El
doctor iba a un sitio y a otro, miraba, comía, bebía, pero siempre le dominaba
un mismo sentimiento: el fastidio que Mijail Averiánich le producía.
Sentía
deseos de descansar de su amigo, de evitarlo, de esconderse, pero su amigo se
creía obligado a no separarse de él ni un solo paso y a procurarle el mayor
número posible de distracciones. Cuando no había nada que ver, lo entretenía
con su charla. Andrei Efímich aguantó dos días, pero al tercero manifestó que
se encontraba indispuesto y quería quedarse el día entero en el hotel. Su amigo
dijo que, en tal caso, también él se quedaría. En efecto, hacía falta
descansar, pues de otro modo acabarían fatigados. Andrei Efímich se tumbó en el
diván, de cara al respaldo, y, apretando los dientes, estuvo escuchando a su
amigo, quien aseguraba con gran calor que Francia, tarde o temprano, acabaría
por destrozar a Alemania; que en Moscú había muchos pillos, y que por el simple
aspecto de un caballo no era posible apreciar sus cualidades. Al doctor empezaron
a zumbarle los oídos, y tenía palpitaciones, pero, por delicadeza, no se
atrevía a pedir a su amigo que se fuese o se callase. Afortunadamente, Mijaíl
Averiánich acabó por aburrirse de estar en la habitación del hotel y después de
comer salió a dar una vuelta.
Al
quedarse solo, Andrei Efímich se entregó al sentimiento del descanso. ¡Qué
agradable era permanecer inmóvil, echado en el diván, con la conciencia de que
no había nadie más en el cuarto! Sin soledad, es imposible la verdadera dicha.
El ángel caído traicionó probablemente a Dios porque sintió deseos de una
soledad que los ángeles no conocen.
Andrei
Efímich quería pensar en lo que había visto y oído en los últimos días, pero
Mijaíl Averiánich no se le iba de la cabeza.
«Y
lo cierto es que tomó sus vacaciones y vino conmigo por amistad, movido por un
espíritu generoso -pensaba el doctor, irritado. No hay nada peor que esta
tutela de un amigo. Parece que es bueno, magnánimo y alegre, pero resulta
aburrido. Insoporta-blemente aburrido. Lo mismo ocurre con las personas que
siempre hablan de cosas inteligentes y buenas, pero que uno se da cuenta de que
son unos tipos obtusos.»
Luego,
los días siguientes, Andrei Efímich se fingió indispuesto para no salir de la
habitación.
Permanecía
tumbado en el diván, de cara a la pared, y sufría cuando su amigo trataba de
distraerle a fuerza de conversación, o descansaba cuando el otro salía. Se
irritaba consigo mismo, por haber emprendido el viaje, y con su amigo, que cada
día se mostraba más hablador y desenvuelto. Le era imposible orientar sus
pensamientos hacia algo serio y elevado.
«Es
la realidad de que Iván Dmítrich hablaba pensaba, enfadán-dose de su mezquindad.
Aunque todo esto es una estupidez... Cuando llegue a casa, todo volverá a su
cauce...»
En
Petersburgo ocurrió lo mismo: se pasaba el santo día en la habitación, tumbado
en el diván, y sólo se levantaba para beber cerveza.
Mijaíl
Averiánich no cesaba de insistir en que fuesen a Varsovia lo antes posible.
-¿Para
qué voy a ir, amigo mío? -decía Andrei Efímich, con voz suplicante. Vaya usted
solo y déjeme volver a casa. ¡Se lo ruego!
-¡De
ninguna manera! -protestaba Mijaíl Averiánich.
Es
una ciudad maravillosa. ¡En ella pasé los cinco años más felices de mi vida!
Andrei
Efímich no era un hombre de carácter como para mantenerse firme, por lo que,
haciendo de tripas corazón, fue a Varsovia. Allí tampoco salía de la
habitación, permanecía tumbado en el diván y se irritaba consigo mismo, con su
amigo y con los criados, que se resistían tenazmente a comprender el ruso.
Mientras tanto, Mijaíl Averiánich, sano, animoso y jovial como de ordinario,
recorría de la mañana a la noche la ciudad en busca de sus viejos conocidos.
Alguna noche no durmió en el hotel.
Después
de una de ellas, pasada Dios sabe dónde, volvió muy temprano en un estado de
gran agitación, rojo y despeinado. Durante largo rato estuvo paseando de un
rincón a otro, gruñendo para sus adentros; luego se detuvo y dijo:
-¡El
honor ante todo!
Después
de nuevas idas y venidas, se agarró la cabeza con ambas manos y dijo con voz
trágica:
-¡Sí,
el honor ante todo! ¡Maldito sea el minuto en que se me ocurrió venir a esta
Babilonia! Querido mío -añadió, volviéndose hacia el doctor, desprécieme: ¡he
jugado y he perdido! ¡Déme quinientos rublos!
Andrei
Efímich los contó y, en silencio, los entregó a su amigo. Este, rojo todavía de
vergüenza y cólera, balbuceó un juramento incoherente e innecesario, se puso la
gorra y salió a la calle. Al volver, dos horas más tarde, se desplomó en una
butaca, dejó escapar un sonoro suspiro y dijo:
-¡Ha
sido salvado el honor! ¡Vámonos, amigo mío! No quiero permanecer ni un minuto
más en esta maldita ciudad. ¡Son unos granujas! ¡Unos espías austríacos!
Cuando
los amigos regresaron a su ciudad, era ya noviembre y las calles estaban
cubiertas con una profunda capa de nieve. El puesto de Andrei Efímich lo
ocupaba el doctor Jobótov, quien vivía aún en la casa de antes, esperando que
aquél volviese y dejase libre el piso del hospital. La mujer fea a la que él
llamaba cocinera vivía ya en uno de los pabellones.
Por
la ciudad corrían nuevos rumores acerca del hospital. Se decía que la mujer fea
había reñido con el inspector y que éste se había arrastrado ante ella de
rodillas, pidiendo perdón.
Al
día siguiente de su regreso, Andrei Efímich tuvo ya que buscar nuevo
alojamiento.
-Amigo
mío -le dijo tímidamente el jefe de Correos perdóneme una pregunta indiscreta:
¿de qué recursos dispone?
Andrei
Efímich contó en silencio su dinero y dijo:
-De
ochenta y seis rublos.
-No
me refiero a eso -insistió turbado Mijaíl Averiánich, que no había comprendido
al doctor.
Lo
que le pregunto es de qué recursos dispone en general.
-Ya
se lo he dicho: de ochenta y seis rublos...
No
tengo nada más.
Mijaíl
Averiánich tenía al doctor por una persona honrada y noble, pero, a pesar de
todo, sospechaba que, por lo menos, dispondría de un capital de veinte mil
rublos. Ahora, al saber que era un mendigo, que no tenía nada para vivir,
rompió a llorar y abrazó a su amigo.
1.014. Chejov (Anton)
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