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viernes, 27 de diciembre de 2013

La novia - Cap. I

Eran ya las diez de la noche y la luna llena iluminaba el jardín. En la casa de los Shumin acababan de cantar­ la misa encargada por la abuela, María Mijáilovna. Desde el jardín, adonde había ido por un rato, Nadia vio poner la mesa en la sala, y a su abuela, con un pomposo vestido de seda, afanarse en las habitaciones; el padre Andrey, arcipreste de la catedral, platicaba con la madre de Nadia, Nina Ivánovna, que en este momento, con la iluminación nocturna y a través de la ventana, parecía extrañamente joven; cerca de ellos se hallaba de pie Andrey, escuchando con atención.
El jardín estaba quieto y fresco, y sobre la tierra extendíanse oscuras e inmóviles sombras. Lejos, muy lejos, quizás fuera de la ciudad, resonaba el croar de las ranas. Se sentía el mes de mayo, ¡amable mayo! Se respiraba a todo pulmón y daban ganas de pensar que en algún lugar bajo el cielo, por encima de los árboles, fuera de la ciudad, en los campos y en los bosques desarrollábase la vida primaveral, misteriosa, bella, rica y santa, inac­cesible a la comprensión del hombre, débil y pecaminoso. Y daban ganas de llorar.
Nadia tenía ya veintitrés años; desde los dieciséis ha­bia soñado apasionadamente con el matrimonio y ahora, por fin, era novia de Andrey Andreich, el mismo que estaba tras la ventana; el joven le gustaba, la boda había sido ya fijada para el siete de julio y, sin embargo, no se sentía contenta, dormía mal por las noches y hasta perdió su alegría... Desde el sótano, donde se hallaba la cocina, a través de la ventana abierta se oían el apresu­rado golpear de los cuchillos y los portazos; olía a pavo asado y cerezas en escabeche.
Alguien salió de la casa y se detuvo en. el pórtico; era Alejandro Timofeich o, simplemente, Sasha, huésped que hacía unos diez días había llegado de Moscú. Otrora solía visitar a la abuela una lejana parienta suya, María Petrovna, una noble empobrecida y viuda, menuda, del­gadita y enferma. Tenía un hijo, Sasha. Se decía que era un buen pintor y, al morir su madre, la abuela, para la salvación de su propia alma, le costeó los estudios en el colegio Komissarov, de Moscú; al cabo de dos años el muchacho pasó a la Escuela de Bellas Artes, en la cual permaneció casi quince años; regresó, a duras penas, de la Sección de Arquitectura, pese a lo cual, no se de­dicó a ésta, sino que se puso a trabajar en una litografía moscovita. Casi todos los veranos venía a la casa de la abuela para descansar y mejorar de su mala salud.
Llevaba puestos una chaqueta abrochada, un panta­lón de lona, muy gastado en la parte inferior, y una camisa sin planchar. Toda su figura tenía un aspecto demacrado; era muy flaco, de ojos grandes, de tez mo­rena, barbudo, con dedos largos y delgados; no obstante todo ello, sus facciones eran bellas. Consideraba a los Shumin como a sus familiares y se sentía con ellos como en su propia casa. Y la habitación en la cual se alojaba, desde hacía tiempo que se llamaba «el cuarto de Sasha».
Desde el pórtico vio a Nadia y se dirigió hacia ella.
-¡Qué bien se está aquí! -le dijo.
-Claro que se está bien. Debiera usted vivir aquí hasta el otoño.
-Tendré que hacerlo, según parece. Es posible que me quede hasta setiembre.
Rió sin ninguna razón y se sentó a su lado.
-Estoy mirando desde aquí a mamá -dijo Nadia-. ¡Parece tan joven ahora! Mi mamá tiene, naturalmente, sus debilidades -añadió, después de ún breve silencio­- pero, así y todo, es una mujer poco común.
-Sí, es buena... -consintió Sasha. Su mamá es, a su modo, por supuesto, una mujer muy bondadosa y simpática, pero... ¿cómo le diría?... Esta mañana tem­prano entré en la cocina... Allí cuatro criadas duermen directamente en el suelo; camas no hay, colchones tam­poco; hay andrajos, chinches, cucarachas, hedor... lo mismo que hace veinte años, no hay ningún cambio. No hablemos de su abuela, pues la abuela es abuela y Dios sea con ella; pero su mamá habla francés y toma parte en los espectáculos teatrales. Ella sí debiera de com­prender...
Al hablar, Sasha solía levantar ante su interlocutor dos largos y delgados dedos.
-Todo me parece raro aquí, por falta de costumbre -prosiguió-. ¡Nadie hace nada, caramba! Su madre no hace más que pasear durante el día entero, como si fuera una duquesa; la abuela tampoco hace nada ni usted tampoco. Y su novio, Andrey Andreich, lo mismo.
