Eran
ya las diez de la noche y la luna llena iluminaba el jardín. En la casa de los
Shumin acababan de cantar la misa encargada por la abuela, María Mijáilovna.
Desde el jardín, adonde había ido por un rato, Nadia vio poner la mesa en la
sala, y a su abuela, con un pomposo vestido de seda, afanarse en las
habitaciones; el padre Andrey, arcipreste de la catedral, platicaba con la
madre de Nadia, Nina Ivánovna, que en este momento, con la iluminación nocturna
y a través de la ventana, parecía extrañamente joven; cerca de ellos se hallaba
de pie Andrey, escuchando con atención.
El
jardín estaba quieto y fresco, y sobre la tierra extendíanse oscuras e
inmóviles sombras. Lejos, muy lejos, quizás fuera de la ciudad, resonaba el
croar de las ranas. Se sentía el mes de mayo, ¡amable mayo! Se respiraba a todo
pulmón y daban ganas de pensar que en algún lugar bajo el cielo, por encima de
los árboles, fuera de la ciudad, en los campos y en los bosques desarrollábase
la vida primaveral, misteriosa, bella, rica y santa, inaccesible a la
comprensión del hombre, débil y pecaminoso. Y daban ganas de llorar.
Nadia
tenía ya veintitrés años; desde los dieciséis habia soñado apasionadamente con
el matrimonio y ahora, por fin, era novia de Andrey Andreich, el mismo que estaba
tras la ventana; el joven le gustaba, la boda había sido ya fijada para el
siete de julio y, sin embargo, no se sentía contenta, dormía mal por las noches
y hasta perdió su alegría... Desde el sótano, donde se hallaba la cocina, a
través de la ventana abierta se oían el apresurado golpear de los cuchillos y
los portazos; olía a pavo asado y cerezas en escabeche.
Alguien
salió de la casa y se detuvo en. el pórtico; era Alejandro Timofeich o,
simplemente, Sasha, huésped que hacía unos diez días había llegado de Moscú.
Otrora solía visitar a la abuela una lejana parienta suya, María Petrovna, una
noble empobrecida y viuda, menuda, delgadita y enferma. Tenía un hijo, Sasha.
Se decía que era un buen pintor y, al morir su madre, la abuela, para la
salvación de su propia alma, le costeó los estudios en el colegio Komissarov, de
Moscú; al cabo de dos años el muchacho pasó a la Escuela de Bellas Artes,
en la cual permaneció casi quince años; regresó, a duras penas, de la Sección de Arquitectura,
pese a lo cual, no se dedicó a ésta, sino que se puso a trabajar en una
litografía moscovita. Casi todos los veranos venía a la casa de la abuela para
descansar y mejorar de su mala salud.
Llevaba
puestos una chaqueta abrochada, un pantalón de lona, muy gastado en la parte
inferior, y una camisa sin planchar. Toda su figura tenía un aspecto demacrado;
era muy flaco, de ojos grandes, de tez morena, barbudo, con dedos largos y
delgados; no obstante todo ello, sus facciones eran bellas. Consideraba a los
Shumin como a sus familiares y se sentía con ellos como en su propia casa. Y la
habitación en la cual se alojaba, desde hacía tiempo que se llamaba «el cuarto
de Sasha».
Desde
el pórtico vio a Nadia y se dirigió hacia ella.
-¡Qué
bien se está aquí! -le dijo.
-Claro
que se está bien. Debiera usted vivir aquí hasta el otoño.
-Tendré
que hacerlo, según parece. Es posible que me quede hasta setiembre.
Rió
sin ninguna razón y se sentó a su lado.
-Estoy
mirando desde aquí a mamá -dijo Nadia-. ¡Parece tan joven ahora! Mi mamá tiene,
naturalmente, sus debilidades -añadió, después de ún breve silencio- pero, así
y todo, es una mujer poco común.
-Sí,
es buena... -consintió Sasha. Su mamá es, a su modo, por supuesto, una mujer
muy bondadosa y simpática, pero... ¿cómo le diría?... Esta mañana temprano
entré en la cocina... Allí cuatro criadas duermen directamente en el suelo;
camas no hay, colchones tampoco; hay andrajos, chinches, cucarachas, hedor...
lo mismo que hace veinte años, no hay ningún cambio. No hablemos de su abuela,
pues la abuela es abuela y Dios sea con ella; pero su mamá habla francés y toma
parte en los espectáculos teatrales. Ella sí debiera de comprender...
Al
hablar, Sasha solía levantar ante su interlocutor dos largos y delgados dedos.
-Todo
me parece raro aquí, por falta de costumbre -prosiguió-. ¡Nadie hace nada,
caramba! Su madre no hace más que pasear durante el día entero, como si fuera
una duquesa; la abuela tampoco hace nada ni usted tampoco. Y su novio, Andrey
Andreich, lo mismo.
