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viernes, 27 de diciembre de 2013

La cigarra - Cap. VIII

Cuando por la mañana, después de las siete, Olga Ivánovna, despeinada y fea, con la cabeza pesada a causa del insomnio, y con aire culpable, salió del dormítaria, cerca de ella pasó, dirigiéndose al vestíbulo, un señor de barba negra, por lo visto, un médico. Olía a medi­camentos. En la puerta del gabinete estaba de pie Koros­telev y con la mano derecha se atusaba el bigote iz­quierdo.
-Perdóneme, pero no la dejaré entrar -dijo sombría­mente. Podría contagiarse. Además, no vale la pena. Está delirando.
-¿Es la difteria? -preguntó Olga Ivánovna en un susurro.
-A aquellos que se meten en la cueva del lobo, en realidad, habría que demandarlos judicialmente -bar­botó Korostelev sin contestar la pregunta. ¿Sabe us­ted por qué se contagió? El martes pasado estuvo succio­nándole a un niño, a través de un tubito, las secreciones diftéricas. ¿Para qué? Porque sí... ¡Qué tontería!...
-¿Es peligroso? ¿Muy peligroso? -preguntó Olga Ivánovna.
-Sí, dicen que se trata de una forma grave. Habría que mandar por Schrek...
Primero vino un hombrecillo pelirrojo, de nariz larga y con acento judío; luego un hombre alto, encorvado, de cabellos negros, parecido a un protodiácono; luego un joven grueso, de cara colorada, con lentes. Eran mé­dicos que venían a hacer la guardia junto a su compa­ñero. Korostelev, terminado su turno, no se iba, sino que se quedaba vagando por todas las habitaciones como una sombra. La criada servía té a los médicos y a menudo iba corriendo a la farmacia, de modo que no había nadie para limpiar las habitaciones. La casa estaba silenciosa y sombría.
Olga Ivánovna permanecía sentada en su dormitorio pensando que este era un castigo de Dios porque ella había engañado a su marido. Un ser táciturno, resignado e incomprensible, despersonalizado por su mansedumbre, falto de carácter y débil a causa de la excesiva bondad, sufría sordamente, sin quejas, allí en su diván. Pera si este ser se hubiera quejado, aunque hubiese sido de­lirando, los médicos de guardia se hubiesen enterado de que la difteria no era la única culpable de lo suce­dido. Hubieran podido también preguntárselo a Koros­telev: él lo sabe todo y no en vano mira a la mujer de su amigo de un modo como si ella fuese la verdadera, la principal malhechora, mientras que la difteria no era. más que su cómplice. Ella ya no recordaba ni la noche de luna sobre el Volga, ni las dedlaraciones de amor, ni la poética vida en la aldea y sólo se daba cuenta de que por mero capricho, por siempre travesura, se había ensu­ciado toda, de la cabeza a los pies, con algo pegajoso y repulsivo que jamás se podría lavar...
«¡Ah, qué horrible mentira! -pensó, al recordar el agitado amor que había tenido con Riabovsky. ¡Maldito sea todo aquello!»
A las cuatro almorzó con Korostelev. Éste no comió nada; sólo bebía vino tinto y fruncía el ceño. Ella tam­poco comió. Ora rezaba mentalmente haciendo promesa de volver a amar a Dímov y serle fiel, si él sanaba; ora se olvidaba por un momento y, al mirar a Korostelev, pensaba: «¿Cómo no se aburre uno de ser un hombre simple, en nada destacable, desconocido y, además, con cara demacrada y modales torpes?» O bien le parecía que Dios iba a matarla en cualquier momento porque ella, temiendo el contagio, ni una sola vez había ido a ver al marido a su gabinete. En general, la embargaba un sentimiento de sorda congoja junto con la certidumbre de que su vida ya estaba deshecha y de que no había manera de reconstruirla...
Después del almuerzo sobrevino el crepúsculo. Al entrar en la sala Olga Ivánovna vio a Korostelev dormi­do en el sofá, la cabeza apoyada sobre un cojín de seda, bordado en oro. «Kji-puá... -roncaba- kji-puá...»
Los médicos que venían a hacer guardia no notaban ese desorden. El hecho de que una persona extraña dur­miera en la sala, roncando; los bocetos en las paredes; la insólita disposición de los objetos y la negligencia en el vestir de la despeinada dueña de casa, todo ello no suscitaba ahora el menor interés. Por alguna razón, uno de los médicos sin querer, se echó a reír y su risa sonó en el aire tan extraña y tímida que daba miedo.
Cuando Olga Ivánovna por segunda vez entró en la sala, Korostelev ya no dormía; estaba fumando sentado.
-Tiene la difteria de la cavidad nasal -dijo a me­dia voz. El corazón no funciona bien. En realidad, las cosas andan mal.
-¿Y si mandara por Schrek? -dijo Olga Ivánovna.
-Ya estuvo aquí. Fue él quien notó que la difteria se le había pasado a la nariz. Pero ¿qué puede hacer Schrek? En realidad ¿qué es Schrek? Nada. Él es Schrek y yo soy Korostelev y eso es todo.
