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viernes, 27 de diciembre de 2013

Historia de mi vida - Cap. XVI

Aquella tarde, Macha hizo sus preparativos para un viaje a la ciudad.
Desde  hacía  algún  tiempo,  Macha  iba  con mucha frecuencia a la ciudad, y algunas veces pasaba allí la noche. En su ausencia, yo no tenía fuerzas para trabajar; mis brazos se debilitaban y no podía hacer nada. El gran patio me parecía un lugar odioso, abominable; el jardín, en el que murmuraba  el  ramaje  de  la  arboleda,  se  diría que lloraba los bellos días pasados; todo en torno se me antojaba hostil, extraño, no perteneciente ya a nosotros.
No salía de casa, y me pasaba horas enteras ante la mesa de Macha o ante su pequeña biblioteca  de  agricultura.  Los  pobres  libros  que ella había amado tanto yacían ahora abandonados y parecían mirarme con tristeza.
Durante horas y horas, de la mañana a la noche, contemplaba las diferentes prendas de Macha: sus guantes viejos, su pluma, sus tijeritas.
Veía deslizarse el tiempo en una ociosidad absoluta y me daba cuenta de que si había trabajado  hasta  entonces,  si  había,  labrado,  segado, derribado árboles, sólo había sido por ella, por serle  agradable.  Si  me  hubiera  mandado  que trabajase días enteros en el río con el agua hasta la cintura, yo lo habría hecho sin preguntar si tal trabajo era útil o no.
Cuando ella no estaba a mi lado, Dubechnia, con  sus  ruinas,  sus  postigos  agitados  por  el viento, sus ladrones diurnos y nocturnos, no era para mí más que un caos, en el que todo trabajo se me antojaba inútil. ¿Para qué iba a trabajar ya, una vez convencido de que mi papel allí, en Dubechnia,  había  terminado,  de  que  ya  no  se me necesitaba, de que me había convertido en algo tan sin aplicación como los libros de agricultura?
Lo más penoso para mí eran las noches. Las horas me parecían interminables. Sólo, entregado a mis tristes pensamientos, aguzaba el oído en la obscuridad como si esperase que alguien me gritara:
-¡Ya no tienes qué hacer aquí! ¡Puedes irte!
No era por Dubechnia por lo que yo lloraba; era por mi amor. También había llegado para él el  otoño.  ¡Qué  inmensa  felicidad  amar  y  ser amado! ¡Qué horror darse cuenta de que todo ha acabado, de que se derrumba la alta torre adonde el amor le había elevado a uno!
Al día siguiente por la noche, Macha volvió de la ciudad. Venía disgustada; pero me ocultó el motivo de su disgusto. Me dijo solamente que aún no era necesario poner cierres dobles en las ventanas.
¡Se ahoga una aquí!
Me apresuré a retirar los cierres dobles.
Aunque no teníamos apetito, nos sentamos a la mesa a cenar.
-Ve a lavarte las manos -me dijo Macha. Te huelen a cola.
Había traído de la ciudad los últimos números  de  los  periódicos  ilustrados,  y  después  de cenar nos pusimos a hojearlos juntos. Macha los miraba  rápidamente  y  los  iba  apartando,  para leerlos a su gusto cuando estuviera sola. Pero un figurín  que  representaba  a  una  dama  con  una falda ancha como una campana le llamó la atención.
Le examinó larga y gravemente, y dijo:
-¡No está mal!
-Sí, ese traje es muy a propósito para ti -dije yo a mi vez.
Y mirando con admiración el figurín, que me entusiasmaba tan sólo porque era del gusto de Macha, añadí:
-¡Es un traje encantador, precioso! ¡Y estarás tan linda con él, mi bella, mi espléndida Macha!
No pude contener las lágrimas, que comenzaron a caer sobre el periódico.
-¡Mi  bella,  mi  espléndida  Macha!  -repetí balbuciente...
No tardó en irse a acostar. Me quedé solo, y durante  cerca  de  una  hora  estuve  leyendo  las ilustraciones.
-Has hecho mal en retirar los cierres dobles -me dijo Macha desde la alcoba. Vamos a tener frío esta noche. Hace mucho viento...
