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viernes, 27 de diciembre de 2013

Historia de mi vida - Cap. XIII

El doctor Blagovo venía a vernos, en bicicleta.  Mi  hermana  también  nos  visitaba  con  frecuencia.  Empezaron  de  nuevo  las  discusiones acerca  del  trabajo  físico,  del  progreso,  de  la meta lejana adonde se dirige la humanidad.
El  doctor  no  era  partidario  de  nuestra  vida campestre, cuyos menes-teres y preocupaciones nos obligaban a menudo a interrumpir les diálogos trascendentales. Decía que es indigno de un hombre  libre  labrar,  segar,  cuidar  del  ganado.
Estaba seguro de que en el porvenir todos esos trabajos  groseros  serían  realizados  por  máquinas y animales, y el hombre podría entregarse por entero a las investigaciones científicas.
Mi hermana siempre tenía prisa de volver a casa. Si se quedaba con nosotros hasta la noche o hasta el día siguiente, no estaba tranquila.
-¡Dios  mío,  qué  chiquilla  es  usted  aún!  -le decía Macha en tono de reproche. ¡Eso es ridículo!
-Acaso tenga usted razón -respondía mi hermana. Comprendo que es absurdo; pero ¿qué quiere usted? No puedo remediarlo. Me parece un delito hacerle a mi padre esperar.
Por la noche, tras un día de duro trabajo en el campo, yo me sentía muy cansado, y tomando el fresco en la terraza, en compañía de Macha, el doctor y mi hermana, me quedaba dormido a lo mejor de la conversación, lo que provocaba risas y bromas. Me despertaban para ir a cenar; pero el sueño se apoderaba nuevamente de mí y lo veía todo en torno mío como al través de una niebla: la luz, las caras, la mesa. Oía vagamente hablar sin comprender lo que se decía. A la mañana siguiente, de pie al amanecer, me entregaba al trabajo campestre o me dirigía a Kurilevka para vigilar la edificación de la escuela. No volvía a casa hasta muy entrada la noche.
Sólo dedicaba al hogar los días de fiesta. En esas largas horas de intimidad familiar comencé a percatarme de que Macha y mi hermana me ocultaban algo. Hasta me parecía que huían de mí. Mi mujer seguía manifestándome un tierno cariño; pero yo advertía que no me comunicaba todos sus pensamientos.
Era  evidente  que  su  irritación  contra  los campesinos crecía de día en día y que la vida en Dubechnia se le iba haciendo insoportable; pero no me hablaba ya de eso ni se quejaba. Sí, Macha me ocultaba sus verdaderas pensamientos.
Le gustaba más hablar con el doctor que conmigo,  y  yo  me  devanaba  los  sesos  tratando  de comprender la razón.
Es costumbre en nuestro país investir de cierta  solemnidad  la  recolección  del  trigo.  Por  la noche se reúnen en el patio del propietario los campesinos, y se los obsequia con «vodka».
Nosotros  no  quisimos  seguir  esta  tradición.
Los segadores y las segadoras esperaron largo rato  en  el  patio,  y  viendo  que  no  se  les  daba «vodka» se marcharon, muy entrada la noche, jurando e insultándonos. Macha, al oírlos, frunció las cejas y guardó un silencio sombrío. Sólo dijo al cabo de un rato, dirigiéndose al doctor:
-¡Qué brutos! ¡Son unos salvajes!
En el campo se acoge siempre a los nuevos vecinos con cierta hostilidad, como en la escuela a los nuevos alumnos. Nosotros tuvimos ocasión de experimentarlo. Al principio se nos consideraba gente de poco seso, sin el menor sentido práctico, que había comprado la finca porque no sabía qué hacer del dinero. Los campesinos se burlaban sin rebozo de nosotros y nos daban todos los disgustos que podían. Llevaban a pacer a nuestro bosque y hasta a nuestro jardín a sus vacas y sus caballos; y cuando nuestras bes-tias eran acusadas calumniosamente por ellos de haberse metido en sus prados, exigían que les pagásemos  multas.  Acudían  en  turba  a  casa, armaban  bajo  nuestras  ventanas  una  algarabía infernal y aseguraban que habíamos segado un trozo de terreno que no era nuestro. Como no conocíamos los límites de nuestra propiedad, les creímos  las  primeras  veces  y  les  pagamos  las multas  sin  replicar;  pero  no  tardamos  en  convencernos de que las reclama-ciones carecían en absoluto de fundamento.
Con  frecuencia,  los  campesinos  derribaban árboles de nuestro bosque sin pedirnos permiso.
