Cuando
por la mañana, después de las siete, Olga Ivánovna, despeinada y fea, con la
cabeza pesada a causa del insomnio, y con aire culpable, salió del dormítaria,
cerca de ella pasó, dirigiéndose al vestíbulo, un señor de barba negra, por lo
visto, un médico. Olía a medicamentos. En la puerta del gabinete estaba de pie
Korostelev y con la mano derecha se atusaba el bigote izquierdo.
-Perdóneme,
pero no la dejaré entrar -dijo sombríamente. Podría contagiarse. Además, no
vale la pena. Está delirando.
-¿Es
la difteria? -preguntó Olga Ivánovna en un susurro.
-A
aquellos que se meten en la cueva del lobo, en realidad, habría que demandarlos
judicialmente -barbotó Korostelev sin contestar la pregunta. ¿Sabe usted por
qué se contagió? El martes pasado estuvo succionándole a un niño, a través de
un tubito, las secreciones diftéricas. ¿Para qué? Porque sí... ¡Qué
tontería!...
-¿Es
peligroso? ¿Muy peligroso? -preguntó Olga Ivánovna.
-Sí,
dicen que se trata de una forma grave. Habría que mandar por Schrek...
Primero
vino un hombrecillo pelirrojo, de nariz larga y con acento judío; luego un
hombre alto, encorvado, de cabellos negros, parecido a un protodiácono; luego
un joven grueso, de cara colorada, con lentes. Eran médicos que venían a hacer
la guardia junto a su compañero. Korostelev, terminado su turno, no se iba,
sino que se quedaba vagando por todas las habitaciones como una sombra. La
criada servía té a los médicos y a menudo iba corriendo a la farmacia, de modo
que no había nadie para limpiar las habitaciones. La casa estaba silenciosa y
sombría.
Olga
Ivánovna permanecía sentada en su dormitorio pensando que este era un castigo
de Dios porque ella había engañado a su marido. Un ser táciturno, resignado e
incomprensible, despersonalizado por su mansedumbre, falto de carácter y débil
a causa de la excesiva bondad, sufría sordamente, sin quejas, allí en su diván.
Pera si este ser se hubiera quejado, aunque hubiese sido delirando, los
médicos de guardia se hubiesen enterado de que la difteria no era la única
culpable de lo sucedido. Hubieran podido también preguntárselo a Korostelev:
él lo sabe todo y no en vano mira a la mujer de su amigo de un modo como si
ella fuese la verdadera, la principal malhechora, mientras que la difteria no
era. más que su cómplice. Ella ya no recordaba ni la noche de luna sobre el
Volga, ni las dedlaraciones de amor, ni la poética vida en la aldea y sólo se
daba cuenta de que por mero capricho, por siempre travesura, se había ensuciado
toda, de la cabeza a los pies, con algo pegajoso y repulsivo que jamás se
podría lavar...
«¡Ah,
qué horrible mentira! -pensó, al recordar el agitado amor que había tenido con
Riabovsky. ¡Maldito sea todo aquello!»
A
las cuatro almorzó con Korostelev. Éste no comió nada; sólo bebía vino tinto y
fruncía el ceño. Ella tampoco comió. Ora rezaba mentalmente haciendo promesa
de volver a amar a Dímov y serle fiel, si él sanaba; ora se olvidaba por un
momento y, al mirar a Korostelev, pensaba: «¿Cómo no se aburre uno de ser un
hombre simple, en nada destacable, desconocido y, además, con cara demacrada y
modales torpes?» O bien le parecía que Dios iba a matarla en cualquier momento
porque ella, temiendo el contagio, ni una sola vez había ido a ver al marido a
su gabinete. En general, la embargaba un sentimiento de sorda congoja junto con
la certidumbre de que su vida ya estaba deshecha y de que no había manera de
reconstruirla...
Después
del almuerzo sobrevino el crepúsculo. Al entrar en la sala Olga Ivánovna vio a
Korostelev dormido en el sofá, la cabeza apoyada sobre un cojín de seda,
bordado en oro. «Kji-puá... -roncaba- kji-puá...»
Los
médicos que venían a hacer guardia no notaban ese desorden. El hecho de que una
persona extraña durmiera en la sala, roncando; los bocetos en las paredes; la
insólita disposición de los objetos y la negligencia en el vestir de la
despeinada dueña de casa, todo ello no suscitaba ahora el menor interés. Por
alguna razón, uno de los médicos sin querer, se echó a reír y su risa sonó en
el aire tan extraña y tímida que daba miedo.
Cuando
Olga Ivánovna por segunda vez entró en la sala, Korostelev ya no dormía; estaba
fumando sentado.
-Tiene
la difteria de la cavidad nasal -dijo a media voz. El corazón no funciona
bien. En realidad, las cosas andan mal.
-¿Y
si mandara por Schrek? -dijo Olga Ivánovna.
-Ya
estuvo aquí. Fue él quien notó que la difteria se le había pasado a la nariz.
Pero ¿qué puede hacer Schrek? En realidad ¿qué es Schrek? Nada. Él es Schrek y
yo soy Korostelev y eso es todo.