Después  de  leer  en  los  periódicos  unas  informaciones sobre un nuevo procedimiento para la fabricación de tinta y sobre el brillante más grande del mundo, me puse a examinar de nuevo el figurín que le había gustado a Macha. Me la imaginaba en un baile, con los hombros desnudos y un abanico en la mano, bella, espléndi-da,  ducha  en  literatura,  en  artes  plásticas,  en música... ¡y mi papel a su lado me pareció tan insignificante, tan mezquino!...
Nuestro  conocimiento,  nuestro  matrimonio, no habían sido sino un corto episodio, una de las muchas etapas de la vida de aquella mujer tan  pródigamente  dotada  por  la  Naturaleza.
Cuanto había de bueno en el mundo se diría que estaba  a  su  disposición  y  no  le  costaba  nada; hasta las nuevas ideas sociales y filosóficas le servían para embellecer su vida  y darle variedad. Yo no había sido para ella más que un cochero que la había transportado de una etapa a otra de su existencia. Pero mi papel había terminado:  mi  hermoso  pájaro  volaría  y  yo  me quedaría solo.
En  aquel  momento,  como  respuesta  a  mis tristes reflexiones, sonó en el patio un grito de desesperación:
-¡Socorro!
La voz era fina, parecía de una mujer. Como remedándola, el viento gimió quejumbroso en la chimenea.
Algunos instantes después, el grito, confundiéndose con el ruido del viento, volvió a sonar; pero entonces en el otro extremo del patio.
-¡Socorro!
-Misail, ¿has oído? -preguntó con voz alterada por el miedo, mi mujer.
Salió  al  comedor  en  camisa,  el  cabello  en desorden, y aguzó el oído.
-¡Están  asesinando  a  alguien!  -dijo.  ¡Sólo nos faltaba eso!
Cogí la escopeta y salí.
Recorrí todo el patio y no encontré a nadie.
Los árboles agitaban sus ramas, el viento silbaba con furia, un perro ladraba en un patio vecino... En el campo reinaba la obscuridad. Ni siquiera en la vía férrea, que pasaba a muy corta distancia de casa, se veía una luz.
De pronto, junto al pabellón donde estaba el año anterior la oficina telegráfica, sonó un grito ahogado:
-¡Socorro!
-¿Quién vive? -grité.
Me acerqué corriendo al lugar donde el grito había sonado. Dos hombres se arrastraban por tierra, luchando furiosamente. Ambos jadeaban y parecían ahogarse de rabia.
-¡Déjame! -chilló uno de ellos.
Reconocí la voz de Iván Cheprakov. Era la misma voz fina, de mujer, que pedía antes socorro.
-¡Déjame, canalla, o te muerdo!
En el otro combatiente reconocí a Moisey, el criado de la señora Cheprakov.
Tras  largos  esfuerzos,  conseguí  separarlos.
No pude contenerme y le di a Moisey dos bofetadas,  derribán-dole.  Cuando  se  levantó  le  di otra.
-¡Quería matarme! -gimió. Intentaba robarle a su madre y le he sorprendido cuando se dirigía, en la obscuridad, a la cómoda de la señora.
Quiero encerrarle en el pabellón.
Iván Cheprakov estaba borracho, y no me reconoció.
Volví a casa. Mi mujer se había vestido.
Le conté lo que había pasado. No le oculté que había abofeteado a Moisey.
-¡Es peligroso vivir en el campo! -dijo. ¡Qué noche más larga!
-¡Socorro! -se oyó gritar de nuevo.
-Voy otra vez a separarlos.
-No,  no  vale  la  pena  -me  contestó  Macha. Que se maten.
Clavó los ojos en el techo y prestó oído a los ruidos exteriores. Yo, sentado junto a la cama, no pronunciaba una palabra. Me sentía culpable, como si por mi causa hubieran pedido socorro y fuera la noche tan larga.
Ambos  guardábamos  silencio.  Yo  esperaba con impaciencia la mañana.
Macha  miraba  al  techo  pensativamente.  Se preguntaba, acaso, cómo había podido, con su inteligencia,  su  educación  y  su  elegancia,  ir  a parar a aquel odioso rincón provinciano, poblado por seres mezquinos y vulgares, cómo había podido enamorarse de uno de esos seres y ser durante seis meses su esposa.
Sospechaba yo que ya no establecía diferencia alguna entre Moisey, Iván Cheprakov y mi propia persona: todos debíamos de ser para ella lo, mismo, Poco más o menos. No podía ocultar su profundo desprecio por todo cuanto le evocaba  su  imaginación  al  pensar  en  Dubechnia: por  nuestro  matrimonio,  por  nuestros  trabajos agrícolas, por los campesinos, por el viento, la lluvia y el barro.
