Para mí, hombre despreocupado y que
buscaba justificación a su ocio constante, estas mañanas dominicales de verano
en nuestras fincas resultaban siempre singularmente atrayentes. Cuando el verde
jardín, todavía húmedo por el rocío, brilla al sol y parece feliz; cuando cerca
de la casa se siente el aroma de la reseda y del almendro, cuando los jóvenes
acaban de regresar de la iglesia y están tomando el té en el jardín, cuando
todos están alegres y llevan puestas ropas agradables y cuando uno sabe que
todas estas hermosas, sanas y satisfechas personas durante todo el largo día no
van a hacer nada, siente deseo entonces de que toda la vida fuese así. Y ahora
yo estaba pensando lo mismo y paseaba por el jardín, dispuesto a caminar así,
sin hacer nada y sin propósito, durante todo el día, todo el verano.
Vino Yenia con una canasta; tenía
la expresión como si supiera o presintiera que me encontraría en el jardín,
recogíamos los hongos y conversába-mos, y cuando me preguntaba algo, se me
adelantaba unos pasos para ver mi cara.
-Ayer en nuestra aldea se produjo
un milagro -me dijo. La renga Pelagia había estado enferma todo el año. Ningún
médico y ningún remedio podían ayudarla, pero ayer una vieja curandera le
susurró unas palabras y ya está bien.
-No tiene importancia -dije. No se
debe buscar milagros solamente junto a los enfermos y los curanderos. ¿Acaso la
salud no es un milagro? ¿Y la vida misma? Lo que es incomprensible ya es un
milagro.
-¿Y usted no le tiene miedo a lo
incomprensible?
-No. Encaro jovialmente los
fenómenos que no comprendo y nunca me supedito a ellos. Soy superior a ellos.
El hombre debe considerarse por encima de los leones, de los tigres, de las
estrellas, por encima de todo lo que existe en la naturaleza, hasta por encima
de lo que no se comprende y lo que parece milagroso, si no no sería un hombre
sino un ratón que teme a todo el mundo.
Yenia creía que yo, como pintor,
sabía muchas cosas y que podía acertar en aquello que no sabía. Quería que la
introdujera en la esfera de lo eterno y de lo bello, en aquel mundo sublime
que, según su opinión, me era familiar, y por eso hablaba conmigo sobre Dios,
sobre la vida eterna, sobre lo milagroso. Y yo, que no podía admitir en mi ser
y mi imaginación, después de la muerte, dejarían de existir por siempre jamás,
le contestaba: "Sí, los hombres son inmortales", "Sí, nos espera
la vida eterna". Ella me escuchaba, me creía, y no me pedía
comprobaciones.
Cuando nos dirigíamos hacia la
casa, se detuvo de repente y dijo:
-Nuestra Lida es una persona
notable. ¿No es cierto? La quiero entrañablemente y en cualquier momento podría
sacrificar mi vado por ella. Pero dígame -Yenia tocó mi manga con el dedo,
dígame: ¿por qué siempre discute con ella? ¿Por qué se muestra irritado?
-Porque ella no tiene razón.
Yenia meneó la cabeza negativamente
y las lágrimas asomaron a sus ojos.
-¡Qué difícil es comprenderlo!
-expresó.
En ese instante Lida acababa de
regresar de alguna parte y, de pie junto a la puerta, con un látigo en las
manos, esbelta y hermosa, iluminada por el sol, impartía algunas órdenes al
peón. De prisa y hablando en voz alta atendió a dos o tres enfermos; luego, con
aire preocupado, anduvo de una habitación a otra; abriendo un armario tras
otro, se dirigió al sotabanco; durante un rato estuvieron buscándola y
llamándola par almorzar y llegó cuando ya habíamos tomado la sopa. No sé por
qué recuerdo y amo estos detalles, como también recuerdo vivamente todo aquel
día, aunque no había ocurrido nada especial. Después de comer Yenia estuvo leyendo
recostada en su hondo sillón, mientras que yo me senté en el escalón inferior
de la terraza. Permanecimos callados. El cielo fue cubriéndose de nubes y
comenzó a caer una fina llovizna. Pero hacía calor, el viento había cesado y
parecía que el día nunca iba a tener fin. En la terraza apareció Ekaterina
Pávlovna, soñolienta, con un abanico.
