El doctor Blagovo venía a vernos, en bicicleta. Mi
hermana también nos
visitaba con frecuencia.
Empezaron de nuevo
las discusiones acerca del
trabajo físico, del
progreso, de la meta lejana adonde se dirige la humanidad.
El
doctor no era
partidario de nuestra
vida campestre, cuyos menes-teres y preocupaciones nos obligaban a menudo
a interrumpir les diálogos trascendentales. Decía que es indigno de un hombre libre
labrar, segar, cuidar
del ganado.
Estaba seguro de que en el porvenir
todos esos trabajos groseros serían
realizados por máquinas y animales, y el hombre podría
entregarse por entero a las investigaciones científicas.
Mi hermana siempre tenía prisa de
volver a casa. Si se quedaba con nosotros hasta la noche o hasta el día
siguiente, no estaba tranquila.
-¡Dios mío,
qué chiquilla es
usted aún! -le decía Macha en tono de reproche. ¡Eso es
ridículo!
-Acaso tenga usted razón -respondía
mi hermana. Comprendo que es absurdo; pero ¿qué quiere usted? No puedo
remediarlo. Me parece un delito hacerle a mi padre esperar.
Por la noche, tras un día de duro
trabajo en el campo, yo me sentía muy cansado, y tomando el fresco en la
terraza, en compañía de Macha, el doctor y mi hermana, me quedaba dormido a lo
mejor de la conversación, lo que provocaba risas y bromas. Me despertaban para
ir a cenar; pero el sueño se apoderaba nuevamente de mí y lo veía todo en torno
mío como al través de una niebla: la luz, las caras, la mesa. Oía vagamente
hablar sin comprender lo que se decía. A la mañana siguiente, de pie al
amanecer, me entregaba al trabajo campestre o me dirigía a Kurilevka para
vigilar la edificación de la escuela. No volvía a casa hasta muy entrada la
noche.
Sólo dedicaba al hogar los días de
fiesta. En esas largas horas de intimidad familiar comencé a percatarme de que
Macha y mi hermana me ocultaban algo. Hasta me parecía que huían de mí. Mi
mujer seguía manifestándome un tierno cariño; pero yo advertía que no me
comunicaba todos sus pensamientos.
Era
evidente que su
irritación contra los campesinos crecía de día en día y que la
vida en Dubechnia se le iba haciendo insoportable; pero no me hablaba ya de eso
ni se quejaba. Sí, Macha me ocultaba sus verdaderas pensamientos.
Le gustaba más hablar con el doctor
que conmigo, y yo
me devanaba los
sesos tratando de comprender la razón.
Es costumbre en nuestro país
investir de cierta solemnidad la
recolección del trigo.
Por la noche se reúnen en el
patio del propietario los campesinos, y se los obsequia con «vodka».
Nosotros no
quisimos seguir esta
tradición.
Los segadores y las segadoras
esperaron largo rato en el
patio, y viendo
que no se
les daba «vodka» se marcharon,
muy entrada la noche, jurando e insultándonos. Macha, al oírlos, frunció las
cejas y guardó un silencio sombrío. Sólo dijo al cabo de un rato, dirigiéndose
al doctor:
-¡Qué brutos! ¡Son unos salvajes!
En el campo se acoge siempre a los
nuevos vecinos con cierta hostilidad, como en la escuela a los nuevos alumnos.
Nosotros tuvimos ocasión de experimentarlo. Al principio se nos consideraba
gente de poco seso, sin el menor sentido práctico, que había comprado la finca
porque no sabía qué hacer del dinero. Los campesinos se burlaban sin rebozo de
nosotros y nos daban todos los disgustos que podían. Llevaban a pacer a nuestro
bosque y hasta a nuestro jardín a sus vacas y sus caballos; y cuando nuestras
bes-tias eran acusadas calumniosamente por ellos de haberse metido en sus
prados, exigían que les pagásemos
multas. Acudían en
turba a casa, armaban
bajo nuestras ventanas
una algarabía infernal y
aseguraban que habíamos segado un trozo de terreno que no era nuestro. Como no
conocíamos los límites de nuestra propiedad, les creímos las
primeras veces y
les pagamos las multas
sin replicar; pero
no tardamos en
convencernos de que las reclama-ciones carecían en absoluto de
fundamento.
Con
frecuencia, los campesinos
derribaban árboles de nuestro bosque sin pedirnos permiso.
Uno
de ellos, enriquecido
gracias a no muy
limpias opera-ciones comerciales en Dubechnia, se puso,
en secreto, de
acuerdo con nuestros trabajadores, y todos en combinación
nos robaban desvergonzadamente: cambiaban
en nuestros coches ruedas nuevas
por viejas, se apoderaban de nuestros arneses, que nos vendían luego como si
fueran suyos, etc., etc.
