Han pasado varios años más. Stártsev ha engordado
más aún, está hecho una bola de grasa, respira con fuerza y al andar echa ya la
cabeza atrás. Cuando con su aspecto rechoncho y rojo marcha en su troika con
cascabeles y Panteleimón, también rechoncho y rojo, con un cuello carnoso,
sentado en el pescante lanza las manos hacia adelante, como si fueran de madera
y grita a los que vienen a su encuentro: "¡A la dereeecha!", el
cuadro resulta imponente; parece que el que va allí no es un hombre sino algún
dios mitológico. En la ciudad tiene una gran clientela, no le queda tiempo ni
para respirar, y ya posee una hacienda y dos casas en la ciudad. Le tiene
puesto el ojo a una tercera más rentable. Y cuando en la Sociedad de Crédito y
Préstamo le hablan de alguna casa en venta, va a visitarla y sin ninguna clase
de ceremonias, pasando por todas las habitaciones sin prestar atención a las
mujeres desvestidas y los niños que lo miran con asombro y miedo, señala con un
bastón en todas las puertas y suele decir:
-¿Esto es el despacho? ¿El dormitorio? ¿Y aquí
qué hay?
Tiene una respiración forzada y se seca el sudor
de la frente.
A pesar de su mucho trabajo no deja el cargo de
médico rural: la avaricia es más fuerte que él, quiere poder con todo. En
Diálizh y en la ciudad, lo llaman simplemente lónich. "¿Adónde irá
lónich?" o "¿Por qué no consultamos a lónich?"
Seguramente por tener la garganta aprisionada por
la grasa, se le ha cambiado la voz, la tiene ahora fina y aguda. También le ha
cambiado el carácter... es más pesado e irritable. Al recibir a los enfermos,
por lo común se enfada, golpea impaciente con el bastón contra el suelo y grita
con su voz desagradable:
-¡Limítese sólo a contestar a las preguntas!
¡Silencio!
Está solo. Su vida es aburrida, nada ni nadie le
llega a interesar.
En todos esos años vividos en Diálizh, el amor
por Katia ha sido su única alegría y seguramente la última. Por las tardes
juega a las cartas en el club, después se sienta sólo a una gran mesa y cena.
Le sirve Iván, el sirviente más viejo y respetado, y ya todos -los encargados
del club, el cocinero y el sirviente- saben lo que le gusta y lo que no y se
esfuerzan por satisfacer todos sus menores deseos. Porque no vaya a ser que se
enfade y empiece a dar bastonazos contra el suelo.
Mientras cena, en ocasiones se da la vuelta e
interviene en alguna conversación.
-¿De qué hablan? ¿Eh? ¿De quién?
Y cuando por casualidad en alguna mesa vecina se
toca el tema de los Turkin, siempre pregunta:
-¿De qué Turkin hablan ustedes? ¿Esa gente que
tiene una hija que toca el piano?
Esto es todo lo que se puede decir de él.
¿Y de los Turkin? Iván Petróvich no ha
envejecido, no ha cambiado nada y como siempre dice frases ingeniosas y cuenta
chistes; Vera Lósifovna lee sus novelas a los invitados con la misma solicitud
y cordial sencillez. Katia toca el piano sus cuatro horas. Ha envejecido
sensiblemente, tiene algún achaque y cada otoño se marcha con su madre a
Crimea. Al despedirlas en la estación, Iván Petróvich, cuando el tren se pone
en marcha, se seca las lágrimas y grita:
-¡Hasta la vista, por favor! Y agita un pañuelo.
1.014. Chejov (Anton)
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