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viernes, 27 de diciembre de 2013

Historia de mi vida - Cap. XI

Aquel  año,  el  tiempo  fue  muy  caprichoso.
Tras unos cuantos días de sol volvieron los días nublados. Durante todo el mes de mayo llovió e hizo frío.
El ruido de las ruedas del molino, unido al de la  lluvia,  emperezaba  y  daba  sueño.  El  suelo temblaba, olía a harina, y eso también adormilaba.
Mi mujer, con una corta pelliza y unos chanclos, venía al molino dos veces al día y decía:
-¡Vaya un verano! Es peor que el otoño.
Tomábamos te, hacíamos gachas y permanecíamos horas y horas silenciosos, esperando que cesase  la  lluvia.  Una  noche  que  Stepan  había ido al mercado, Macha durmió en el molino.
Cuando  nos  levantamos  no  era  fácil  averiguar la hora que era, pues el cielo estaba cubierto de nubes. Se oía cantar a los gallos en Dubechnia. Era aún muy temprano.
Nos dirigimos al estanque y sacarnos la red que  había  puesto  Stepan  la  víspera.  Había  en ella una merluza y un cangrejo.
-Suéltalos -me dijo Macha-. Que ellos también sean felices.
Como  habíamos  madrugado  tanto  y  no  teníamos  nada  que  hacer,  aquel  día  me  pareció muy largo, el más largo de toda mi vida.
Por la noche volvió Stepan y yo regresé a casa.
-Tu padre ha venido a vernos- me dijo Macha.
-¿Dónde está?
-Se ha marchado. No le he recibido.
Viendo que yo me puse triste, añadió:
-Hay  que  ser  consecuente.  Tu  padre  te  ha maltratado tanto que no quiero tener con él nada de común. No le he recibido, y he hecho que le digan que no se moleste más en venir a vernos.
Momentos después me encaminaba a la ciudad para explicarme con mi padre. El camino estaba lleno de barro. Hacía frío.
Por  primera  vez,  después  de  nuestra  boda, sentía una profunda tristeza. Mi cerebro, cansado por aquel largo día gris, propendía a los pensamientos  melancólicos.  «Quizás  -decía  yo mentalmente- mi vida no es lo que debe ser.»
Una apatía honda se apoderó de mí. No tenía gana de moverme ni de pensar. Andado ya parte del camino, determiné volver a casa.
Allí encontré al padre de Macha. Llevaba un impermeable  con  capuchón.  De  pie  en  medio del patio, decía con voz alterada por la cólera:
-¿Dónde  están  los  muebles?  Había  un  hermoso mobiliario estilo Imperio, cuadros, jarrones, y ahora no hay nada. ¡Yo compré la casa con todo lo que había dentro, qué diablo!
Junto a él, con la gorra en la mano, estaba el criado de la señora Cheprakov, un hombre llamado Moisey, de unos veinticinco años, enjuto, con unos ojillos impertinentes.
-Su excelencia compró la casa sin muebles -contestó tímida-mente-. Lo recuerdo bien.
-¡Cállate, canalla!- le gritó al ingeniero, rojo de ira.
El eco repitió el grito en el jardín.
Cuando yo estaba haciendo algo en el jardín o en el patio, Moisey solía contemplarme con sus ojillos insolentes, cruzadas las manos atrás.
Su contemplación me irritaba tanto que dejaba el trabajo y me iba.
Stepan  nos  había  dicho  que  Moisey  era  el amante  de  la  generala  Cheprakov.  Yo  había notado que la gente que venía a ver a la generala para cuestiones de dinero, empezaba por dirigirse a Moisey. Una vez vi que un campesino le saludaba con gran humildad. A veces entregaba él mismo el dinero, sin contar con su ama. Se advertía que hacía en la casa lo que le daba la gana.
Nos  enojaba  mucho  su  conducta  inconveniente.  Disparaba  escope-tazos  contra  nuestras ventanas; nos robaba comestibles; se servía, sin pedirnos permiso, de nuestros caballos. Se diría que Dubechnia era suya y no nuestra.
Aunque  nos  indignábamos,  Moisey  seguía haciendo lo que se le antojaba.
-Cuando pienso que  aún tenemos que vivir mucho tiempo con estos canallas!... -decía Macha.
Según el contrato, a la señora Cheprakov le asistía el derecho de vivir allí dos años. Su hijo, Iván  Cheprakov,  estaba  empleado  como  conductor  en  el  camino  de  hierro.  Durante  el  invierno había enflaquecido tanto y se había debilitado  hasta  tal  punto  que  con  una  copa  de «vodka» se emborrachaba, Le avergonzaba ser conductor, lo que le parecía humillante para un noble; pero al mismo tiempo consideraba aquel destino  muy  ventajoso,  pues  le  propor-cionaba ocasión de robar bujías pertenecientes al camino de hierro y venderlas.
Mi  matrimonio  con  Macha  le  asombró,  le enceló y le hizo concebir la esperanza de hacer cualquier día un matrimonio parecido. Miraba a Macha con entusiasmo, me preguntaba qué comía y no me ocultaba su envidia.
-¡Dios mío!- gemía encendiendo por décima vez  su  cigarrillo  y  tirando  la  cerilla  al  suelo- ¡Dios mío! Tú eres felicísimo, y yo... ¡Qué vida de  perro!  Cualquier  oficialillo  tiene  derecho  a tutearme, pues, al fin y al cabo, no soy más que un empleado subalterno, una especie de criado de los viajeros.
Una vez me dijo:
-Por culpa de mi madre soy un pobre hombre. En el tren oigo con frecuencia conversaciones científicas muy interesantes... Pues bien: le he oído asegurar a un doctor que, si los padres son perversos, los hijos, fatalmente, son borrachos  o  criminales.  Ahora  comprendo  mi  desventura...
Un día vino a casa tambaleándose, sin poder apenas tenerse en pie. Sus ojos miraban con una expresión turbada e insensata, su respiración era pesada, jadeante. Reía y lloraba al mismo tiempo, balbuciendo sin cesar palabras casi incomprensibles.
-¡Mi madre! ¿Dónde está mi madre? -decía llorando como un niño perdido entre la muchedumbre.
Le conduje al jardín y le acosté debajo de un árbol. Durante toda la noche, Macha y yo velamos. Macha miraba con repugnancia su rostro pálido, y decía:
-¡Y pensar que aún tenemos que vivir año y medio con esta gente! ¡Es terrible!
Los campesinos también nos daban muchas desazones. Ya aquella primavera, en los primeros  días  de  nuestro  matrimonio,  decep-ciones terribles habían turbado nuestra felicidad.

1.014. Chejov (Anton)

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