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sábado, 28 de diciembre de 2013

La sala numero 6 - Cap. XIV

El doctor iba a un sitio y a otro, miraba, comía, bebía, pero siempre le dominaba un mismo sentimiento: el fastidio que Mijail Averiánich le producía.
Sentía deseos de descansar de su amigo, de evitarlo, de esconderse, pero su amigo se creía obligado a no separarse de él ni un solo paso y a procurarle el mayor número posible de distracciones. Cuando no había nada que ver, lo entretenía con su charla. Andrei Efímich aguantó dos días, pero al tercero manifestó que se encontraba indispuesto y quería quedarse el día entero en el hotel. Su amigo dijo que, en tal caso, también él se quedaría. En efecto, hacía falta descansar, pues de otro modo acabarían fatigados. Andrei Efímich se tumbó en el diván, de cara al respaldo, y, apretando los dientes, estuvo escuchando a su amigo, quien aseguraba con gran calor que Francia, tarde o temprano, acabaría por destrozar a Alemania; que en Moscú había muchos pillos, y que por el simple aspecto de un caballo no era posible apreciar sus cualidades. Al doctor empezaron a zumbarle los oídos, y tenía palpitaciones, pero, por delicadeza, no se atrevía a pedir a su amigo que se fuese o se callase. Afortunadamente, Mijaíl Averiánich acabó por aburrirse de estar en la habitación del hotel y después de comer salió a dar una vuelta.
Al quedarse solo, Andrei Efímich se entregó al sentimiento del descanso. ¡Qué agradable era permanecer inmóvil, echado en el diván, con la conciencia de que no había nadie más en el cuarto! Sin soledad, es imposible la verdadera dicha. El ángel caído traicionó probablemente a Dios porque sintió deseos de una soledad que los ángeles no conocen.
Andrei Efímich quería pensar en lo que había visto y oído en los últimos días, pero Mijaíl Averiánich no se le iba de la cabeza.
«Y lo cierto es que tomó sus vacaciones y vino conmigo por amistad, movido por un espíritu generoso -pensaba el doctor, irritado. No hay nada peor que esta tutela de un amigo. Parece que es bueno, magnánimo y alegre, pero resulta aburrido. Insoporta-blemente aburrido. Lo mismo ocurre con las personas que siempre hablan de cosas inteligentes y buenas, pero que uno se da cuenta de que son unos tipos obtusos.»
Luego, los días siguientes, Andrei Efímich se fingió indispuesto para no salir de la habitación.
Permanecía tumbado en el diván, de cara a la pared, y sufría cuando su amigo trataba de distraerle a fuerza de conversación, o descansaba cuando el otro salía. Se irritaba consigo mismo, por haber emprendido el viaje, y con su amigo, que cada día se mostraba más hablador y desenvuelto. Le era imposible orientar sus pensamientos hacia algo serio y elevado.
«Es la realidad de que Iván Dmítrich hablaba pensaba, enfadán-dose de su mezquindad. Aunque todo esto es una estupidez... Cuando llegue a casa, todo volverá a su cauce...»
En Petersburgo ocurrió lo mismo: se pasaba el santo día en la habitación, tumbado en el diván, y sólo se levantaba para beber cerveza.
Mijaíl Averiánich no cesaba de insistir en que fuesen a Varsovia lo antes posible.
-¿Para qué voy a ir, amigo mío? -decía Andrei Efímich, con voz suplicante. Vaya usted solo y déjeme volver a casa. ¡Se lo ruego!
-¡De ninguna manera! -protestaba Mijaíl Averiánich.
Es una ciudad maravillosa. ¡En ella pasé los cinco años más felices de mi vida!
Andrei Efímich no era un hombre de carácter como para mantenerse firme, por lo que, haciendo de tripas corazón, fue a Varsovia. Allí tampoco salía de la habitación, permanecía tumbado en el diván y se irritaba consigo mismo, con su amigo y con los criados, que se resistían tenazmente a comprender el ruso. Mientras tanto, Mijaíl Averiánich, sano, animoso y jovial como de ordinario, recorría de la mañana a la noche la ciudad en busca de sus viejos conocidos. Alguna noche no durmió en el hotel.
Después de una de ellas, pasada Dios sabe dónde, volvió muy temprano en un estado de gran agitación, rojo y despeinado. Durante largo rato estuvo paseando de un rincón a otro, gruñendo para sus adentros; luego se detuvo y dijo:
-¡El honor ante todo!
Después de nuevas idas y venidas, se agarró la cabeza con ambas manos y dijo con voz trágica:
-¡Sí, el honor ante todo! ¡Maldito sea el minuto en que se me ocurrió venir a esta Babilonia! Querido mío -añadió, volviéndose hacia el doctor, desprécieme: ¡he jugado y he perdido! ¡Déme quinientos rublos!
Andrei Efímich los contó y, en silencio, los entregó a su amigo. Este, rojo todavía de vergüenza y cólera, balbuceó un juramento incoherente e innecesario, se puso la gorra y salió a la calle. Al volver, dos horas más tarde, se desplomó en una butaca, dejó escapar un sonoro suspiro y dijo:
-¡Ha sido salvado el honor! ¡Vámonos, amigo mío! No quiero permanecer ni un minuto más en esta maldita ciudad. ¡Son unos granujas! ¡Unos espías austríacos!
Cuando los amigos regresaron a su ciudad, era ya noviembre y las calles estaban cubiertas con una profunda capa de nieve. El puesto de Andrei Efímich lo ocupaba el doctor Jobótov, quien vivía aún en la casa de antes, esperando que aquél volviese y dejase libre el piso del hospital. La mujer fea a la que él llamaba cocinera vivía ya en uno de los pabellones.
Por la ciudad corrían nuevos rumores acerca del hospital. Se decía que la mujer fea había reñido con el inspector y que éste se había arrastrado ante ella de rodillas, pidiendo perdón.
Al día siguiente de su regreso, Andrei Efímich tuvo ya que buscar nuevo alojamiento.
-Amigo mío -le dijo tímidamente el jefe de Correos perdóneme una pregunta indiscreta: ¿de qué recursos dispone?
Andrei Efímich contó en silencio su dinero y dijo:
-De ochenta y seis rublos.
-No me refiero a eso -insistió turbado Mijaíl Averiánich, que no había comprendido al doctor.
Lo que le pregunto es de qué recursos dispone en general.
-Ya se lo he dicho: de ochenta y seis rublos...
No tengo nada más.
Mijaíl Averiánich tenía al doctor por una persona honrada y noble, pero, a pesar de todo, sospechaba que, por lo menos, dispondría de un capital de veinte mil rublos. Ahora, al saber que era un mendigo, que no tenía nada para vivir, rompió a llorar y abrazó a su amigo.

1.014. Chejov (Anton)

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