Uno  de  ellos,  enriquecido  gracias  a  no  muy limpias opera-ciones comerciales en Dubechnia, se  puso,  en  secreto,  de  acuerdo  con  nuestros trabajadores, y todos en combinación nos robaban  desvergonzadamente:  cambiaban  en  nuestros coches ruedas nuevas por viejas, se apoderaban de nuestros arneses, que nos vendían luego como si fueran suyos, etc., etc.
Pero todo esto eran tortas y pan pintado en comparación con los disgustos que nos proporcionaba  la  escuela.  Las  mujeres  nos  robaban durante  la  noche  planchas  de  hierro,  ladrillos, en fin, cuanto podían llevarse. Nosotros reclamábamos, y el alcalde y algunos guardias hacían pesquisas en el domicilio de las ladronas, les
imponían a cada una dos rublos de multa, y con el  dinero  reunido  compraban  «vodka»,  emborrachándose toda la aldea de una manera abominable.
Macha estaba muy enojada, y le decía al doctor y a mi hermana con voz trémula de indignación:
-¡No son hombres! No hay en ellos nada de humano. ¡Qué horror! ¡Dios mío, qué horror!
Y no pocas veces la oí dolerse de haber emprendido la edificación de la escuela. El doctor trataba de calmarla.
-Hágase usted cargo -le decía- de que si edifica usted una escuela o lleva a cabo otra buena obra  no  es  precisamente  en  beneficio  de  los «mujicks» sino en pro de la cultura general, del progreso. Y cuanto más brutos, cuanto más salvajes sean los «mujicks» más motivo hay para edificar escuelas. ¡Es tan sencillo y tan claro!
Oyéndole hablar así, me parecía que no estaba seguro de que fuera preciso, en efecto, construir tal escuela, y que compartía con Macha la antipatía a los campesinos.
Macha y mi hermana iban muchas veces al molino y decían riendo que lo que las atraía allí era  la  hermosura  de  Stepan.  Tuve  ocasión  de persuadirme de que el molinero sólo era reservado y taciturno con el sexo fuerte: con las mujeres hablaba por los codos. Una vez que fui a bañarme al río, le oí, por casualidad, conversar con Macha y mi hermana. Ambas, en bata blanca, estaban sentadas bajo un árbol; Stepan estaba en pie delante de ellas, con las manos cruzadas atrás, y decía:
-Los campesinos no son hombres. Son, perdónenme ustedes la palabra, bestias. ¿Qué es su vida?  Sólo  saben  beber,  emborracharse  de «vodka», perder el tiempo gritando en la taber-na,  cantar  canciones  obscenas  y  jurar.  Nunca hablan  nada  razonable.  No  saben  conducirse correctamente con la  gente. ¡Son unos animales! Viven de un modo inmundo: los hombres, las mujeres, los niños, van hechos unos puercos, comen como cerdos, sin servirse casi nunca de los tenedores; se lavan muy poco... ¡Son unos marranos!, perdónenme ustedes la palabra.
-Eso se debe a su pobreza -objetó mi hermana.
-No, no lo crea usted. Claro que son pobres; pero  aun  siendo  pobre  puede  uno  conducirse como  es  debido.  Si  estuvieran  ciegos,  mutilados,  sin  piernas,  sin  brazos,  se  comprendería que fueran como son; pero hombres que tienen brazos y piernas, que conservan las fuerzas, no deben caer tan bajo. No, señora; créame usted, no es por su pobreza por lo que nuestros campesinos viven como cerdos. La causa de todas sus desgracias es el maldito «vodka». Además, los campesinos  ricos  no  viven  mejor  que  los  pobres... Igual que cochinos... El rico es también grosero, canalla, borracho, con la única diferencia de que tiene más barriga y puede permitirse más porquerías. Ahí tienen ustedes al rico campesino Larion... Deben ustedes conocerle, porque les ha robado cuanto ha querido y ha cortado  muchos  árboles  de  su  bosque.  Bueno;  con toda  su  riqueza,  ¿cómo  vive?  Él  y  su  familia van sucios, mal vestidos, habitan una casa asquerosa.  A  él  se  le  ve  a  menudo  borracho  en medio  de  la  calle,  con  la  cara  metida  en  un charco... No, señora; ninguno vale un pito. La vida en la aldea es un verdadero infierno. Estoy de ella hasta la coronilla. Para mí se acabó...
-¿Cómo que se acabó? 
-Preguntó Macha.
-No  tengo  nada  que  hacer  en  la  aldea.  No quiero volver a verla. Soy libre como un pájaro y nadie puede obligarme a vivir entre esos cochinos. Es verdad que tengo una mujer y se pretende  que  mi  deber  es  vivir  en  su  compañía; pero yo no reconozco esa obligación: no me he vendido a mi mujer...
-Diga usted, Stepan, ¿se casó usted enamorado? -siguió preguntando Macha.
