Stártsev tenía intención de volver a visitar a
los Turkin, pero en el hospital había mucho trabajo y no conseguía encontrar
tiempo libre. De este modo, ocupado y solitario pasó más de un año; pero un día
le llegó una carta en un sobre azul.
Vera Lósifovna hacía tiempo que sufría de dolores
de cabeza, y como últimamente su querida hija la amenazaba con marcharse a
estudiar al conservatorio, los dolores arreciaron. Visitaron a los Turkin todos
los médicos de la ciudad, hasta que por fin le tocó hacerlo al médico rural.
Vera Lósifovna le envió una carta muy emotiva en la que le rogaba que viniera a
visitarla, para aligerar así sus sufrimientos. Stártsev fue a verla y a partir
de entonces visitó a los Turkin muy a menudo... En efecto, en algo había ayudado
a Vera Lósifovna, y esta empezó a contarles a todos sus conocidos que se
trataba de un doctor asombroso, nunca visto. Pero los dolores de cabeza ya no
eran el motivo de la presencia del doctor en casa de los Turkin...
Sucedió en un día de fiesta. Ekaterina Ivánovna
había acabado sus largos y agotadores ejercicios de piano, después de lo cual
pasaron largo tiempo en el comedor, tomando té; Iván Petróvich contaba algo
divertido. De pronto sonó el timbre; había que ir a la entrada y recibir a
algún invitado. Stártsev, aprovechando la confusión del momento, susurró a
Ekaterina Ivánovna lleno de zozobra:
-¡Por el amor de Dios, se lo imploro, no me
torture, salgamos al jardín!
Ella se encogió de hombros con aire de asombro y
de no comprender qué era lo que quería Stártsev, pero se levantó, dirigiéndose
hacia el jardín.
-Se pasa usted tres y cuatro horas tocando el
piano -decía el médico caminando detrás de ella, después se queda con su mamá
y así no hay manera de hablarle. Dedíqueme al menos un cuarto de hora, se lo
ruego.
Se acercaba el otoño y el viejo jardín estaba
silencioso, triste; los senderos se cubrían de hojas mustias. Ya empezaba a
anochecer temprano.
-No la he visto en toda una semana -prosiguió
Stártsev, ¡Y si usted supiera cuánto sufro por ello! Sentémonos. Quiero que me
escuche.
En el jardín, ambos tenían un lugar preferido: el
banco bajo el viejo arce. Allí se sentaron.
-¿Qué es lo que quiere de mí? -preguntó
Ekaterina lvánovna en tono seco, casi oficial.
-No la he visto en toda una semana, no la he oído
tanto tiempo. Quiero oír su voz, lo deseo con pasión. Dígame algo.
El médico estaba encantado con su frescura,
absorto en la expresión inocente de sus ojos. Hasta en el modo como le caía el
vestido veía algo inusitadamente hermoso, conmovedor por su sencillez y gracia
ingenuas.
Y al mismo tiempo, a pesar de esta ingenuidad, la
muchacha se veía muy inteligente y desarrollada para sus años. Podía hablar con
ella de literatura, de arte, de cualquier cosa, podía quejarse de la vida, de
los hombres, aunque a veces sucedía que al tocar un tema serio, la muchacha se
echaba a reír sin motivo alguno o se marchaba corriendo a casa. Como la mayoría
de las chicas de la ciudad, leía mucho (pero en S. se leía poco, y en la
biblioteca así lo comentaban: si no fuera por las chicas y los jóvenes hebreos,
muy bien se podría cerrar la biblioteca); esto era algo que le gustaba
infinitamente a Stártsev, por lo que en cada ocasión le preguntaba emocionado
sobre lo que había leído en los últimos días y escuchaba encantado sus
comentarios (...)
-Pero ¿adónde va? -exclamó horrorizado Stártsev,
al ver que ella se levantaba y se dirigía hacia la casa. Tengo que hablar con
usted... ¡Quédese al menos cinco minutos!
¡Se lo suplico!
La muchacha se detuvo como si quisiera decir algo,
luego, con gesto torpe puso en la mano de él una nota y echó a correr hacia la
casa; al rato, sonó de nuevo el piano.
"Hoy, a las once de la noche -leyó
Stártsev -venga al
cementerio junto al monumento a Demetti".
"Esto ya es una locura -pensó Stártsev, recobrando
la calma. ¿Al cementerio? ¿Para qué?"