El tiempo pasaba con una lentitud terrible. Olga Ivá­novna, recostada vestida en la cama sin arreglar, dormi­taba. Tenía la sensación de que toda la casa, desde el suelo hasta el techo, estaba ocupada por una enorme mole de hierro y que sólo bastaría sacar este hierro afuera para que todos sintieran alivio y alegría. Al des­pertarse, se dio cuenta de que eso no era hierro sino la enfermedad de Dímov.
«Naturaleza muerta, huerta... -pensó, volviendo a sumergirse en el sueño- puerta... tuerta... ¿Y entonces, Schrek? Schrek, grek, vrek, krek. ¿Dónde están todos mis amigos? ¿Saben ellos que hay desgracia en nuestra casa? Señor, sálvanos... líbranos del mal. Schrek, grek...»
Y otra vez él hierro... El tiempo era largo, pero el reloj en el piso de abajo daba la hora a menudo. A cada rato sonaba el timbre; llegaban los médicos... Con un vaso vacío sobre la bandeja, entró la criada y preguntó:
-Señora, ¿quiere que haga la cama?
Al no recibir respuesta, salió. Abajo, el reloj dio la hora, surgió la visión de una lluvia sobre el Volga, y de nuevo entró alguien en el dormitorio, al parecer, un extraño. Olga Ivánovna se levantó de un salto y recono­ció á Korostelev.
-¿Qué hora es? -preguntó.
-Cerca de las tres.
-¿Cómo sigue?
-¡Cómo quiere que siga! He venido a decirle... que se está muriendo...
El doctor dejó oír un sollozo, se sentó a su lado en la cama, y se secó las lágrimas con la manga. En el pri­mer momento ella no entendió bien sus palabras, pero se quedó fría y se persignó lentamente.
-Se está muriendo... -repitió el médico con un hilo de voz y sollozó de nuevo. Muere porque se ha sacri­ficado... ¡Qué pérdida para la ciencia! -dijo con amar­gura. No se le puede comparar con ninguno de noso­tros... Era un gran hombre... ¡Un hombre extraordinario! ¡Qué talento! ¡Cuántas esperanzas cifrábamos en él! -pro­siguió Korostelev, torciéndose las manos. Dios, mío, lle­garía a ser un sabio como ya no se encuentran hoy ni con un farol... ¡Dímov! ¿Qué has hecho, Dímov? ¡Ah, Dios mío!
Presa de desesperación; Korostelev se cubrió la cara con las manos y meneó la cabeza.
-¡Y qué fuerza moral! -continuó, cada vez más eno­jado con alguien. Un alma bondadosa, pura y amante; ¡no era un hombre sido un cristal! Sirvió a la ciencia y murió por la ciencia. Trabajó como un buey, día y no­che; nadie tuvo piedad de él; el joven científico, futuro profesor, debió buscar más y más trabajo y hacer traduc­ciones de noche para pagar estos... ¡infames trapos!
Korostelev miró con odio a Olga Ivánovna, asió la sábana con ambas manos y tiró de ella, iracundo, como si fuera la culpable.
-Él mismo no se tenía lástima ni los demás la tenían. Ah, en realidad, ¡para qué hablar!
-¡Sí, era un hombre excepcional! -dijo alguien en la sala con voz de bajo.
Olga Ivánovna recordó toda su vida con él, desde el principio hasta el fin, con todos los detalles, y de golpe entendió que, en comparación con todas las personas que ella conocía, era un hombre extraordinario, excepcio­nal, grande. Y al recordar el trato que le dispensaban el difunto padre de ella y los colegas-médicos comprendió que todos ellos vislumbraban en él una futura celebri­dad. Las paredes, el cielo raso, la lámpara y la alfombra sobre el piso le guiñaron burlonamente, como si quisie­ran decir: «¡Lo dejaste pasar! ¡Lo dejaste pasar!» Sin poder contener el llanto, ella salió corriendo del dormi­torio, atravesó la sala delante de un hombre desconocido y se precipitó al gabinete de su marido. Éste yacía, in­móvil, en el diván turco, cubierto con la frazada hasta la cintura. Su rostro, terriblemente demacrado y enfla­quecido, tenía ese color amarillo grisáceo que nunca tienen las personas vivas; y sólo por la frente, por las negras cejas y por la conocida sonrisa se podía reconocer el pecho, la frente y las manos. El pecho estaba tibio aún, pero en la frente y en las manos se percibía ya un frío desagradable. Y los ojos semiabiertos no miraban a Olga Ivánovna sino a la frazada.
-¡Dímav! -llamó ella en voz alta. ¡Dímov!
Quería explicarle que se trataba de un error; que no todo estaba perdido aún; que la vida podría ser aún bella y feliz; que él era un hombre excepcional, extraordina­rio y grande y que ella estaba dispuesta a venerarlo, rezar ante él y experimentar un miedo sagrado durante toda su vida...
-¡Dímov! -volvía a llamarlo, sacudiéndole el hom­bro y resistiéndose a creer que él jamás despertaría. ¡Dímov! ¡Pero Dímov!
Mientras tanto, en el vestíbulo, Korostelev decía a la criada:
-No tiene nada que preguntar. Vaya a la iglesia y averigüe en la casita del sereno dónde viven las mujeres del asilo. Ellas lavarán el cuerpo, lo vestirán y harán todo lo que haga falta.

1.014. Chejov (Anton)

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