-No  hay  amor  en  el  campo  -contestó  sonriendo Stepan. Yo me he casado dos veces. No soy de Kurilovka, sino de la aldea de Zalegochi.
Allí la vida era tan estúpida y tan sucia como aquí, como en todas partes. Éramos cinco hermanos; mis hermanos estaban casados y todos vivían juntos. La casa estaba llena de mujeres, de niños. Yo quise recibir mi parte de tierra y vivir separadamente, pero mi padre no lo consintió. Entonces dejé la casa y me casé en una aldea vecina. Mi primera mujer murió joven.
-¿De qué?
-De  tontería.  Se  pasaba  la  vida  llorando  y siempre  estaba  tomando  drogas  para  embellecerse.  Eso  seguramente  la  puso  gravemente enferma  y  la  mató...  Mi  segunda  mujer  es  de Kurilovka. No vale un comino... Una campesina ordinaria... En el primer momento me gustó: era guapa, limpia, modesta. Lo que me gustó sobre todo fue la limpieza de su casa, una cosa rara en la aldea. Pero no era más que apariencia: al día siguiente de la boda pedí en la mesa una cuchara, y mi suegra la limpió con los dedos. «Esa es vuestra  limpieza»,  me  dije.  Y  al  año  de  vivir con  mi  segunda  mujer,  la  dejé...  No  quiero más...
Calló  un  instante,  contemplando  el  agua tranquila que corría a sus pies, y añadió:
-No  debí  casarme  con  una  campesina.  Las campesinas son muy bestias. Dicen que la mujer debe ayudar a su marido en el trabajo; pero yo me  puedo  pasar  sin  esa  ayuda;  me  ayudo  yo mismo. Lo que necesito es una mujer con quien poder hablar...
En aquel momento advirtió que yo me acercaba,  y  no  habló  más:  no  le  gustaba  hacerlo delante de los hombres.
Macha iba con mucha frecuencia al molino; escuchaba a Stepan con visible placer: el molinero odiaba a los campesinos y ella compartía ese  odio.  Lo  que  decía  Stepan  justificaba  el desprecio que los campesinos le inspiraban.
Cuando volvía a casa y se enteraba de que las cabras de los campesinos se habían comido las coles de nuestro jardín o de que nos habían robado  algo,  se  encogía  de  hombros  y  decía encolerizada:
-Es natural. De gente así no se puede esperar otra cosa.
Cada día se indignaba más contra los campesinos, los odiaba con toda su alma. Yo, por el contrario, me iba acostumbrando poco a poco a sus imperfecciones. Había algo en ellos que me atraía. La mayor parte eran hombres nerviosos, irritables,  ignorantes,  de  imaginación  estrecha, de horizontes muy limitados. Todos sus pensamientos giraban en torno de la tierra negra, del pan negro y de su vida gris. Con toda su astucia y con toda su mala fe no sabían hacer el más sencillo cálculo aritmético. Se negaban a trabajar por veinte rublos, por juzgar el precio demasiado exiguo, y consentían en trabajar por medio cántaro de «vodka» aunque con los veinte rublos podían comprarse cuatro cántaros.
Macha, Stepan y los demás tenían, naturalmente, razón: los campesinos vivían como cerdos, se emborrachaban, eran a menudo estúpidos, engañaban al prójimo..., y, sin embargo, yo advertía  que  en  la  vida  campestre  había  una base sólida, real, una base de que carecía la vida ciudadana. Viendo al campesino trabajar la tierra olvidaba uno su estupidez, sus borracheras, y descubría en él una gravedad, una importancia que no existía en Macha ni en el doctor Blagovo;  aquel  campesino  sucio,  bestia  y  borracho aspiraba a la justicia, tenía la  convicción  profunda de que sin justicia la vida es imposible.
Solía hablarle a Macha de esto. Le decía que sólo veía las manchas del cristal  y  no veía el cristal.
Ella  evitaba  toda  discusión  conmigo,  y  por única respuesta se ponía a tararear quedamente.
Como en venganza, hablaba siempre que tenía ocasión  con  el  doctor,  temblándole  la  voz  de cólera,  de  la  embriaguez  y  la  maldad  de  los campesinos. El oírla me hacía sufrir. No podía yo  concebir  la  injusticia  de  sus  acusaciones.
Con  su  fina  inteligencia  hubiera  debido  darse cuenta de que la  gente  bien educada, perteneciente a la buena sociedad, no se distingue tampoco por la santidad de su vida. Su padre, por ejemplo, bebía también mucho, gastaba grandes sumas  en  vinos,  y  ella  no  se  lo  reprochaba.
Además,  el  dinero  con  que  Dolchikov  había adquirido  Dubechnia  provenía  de  una  fuente harto sospechosa, había sido ganado sabe Dios cómo.

1.014. Chejov (Anton)

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