Pero todo esto eran tortas y pan
pintado en comparación con los disgustos que nos proporcionaba la
escuela. Las mujeres
nos robaban durante la
noche planchas de
hierro, ladrillos, en fin, cuanto
podían llevarse. Nosotros reclamábamos, y el alcalde y algunos guardias hacían
pesquisas en el domicilio de las ladronas, les
imponían a cada una dos rublos de multa, y con el dinero
reunido compraban «vodka»,
emborrachándose toda la aldea de una manera abominable.
Macha estaba muy enojada, y le
decía al doctor y a mi hermana con voz trémula de indignación:
-¡No son hombres! No hay en ellos
nada de humano. ¡Qué horror! ¡Dios mío, qué horror!
Y no pocas veces la oí dolerse de
haber emprendido la edificación de la escuela. El doctor trataba de calmarla.
-Hágase usted cargo -le decía- de
que si edifica usted una escuela o lleva a cabo otra buena obra no
es precisamente en
beneficio de los «mujicks» sino en pro de la cultura
general, del progreso. Y cuanto más brutos, cuanto más salvajes sean los
«mujicks» más motivo hay para edificar escuelas. ¡Es tan sencillo y tan claro!
Oyéndole hablar así, me parecía que
no estaba seguro de que fuera preciso, en efecto, construir tal escuela, y que
compartía con Macha la antipatía a los campesinos.
Macha y mi hermana iban muchas
veces al molino y decían riendo que lo que las atraía allí era la
hermosura de Stepan.
Tuve ocasión de persuadirme de que el molinero sólo era
reservado y taciturno con el sexo fuerte: con las mujeres hablaba por los
codos. Una vez que fui a bañarme al río, le oí, por casualidad, conversar con
Macha y mi hermana. Ambas, en bata blanca, estaban sentadas bajo un árbol;
Stepan estaba en pie delante de ellas, con las manos cruzadas atrás, y decía:
-Los campesinos no son hombres.
Son, perdónenme ustedes la palabra, bestias. ¿Qué es su vida? Sólo
saben beber, emborracharse de «vodka», perder el tiempo gritando en la
taber-na, cantar canciones
obscenas y jurar.
Nunca hablan nada razonable.
No saben conducirse correctamente con la gente. ¡Son unos animales! Viven de un modo
inmundo: los hombres, las mujeres, los niños, van hechos unos puercos, comen
como cerdos, sin servirse casi nunca de los tenedores; se lavan muy poco...
¡Son unos marranos!, perdónenme ustedes la palabra.
-Eso se debe a su pobreza -objetó
mi hermana.
-No, no lo crea usted. Claro que
son pobres; pero aun siendo
pobre puede uno
conducirse como es debido.
Si estuvieran ciegos,
mutilados, sin piernas,
sin brazos, se
comprendería que fueran como son; pero hombres que tienen brazos y
piernas, que conservan las fuerzas, no deben caer tan bajo. No, señora; créame
usted, no es por su pobreza por lo que nuestros campesinos viven como cerdos.
La causa de todas sus desgracias es el maldito «vodka». Además, los
campesinos ricos no
viven mejor que
los pobres... Igual que
cochinos... El rico es también grosero, canalla, borracho, con la única
diferencia de que tiene más barriga y puede permitirse más porquerías. Ahí
tienen ustedes al rico campesino Larion... Deben ustedes conocerle, porque les
ha robado cuanto ha querido y ha cortado
muchos árboles de
su bosque. Bueno;
con toda su riqueza,
¿cómo vive? Él
y su familia van sucios, mal vestidos, habitan una
casa asquerosa. A él se le
ve a menudo
borracho en medio de
la calle, con la cara
metida en un charco... No, señora; ninguno vale un
pito. La vida en la aldea es un verdadero infierno. Estoy de ella hasta la
coronilla. Para mí se acabó...
-¿Cómo que se acabó?
-Preguntó
Macha.
-No
tengo nada que
hacer en la
aldea. No quiero volver a verla.
Soy libre como un pájaro y nadie puede obligarme a vivir entre esos cochinos.
Es verdad que tengo una mujer y se pretende
que mi deber
es vivir en
su compañía; pero yo no reconozco
esa obligación: no me he vendido a mi mujer...
-Diga usted, Stepan, ¿se casó usted
enamorado? -siguió preguntando Macha.
