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viernes, 27 de diciembre de 2013

La cigarra - Cap. II

Olga Ivánovna tenía venintidós años; Dímov treinta y uno. Después de la boda llevaron una vida magnífica. Olga Ivánovna adornó todas las paredes de la sala con bocetos propios y ajenos, enmarcados y sin marcos, mientras que junto al piano y los muebles dispuso una bella mezcolanza de sombrillas chinas, caballetes, trapitos multicolores, puñales, estatuillas, fotografías... En el co­medor, cubrió las paredes de láminas estampadas, colgó las zapatillas y las hoces, colocó en un rincón la guadaña y el rastrillo y obtuvo así un comedor de estilo ruso. En el dormitorio, para que este pareciera una gruta, recubrió el cielo raso y las paredes de paño oscuro, colgó sobre las camas un farol veneciano y cerca de la puerta colocó una figura con una alabarda. Y todo el mundo opinaba que los recién casados tenían un hogar muy simpático.
Diariamente, después de levantarse de la cama a eso de las once, Olga Ivánovna tocaba el piano o, si había sol, pintaba alguna cosa al óleo. Después de las doce iba a casa de su modista. Por cuanto ella y Dímov tenían muy poco dinero, que alcanzaba justo para los gastos indispensables, tanto ella como su modista tenían que recurrir a toda clase de astucias para aparecer con vesti­dos nuevos y sorprender con su elegancia. Muy a menu­do, de un viejo vestido teñido, de unos cuantos trozos de tul, de encaje, de felpa y de seda resultaba un ver­dádero milagro, algo realmente encantador, un sueño en lugar de un vestido. De la modista, Olga Ivánovna solía trasladarse a la casa de alguna actriz amiga para ente­rarse de las novedades teatrales y de paso procurarse entradas para el estreno de alguna obra o para una fun­ción de beneficio. De la casa de la actriz había que ir al estudio del pintor o una exposición; luego a la casa de alguna celebridad ya fuese para formular una invitación, devolver una visita o simplemente para charlar un rato. Y en todas partes la recibían alegre y amigable-mente y le aseguraban que era buena, simpática, excepcional... Aquellos a quienes ella titulaba célebres y grandes la recibían como a una igual y le profetizaban, al unísono, que con su talento, su gusto y su inteligencia podía lograr grandes resultados si no derrochaba sus habilidades en vano. Ella cantaba, tocaba el piano, pintaba al óleo, es­culpía, tomaba parte en los espectáculos de aficionados, y todo ello no lo hacía de cualquier manera sino con talento; ya fabricara farolitos para la iluminación, ya se disfrazara, ya anudara a alguien la corbata, todo le salía con un arte, una gracia y una exquisitez extrordi­naria. Empero ningún talento suyo era tan brillante como su capacidad de trabar rápido conocimiento y estrechar relaciones con los personajes famosos. Apenas alguien se, tornaba conocido en alguna medida, ya ella conseguía serle presentada, el mismo día anudaba una amistad con él y lo invitaba a su casa. Cada nueva relación era una verdadera fiesta para ella. Deificaba a las personas célebres, se enorgullecía de ellas y las veía en sueños todas las noches. Tenía sed de ellas y nunca podía apla­carla. Los viejos se iban y se perdían en el olvido; en su reemplazo venían los nuevos, pero también a éstos ella se acostumbraba pronto o sufría una decepción; comen­zaba entonces a buscar ávidamente nuevos y nuevos per­sonajes, los encontraba y volvía a buscarlos. ¿Para qué?
Después de las cuatro de la tarde comía en casa. La sencillez, el sentido común y la bondad de su marido la conmovían y la llenaban de entusiasmo. A menudo se levantaba de un salto, abrazaba impulsivamente su cabeza y la cubría de besos.
-Eres un hombre inteligente y noble, Dímov -le decía- pero tienes un defecto muy importante. No sien­tes ningún interés por el arte. Rechazas la música y la pintura.
-No las comprendo -respondía él mansamente. Durante toda mi vida estuve ocupado con las ciencias naturales y la medicina y no tuve tiempo de interesarme por las artes.
-¡Pero eso es terrible, Dímov!
-¿Por qué? Tus amigos no conocen las ciencias na­turales ni la medicina y sin embargo tú no les reprochas por eso. A cada cual lo suyo. Yo no comprendo los pai­sajes ni las óperas, pero opino lo siguiente: si hay per­sonas inteligentes que les dedican toda su vida, y si hay personas inteligentes que pagan por ellos mucho dinero, eso significa entonces que son necesarias. Yo no los comprendo, pero no comprender no significa rechazar.
