¿Has abandonado
de nuevo tu
empleo? -prosiguió. ¡Es terrible!
Sus lágrimas me desesperaban, y yo
no sabía qué hacer para consolarla.
El quinqué, en el que se había
acabado el petróleo, estaba a punto
de apagarse. Sombras fantásticas llenaban mi pobre
habitación.
-¡Ten piedad de nosotras! -me rogó
mí hermana, levantándose. ¡Papá sufre
tanto por tu culpa! ¡Y yo estoy enferma, no puedo más, me vuelvo loca!
Tendiéndome las manos, me imploró:
-¡Vuelve a la oficina! ¡Hazlo en
memoria de nuestra pobre madre!
-No
puedo, Cleopatra -contesté,
sintiendo que mis energías flaqueaban, y casi a punto de ceder. ¡No
puedo!
-Pero ¿por
qué? Si no
quieres volver a la misma oficina,
a causa de
tu disgusto con el
jefe, puedes buscarte otra colocación. ¿Por qué no te colocas en las oficinas
de ferrocarriles? He hablado esta tarde con Ana Blagovo, y me ha asegurado que
puedes encontrar en ellas un empleo, para lo que se halla dispuesta a ayudarte.
¡Por Dios,
Misail, recapacita y haz lo
que te pedimos!
Nuestra conversación
se prolongó aún un
poco, y acabé por capitular.
-Nunca -dije- se me había ocurrido
ingresar en esas oficinas. Probaré.
Se trataba de una vía férrea en
construcción en las cercanías
de la ciudad. Mi
hermana se sonrió con alegría al
través de sus lágrimas, y me apretó la
mano. El quinqué
se apagó del todo y me dirigí a la cocina en busca de
petróleo.
1.014. Chejov (Anton)
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