Nadia había oído ya estas cosas el año pasado y qui­zás también el antepasado y sabía que Sasha no era cápaz de razonar de una manera distinta; antes, esto la hacía reír, pero ahora sintió un inexplicable fastidio.
-Todo eso es viejo y me aburre -dijo ella, levan­tándose. Debiera usted inventar algo nuevo.
Sasha rió y se levantó también y ambos se encamina­ron hacia la casa. Alta, hermosa y esbelta, ella parecía ahora, a su lado, muy sana y elegante; no dejó de sen­tirlo y ello le produjo cierta confusión y lástima por él.
-Además, no debiera usted decir ciertas cosas -di­jo. Acaba usted de mencionar a mi Andrey, pero el caso es que usted no lo conoce.
-«A mi Andrey»... ¡Dios sea con su Andrey! Lo que me da lástima es la juventud de usted.
Cuando entraron en la sala, la gente ya se sentaba a la mesa. La abuela, o como la llamaban en casa, «abue­lita», obesa, fea, con espesas cejas y con bigotito, habla­ba en voz alta y por su manera de hablar notábase que era la persona que mandaba en la casa. Le pertenecían varios puestos de venta en la feria y una antigua mansión con columnas y con jardín, pero todas las mañanas ella rogaba a Dios para que la salvara de la ruina y lo hacía llorando. Su nuera, Nina Ivánovna, madre de Nadia, rubia, con la silueta muy ceñida, con lentes y con bri­llantes en cada dedo; el padre Andrey, anciano delgado, sin dientes y con una expresión como si se dispusiera a contar algo muy divertido, y su hijo Andrey Andreich, novio de Nadia, regordete y bien parecido, de cabello ondulado que hacía recordar a un actor o a un pintor, hablaban sobre el hipnotismo.
-En mi casa te pondrás bien en una semana -dijo la abuelita dirigiéndose a Sasha-. Pero tienes que comer más. Porque pareces no sé qué cosa -suspiró. ¡Tienes un aspecto que da miedo! No hay nada que hacer: eres el hijo pródigo.
-Después de dilapidar los bienes paternales -obser­vó el padre Andrey lentamente con mirada burlona­ el condenado fue a pacer con las bestias irracionales...
-Quiero a mi tata -dijo Andrey Andreich y tocó el hombro de su padre. Es un viejo simpático. Un viejo bueno.
Todos callaron. Sasha rió de repente y se cubrió la boca con la servilleta.
-¿De modo que usted cree en el hipnotismo? -in­quirió el padre Andrey a Nina Ivánovna.
-Naturalmente, no puedo afirmar que creo -respon­dió ella, dando a su cara una expresión muy seria y hasta severa, pero debo reconocer que en la naturaleza hay muchas cosas misteriosas e inexplicables.
-Estoy completamente de acuerdo con usted, aunque debo añadir por mi cuenta que la fe redu-ce en forma considerable la región del misterio.
Sirvieron un pavo grande y muy gordo. El padre An­drey y Nina Ivánovna continuaron su conversación. Los brillantes relucían en los dedos de ella; luego brillaron las lágrimas en sus ojos: sintióse embargada por la emoción.
-No me atrevo a discutir con usted -dijo ella­pero admita que hay en la vida muchos interrogantes insolubles.
-Ni uno solo, le puedo asegurar.
Después de la cena Andrey Andreich tocaba el violín y Nina Ivánovna lo acompañaba al piano. Hacía diez años él había regresado de la Facultad de Filología, pero no tuvo ningún empleo ni ocupación y sólo, de vez en cuando, tomaba parte en los conciertos con fines bené­ficos, por lo cual Ilo consideraban en la ciudad como artista.
Andrey Andreich tocaba; los demás escuchaban en silencio. Sobre la mesa, en el samovar, hervía con leve murmullo el agua, pero Sasha era el único que tomaba el té. Más tarde, al dar las doce en el reloj, rompióse de pronto una cuerda de violín; todos se echaron á reír, se levantaron y comenzaron a despedirse.
Después de acompañar a su novio, Nadia subió al piso alto, donde vivía con la madre (la abuela ocupaba el piso bajo). Abajo, en la sala, empezaron a apagar las luces, pero Sasha seguía tomando té. Lo hacía siempre largamente, a la manera moscovita, bebiendo unos siete vasos. Después de desvestirse y acostarse, Nadia oyó to­davía durante un tiempo a la criadas, que, abajo, reco­gían la mesa y a la abuelita, que las reprendía. Por fin, todo quedó en silencio y sólo de tiempo en tiempo re­sonaba abajo la sorda tos de Sasha en su habitación.

1.014. Chejov (Anton)

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