Aquella tarde, Macha hizo sus preparativos para un viaje a la ciudad.
Desde hacía algún
tiempo, Macha iba
con mucha frecuencia a la ciudad, y algunas veces pasaba allí la noche.
En su ausencia, yo no tenía fuerzas para trabajar; mis brazos se debilitaban y
no podía hacer nada. El gran patio me parecía un lugar odioso, abominable; el
jardín, en el que murmuraba el ramaje
de la arboleda,
se diría que lloraba los bellos
días pasados; todo en torno se me antojaba hostil, extraño, no perteneciente ya
a nosotros.
No salía de casa, y me pasaba horas
enteras ante la mesa de Macha o ante su pequeña biblioteca de
agricultura. Los pobres
libros que ella había amado tanto
yacían ahora abandonados y parecían mirarme con tristeza.
Durante horas y horas, de la mañana
a la noche, contemplaba las diferentes prendas de Macha: sus guantes viejos, su
pluma, sus tijeritas.
Veía deslizarse el tiempo en una
ociosidad absoluta y me daba cuenta de que si había trabajado hasta
entonces, si había,
labrado, segado, derribado
árboles, sólo había sido por ella, por serle
agradable. Si me
hubiera mandado que trabajase días enteros en el río con el
agua hasta la cintura, yo lo habría hecho sin preguntar si tal trabajo era útil
o no.
Cuando ella no estaba a mi lado,
Dubechnia, con sus ruinas,
sus postigos agitados
por el viento, sus ladrones
diurnos y nocturnos, no era para mí más que un caos, en el que todo trabajo se
me antojaba inútil. ¿Para qué iba a trabajar ya, una vez convencido de que mi
papel allí, en Dubechnia, había terminado,
de que ya
no se me necesitaba, de que me
había convertido en algo tan sin aplicación como los libros de agricultura?
Lo más penoso para mí eran las
noches. Las horas me parecían interminables. Sólo, entregado a mis tristes
pensamientos, aguzaba el oído en la obscuridad como si esperase que alguien me
gritara:
-¡Ya no tienes qué hacer aquí!
¡Puedes irte!
No era por Dubechnia por lo que yo
lloraba; era por mi amor. También había llegado para él el otoño.
¡Qué inmensa felicidad
amar y ser amado! ¡Qué horror darse cuenta de que
todo ha acabado, de que se derrumba la alta torre adonde el amor le había
elevado a uno!
Al día siguiente por la noche,
Macha volvió de la ciudad. Venía disgustada; pero me ocultó el motivo de su
disgusto. Me dijo solamente que aún no era necesario poner cierres dobles en
las ventanas.
¡Se ahoga una aquí!
Me apresuré a retirar los cierres
dobles.
Aunque no teníamos apetito, nos
sentamos a la mesa a cenar.
-Ve a lavarte las manos -me dijo
Macha. Te huelen a cola.
Había traído de la ciudad los
últimos números de los
periódicos ilustrados, y
después de cenar nos pusimos a
hojearlos juntos. Macha los miraba
rápidamente y los
iba apartando, para leerlos a su gusto cuando estuviera
sola. Pero un figurín que representaba
a una dama
con una falda ancha como una
campana le llamó la atención.
Le examinó larga y gravemente, y
dijo:
-¡No está mal!
-Sí, ese traje es muy a propósito
para ti -dije yo a mi vez.
Y mirando con admiración el
figurín, que me entusiasmaba tan sólo porque era del gusto de Macha, añadí:
-¡Es un traje encantador, precioso!
¡Y estarás tan linda con él, mi bella, mi espléndida Macha!
No pude contener las lágrimas, que
comenzaron a caer sobre el periódico.
-¡Mi bella,
mi espléndida Macha!
-repetí
balbuciente...
No tardó en irse a acostar. Me
quedé solo, y durante cerca de
una hora estuve
leyendo las ilustraciones.
-Has hecho mal en retirar los
cierres dobles -me dijo Macha desde la alcoba. Vamos a tener frío esta noche.
Hace mucho viento...
