Olga
Ivánovna tenía venintidós años; Dímov treinta y uno. Después de la boda
llevaron una vida magnífica. Olga Ivánovna adornó todas las paredes de la sala
con bocetos propios y ajenos, enmarcados y sin marcos, mientras que junto al
piano y los muebles dispuso una bella mezcolanza de sombrillas chinas,
caballetes, trapitos multicolores, puñales, estatuillas, fotografías... En el
comedor, cubrió las paredes de láminas estampadas, colgó las zapatillas y las
hoces, colocó en un rincón la guadaña y el rastrillo y obtuvo así un comedor de
estilo ruso. En el dormitorio, para que este pareciera una gruta, recubrió el
cielo raso y las paredes de paño oscuro, colgó sobre las camas un farol
veneciano y cerca de la puerta colocó una figura con una alabarda. Y todo el
mundo opinaba que los recién casados tenían un hogar muy simpático.
Diariamente,
después de levantarse de la cama a eso de las once, Olga Ivánovna tocaba el
piano o, si había sol, pintaba alguna cosa al óleo. Después de las doce iba a
casa de su modista. Por cuanto ella y Dímov tenían muy poco dinero, que
alcanzaba justo para los gastos indispensables, tanto ella como su modista
tenían que recurrir a toda clase de astucias para aparecer con vestidos nuevos
y sorprender con su elegancia. Muy a menudo, de un viejo vestido teñido, de
unos cuantos trozos de tul, de encaje, de felpa y de seda resultaba un verdádero
milagro, algo realmente encantador, un sueño en lugar de un vestido. De la modista,
Olga Ivánovna solía trasladarse a la casa de alguna actriz amiga para enterarse
de las novedades teatrales y de paso procurarse entradas para el estreno de
alguna obra o para una función de beneficio. De la casa de la actriz había que
ir al estudio del pintor o una exposición; luego a la casa de alguna celebridad
ya fuese para formular una invitación, devolver una visita o simplemente para
charlar un rato. Y en todas partes la recibían alegre y amigable-mente y le
aseguraban que era buena, simpática, excepcional... Aquellos a quienes ella
titulaba célebres y grandes la recibían como a una igual y le profetizaban, al
unísono, que con su talento, su gusto y su inteligencia podía lograr grandes
resultados si no derrochaba sus habilidades en vano. Ella cantaba, tocaba el
piano, pintaba al óleo, esculpía, tomaba parte en los espectáculos de
aficionados, y todo ello no lo hacía de cualquier manera sino con talento; ya
fabricara farolitos para la iluminación, ya se disfrazara, ya anudara a alguien
la corbata, todo le salía con un arte, una gracia y una exquisitez extrordinaria.
Empero ningún talento suyo era tan brillante como su capacidad de trabar rápido
conocimiento y estrechar relaciones con los personajes famosos. Apenas alguien
se, tornaba conocido en alguna medida, ya ella conseguía serle presentada, el
mismo día anudaba una amistad con él y lo invitaba a su casa. Cada nueva
relación era una verdadera fiesta para ella. Deificaba a las personas célebres,
se enorgullecía de ellas y las veía en sueños todas las noches. Tenía sed de
ellas y nunca podía aplacarla. Los viejos se iban y se perdían en el olvido;
en su reemplazo venían los nuevos, pero también a éstos ella se acostumbraba
pronto o sufría una decepción; comenzaba entonces a buscar ávidamente nuevos y
nuevos personajes, los encontraba y volvía a buscarlos. ¿Para qué?
Después
de las cuatro de la tarde comía en casa. La sencillez, el sentido común y la
bondad de su marido la conmovían y la llenaban de entusiasmo. A menudo se
levantaba de un salto, abrazaba impulsivamente su cabeza y la cubría de besos.
-Eres
un hombre inteligente y noble, Dímov -le decía- pero tienes un defecto muy
importante. No sientes ningún interés por el arte. Rechazas la música y la
pintura.
-No
las comprendo -respondía él mansamente. Durante toda mi vida estuve ocupado con
las ciencias naturales y la medicina y no tuve tiempo de interesarme por las
artes.
-¡Pero
eso es terrible, Dímov!
-¿Por
qué? Tus amigos no conocen las ciencias naturales ni la medicina y sin embargo
tú no les reprochas por eso. A cada cual lo suyo. Yo no comprendo los paisajes
ni las óperas, pero opino lo siguiente: si hay personas inteligentes que les
dedican toda su vida, y si hay personas inteligentes que pagan por ellos mucho
dinero, eso significa entonces que son necesarias. Yo no los comprendo, pero no
comprender no significa rechazar.
-¡Deja
que yo te estreche tu honrada mano!
Después
de comer Olga Ivánovna partía de visita a la casa de unos amigos, luego iba al
teatro o al concierto y regresaba a casa después de medianoche. Y así todos los
días.