-Oh, mamá -dijo Yenia, besándole la
mano, el dormir de día te hace mal.
Se adoraban la una a la otra.
Cuando una de ellas se iba al jardín, la otra ya estaba en la terraza y,
mirando los árboles llamaba: ¡E-e-a, Yenia! o: Mamila, ¿dónde estás? Rezaban
siempre juntas, las dos creían de la misma manera y se entendían bien hasta
cuando callaban. También dispensaban el mismo trato a la gente. Ekaterina
Pávlovna no tardó en acostumbrarse a mí y hasta se encariñó conmigo, y cuando
yo no aparecía por dos o tres días mandaba averiguar si yo estaba bien de
salud. También ella contemplaba mis bocetos con admiración, y con la misma
locuacidad y franqueza con que lo hacía Missus me contaba cuanto ocurría, con
frecuencia confiándome sus secretos domésticos.
Veneraba a su hija mayor. Lida no
era cariñosa y sólo hablaba de cosas serias; vivía una vida particular y para
su madre y su hermana era el mismo personaje sagrado que para los marineros lo
es el almirante que pasa todo el tiempo en su camarote.
-Nuestra Lida es una persona
notable -decía la madre con frecuencia. ¿No es cierto? -Y ahora mientras
lloviznaba, estábamos conversando sobre Lida:
-Es una persona notable -insistió la
madre y añadió en voz baja y mirando con miedo en su derredor como si estuviera
complotando: A personas como ella hay que buscarlas de día con un farol,
aunque, sabe, empiezo a sentirme algo inquieta. La escuela, los botiquines, los
libros, todo esto está bien, pero ¿por qué caer en los extremos? Es que ya
tiene veintitrés años cumplidos y ya es hora de pensar con seriedad en sí
misma. Porque sino, con los libros y con los botiquines pasará la vida misma y
una ni se dará cuenta... Debe casarse.
Yenia, pálida de tanto leer, con el
peinado algo desordenado, levantó la cabeza y, mirando a su madre dijo como
para sí misma:
-Mamila, todo depende de la
voluntad divina.
Y volvió a sumirse en la lectura.
Llegó Belokúrov, vestido con
podiovka y con camisa bordada. Jugamos al crocquet y al lawn-tennis, luego al
anochecer cenamos largamente y Lida de nuevo habló de las escuelas y de
Balaguin, el que tenía todo el distrito en sus manos. Al irme aquella noche de
la casa de las Volchanínov, me llevé la impresión de un día ocioso y largo, muy
largo, con la triste sensación de que todo termina en este mundo, por más largo
que sea. Yenia nos acompañó hasta el portón y, quizás a causa de que ella había
pasado conmigo todo el día, desde la mañana hasta la noche, sentí que sin ella
estaría aburrido y que toda esta simpática familia no me era extraña; y por
primera vez en todo el verano tuve deseos de pintar.
-Dígame, ¿por qué lleva usted una
vida tan aburrida, tan incolora? -le pregunté a Belokúrov por el camino. Mi
vida sí es aburrida, pesada y monótona porque soy pintor, soy un hombre raro;
estoy, desde mis años juveniles, maltratado por la envidia, por el descontento
conmigo mismo, por la falta de fe en mi actividad; soy siempre pobre, soy un
vagabundo; pero usted, usted es un hombre normal, sano; es un terrateniente, un
señor; ¿por qué vive usted en forma tan poco interesante?, ¿por qué toma usted
tan poco de la vida? ¿Por qué, por ejemplo, no se ha enamorado usted ano de
Lida o de Yenia?
-Usted olvida que yo amo a otra mujer-respondió
Belokúrov.
