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viernes, 27 de diciembre de 2013

Historia de mi vida - Cap. IX

Nos veíamos con mucha frecuencia, dos veces al día.
Después de comer llegaba en coche al cementerio y me esperaba leyendo las inscripciones de las tumbas. A veces entraba en la iglesia, donde yo seguía trabajando,  y,  de  pie  junto  a mí, contemplaba mi tarea.
El silencio respetuoso que reinaba en torno, el trabajo ingenuo de los pintores de iconos, la conmovían.  También  la  impresionaba  agradable-mente  el  verme  vestido  como  los  demás obreros  y  el  observar  que  me  tuteaban  y  me trataban como a su igual.
Cuando,  en  cumplimiento  de  una  orden  de Nabó o de otro, subía yo por la escala de cuerda a lo alto de la cúpula, llevando pintura, seguía ella con interés mis movimientos, y parecía muy emocionada. Con los ojos húmedos de lágrimas, me sonreía.
Una vez, mirándome trabajar, me dijo:
-¡Cómo me gusta usted así!
Siendo yo muchacho, un papagayo que tenían unos amigos nuestros se escapó de la jaula, y durante un mes vagabundeó por la ciudad, pasando de un jardín a otro, solitario, sin amparo, triste.  María  Victorovna  me  recordaba  aquel pájaro.
-¡El  único  sitio  adonde  voy  de  visita  es  al cementerio! -me dijo un día, riendo. Los habitantes  de  la  ciudad  me  inspiran  una  profunda antipatía  y  no  quiero  ver  a  nadie.  En  casa  de Achoguin  se  canta,  se  representa,  se  recitan versos, y me aburro allí de un modo insoportable. Su hermana de usted evita la sociedad y no viene a verme. La señorita Blagovo me detesta, no  sé  por  qué.  ¿Qué  quiere  usted  que  haga? ¿Adónde quiere usted que vaya?
Cuando la visitaba, mis ropas olían a pintura y a barniz; mis manos estaban sucias, y eso le gustaba.  Se  empeñaba  en  que  fuera  a  su  casa con mi blusa de obrero, tal como estaba en el trabajo; pero ese traje me cohibía mucho en su salón, y para ir a verla me lo quitaba y me ponía mi traje nuevo, más correcto. Tal mudanza de ropa  la  enojaba  y  me  recibía  con  muecas  de enfado.
-Confiese usted -me dijo una noche- que no ha podido aún habituarse a su nueva posición social. El traje de obrero le cohíbe a usted, no está usted a gusto con él. Eso se explica, en mi sentir,  por  la  falta  de  convicción  con  que  ha obrado usted al hacerse obrero. Sencillamente, no está usted satisfecho en su nueva vida. Además, a decir verdad no puede usted estarlo. Al fin y al cabo trabaja usted para los ricos, para aumentar  el  confort  y  el  lujo  que  los  rodean.
Luego, usted me ha dicho muchas veces que el hombre debe amasarse su pan,  y usted lo que hace es ganar el dinero con que lo compra. ¿Por qué no aplica usted estrictamente a su conducta sus principios? Debe usted seguirlos fielmente; es  decir:  en  lugar  de  pintar  los  techos  de  los templos,  debía  usted  amasar  por  sí  mismo  su pan cotidiano; labrar, sembrar, segar... o hacer algo que tenga relación directa con la agricultura;  pastorear,  cavar,  construir  casas  campestres...  Ha  de  saber  usted  que  me  pirro  por  la agricultura...
Abrió un armarito que había junto a su mesa escritorio, y añadió:
-Voy a revelarle a usted un gran secreto. Para eso  he  sacado  esta  conversación.  Aquí  tiene usted mi biblioteca agrícola. En ella encontrará usted libros que tratan del cultivo de los campos, del de los jardines, de avicultura, de apicultura,  de  cría  pecuaria.  Lo  leo  todo  con  sumo interés, y me atrevo a decir que lo conozco bastante  bien.  Mi  sueño  dorado,  sépalo  usted,  es irme, en primavera, a nuestra Dubechnia, y dedicarme  allí  a  la  vida  agrícola.  ¡Qué  delicia!
Claro es que el primer año no podré hacer gran cosa: me orientaré, estudiaré la agricultura prácticamente... Pero al otro año intervendré en todo, mejor dicho, lo dirigiré todo, con la mayor energía, se lo aseguro a usted. Mi padre me ha prometido cederme la plena propiedad de Dubechnia, donde podré hacer lo que me dé la gana.
Estaba muy excitada; sus mejillas se habían tornado  de  púrpura.  Llena  de  alegría,  hablaba sin parar de la realización de sus sueños, de su próxima vida en el campo, que se pintaba ella en extremo interesante y muy poética.