-¡Deja que yo te estreche tu honrada mano!
Después de comer Olga Ivánovna partía de visita a la casa de unos amigos, luego iba al teatro o al concierto y regresaba a casa después de medianoche. Y así todos los días.
Los miércoles organizaba en su casa veladas. En estas veladas, la dueña de casa y los invitados, en vez de jugar a los naipes y bailar, se divertían dedicándose a diversas artes. El actor de teatro dramático recitaba, el cantante cantaba, las pintores dibujaban en los álbumes, que Olga Ivánovna tenía en grandes cantidades; el violoncelista tocaba, y la propia dueña también dibujaba, esculpía, cantaba y acompañaba al piano. En los intervalos entre la pintura, la lectura y la música se hablaba y se discutía sobre la literatura, el teatro y la pintura. Damas no había, por cuanto Olgá Ivánovna consideraba aburridas y vulga­res a todas las damas, excepto a las actrices y a su mo­dista. Ninguna velada transcurría sin que la dueña de casa no se estremeciera a cada timbrazo y no dijera con una expresión victoriosa en la cara: «¡Es él! », entendien­do con la palabra «él» alguna nueva celebredad invitada. Dímov no estaba en la sala y nadie se acordaba de su existencia. Pero a las once y media en punto abríase la puerta que daba al comedor y aparecía Dímov con su bondadosa y mansa sonrisa, quien decía, frotándose las manas:
-Por favor, señores, pasen a tomar un bocado.
Todos se dirigían al comedor y cada vez veían sobre la mesa lo mismo: una fuente de ostras, jamón o ternera, sardinas, queso, caviar, hongos, vodka y dos jarras de vino.
-¡Mi querido maître d'hótel! -exclamaba Olga Ivánovna con júbilo juntando las manos. ¡Realmente eres encantador! ¡Señores, miren su frente! Dímov, ponte de perfil. Señores, miren: tiene cara de un tigre de Bengala, pero su expresión es bondadosa y simpática como la de un ciervo. ¡Oh, querido mío!
Los invitados comían y, mirando a Dímov, pensaban: «En efecto, es un hombre simpático», pero pronto se olvidaban de él y continuaban hablando de teatro, de música y de pintura.
Los jóvenes esposos eran felices y su vida transcurría con placidez. Así y todo, la tercera semana de su luna de miel fue más bien triste. En el hospital Dímov se contagió de erisipela, guardó cama durante seis días y debió cortar del todo sus hermosos cabellos negros. Olga Ivánovna permanecía sentada a su lado llorando con amargura, pero cuando él empezó a sentirse mejor, le colocó sobre la cabeza rapada un pañuelo blanco y se puso a pintar el retrato de un beduino. Y ambos se di­vertían. Unos tres días después de haberse restablecido y al reanudar Dímov sus tareas en los hospitales, sufrió un nuevo contratiempo.
-¡No tengo suerte, mamita! -dijo durante el al­muerzo. Hoy he hecho cuatro autopsias y me corté a la vez los dedos. No lo noté hasta que estaba en casa.
Olga Ivánovna se asustó. Pero él sonrió diciendo que eran pequeñeces y que no era la primera vez que se hacía cortes en las manos durante las autopsias.
-Me dejo llevar por el afán, mamita, y me vuelvo distraído
Olga Ivánovna esperó con angustia algún signo de infección y por las noches rezaba, pero , todo terminó bien. Y volvió a fluir la plácida y feliz vida sin tristezas ni sobresaltos. El presente era magnífico y para sus reem­plazo se acercaba la primavera, que ya sonreía de lejos, prometiendo mil alegrías. ¡La dicha no tendría fin! En abril, en mayo y en junio, una dacha[1] lejos de la ciudad, paseos, bocetos, pesca, ruiseñores; más tarde desde julio hasta el mismo otoño, la excursión de los pintores a la región del Volga, viaje en el cual tomaría parte también Olga Ivánovna, como miembro efectivo de la Société. Ya se había hecho dos vestidos de lienzo para el camino; había comprado también pinturas, pinceles, lienzos y una paleta nueva. Casi todos los días Riabovsky iba a su casa para ver los éxitos logrados por ella en la pintura. Cuando ella le mostraba su trabajo, aquél se metía las manos en los bolsillos, apretaba con fuerza los labios, resoplaba y decía:
-A ver... Esta nube es muy chillona; su iluminación no es crepuscular. El primer plano está algo desdibujado y no es lo que debería ser ¿comprende? En cuanto a la izba, parece haberse atragantado con alguna cosa y ahora chilla lastimeramente... Ese ángulo tiene que ser más oscuro. Pero en general está bastante bien. La felicito.
Y cuanto menos comprensible era lo que él decía, tanto mejor lo comprendía Olga Ivánovna.

1.014. Chejov (Anton)




[1] Dacha: casa de campo.

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