Referíase a su amiga Liubov
Ivánovna que vivía con él en la casita del jardín. Era una gruesa dama, con
aire de importancia, parecida a una gansa bien alimentada; todos los días la
veía pasear por el jardín con ropas rusas adornadas con abalorios, llevando una
sombrilla, y a cada rato la criada la llamaba, ora para comer, ora para tomar
el té. Unos tres años antes había alquilado la casita para veranear y se quedó
allí, por lo visto, para siempre. Era unos diez años mayor que él y lo manejaba
con severidad, de tal modo que para ausentarse de la casa él debía pedirle
permiso. A menudo sollozaba con voz de hombre y entonces yo mandaba decirle que
si no dejaba de sollozar me iría de la casa; y los sollozos cesaban. Al llegar
a casa, Belokúrov sentóse sobre el diván y frunció el ceño meditabundo,
mientras que yo me puse a caminar por la sala sintiendo una leve emoción, como
un enamorado. Tenía ganas de hablar de las Volchanínov.
-Lida sólo puede amar a un
funcionario del zemstvo, entusias-mado, igual que ella, con los hospitales y
las escuelas -dije. Oh, por una joven así no sólo se puede ingresar en el
zemstvo, sino también gastar un par de zapatos de hierro, como en el cuento de
hadas. ¿Y Missus? ¡Qué delicia es esta Missus!
Belokúrov se puso a hablar
largamente, estirando las “e-e-e-e", acerca de la enfermedad del siglo, el
pesimismo. Hablaba con seguridad y en un tono desafiante como si yo discutiera
con él. Centenares de verstas de la desierta monótona y quemada estepa no
pueden causar tanto tedio como un hombre que está sentado, habla y no se sabe
cuando se ira.
-No se trata de pesimismo ni de
optimismo -observé con irritación. Lo que ocurre es que el noventa y nueve por
ciento de los hombres carece de inteligencia.
Belokúrov lo tomó muy a pecho, se
mostró enojado y se fue.
-El príncipe está de visita en
Malozemovo, te manda saludos -decía Lida a su madre al regresar de un viaje y
quitándose los guantes. Contó muchas cosas interesantes... Prometió volver a
plantar la cuestión del puesto médico de Malozemovo, en la asamblea
provisional, pero dice que hay pocas esperanzas.
-Y dirigiéndose a mí añadió.
Disculpe, siempre olvido que esto no le puede interesar.
Sentí irritación.
¿Y por qué no me puede interesar?
-le pregunté, encogiéndome de hombros. No le place conocer mi opinión, pero le
aseguro que esta cuestión me interesa vivamente.
-¿Sí?
-Sí. A mi juicio, un puesto de
médico en Malozemovo no es necesario en absoluto.
Mi irritación se transmitió a ella
me miró, entrecerrando los ojos, y preguntó:
-¿Qué se necesita entonces?
¿Paisajes?
-Tampoco los paisajes. Allí no se
necesita nada.
Ella terminó de quitarse los
guantes y abrió el diario que acababa de traer del correo; al cabo de un minuto
observó en voz baja, conteniéndose, por lo visito: La semana pasada Ana murió
al dar a luz; de haber existido cerca un puesto médico ella hubiera salvado la
vida. Y los señores paisajistas, me parece, debieron de tener algunas
convicciones al respecto.
-Tengo una convicción bien definida
al respecto -respondí, mientras ella se escondía detrás del diario como si no
quisiera escucharme. A mi juicio, los puestos médicos, las escuelas, las
bibliotecas, los botiquines, dadas las condiciones existentes, no sirven sino
para la opresión. El pueblo está atado con una gran cadena, y ustedes, lejos de
cortarla, le agregan nuevos eslabones. He aquí mi convicción.
Ella levantó la mirada hacia mí y
sonrió burlonamente, pero yo proseguí tratando de resumir mi idea principal:
-Lo importante no es que Ana haya
muerto del parto, sino el hecho de que todas estas Anas, Mavras Pelagias,
encorvan sus espaldas desde el amanecer hasta la noche; se enferman a causa del
trabajo excesivo durante toda la vida tiemblan por sus hijos, hambrientos y
dolientes; durante toda la vida temen a las enferme-dades y a la muerte,
durante toda la vida tratan de curarse, pero se marchitan temprano, envejecen
temprano y mueren en el hedor y en la suciedad; sus hijos, al crecer,
recomienzan la misma historia y así transcurren centenares de años y miles de
millones de personas viven peor que las bestias (sólo por un mendrugo de pan)
sintiendo un miedo continuo. Lo terrible de su situación está en que no tienen
tiempo de pensar en su alma; no tienen tiempo de recordar la imagen humana el
hambre, el frío el miedo bestial, la enormidad del trabajo, cual aludes de
nieve, les obstruyeron todos los caminos hacia la actividad espiritual, es
decir, a lo que distingue al hombre del animal y que constituye lo único por lo
cual vale la pena vivir. Ustedes acuden en su ayuda con hospitales y escuelas,
pero, lejos de liberarlos de sus ataduras, por el contrario, los esclavizan más
aún, ya que, al introducir en su vida nuevos prejuicios, ustedes aumentan el
número de sus necesidades, sin hablar de que por los emplastos y por los
libros, ellos deben pagar al zemstvo, o sea, doblar aún más la espalda.