-No
hay amor en
el campo -contestó
sonriendo Stepan. Yo me he casado dos veces. No soy de Kurilovka, sino
de la aldea de Zalegochi.
Allí la vida era tan estúpida y tan
sucia como aquí, como en todas partes. Éramos cinco hermanos; mis hermanos
estaban casados y todos vivían juntos. La casa estaba llena de mujeres, de
niños. Yo quise recibir mi parte de tierra y vivir separadamente, pero mi padre
no lo consintió. Entonces dejé la casa y me casé en una aldea vecina. Mi
primera mujer murió joven.
-¿De qué?
-De
tontería. Se pasaba
la vida llorando
y siempre estaba tomando
drogas para embellecerse.
Eso seguramente la
puso gravemente enferma y
la mató... Mi
segunda mujer es de
Kurilovka. No vale un comino... Una campesina ordinaria... En el primer momento
me gustó: era guapa, limpia, modesta. Lo que me gustó sobre todo fue la
limpieza de su casa, una cosa rara en la aldea. Pero no era más que apariencia:
al día siguiente de la boda pedí en la mesa una cuchara, y mi suegra la limpió
con los dedos. «Esa es vuestra
limpieza», me dije.
Y al año
de vivir con mi
segunda mujer, la
dejé... No quiero más...
Calló un
instante, contemplando el
agua tranquila que corría a sus pies, y añadió:
-No
debí casarme con
una campesina. Las campesinas son muy bestias. Dicen que la
mujer debe ayudar a su marido en el trabajo; pero yo me puedo
pasar sin esa
ayuda; me ayudo
yo mismo. Lo que necesito es una mujer con quien poder hablar...
En aquel momento advirtió que yo me
acercaba, y no
habló más: no
le gustaba hacerlo delante de los hombres.
Macha iba con mucha frecuencia al
molino; escuchaba a Stepan con visible placer: el molinero odiaba a los
campesinos y ella compartía ese
odio. Lo que
decía Stepan justificaba
el desprecio que los campesinos le inspiraban.
Cuando volvía a casa y se enteraba
de que las cabras de los campesinos se habían comido las coles de nuestro
jardín o de que nos habían robado
algo, se encogía
de hombros y
decía encolerizada:
-Es natural. De gente así no se
puede esperar otra cosa.
Cada día se indignaba más contra
los campesinos, los odiaba con toda su alma. Yo, por el contrario, me iba
acostumbrando poco a poco a sus imperfecciones. Había algo en ellos que me
atraía. La mayor parte eran hombres nerviosos, irritables, ignorantes,
de imaginación estrecha, de horizontes muy limitados. Todos
sus pensamientos giraban en torno de la tierra negra, del pan negro y de su
vida gris. Con toda su astucia y con toda su mala fe no sabían hacer el más
sencillo cálculo aritmético. Se negaban a trabajar por veinte rublos, por
juzgar el precio demasiado exiguo, y consentían en trabajar por medio cántaro
de «vodka» aunque con los veinte rublos podían comprarse cuatro cántaros.
Macha, Stepan y los demás tenían,
naturalmente, razón: los campesinos vivían como cerdos, se emborrachaban, eran
a menudo estúpidos, engañaban al prójimo..., y, sin embargo, yo advertía que en la
vida campestre había
una base sólida, real, una base de que carecía la vida ciudadana. Viendo
al campesino trabajar la tierra olvidaba uno su estupidez, sus borracheras, y
descubría en él una gravedad, una importancia que no existía en Macha ni en el
doctor Blagovo; aquel campesino
sucio, bestia y
borracho aspiraba a la justicia, tenía la convicción
profunda de que sin justicia la vida es imposible.
Solía hablarle a Macha de esto. Le
decía que sólo veía las manchas del cristal
y no veía el cristal.
Ella evitaba
toda discusión conmigo,
y por única respuesta se ponía a
tararear quedamente.
Como en venganza, hablaba siempre
que tenía ocasión con el
doctor, temblándole la
voz de cólera, de
la embriaguez y
la maldad de los
campesinos. El oírla me hacía sufrir. No podía yo concebir
la injusticia de
sus acusaciones.
Con
su fina inteligencia
hubiera debido darse cuenta de que la gente
bien educada, perteneciente a la buena sociedad, no se distingue tampoco
por la santidad de su vida. Su padre, por ejemplo, bebía también mucho, gastaba
grandes sumas en vinos,
y ella no
se lo reprochaba.
Además, el
dinero con que
Dolchikov había adquirido Dubechnia
provenía de una
fuente harto sospechosa, había sido ganado sabe Dios cómo.
1.014. Chejov (Anton)
No hay comentarios:
Publicar un comentario