La cosa estaba clara: la chica le había hecho una
broma. Porque ¿a quién le cabe en la cabeza concertar una cita por la noche,
lejos de la ciudad y en el cementerio, cuando puede uno quedar sencillamente en
la calle, en el parque de la ciudad? ¿Y está bien que un médico, una persona
inteligente y respetable como él se dedique a lanzar suspiros de amor, recibir
notitas, pasearse por los cementerios, en fin, hacer estupideces de las que
ahora se ríen hasta los escolares?
¿Hasta dónde puede llevar este romance? ¿Qué
dirán sus colegas cuando se enteren?
Así pensaba Stártsev, deambulando en el club por
entre las mesas. Pero al llegar las diez y media se marchó al cementerio.
Ya tenía su carruaje y su cochero, Panteleimón,
con chaquetilla de terciopelo.
Brillaba la luna. La noche estaba silenciosa,
templada, pero de un tibio otoñal. En las afueras, junto al matadero, aullaban
los perros. Stártsev dejó el coche en los límites de la ciudad, en un callejón,
y siguió el camino hacia el cementerio a pie. "Cada uno tiene sus rarezas
-pensaba, Katia también tiene las suyas y, ¿quién sabe?, a lo mejor no es una
broma y viene de verdad."
Anduvo casi un kilómetro a campo traviesa.
El cementerio se dibujaba a lo lejos en una franja
oscura, como un bosque o un jardín. Apareció el muro de piedra blanca, la
entrada... Con la claridad de la luna en las puertas se podía leer: "Y
llegará la hora".
Stártsev atravesó la entrada y lo primero que vio
fueron las cruces blancas y los monumentos funerarios a ambos lados de un ancho
paseo, las sombras negras de aquellos y de los álamos. A su alrededor se
extendían hasta perderse a lo lejos, manchas claras y oscuras. Los árboles
somnolientos inclinaban sus ramas sobre las superficies blancas.
Parecía que aquí había más luz que en el campo;
las hojas de los arces, como huellas de las manos, destacaban sobre la amarilla
arena de los paseos y las lápidas. Las inscripciones se leían con claridad. En
un primer momento, Stártsev quedó asombrado ante el espectáculo que se le
presentaba por primera vez y que, probable-mente, nunca más volvería a ver: un
mundo que no se parecía a nada, un mundo en el que la luz lunar era suave y
agradable, donde en cada oscuro álamo, en cada tumba se percibe la presencia de
un misterio que promete una vida calma, maravillosa, eterna. De las lápidas y
las flores secas, junto al aroma otoñal de las hojas llegaba un hálito de
perdón, tristeza y paz.
Reinaba un mundo de silencio; desde el cielo
miraban resignadas las estrellas, y los pasos de Stártsev sonaban rudos y
desatinados.
Sólo cuando en la iglesia sonaron las horas y él
se imaginó muerto, enterrado aquí por los siglos de los siglos, sólo entonces
le pareció que alguien lo observaba, pensó por un instante que esto no era paz,
ni silencio, sino la muda angustia del no existir...
El monumento a Demetti era una capilla con un
ángel en la cúspide. Cierta vez, en S. actuó de paso una compañía italiana de
ópera; una de sus cantantes murió, aquí la enterraron y levantaron este monumento
funerario. En la ciudad ya nadie se acordaba de ella, aunque la lamparilla
sobre la entrada reflejaba la luz lunar y parecía arder.
... Esperó sentado junto al monumento una media
hora, luego se paseó por los caminos colaterales, con el sombrero en la mano.
Esperaba y pensaba en las mujeres y muchachas que yacían en estas tumbas.
¡Cuántos seres hermosos, encantadores, que
amaron, ardieron con loca pasión en sus noches entregándose a las caricias! ¡Y
realmente, qué malas pasadas gasta la madre naturaleza a los hombres, cuánto
dolía reconocerlo! Así pensaba Stártsev. Al mismo tiempo, quería ponerse a
gritar que él quiere, que él anhela desesperado el amor; ante él aparecían no
ya pedazos de mármol, sino cuerpos maravillosos, veía formas que desaparecían
vergonzosas entre las sombras de los árboles, percibía su calor y el tormento
se hacía insoportable...
Como si bajara el telón, la luna se ocultó tras
una nube y de pronto, todo oscureció a su alrededor. Casi no podía encontrar la
entrada -todo estaba a oscuras como en las noches de otoño-, luego anduvo cosa
de una hora y media buscando el callejón donde había dejado el coche.
-Estoy cansado, casi no me tengo en pie -le dijo
a Panteleimón.
Y sentándose con placer en el carruaje pensó:
"¡Oh, no hay que engordar!"
1.014. Chejov (Anton)
No hay comentarios:
Publicar un comentario