-No voy a discutir con usted -dijo
Lida bajando el diario. Todo esto lo he oído ya. Sólo le diré una cosa: no debe
uno quedarse sin hacer nada. Es verdad nosotros no estamos salvando a la
humanidad entera y puede ser que estemos equivocados en muchas cosas, pero
hacemos lo que podemos y tenemos razón. El más alto y sagrado propósito de una
persona culta es servir al prójimo y tratando de servirlo como podemos. ¿A
usted no le agrada? pero uno no puede satisfacer a todo el mundo.
-Es verdad, Lida, es verdad -dijo
la madre. En presencia de Lida, ella se mostraba siempre tímida y al hablar la
miraba con inquietud, temiendo decir algo superfluo o inapropiado nunca le
contradecía sino que siempre estaba de acuerdo: "Es verdad, Lida, es
verdad".
-La alfabetización de los mujiks,
los libros con míseras instrucciones y máximas y los puestos médicos no pueden
disminuir la ignorancia ni la mortalidad, de la misma manera que la luz, de las
ventanas no puede iluminar este enorme jardín proseguí. Ustedes no aportan
nada; con su intromisión en la vida de esta gente ustedes no hacen sin crear
nuevas necesidades, nuevos motivos para el trabajo.
-¡Dios mío, pero hay que hacer
algo! -dijo Lida con fastidio, y por su tono se podía deducir que ella
consideraba insignificantes mis razonamientos y los despreciaba.
-Hay que liberar a la gente del
pesado trabajo físico -sostuve. Hay que aliviar el yugo, darles un respiro,
para que no pasen toda su vida junto a los hornos, las artesas y en el campo,
sino que tengan también tiempo de pensar en su alma, en Dios, y que puedan
manifestar en forma más amplia sus condiciones espirituales. La vocación de
todo hombre está en la actividad espiritual, en la constante búsqueda de la
verdad y del sentido de la vida. Hagan, pues, que les sea innecesario el brutal
trabajo de bestias; permítanles sentirse en libertad y verán entonces que estos
libritos y botiquines son, en realidad, una burla. Una vez que el hombre sea
consciente de su auténtica vocación, sólo podrán satisfacerle la religión, las
ciencias, las artes y no estas menudencias.
-¡Liberarlos del trabajo! -sonrió
Lida. ¿Acaso ello es posible?
-Sí Encárguense de una parte del
trabajo de ellos. Si todos los habitantes de la ciudad y del campo, todos sin
excepción, consintiéramos dividir entre nosotros el trabajo que en general
realiza la humanidad para la satisfacción de sus necesidades físicas, a cada
uno no le correspondería quizá más de dos o tres horas por día. Imagínese que
todos, los ricos y los pobres, trabajamos solamente tres horas por día y el
tiempo restante nos queda libre. Imagínese también que (para depender menos ano
de nuestro cuerpo y trabajar menos) inventamos máquinas que nos reemplazan en
ciertas labores y tratamos de reducir la cantidad de nuestras necesidades hasta
el mínimo. Nos templarnos a nosotros y a nuestros hijos para no temer al hambre
y al frío y no tener que temblar constantemente por la salud de ellos, como tiemblan
Ana, Mavra y Pelagia. Imagínese que no nos curamos, no mantenemos farmacias, ni
fábricas de tabaco y de bebidas alcohólicas, ¡cuánto tiempo libre nos queda!