También  ella  esperaba  con  impaciencia  la mañana: se leía en sus ojos…
En cuanto amaneció se fue.
La  esperé  en  Dubechnia  durante  tres  días.
Luego guardé en una sola habitación todas mis cosas,  cerré  la  habitación  con  llave  y  me  fui también a la ciudad.
Una vez allí, me dirigí a casa del ingeniero Dolchikov.
El  criado  me  dijo  que  el  ingeniero  estaba hacia  unos  días  en  Petersburgo  y  que  María Victorovna debía de estar en casa de Achoguin, donde se celebraba un ensayo general. Me dirigí a casa de Achoguin. Cuando subía la escalera, parecía que el corazón iba a saltárseme del pecho.  Me  detuve  un  poco  ante  la  puerta  para tranquilizarme. Por fin, me decidí a entrar en el salón.
Estaba alumbrado por velas, que lucían, en grupos de tres, sobre la mesa, el piano, el estrado. Después me enteré de que la primera función estaba fijada para el día «trece», y el primer  ensayo  para  el  «martes»,  que  según  los supersticiosos,  es  un  día  nefasto.  La  señora Achoguin  luchaba  valerosamente  contra  los prejuicios.
Todos  los  aficionados  al  arte  teatral  se  encontraban ya allí. Las tres señoritas Achoguin, -la  mayor,  la  menor  y  la  de  en  medio-  iban  y venían por el escenario, ensayando, cuaderno en mano  sus  papeles.  Mi  antiguo  patrón,  Nabó, estaba sentado junto a la puerta, mirando a la escena con ojos amorosos y esperando con impaciencia el comienzo de la solemnidad. ¡Todo igual que la última vez que estuve allí!
Me disponía a saludar al ama de la casa; pero de repente todos se volvieron a mí y me dijeron por señas que no me moviese y que no hiciera ruido.
Reinó un hondo silencio. Una señora se sentó al piano y apercibió el cuaderno de música.
Luego se mercó mi mujer, lujosamente vestida, hermosa,  pero  con  muy  otra  hermosura  de  la que  yo  admiraba  en  ella,  con  una  hermosura nueva para mí. No era ya la Macha que iba a verme al molino la anterior primavera.
Empezó a cantar una canción de Chaykovky: «¿Por qué te amo tanto, noche clara?»
Era la primera vez que la oía yo cantar.
Su voz era llena, melodiosa, y me parecía, al oírla, saborear una pera exquisita. Cuando terminó resonaron aplausos entusiásticos. Ella se sonreía y dirigía alrededor miradas de satisfacción. Se arreglaba el vestido al modo de un pájaro que logra escaparse de la jaula y se limpia las alas para echar a volar. Llevaba el cabello partido en dos bandas, que le tapaban las orejas.
La expresión de su rostro era provocativa, como la de quien se apresta a la lucha. Se diría que estaba  dispuesta  a  desafiar  al  mundo  entero.
Había  en  ella  en  aquel  momento  una  energía salvaje que hacía pensar en sus ascendientes los cocheros.
-¿También tú estás aquí? -me preguntó, tendiéndome la mano. ¿Me has oído cantar? ¿Qué te parece mi voz?
Y sin esperar mi respuesta, añadió:
-Has venido muy  a tiempo. Esta noche me voy a Petersburgo, donde pasaré una temporada.
¿Me lo permites?...
A media noche la acompañé a la estación.
Me abrazó tiernamente. Sin duda me agradecía mucho que no le hiciese preguntas inútiles y acaso molestas. Me prometió escribirme.
No pronuncié una sola palabra. Estreché entre las mías sus diminutas manos y se las cubrí de  besos.  Me  costó  gran  trabajo  contener  las lágrimas.
Cuando  partió  el  tren  llevándosela  lejos  de mí, permanecí largo rato mirando sus luces alejarse, y murmuré:
-¡Querida  Macha!  ¡Mi  bella,  mi  espléndida Macha!
Pasé  la  noche  en  casa  de  mi  vieja  nodriza Karpovna.
Al día siguiente fui con Nabó a tapizar las paredes a la morada de un rico comerciante que casaba a su hija con un doctor.

1.014. Chejov (Anton)

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