El
tiempo pasaba con una lentitud terrible. Olga Ivánovna, recostada vestida en
la cama sin arreglar, dormitaba. Tenía la sensación de que toda la casa, desde
el suelo hasta el techo, estaba ocupada por una enorme mole de hierro y que
sólo bastaría sacar este hierro afuera para que todos sintieran alivio y
alegría. Al despertarse, se dio cuenta de que eso no era hierro sino la
enfermedad de Dímov.
«Naturaleza
muerta, huerta... -pensó, volviendo a sumergirse en el sueño- puerta...
tuerta... ¿Y entonces, Schrek? Schrek, grek, vrek, krek. ¿Dónde están todos mis
amigos? ¿Saben ellos que hay desgracia en nuestra casa? Señor, sálvanos... líbranos
del mal. Schrek, grek...»
Y
otra vez él hierro... El tiempo era largo, pero el reloj en el piso de abajo
daba la hora a menudo. A cada rato sonaba el timbre; llegaban los médicos...
Con un vaso vacío sobre la bandeja, entró la criada y preguntó:
-Señora,
¿quiere que haga la cama?
Al
no recibir respuesta, salió. Abajo, el reloj dio la hora, surgió la visión de
una lluvia sobre el Volga, y de nuevo entró alguien en el dormitorio, al
parecer, un extraño. Olga Ivánovna se levantó de un salto y reconoció á
Korostelev.
-¿Qué
hora es? -preguntó.
-Cerca
de las tres.
-¿Cómo
sigue?
-¡Cómo
quiere que siga! He venido a decirle... que se está muriendo...
El
doctor dejó oír un sollozo, se sentó a su lado en la cama, y se secó las lágrimas
con la manga. En el primer momento ella no entendió bien sus palabras, pero se
quedó fría y se persignó lentamente.
-Se
está muriendo... -repitió el médico con un hilo de voz y sollozó de nuevo.
Muere porque se ha sacrificado... ¡Qué pérdida para la ciencia! -dijo con amargura.
No se le puede comparar con ninguno de nosotros... Era un gran hombre... ¡Un
hombre extraordinario! ¡Qué talento! ¡Cuántas esperanzas cifrábamos en él! -prosiguió
Korostelev, torciéndose las manos. Dios, mío, llegaría a ser un sabio como ya
no se encuentran hoy ni con un farol... ¡Dímov! ¿Qué has hecho, Dímov? ¡Ah,
Dios mío!
Presa
de desesperación; Korostelev se cubrió la cara con las manos y meneó la cabeza.
-¡Y
qué fuerza moral! -continuó, cada vez más enojado con alguien. Un alma
bondadosa, pura y amante; ¡no era un hombre sido un cristal! Sirvió a la
ciencia y murió por la ciencia. Trabajó como un buey, día y noche; nadie tuvo
piedad de él; el joven científico, futuro profesor, debió buscar más y más
trabajo y hacer traducciones de noche para pagar estos... ¡infames trapos!
Korostelev
miró con odio a Olga Ivánovna, asió la sábana con ambas manos y tiró de ella,
iracundo, como si fuera la culpable.
-Él
mismo no se tenía lástima ni los demás la tenían. Ah, en realidad, ¡para qué
hablar!
-¡Sí,
era un hombre excepcional! -dijo alguien en la sala con voz de bajo.
Olga
Ivánovna recordó toda su vida con él, desde el principio hasta el fin, con
todos los detalles, y de golpe entendió que, en comparación con todas las
personas que ella conocía, era un hombre extraordinario, excepcional, grande.
Y al recordar el trato que le dispensaban el difunto padre de ella y los
colegas-médicos comprendió que todos ellos vislumbraban en él una futura
celebridad. Las paredes, el cielo raso, la lámpara y la alfombra sobre el piso
le guiñaron burlonamente, como si quisieran decir: «¡Lo dejaste pasar! ¡Lo
dejaste pasar!» Sin poder contener el llanto, ella salió corriendo del dormitorio,
atravesó la sala delante de un hombre desconocido y se precipitó al gabinete de
su marido. Éste yacía, inmóvil, en el diván turco, cubierto con la frazada
hasta la cintura. Su rostro, terriblemente demacrado y enflaquecido, tenía ese
color amarillo grisáceo que nunca tienen las personas vivas; y sólo por la
frente, por las negras cejas y por la conocida sonrisa se podía reconocer el
pecho, la frente y las manos. El pecho estaba tibio aún, pero en la frente y en
las manos se percibía ya un frío desagradable. Y los ojos semiabiertos no
miraban a Olga Ivánovna sino a la frazada.
-¡Dímav!
-llamó ella en voz alta. ¡Dímov!
Quería
explicarle que se trataba de un error; que no todo estaba perdido aún; que la
vida podría ser aún bella y feliz; que él era un hombre excepcional,
extraordinario y grande y que ella estaba dispuesta a venerarlo, rezar ante él
y experimentar un miedo sagrado durante toda su vida...
-¡Dímov!
-volvía a llamarlo, sacudiéndole el hombro y resistiéndose a creer que él jamás
despertaría. ¡Dímov! ¡Pero Dímov!
Mientras
tanto, en el vestíbulo, Korostelev decía a la criada:
-No
tiene nada que preguntar. Vaya a la iglesia y averigüe en la casita del sereno
dónde viven las mujeres del asilo. Ellas lavarán el cuerpo, lo vestirán y harán
todo lo que haga falta.
1.014. Chejov (Anton)
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