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viernes, 27 de diciembre de 2013

La novia - Cap. IV

El viento golpeaba en las ventanas y en el techo; se oían silbidos y en la chimenea el duende casero, con voz quejumbrosa y melancólica, canterreaba una tonadilla. Eran las doce de la noche pasadas. Todos se habían acos­tado ya en la casa, pero nadie dormía y a Nadia le pare­cía que abajo alguien tocaba el violín. Se oyó un golpe fuerte, debía ser un postigo, arrancado por el viento. Un minuto después entró Nina Ivánovna, en camisón, con una vela.
-¿Oíste el golpe, Nadia? ¿Qué habrá sido? -pre­guntó.
La madre, con los cabellos atados en una trenza y con una tímida sonrisa, en esta noche tormentosa parecía mayor, más fea y más baja. Nadia recordó que no hacía mucho consideraba a su madre como a una mujer extra­ordinaria y escuchaba orgullosa las palabras que ella decía; pero ahora no podía recordar esas palabras y lo que acudía a su memoria era flojo, innecesario.
En la chimenea resonó el canto de varias voces bajas y hasta oyóse un «¡A-ah, Dio-o-os mío!» Nadia se sentó en la cama y, de repente, asiendo con fuerza sus cabe­llos, rompió a llorar.
-¡Mamá, mamá querida -balbució, si supieras todo lo que me pasa! ¡Te ruego que me dejes partir! ¡Te lo supllico!
-¿A dónde? -preguntó Nina Ivánovna, sin entender, y se sentó sobre la cama. ¿Partir a dónde?
Nadia siguió llorando durante un rato sin poder pro­nunciar una sola palabra.
-¡Deja que me vaya! -dijo, por fia. No debe ha­ber boda ni la habrá, ¡compréndeme! No quiero a este hombre... Ni siquiera puedo hablar de él.
-No, querida, no -se puso a hablar rápidamente Nina Ivánovna, muy asustada. Tranquilízate, esto te ocurre porque estás de mal humor. Pero va a pasar. Esto le ocurre a cualquiera. Seguramente has reñido con An­drey, pero ya se sabe: los que se aman, pelean.
-Bueno, mamá, vete. ¡Vete! -lloró Nadia con más fuerza aún.
-Sí -dijo Nina Ivánovna al cabo de un minuto. No hace mucho eras una criatura, una niña, y ahora ya eres una novia. En la naturaleza se realiza una continua transformación. Ni te darás cuenta cuando tú misma te conviertas en madre y en una vieja y tengas una hija tan rebelde como la que tengo yo.
-Mi querida mamá, mi buena mamá: eres inteligente y también eres desgraciada -dijo Nadia. Eres muy desgraciada... ¿Para qué, entonces, dices trivialidades? Dime, por Dios, ¿para qué?
Nina Ivánovna iba a decir algo, pero no pudo pro­nunciar ni una sola palabra y se retiró a su cuarto, sollo­zando. Las voces bajas volvieron a cantar en la chimenea. Nadie empezó a sentir miedo, saltó de la cama y se diri­gió de prisa a da habitación de su madre. Ésta se hallaba tendida en la cama, con la cara llorosa; cubierta con un colcha celeste, sostenía en la mano un libro.
-¡Mamá, escúchame! -dijo Nadia. Te ruego, pién­salo bien y compréndeme. Comprende hasta qué grado es vacía y humillante nuestra vida. Se me han abierto los ojos, ahora lo veo todo. ¿Qué es este Andrey An­dreich? Ni siquiera es inteligente, mamá... ¡Dios mío! ¡Comprende, mamá, es un estúpido!
Nina Ivánovna se sentó con brusquedad.
-¡Tú y tu abuela me torturáis! -dijo, volviendo a llorar. ¡Yo quiero vivir! ¡Vivir! -repitió, golpeando dos veces dl pecho con su pequeño puño. ¡Dadme li­bertad, pues! Soy joven aún y tengo ganas de vivir, pero vosotras habéis hecho de mí una anciana...
Lloró con amargura, se recostó y encogióse bajo la col­cha, pareciendo pequeña, lastimera y tontita. Nadia fue a su cuarto, se vistió y, sentada junto a la ventana, se puso a esperar el amanecer. Estuvo pensando toda la noche, mientras alguien golpeaba siempre en los postigos, sil­bando.
Por la mañana, la abuela se quejó de que durante la noche el viento había abatido todas las manzanas en el jardín y quebrado un viejo ciruelo. Comenzaba un día gris, opaco y desagradable, que hasta incitaba a pren­der la luz; todo el mundo se quejaba del frío, y la lluvia golpeaba en las ventanas. Después del té, Nadia entró en el cuarto de Sasha y, sin decir una palabra, se puso de rodillas en el rincón, junto a la butaca, cubriéndose la cara con las manos.
-¿Qué pasa? -preguntó Sasha.
-No puedo... -murmuró ella. ¡No comprendo, no concibo cómo he podido vivir aquí antes! Desprecio a mi novio, me desprecio a mí misma, desprecio toda esta vida ociosa y sin sentido.
-Bueno, bueno... -observó Sasha, sin saber toda­vía de qué se trataba. No es nada... Eso está bien.
-Estoy harta de esta vida -prosiguió Nadia. No la soportaré ni un día más. Mañana mismo me iré de aquí. ¡Lléveme consigo, por amor de Dios!
Durante un minuto Sasha. se quedó mirándola con sor­presa; al fin, comprendió y se alegró como un niño. Agitó los brazos y se puso a taconear como si bailara de alegría.
-¡Magnífico! -exclamaba, frotándose las manos. ¡Dios, esto sí que es bueno!
Ella, en tanto, lo miraba sin pestañear, con sus gran­des ojos enamorados, esperando, como hechizada, que Sasha no tardaría en decirle algo significativo, ilimitado enn su importancia; él no le dijo nada todavía, pero ella veía ya abrirse ante sí algo nuevo y amplio, algo que ella no conocía antes y por eso lo miraba, lleno de espe­ranza, dispuesta a todo, inclusive a morir.
-Mañana me voy -dijo Sasha, después de pensar­- y usted dirá que quiere acompañarme hasta la estación... Sus casas las meteré en mi baúl y le compraré el boleto; después de la tercera campanada usted subirá al vagón y listo. Viajaremos juntos hasta Moscú y luego usted se­guirá sola hasta Petersburgo. ¿Tiene usted el pasaporte?
-Tengo.
-Le juro que no se va usted a lamentar ni arrepentir -dijo Sasha, entusiasmada... Irá usted a la capital, se dedicará al estudio y; luego que la lleve el destino adon­de quiera. Cuando le dé vuelta a su vida, todo cambiará. Lo principal es dar vuelta a la vida, el resto no tiene im­portancia. Así que ¿mañana en camino?
-¡Oh, sí! ¡Por amor de Dios!
A Nadia le parecía que estaba muy emocionada, que un peso le oprimía el alma y que hasta el momento de partir habría que sufrir y debatirse en dolorosas medi­taciones; empero, apenas, de vuelta en su cuarto, recostó­se en la cama, se durmió en seguida, y siguió durmiendo, con cara llorosa y con una sonrisa, hasta la noche.

1.014. Chejov (Anton)

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