Después de
leer en los
periódicos unas informaciones sobre un nuevo procedimiento
para la fabricación de tinta y sobre el brillante más grande del mundo, me puse
a examinar de nuevo el figurín que le había gustado a Macha. Me la imaginaba en
un baile, con los hombros desnudos y un abanico en la mano, bella,
espléndi-da, ducha en
literatura, en artes
plásticas, en música... ¡y mi
papel a su lado me pareció tan insignificante, tan mezquino!...
Nuestro conocimiento,
nuestro matrimonio, no habían
sido sino un corto episodio, una de las muchas etapas de la vida de aquella
mujer tan pródigamente dotada
por la Naturaleza.
Cuanto había de bueno en el mundo
se diría que estaba a su
disposición y no
le costaba nada; hasta las nuevas ideas sociales y
filosóficas le servían para embellecer su vida
y darle variedad. Yo no había sido para ella más que un cochero que la
había transportado de una etapa a otra de su existencia. Pero mi papel había
terminado: mi hermoso
pájaro volaría y
yo me quedaría solo.
En
aquel momento, como
respuesta a mis tristes reflexiones, sonó en el patio un
grito de desesperación:
-¡Socorro!
La voz era fina, parecía de una
mujer. Como remedándola, el viento gimió quejumbroso en la chimenea.
Algunos instantes después, el
grito, confundiéndose con el ruido del viento, volvió a sonar; pero entonces en
el otro extremo del patio.
-¡Socorro!
-Misail, ¿has oído? -preguntó con
voz alterada por el miedo, mi mujer.
Salió al
comedor en camisa,
el cabello en desorden, y aguzó el oído.
-¡Están asesinando
a alguien! -dijo.
¡Sólo nos faltaba eso!
Cogí la escopeta y salí.
Recorrí todo el patio y no encontré
a nadie.
Los árboles agitaban sus ramas, el
viento silbaba con furia, un perro ladraba en un patio vecino... En el campo
reinaba la obscuridad. Ni siquiera en la vía férrea, que pasaba a muy corta
distancia de casa, se veía una luz.
De pronto, junto al pabellón donde
estaba el año anterior la oficina telegráfica, sonó un grito ahogado:
-¡Socorro!
-¿Quién vive? -grité.
Me acerqué corriendo al lugar donde
el grito había sonado. Dos hombres se arrastraban por tierra, luchando
furiosamente. Ambos jadeaban y parecían ahogarse de rabia.
-¡Déjame! -chilló uno de ellos.
Reconocí la voz de Iván Cheprakov.
Era la misma voz fina, de mujer, que pedía antes socorro.
-¡Déjame, canalla, o te muerdo!
En el otro combatiente reconocí a
Moisey, el criado de la señora Cheprakov.
Tras largos
esfuerzos, conseguí separarlos.
No pude contenerme y le di a Moisey
dos bofetadas, derribán-dole. Cuando
se levantó le di
otra.
-¡Quería matarme! -gimió. Intentaba
robarle a su madre y le he sorprendido cuando se dirigía, en la obscuridad, a
la cómoda de la señora.
Quiero encerrarle en el pabellón.
Iván Cheprakov estaba borracho, y
no me reconoció.
Volví a casa. Mi mujer se había
vestido.
Le conté lo que había pasado. No le
oculté que había abofeteado a Moisey.
-¡Es peligroso vivir en el campo!
-dijo. ¡Qué noche más larga!
-¡Socorro! -se oyó gritar de nuevo.
-Voy otra vez a separarlos.
-No, no
vale la pena
-me contestó Macha. Que se maten.
Clavó los ojos en el techo y prestó
oído a los ruidos exteriores. Yo, sentado junto a la cama, no pronunciaba una
palabra. Me sentía culpable, como si por mi causa hubieran pedido socorro y
fuera la noche tan larga.
Ambos guardábamos
silencio. Yo esperaba con impaciencia la mañana.
Macha miraba
al techo pensativamente. Se preguntaba, acaso, cómo había podido, con
su inteligencia, su educación
y su elegancia,
ir a parar a aquel odioso rincón
provinciano, poblado por seres mezquinos y vulgares, cómo había podido
enamorarse de uno de esos seres y ser durante seis meses su esposa.
Sospechaba yo que ya no establecía
diferencia alguna entre Moisey, Iván Cheprakov y mi propia persona: todos
debíamos de ser para ella lo, mismo, Poco más o menos. No podía ocultar su
profundo desprecio por todo cuanto le evocaba
su imaginación al pensar en
Dubechnia: por nuestro matrimonio,
por nuestros trabajos agrícolas, por los campesinos, por
el viento, la lluvia y el barro.
