Translate

viernes, 27 de diciembre de 2013

La novia - Cap. III

A mediados de junio Sasha de repente sintió tedio y empezó a preparar su regreso a Moscú.
-No puedo vivir en esta ciudad -declaraba, som­brío. No hay agua corriente ni canalización. Me da asco comer; es terrible ¡la mugre en la cocina...
-Espera un poco, hijo pródigo -trataba de conven­cerlo la abuela, y añadía en un susurro, como si fuera un secreto: el siete será la boda.
-No tengo ganas.
-¡Pero si tú querías quedarte aquí hasta setiembre!
-Sí, pero ahora no quiero. Tengo que trabajar.
El verano resultó húmedo y frío, los árboles estaban mojados, el jardín tenía un aspecto poco acogedor y, en efecto, daban ganas de trabajar. En las habitaciones, aba­jo y arriba, oíanse voces femeninas desconocidas; en el cuarto de la abuela zumbaba la máquina de coser: había apuro con el ajuar. Seis abrigos de piel entraban en la dote de Nadia, y el más barato de ellos, según la abuela, costaba trescientos rublos. El alboroto irritaba a Sasha y él se encerraba en su habitación, enojado; así y todo, lo convencieron para que se quedara y obtuvieron su pala­bra de que no se marcharía antes del primero de julio.
El tiempo transcurría rápido. El día de San Pedro, por la tarde, Andrey Andreich y Nadia fueron a la calle Moscú para mirar una vez más la casa que hacía tiempo estaba alquilada y prepara-da para la joven pareja. La casa tenía dos pisos, pero, por el momento sólo estaba amueblado el piso superior. En la sala había sillas de Viena, un piano y un pupitre para el violín; al brillante piso estaba pintado al estilo parquet. Olía a pintura. En la pared colgaba un gran cuadro pintado al óleo, con un marco dorado: una dama desnuda y junto a. ella un ja­rrón de color lila con el asa rota.
-Magnífico cuadro -dijo Andrey Andreich y suspiró, en señal de respeto. Es del pintor Shishmachevsky.
Más adelante se encontraba un pequeño salón de estar, con una mesa redonda, un diván y sillones tapizados de azul claro. Sobre el diván pendía una gran fotografía del padre Andrey, con capirote y condecoraciones. Luego entraron en el comedor y luego en el dormitorio; allí, en la penumbra, había dos camas, una al lado de la otra, y parecía que quienes colocaron los muebles en el dor­mitorio daban por sentado que allí todo estaría bien, por siempre, y que no podía ser de otra manera. Andrey Andreich conducía a Nadia a través de las habitaciones, sosteniéndola por el talle, mientras que ella se sentía débil y culpable; odiaba todas estas habitaciones, camas y sillones; la desnuda dama le producía asco. Le resul­taba claro ya que había dejado de amar a Andrey An­dreich o; quizás, que no lo había amado nunca; pero cómo decírselo, a quién decírselo y para qué, esto no lo comprendía y no podía comprender, aunque pensaba en ello todos los días y todas las noches... Él la sostenía por el talle, le hablaba con cariño y con modestia y se mostraba tan feliz paseándose por este apartamento suyo; pero ella no veía más que vulgaridad; estúpida, ingenua, intolerable vulgaridad, y el brazo de él que envolvía su cintura le parecía duro y frío como un aro. Y a cada instante ella sentíase dispuesta a huir, a prorrumpir en llanto, a arrojarse por la ventana. Andrey Andreich la llevó al cuarto de baño, tocó un grifo empotrado en la pared y de golpe corrió el agua.
-¿Qué te parece? -dijo, echándose a reír. He mandado construir en la buhardilla un depósito para cien baldes, y ahora, como ves, siempre vamos a tener agua.
Recorrieron el patio exterior, luego salieron a la calle y llamaron a un coche. Espesas nubes de polvo volaban en el aire y parecía que iba a llover enseguida.
-¿No tienes frío? -preguntó Andrey Andreich, entre­cerrando los ojos a causa del polvo.
Ella no respondió.
-Ayer, Sasha me reprochó el no hacer nada ¿recuer­das? -dijo él al cabo de un minuto. Pues bien, él tiene razón. ¡Muchísima razón! Yo no hago nada ni puedo hacerlo. ¿Por qué será, querida? ¿Por qué me re­pugna la mera idea de que algún día me ponga una gorra con escarapela y vaya a ocupar un puesto? ¿Por qué me siento tan incómodo cuando veo a un abogado, a un profesor de latín o a un miembro del Ayuntamiento? ¡Oh, madrecita Rusia! ¡Oh, madrecita Rusia, a cuántos ociosos e inútiles sobrellevas todavía! ¡A cuántos como yo soportas sobre tu lomo, sufrida Rusia!
Y así, generalizaba su ocio; veía en él un signo de­la época.
-Cuando nos casemos, querida -continuó- iremos al campo para trabajar. Compraremos un pequeño te­rreno con jardín y con río, y vamos a trabajar y observar la vida... ¡Oh, qué bien esta-remos allí!
Él se quitó el sombrero. y el viento despeinó sus cabe­llos, mientras ella lo escuchaba, pensando: «Dios mío, ¿cuándo llegaremos a casa?» Casi ya cerca de la casa ailcanzaron al padre Andrey.
-¡Ahí va mi padre! -alegróse Andrey Andreich y agitó su sombrero. Quiero a mi padre, no lo puedo negar -dijo, pagando al cochero. Es un viejo simpá­tico. Un viejo bueno.
Nadia entró en la casa indispuesta y malhumorada, pensando en que toda la tarde debería atender a sus invitados, sonreír, escuchar el violín, oír majaderías y no hablar de otra cosa que no fuese la boda. Entró el padre Andrey con su astuta sonrisa.
-Tengo el placer y el bendito consuelo de verla gozando de buena salud -dijo a la abuela y resultaba difícil comprender si hablaba en broma o en serio.

1.014. Chejov (Anton)

No hay comentarios:

Publicar un comentario