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viernes, 27 de diciembre de 2013

La cigarra - Cap. III

El segundo día de la Trinidad, después de almorzar, Dímov compró bocadillos y caramelos y partió a la dacha para reunirse con su mujer. Hacía dos semanas que no se veían y la extrañaba mucho. Sentado en el vagón y luego buscando su dacha en el bosquecillo, no dejaba de sentir hambre y cansancio y gozaba al pensar que iba a cenar, en libertad, con su mujer, y a echarse a dormir luego. Y le causaba alegría mirar el paquete en que llevaba envueltos el caviar, el queso y el salmón blanco.
Cuando encontró y reconoció su dacha, el sol se ponía ya. La vieja criada le dijo que la señora no estaba pera que debía regresar pronto. La dacha, de aspecto muy poco confortable, con cielos rasos bajos, recubiertos de papel blanco, y con pisos desparejados y agrietados, sólo tenía tres habitaciones. En una estaba la cama; en otra, sobre sillas y ventanas se hallaban desparrama-dos lien­zos, pinceles, papeles con manchas de grasa y abrigos y sombreros masculinos; en la tercera Dímov, encontró a tres hombres descono-cidos. Dos eran morenos, con barbitas, mientras que el tercero, afeitado y gordo, por lo visto era actor. Sobre la mesa, en el samovar, hervía el agua.
-¿Qué desea usted? -preguntó el actor con voz de bajo, observando a Dímov con frialdad. ¿Necesita usted ver a Olga Ivánovna? Espere, ella viene enseguida...
Dímov tomó asiento y se puso a esperar. Uno de los morenos, somnoliento y apático, se sirvió un vaso de té, lo miró y preguntó:
-¿No quiere un poco de té?
Dímov tenía sed y hambre, pero, para no estropearse el apetito, rehusó. Pronto se oyeron pasos y una risa conocida; resonó un portazo y entró corriendo Olga Ivá­novna, con un sombrero de anchas alas y llevando una caja en la mano; tras ella, con una sombrilla grande y con una silla plegadiza, entró Riabovsky, alegre y son­rosado.
-¡Dímov! -exclamó Olga Ivánovna y sus mejillas se encendieron por la alegría. ¡Dímov! -repitió, po­niendo su cabeza y ambas manos sobre el pecho de su marido. ¡Eres tú! ¿Por qué has estado tanto tiempo sin venir? ¿Por qué?
-¿Y cuándo iba a venir, mamita? Estoy siempre ocupado y si a veces tengo un poco de tiempo, ocurre que el horario de los trenes no me conviene.
-¡Pero cuán contenta estoy de verte! Soñé contigo toda la noche y tuve miedo de que estuvieras enfermo. ¡Ah, si supieras cuán simpático eres y cuán oportuna es tu llegada! Serás mi salvador. ¡Únicamente tú puedes salvarme! Mañana habrá aquí una boda sumamente ori­ginal -prosiguió ella riendo y anudando la corbata al marido. Se casa el joven telegrafista de la estación, un tal Chikeldéiev. Buen mozo, inteligente; en su cara hay algo fuerte, sabes, algo de oso... Puede servir de modelo para el retrato de un varego. Todos los veranean­tes simpatizamos con él y le hicimos la firme promesa de asistir a su casamiento... Es un hombre de medios modestos, solo, tímido y, por supuesto, estaría mal ne­garle nuestra participación. Imagínate, el casamiento será después de la misa; luego iremos a pie hasta la casa de la novia... te das cuenta, el bosquecillo, el canto de los pájaros, las manchas de sol sobre la hierba y todos no­sotros como manchas multicolores sobre el fondo verde... es sumamente original, de acuerdo con el gusto de los expresionistas franceses. Pero, Dímov, ¿qué me pondré para ir a la iglesia? -dijo Olga Ivánovna con cara com­pungida. ¡No tengo nada aquí, absolutamente nada! Ni vestidos, ni flores, ni guantes... Tú debes salvarme... Si has venido, quiere decir que el mismo destino dispone que me salves. Llévate las llaves, querido, vuelve a casa y saca del guardarropa mi vestido rosado. Tú lo conoces, está colgado en primer lugar... Luego, en el depósito, del lado derecho verás en el suelo dos cajas de cartón. Cuan­do abras la de arriba, verás que todo son tules, tules y tules y toda clase de trapitos, pero debajo están las flores. Sácalas con cuidado, trata de no arrugarlas, mi amor, que luego escogeré yo las que necesito... Cómprame tam­bién los guantes.
-Bien -dijo Dimov. Mañana partiré de regreso y te lo mandaré todo.
-¿Cómo mañana? -preguntó Olga Ivánovna y lo miró sorprendida. ¿Y cómo tendrás tiempo mañana para hacerlo? El primer tren sale a las nueve y el casa­miento es a las once. No, querido, hay que hacerlo hoy, ¡hoy sin falta! Si mañana no puedes venir, mándame las cosas con un mandadero. Bueno, vete, pues... Pronto debe pasar un tren. ¡No vayas a perderlo, mi amor!
-Bien.
-Me da pena dejarte ir -dijo Olga Ivánovna y las lágrimas. asomaron a sus ojos. ¿Y para qué le habré dado mi palabra al telegrafista? Soy una tonta...
Dímov tomó de prisa un vaso de té, guardó en su bolsillo una rosquilla y, sonriendo mansamente, se en­caminó a la estación. En cuanto al cavíar, el queso y el salmón blanco, se los comieron los dos morenos y el gordo actor.

1.014. Chejov (Anton)

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