También ella
esperaba con impaciencia
la mañana: se leía en sus ojos…
En cuanto amaneció se fue.
La
esperé en Dubechnia
durante tres días.
Luego guardé en una sola habitación
todas mis cosas, cerré la
habitación con llave
y me fui también a la ciudad.
Una vez allí, me dirigí a casa del
ingeniero Dolchikov.
El
criado me dijo
que el ingeniero
estaba hacia unos días
en Petersburgo y
que María Victorovna debía de
estar en casa de Achoguin, donde se celebraba un ensayo general. Me dirigí a
casa de Achoguin. Cuando subía la escalera, parecía que el corazón iba a
saltárseme del pecho. Me detuve
un poco ante
la puerta para tranquilizarme. Por fin, me decidí a
entrar en el salón.
Estaba alumbrado por velas, que
lucían, en grupos de tres, sobre la mesa, el piano, el estrado. Después me
enteré de que la primera función estaba fijada para el día «trece», y el
primer ensayo para
el «martes», que
según los supersticiosos, es
un día nefasto.
La señora Achoguin luchaba
valerosamente contra los prejuicios.
Todos los
aficionados al arte
teatral se encontraban ya allí. Las tres señoritas
Achoguin, -la mayor, la
menor y la
de en medio-
iban y venían por el escenario,
ensayando, cuaderno en mano sus papeles.
Mi antiguo patrón,
Nabó, estaba sentado junto a la puerta, mirando a la escena con ojos
amorosos y esperando con impaciencia el comienzo de la solemnidad. ¡Todo igual
que la última vez que estuve allí!
Me disponía a saludar al ama de la
casa; pero de repente todos se volvieron a mí y me dijeron por señas que no me
moviese y que no hiciera ruido.
Reinó un hondo silencio. Una señora
se sentó al piano y apercibió el cuaderno de música.
Luego se mercó mi mujer,
lujosamente vestida, hermosa, pero con
muy otra hermosura
de la que yo
admiraba en ella,
con una hermosura nueva para mí. No era ya la Macha
que iba a verme al molino la anterior primavera.
Empezó a cantar una canción de
Chaykovky: «¿Por qué te amo tanto, noche clara?»
Era la primera vez que la oía yo
cantar.
Su voz era llena, melodiosa, y me
parecía, al oírla, saborear una pera exquisita. Cuando terminó resonaron
aplausos entusiásticos. Ella se sonreía y dirigía alrededor miradas de
satisfacción. Se arreglaba el vestido al modo de un pájaro que logra escaparse
de la jaula y se limpia las alas para echar a volar. Llevaba el cabello partido
en dos bandas, que le tapaban las orejas.
La expresión de su rostro era
provocativa, como la de quien se apresta a la lucha. Se diría que estaba dispuesta
a desafiar al
mundo entero.
Había en
ella en aquel
momento una energía salvaje que hacía pensar en sus
ascendientes los cocheros.
-¿También tú estás aquí? -me
preguntó, tendiéndome la mano. ¿Me has oído cantar? ¿Qué te parece mi voz?
Y sin esperar mi respuesta, añadió:
-Has venido muy a tiempo. Esta noche me voy a Petersburgo, donde
pasaré una temporada.
¿Me lo permites?...
A media noche la acompañé a la
estación.
Me abrazó tiernamente. Sin duda me
agradecía mucho que no le hiciese preguntas inútiles y acaso molestas. Me
prometió escribirme.
No pronuncié una sola palabra.
Estreché entre las mías sus diminutas manos y se las cubrí de besos.
Me costó gran
trabajo contener las lágrimas.
Cuando partió
el tren llevándosela
lejos de mí, permanecí largo rato
mirando sus luces alejarse, y murmuré:
-¡Querida Macha!
¡Mi bella, mi
espléndida Macha!
Pasé la
noche en casa
de mi vieja
nodriza Karpovna.
Al día siguiente fui con Nabó a
tapizar las paredes a la morada de un rico comerciante que casaba a su hija con
un doctor.
1.014. Chejov (Anton)
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