A
mediados de junio Sasha de repente sintió tedio y empezó a preparar su regreso
a Moscú.
-No
puedo vivir en esta ciudad -declaraba, sombrío. No hay agua corriente ni
canalización. Me da asco comer; es terrible ¡la mugre en la cocina...
-Espera
un poco, hijo pródigo -trataba de convencerlo la abuela, y añadía en un susurro,
como si fuera un secreto: el siete será la boda.
-No
tengo ganas.
-¡Pero
si tú querías quedarte aquí hasta setiembre!
-Sí,
pero ahora no quiero. Tengo que trabajar.
El
verano resultó húmedo y frío, los árboles estaban mojados, el jardín tenía un
aspecto poco acogedor y, en efecto, daban ganas de trabajar. En las
habitaciones, abajo y arriba, oíanse voces femeninas desconocidas; en el
cuarto de la abuela zumbaba la máquina de coser: había apuro con el ajuar. Seis
abrigos de piel entraban en la dote de Nadia, y el más barato de ellos, según
la abuela, costaba trescientos rublos. El alboroto irritaba a Sasha y él se
encerraba en su habitación, enojado; así y todo, lo convencieron para que se
quedara y obtuvieron su palabra de que no se marcharía antes del primero de
julio.
El
tiempo transcurría rápido. El día de San Pedro, por la tarde, Andrey Andreich y
Nadia fueron a la calle Moscú para mirar una vez más la casa que hacía tiempo
estaba alquilada y prepara-da para la joven pareja. La casa tenía dos pisos,
pero, por el momento sólo estaba amueblado el piso superior. En la sala había
sillas de Viena, un piano y un pupitre para el violín; al brillante piso estaba
pintado al estilo parquet. Olía a pintura. En la pared colgaba un gran cuadro
pintado al óleo, con un marco dorado: una dama desnuda y junto a. ella un jarrón
de color lila con el asa rota.
-Magnífico
cuadro -dijo Andrey Andreich y suspiró, en señal de respeto. Es del pintor
Shishmachevsky.
Más
adelante se encontraba un pequeño salón de estar, con una mesa redonda, un
diván y sillones tapizados de azul claro. Sobre el diván pendía una gran
fotografía del padre Andrey, con capirote y condecoraciones. Luego entraron en
el comedor y luego en el dormitorio; allí, en la penumbra, había dos camas, una
al lado de la otra, y parecía que quienes colocaron los muebles en el dormitorio
daban por sentado que allí todo estaría bien, por siempre, y que no podía ser
de otra manera. Andrey Andreich conducía a Nadia a través de las habitaciones,
sosteniéndola por el talle, mientras que ella se sentía débil y culpable;
odiaba todas estas habitaciones, camas y sillones; la desnuda dama le producía
asco. Le resultaba claro ya que había dejado de amar a Andrey Andreich o;
quizás, que no lo había amado nunca; pero cómo decírselo, a quién decírselo y
para qué, esto no lo comprendía y no podía comprender, aunque pensaba en ello
todos los días y todas las noches... Él la sostenía por el talle, le hablaba
con cariño y con modestia y se mostraba tan feliz paseándose por este
apartamento suyo; pero ella no veía más que vulgaridad; estúpida, ingenua,
intolerable vulgaridad, y el brazo de él que envolvía su cintura le parecía
duro y frío como un aro. Y a cada instante ella sentíase dispuesta a huir, a
prorrumpir en llanto, a arrojarse por la ventana. Andrey Andreich la llevó al
cuarto de baño, tocó un grifo empotrado en la pared y de golpe corrió el agua.
-¿Qué
te parece? -dijo, echándose a reír. He mandado construir en la buhardilla un
depósito para cien baldes, y ahora, como ves, siempre vamos a tener agua.
Recorrieron
el patio exterior, luego salieron a la calle y llamaron a un coche. Espesas
nubes de polvo volaban en el aire y parecía que iba a llover enseguida.
-¿No
tienes frío? -preguntó Andrey Andreich, entrecerrando los ojos a causa del
polvo.
Ella
no respondió.
-Ayer,
Sasha me reprochó el no hacer nada ¿recuerdas? -dijo él al cabo de un minuto.
Pues bien, él tiene razón. ¡Muchísima razón! Yo no hago nada ni puedo hacerlo.
¿Por qué será, querida? ¿Por qué me repugna la mera idea de que algún día me
ponga una gorra con escarapela y vaya a ocupar un puesto? ¿Por qué me siento
tan incómodo cuando veo a un abogado, a un profesor de latín o a un miembro del
Ayuntamiento? ¡Oh, madrecita Rusia! ¡Oh, madrecita Rusia, a cuántos ociosos e
inútiles sobrellevas todavía! ¡A cuántos como yo soportas sobre tu lomo,
sufrida Rusia!
Y
así, generalizaba su ocio; veía en él un signo dela época.
-Cuando
nos casemos, querida -continuó- iremos al campo para trabajar. Compraremos un
pequeño terreno con jardín y con río, y vamos a trabajar y observar la vida...
¡Oh, qué bien esta-remos allí!
Él
se quitó el sombrero. y el viento despeinó sus cabellos, mientras ella lo escuchaba,
pensando: «Dios mío, ¿cuándo llegaremos a casa?» Casi ya cerca de la casa
ailcanzaron al padre Andrey.
-¡Ahí
va mi padre! -alegróse Andrey Andreich y agitó su sombrero. Quiero a mi padre,
no lo puedo negar -dijo, pagando al cochero. Es un viejo simpático. Un viejo
bueno.
Nadia
entró en la casa indispuesta y malhumorada, pensando en que toda la tarde
debería atender a sus invitados, sonreír, escuchar el violín, oír majaderías y
no hablar de otra cosa que no fuese la boda. Entró el padre Andrey con su
astuta sonrisa.
-Tengo
el placer y el bendito consuelo de verla gozando de buena salud -dijo a la
abuela y resultaba difícil comprender si hablaba en broma o en serio.
1.014. Chejov (Anton)
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