Todos, en común, dedicamos este ocio a las ciencias y a las artes. De la misma
manera como a veces todos los mujiks de una aldea se unen para arreglar el
camino, nosotros, mancomunados todos, buscaríamos la verdad y el sentido de la
vida, y (estoy seguro de ello) la verdad sería descubierta muy pronto; el
hombre se liberaría de este constante, penoso y deprimente miedo a la muerte y
aun de la misma muerte.
-Usted, sin embargo, se contradice
-observó Lida. Habla de las ciencias, pero antes negaba la alfabetización.
-La alfabetización que sólo sirve
al hombre para leer los letreros de las tabernas y a voces libros que no
entiende. Esta alfabetización se mantiene en nuestras aldeas desde los tiempos
de Rúrik[1],
Petrushka[2]
gogoliano hace ya tiempo que sabe leer, mientras que el campo quedó igual que
en la época de Rúrik. No es la alfabetización lo que necesitamos sino la
libertad para una amplia manifestación de capacidades espirituales. No son
escuelas lo que necesitamos sino universidades.
-Pero usted niega también la
medicina.
-Sí. Ella sólo sería necesaria para
el estudio de las enfermedades como fenómenos de la naturaleza y no para su
tratamiento. Hay que curar no las enfermedades sino sus causas. Anulen la causa
principal (el trabajo físico) y no habrá enfermedades. No reconozco la ciencia
que cura -continué exaltado. Las ciencias y las artes, cuando son auténticas,
no aspiran a lograr propósitos temporales o particulares, sino que tienden
hacia lo eterno y lo universal: buscan la verdad y el sentido de la vida,
buscan a Dios y el alma, pero cuando se las ata a las necesidades y los
problemas del día, a los botiquines y a las bibliotecas, ellas no hacen sino
complicar y entorpecer la vida. Tenemos muchos médicos, farmacéuticos,
juristas, mucha gente sabe ahora leer y escribir, pero carecemos totalmente de
biólogos, matemáticos, filósofos, poetas. Toda la inteligencia, toda la energía
espiritual se fueron gastando para la satisfacción de las necesidades
temporales, pasajeras... Los sabios, los escritores y los pintores están
abarrotados de trabajo; merced a ellos las comodidades de la vida crecen cada
día, las necesidades del cuerpo se multiplican, mientras que la verdad queda
lejos todavía y el hambre sigue siendo el animal más feroz y menos pulcro, y
todo contribuye para que la humanidad, en su mayoría, se degenere y pierda para
siempre su vitalidad. En estas condiciones, la vida de un pintor no tiene
sentido, y cuanto más talento tiene, tanto más extraño e incomprensible es su
papel, ya que resulta que él trabaja para la diversión de un animal feroz y
sucio, sosteniendo el orden existente. Y yo no quiero trabajar y no
trabajaré;.. No precisamos nada, ¡qué se hunda la tierra en el infierno!
-Missus, vete a tu cuarto -dijo
Lida a su hermana, considerando, por lo visto, mis palabras como dañinas para
una señorita tan joven.
Yenia miró con tristeza a la
hermana y a la madre y salió.
-Estas lindas cosas se dicen
comúnmente cuando quieren justificar su indiferencia -dijo Lida. Negar
hospitales y escuelas es más fácil que curar y enseñar.
-Es verdad, Lida, es verdad
-asintió la madre.
-Usted amenaza, con dejar de
trabajar -continuó Lida. Por lo visto, aprecia usted altamente sus obras. No
discutamos más: nunca llegaremos a un acuerdo, ya que la más imperfecta de las
bibliotecas o farmacias, a las cuales se refirió usted con tanto desprecio,
para mí es más importante que todos los paisajes del mundo.
-Y en seguida,
dirigiéndose a la madre, habló en un tono muy distinto: El príncipe está muy
delgado y ha cambiado mucho desde que estuvo en nuestra casa. Lo mandan a Vichy
Ella contaba a su madre las cosas
acerca del príncipe para no hablar conmigo. Su cara ardía y para ocultar su
agitación se inclinó hacia la mesa, como miope, y aparentó leer el diario. Mi
presencia era desagradable. Me despedí y me retiré.
1.014. Chejov (Anton)
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