Los
miércoles organizaba en su casa veladas. En estas veladas, la dueña de casa y
los invitados, en vez de jugar a los naipes y bailar, se divertían dedicándose
a diversas artes. El actor de teatro dramático recitaba, el cantante cantaba,
las pintores dibujaban en los álbumes, que Olga Ivánovna tenía en grandes
cantidades; el violoncelista tocaba, y la propia dueña también dibujaba,
esculpía, cantaba y acompañaba al piano. En los intervalos entre la pintura, la
lectura y la música se hablaba y se discutía sobre la literatura, el teatro y
la pintura. Damas no había, por cuanto Olgá Ivánovna consideraba aburridas y
vulgares a todas las damas, excepto a las actrices y a su modista. Ninguna
velada transcurría sin que la dueña de casa no se estremeciera a cada timbrazo
y no dijera con una expresión victoriosa en la cara: «¡Es él! », entendiendo
con la palabra «él» alguna nueva celebredad invitada. Dímov no estaba en la
sala y nadie se acordaba de su existencia. Pero a las once y media en punto
abríase la puerta que daba al comedor y aparecía Dímov con su bondadosa y mansa
sonrisa, quien decía, frotándose las manas:
-Por
favor, señores, pasen a tomar un bocado.
Todos
se dirigían al comedor y cada vez veían sobre la mesa lo mismo: una fuente de
ostras, jamón o ternera, sardinas, queso, caviar, hongos, vodka y dos jarras de
vino.
-¡Mi
querido maître d'hótel! -exclamaba
Olga Ivánovna con júbilo juntando las manos. ¡Realmente eres encantador!
¡Señores, miren su frente! Dímov, ponte de perfil. Señores, miren: tiene cara
de un tigre de Bengala, pero su expresión es bondadosa y simpática como la de
un ciervo. ¡Oh, querido mío!
Los
invitados comían y, mirando a Dímov, pensaban: «En efecto, es un hombre
simpático», pero pronto se olvidaban de él y continuaban hablando de teatro, de
música y de pintura.
Los
jóvenes esposos eran felices y su vida transcurría con placidez. Así y todo, la
tercera semana de su luna de miel fue más bien triste. En el hospital Dímov se
contagió de erisipela, guardó cama durante seis días y debió cortar del todo
sus hermosos cabellos negros. Olga Ivánovna permanecía sentada a su lado
llorando con amargura, pero cuando él empezó a sentirse mejor, le colocó sobre
la cabeza rapada un pañuelo blanco y se puso a pintar el retrato de un beduino.
Y ambos se divertían. Unos tres días después de haberse restablecido y al
reanudar Dímov sus tareas en los hospitales, sufrió un nuevo contratiempo.
-¡No
tengo suerte, mamita! -dijo durante el almuerzo. Hoy he hecho cuatro autopsias
y me corté a la vez los dedos. No lo noté hasta que estaba en casa.
Olga
Ivánovna se asustó. Pero él sonrió diciendo que eran pequeñeces y que no era la
primera vez que se hacía cortes en las manos durante las autopsias.
-Me
dejo llevar por el afán, mamita, y me vuelvo distraído
Olga
Ivánovna esperó con angustia algún signo de infección y por las noches rezaba,
pero , todo terminó bien. Y volvió a fluir la plácida y feliz vida sin
tristezas ni sobresaltos. El presente era magnífico y para sus reemplazo se
acercaba la primavera, que ya sonreía de lejos, prometiendo mil alegrías. ¡La
dicha no tendría fin! En abril, en mayo y en junio, una dacha[1]
lejos de la ciudad, paseos, bocetos, pesca, ruiseñores; más tarde desde julio
hasta el mismo otoño, la excursión de los pintores a la región del Volga, viaje
en el cual tomaría parte también Olga Ivánovna, como miembro efectivo de la Société.
Ya se había hecho dos vestidos de lienzo para el camino;
había comprado también pinturas, pinceles, lienzos y una paleta nueva. Casi
todos los días Riabovsky iba a su casa para ver los éxitos logrados por ella en
la pintura. Cuando ella le mostraba su trabajo, aquél se metía las manos en los
bolsillos, apretaba con fuerza los labios, resoplaba y decía:
-A
ver... Esta nube es muy chillona; su iluminación no es crepuscular. El primer
plano está algo desdibujado y no es lo que debería ser ¿comprende? En cuanto a
la izba, parece haberse atragantado
con alguna cosa y ahora chilla lastimeramente... Ese ángulo tiene que ser más
oscuro. Pero en general está bastante bien. La felicito.
Y
cuanto menos comprensible era lo que él decía, tanto mejor lo comprendía Olga
Ivánovna.
1.014. Chejov (Anton)
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