Aquel año,
el tiempo fue
muy caprichoso.
Tras unos cuantos días de sol
volvieron los días nublados. Durante todo el mes de mayo llovió e hizo frío.
El ruido de las ruedas del molino,
unido al de la lluvia, emperezaba
y daba sueño.
El suelo temblaba, olía a harina,
y eso también adormilaba.
Mi mujer, con una corta pelliza y
unos chanclos, venía al molino dos veces al día y decía:
-¡Vaya un verano! Es peor que el
otoño.
Tomábamos te, hacíamos gachas y
permanecíamos horas y horas silenciosos, esperando que cesase la
lluvia. Una noche
que Stepan había ido al mercado, Macha durmió en el
molino.
Cuando nos
levantamos no era
fácil averiguar la hora que era,
pues el cielo estaba cubierto de nubes. Se oía cantar a los gallos en
Dubechnia. Era aún muy temprano.
Nos dirigimos al estanque y
sacarnos la red que había puesto
Stepan la víspera.
Había en ella una merluza y un
cangrejo.
-Suéltalos -me dijo Macha-. Que
ellos también sean felices.
Como habíamos
madrugado tanto y
no teníamos nada
que hacer, aquel
día me pareció muy largo, el más largo de toda mi
vida.
Por la noche volvió Stepan y yo
regresé a casa.
-Tu padre ha venido a vernos- me
dijo Macha.
-¿Dónde está?
-Se ha marchado. No le he recibido.
Viendo que yo me puse triste,
añadió:
-Hay que
ser consecuente. Tu
padre te ha maltratado tanto que no quiero tener con
él nada de común. No le he recibido, y he hecho que le digan que no se moleste
más en venir a vernos.
Momentos después me encaminaba a la
ciudad para explicarme con mi padre. El camino estaba lleno de barro. Hacía
frío.
Por
primera vez, después
de nuestra boda, sentía una profunda tristeza. Mi
cerebro, cansado por aquel largo día gris, propendía a los pensamientos melancólicos.
«Quizás -decía yo mentalmente- mi vida no es lo que debe
ser.»
Una apatía honda se apoderó de mí.
No tenía gana de moverme ni de pensar. Andado ya parte del camino, determiné
volver a casa.
Allí encontré al padre de Macha.
Llevaba un impermeable con capuchón.
De pie en
medio del patio, decía con voz alterada por la cólera:
-¿Dónde están
los muebles? Había
un hermoso mobiliario estilo
Imperio, cuadros, jarrones, y ahora no hay nada. ¡Yo compré la casa con todo lo
que había dentro, qué diablo!
Junto a él, con la gorra en la
mano, estaba el criado de la señora Cheprakov, un hombre llamado Moisey, de
unos veinticinco años, enjuto, con unos ojillos impertinentes.
-Su excelencia compró la casa sin
muebles -contestó tímida-mente-. Lo recuerdo bien.
-¡Cállate, canalla!- le gritó al
ingeniero, rojo de ira.
El eco repitió el grito en el
jardín.
Cuando yo estaba haciendo algo en
el jardín o en el patio, Moisey solía contemplarme con sus ojillos insolentes,
cruzadas las manos atrás.
Su contemplación me irritaba tanto
que dejaba el trabajo y me iba.
Stepan nos
había dicho que
Moisey era el amante
de la generala
Cheprakov. Yo había notado que la gente que venía a ver a
la generala para cuestiones de dinero, empezaba por dirigirse a Moisey. Una vez
vi que un campesino le saludaba con gran humildad. A veces entregaba él mismo
el dinero, sin contar con su ama. Se advertía que hacía en la casa lo que le
daba la gana.
Nos
enojaba mucho su
conducta inconveniente. Disparaba
escope-tazos contra nuestras ventanas; nos robaba comestibles; se
servía, sin pedirnos permiso, de nuestros caballos. Se diría que Dubechnia era
suya y no nuestra.
Aunque nos
indignábamos, Moisey seguía haciendo lo que se le antojaba.
-Cuando pienso que aún tenemos que vivir mucho tiempo con estos
canallas!... -decía Macha.
Según el contrato, a la señora
Cheprakov le asistía el derecho de vivir allí dos años. Su hijo, Iván Cheprakov,
estaba empleado como
conductor en el
camino de hierro.
Durante el invierno había enflaquecido tanto y se había
debilitado hasta tal
punto que con
una copa de «vodka» se emborrachaba, Le avergonzaba
ser conductor, lo que le parecía humillante para un noble; pero al mismo tiempo
consideraba aquel destino muy ventajoso,
pues le propor-cionaba ocasión de robar bujías
pertenecientes al camino de hierro y venderlas.
Mi
matrimonio con Macha
le asombró, le enceló y le hizo concebir la esperanza de
hacer cualquier día un matrimonio parecido. Miraba a Macha con entusiasmo, me
preguntaba qué comía y no me ocultaba su envidia.
-¡Dios mío!- gemía encendiendo por
décima vez su cigarrillo
y tirando la
cerilla al suelo- ¡Dios mío! Tú eres felicísimo, y yo...
¡Qué vida de perro! Cualquier
oficialillo tiene derecho
a tutearme, pues, al fin y al cabo, no soy más que un empleado
subalterno, una especie de criado de los viajeros.
Una vez me dijo:
-Por culpa de mi madre soy un pobre
hombre. En el tren oigo con frecuencia conversaciones científicas muy interesantes...
Pues bien: le he oído asegurar a un doctor que, si los padres son perversos,
los hijos, fatalmente, son borrachos
o criminales. Ahora
comprendo mi desventura...
Un día vino a casa tambaleándose,
sin poder apenas tenerse en pie. Sus ojos miraban con una expresión turbada e
insensata, su respiración era pesada, jadeante. Reía y lloraba al mismo tiempo,
balbuciendo sin cesar palabras casi incomprensibles.
-¡Mi madre! ¿Dónde está mi madre?
-decía llorando como un niño perdido entre la muchedumbre.
Le conduje al jardín y le acosté
debajo de un árbol. Durante toda la noche, Macha y yo velamos. Macha miraba con
repugnancia su rostro pálido, y decía:
-¡Y pensar que aún tenemos que
vivir año y medio con esta gente! ¡Es terrible!
Los campesinos también nos daban
muchas desazones. Ya aquella primavera, en los primeros días
de nuestro matrimonio,
decep-ciones terribles habían turbado nuestra felicidad.
1.014. Chejov (Anton)
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