Nadia
había oído ya estas cosas el año pasado y quizás también el antepasado y sabía
que Sasha no era cápaz de razonar de una manera distinta; antes, esto la hacía
reír, pero ahora sintió un inexplicable fastidio.
-Todo
eso es viejo y me aburre -dijo ella, levantándose. Debiera usted inventar algo
nuevo.
Sasha
rió y se levantó también y ambos se encaminaron hacia la casa. Alta, hermosa y
esbelta, ella parecía ahora, a su lado, muy sana y elegante; no dejó de sentirlo
y ello le produjo cierta confusión y lástima por él.
-Además,
no debiera usted decir ciertas cosas -dijo. Acaba usted de mencionar a mi
Andrey, pero el caso es que usted no lo conoce.
-«A
mi Andrey»... ¡Dios sea con su Andrey! Lo que me da lástima es la juventud de
usted.
Cuando
entraron en la sala, la gente ya se sentaba a la mesa. La abuela, o como la
llamaban en casa, «abuelita», obesa, fea, con espesas cejas y con bigotito,
hablaba en voz alta y por su manera de hablar notábase que era la persona que
mandaba en la casa. Le pertenecían varios puestos de venta en la feria y una
antigua mansión con columnas y con jardín, pero todas las mañanas ella rogaba a
Dios para que la salvara de la ruina y lo hacía llorando. Su nuera, Nina
Ivánovna, madre de Nadia, rubia, con la silueta muy ceñida, con lentes y con
brillantes en cada dedo; el padre Andrey, anciano delgado, sin dientes y con
una expresión como si se dispusiera a contar algo muy divertido, y su hijo
Andrey Andreich, novio de Nadia, regordete y bien parecido, de cabello ondulado
que hacía recordar a un actor o a un pintor, hablaban sobre el hipnotismo.
-En
mi casa te pondrás bien en una semana -dijo la abuelita dirigiéndose a Sasha-.
Pero tienes que comer más. Porque pareces no sé qué cosa -suspiró. ¡Tienes un
aspecto que da miedo! No hay nada que hacer: eres el hijo pródigo.
-Después
de dilapidar los bienes paternales -observó el padre Andrey lentamente con
mirada burlona el condenado fue a pacer con las bestias irracionales...
-Quiero
a mi tata -dijo Andrey Andreich y tocó el hombro de su padre. Es un viejo simpático.
Un viejo bueno.
Todos
callaron. Sasha rió de repente y se cubrió la boca con la servilleta.
-¿De
modo que usted cree en el hipnotismo? -inquirió el padre Andrey a Nina
Ivánovna.
-Naturalmente,
no puedo afirmar que creo -respondió ella, dando a su cara una expresión muy
seria y hasta severa, pero debo reconocer que en la naturaleza hay muchas cosas
misteriosas e inexplicables.
-Estoy
completamente de acuerdo con usted, aunque debo añadir por mi cuenta que la fe
redu-ce en forma considerable la región del misterio.
Sirvieron
un pavo grande y muy gordo. El padre Andrey y Nina Ivánovna continuaron su
conversación. Los brillantes relucían en los dedos de ella; luego brillaron las
lágrimas en sus ojos: sintióse embargada por la emoción.
-No
me atrevo a discutir con usted -dijo ellapero admita que hay en la vida muchos
interrogantes insolubles.
-Ni
uno solo, le puedo asegurar.
Después
de la cena Andrey Andreich tocaba el violín y Nina Ivánovna lo acompañaba al
piano. Hacía diez años él había regresado de la Facultad de Filología,
pero no tuvo ningún empleo ni ocupación y sólo, de vez en cuando, tomaba parte
en los conciertos con fines benéficos, por lo cual Ilo consideraban en la
ciudad como artista.
Andrey
Andreich tocaba; los demás escuchaban en silencio. Sobre la mesa, en el samovar, hervía con leve murmullo el
agua, pero Sasha era el único que tomaba el té. Más tarde, al dar las doce en
el reloj, rompióse de pronto una cuerda de violín; todos se echaron á reír, se
levantaron y comenzaron a despedirse.
Después
de acompañar a su novio, Nadia subió al piso alto, donde vivía con la madre (la
abuela ocupaba el piso bajo). Abajo, en la sala, empezaron a apagar las luces,
pero Sasha seguía tomando té. Lo hacía siempre largamente, a la manera
moscovita, bebiendo unos siete vasos. Después de desvestirse y acostarse, Nadia
oyó todavía durante un tiempo a la criadas, que, abajo, recogían la mesa y a
la abuelita, que las reprendía. Por fin, todo quedó en silencio y sólo de
tiempo en tiempo resonaba abajo la sorda tos de Sasha en su habitación.
1.014. Chejov (Anton)
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