¡Quién hubiera estado en su lugar, participado de su entusiasmo! La primavera se acercaba; los días eran  ya muy largos; el sol derretía la nieve, y gruesas gotas de agua caían de los tejados.  Todo  olía  ya  a  primavera.  Y  yo  también sentía un gran deseo de irme al campo.
Cuando me dijo que no tardaría en irse a Dubechnia, una honda tristeza se apoderó da mí.
Me  vi  solo  en  la  ciudad  hostil,  sin  nadie  con quien  poder  cambiar  algunas  palabras.  Tuve celos  de  aquellos  libros  de  agricultura  y  de aquellos sueños geórgicos. Sin embargo, ni me gustaba la vida del campo, ni les tenía afición alguna a los trabajos agrícolas. Iba a decir que, en mi sentir, la agricultura rebajaba al hombre, le hacía esclavo de la tierra; pero no dije nada…
Estábamos casi en primavera, en vísperas de Pascua.
Un  día  llegó  el  ingeniero  Dolchikov,  de quien yo había comenzando a olvidar hasta la existencia.
Llegó de un modo inesperado, sin anunciarlo siquiera con un telegrama.
Cuando fui aquella noche, como de costumbre, a su casa, le encontré en el salón, paseándose y refiriendo no sé qué. Estaba muy lavado, perfumado y afeitado y parecía más joven que antes de su marcha.
María Victorovna, de rodillas ante la maleta, sacaba de ella libros, frascos, cajas y otros objetos, que le iba entregando al criado.
Al ver al ingeniero, di, involuntariamente, un paso atrás; pero él me tendió ambas manos y me dijo sonriendo, mostrando su blancos y sólidos dientes:
-¡Hele aquí! ¡Tanto gusto en verle, señor decorador! Macha me lo ha contado todo. ¡Y me ha hecho tantos elogios de usted!
Me cogió del brazo, y prosiguió:
-Comprendo su decisión y la apruebo sin reservas.  Es  infinita-mente  más  honrado  y  más inteligente ser un buen obrero que garrapatear en una oficina y llevar una escarapela en la gorra.  Yo  he  trabajado  en  Bélgica  como  simple obrero... con estas manos que usted ve... y he sido durante dos años maquinista...
Llevaba  un  batín,  calzaba  unas  pantuflas  y andaba con el balanceo de los gotosos. Estaba visiblemente satisfecho de encontrarse al fin en su casa y de haber tomado su ducha. Se frotaba las manos y canturreaba.
No tardó en servirse la cena. Se me invitó.
Durante la comida, fue él quien habló más.
-No  hay  duda  -decía-  de  que  son  ustedes muy  simpáticos,  muy  amables;  pero,  dígame usted, señor: ¿por qué en cuanto empiezan ustedes a trabajar físicamente y a preocuparse de la suerte del mujik se hacen, inevitablemente, sectarios? Usted, por ejemplo, señor Poloznev, ¿no es  un  sectario?  Por  cuestión  de  principios,  no bebe usted «vodka». Eso es puro sectarismo.
Por  complacerle  bebí  «vodka»  y  vino.  Comimos  quesos  de  distintas  clases,  salchichón, pastas y otras delicadezas gastronó-micas que el ingeniero había traído de Petersburgo, y saboreamos los vinos que en su ausencia se habían recibido  del  extranjero,  que  eran,  en  verdad, excelentes. No sé cómo, se las arreglaban para recibirlos sin pagar derechos de importación, lo mismo que los cigarros. El caviar y el salmón se lo  regalaban.  No  pagaban  el  piso,  porque  el propietario  de  la  finca  proveía  de  petróleo  al camino de hierro, y, por lo tanto, dependía del ingeniero. En fin, yo casi llegué a estar convencido de que cuanto existe en el mundo se hallaba siempre -de modo gratuito- a la disposición del señor Dolchikov y de su hija, que no tenían más que tender la mano y cogerlo.
Seguí visitándolos asiduamente; pero no con tanto placer como antes de regresar el ingeniero.
El señor Dolchikov me azoraba, y en su presencia no me sentía yo a mi gusto. No podía soportar su mirada serena e inocente; su conversación me era antipática; no podía yo desechar el des-agradable recuerdo de mi corta estancia en sus oficinas y de la grosería con que me había tratado.
Es  verdad  que  ahora  estaba  muy  amable conmigo, que me rodeaba con el brazo la cintura,  que  me  daba  afectuosos  golpecitos  en  el hombro, que, aseguraba ver con una profunda simpatía mi cambio de vida; pero a mí no se me ocultaba  que  me  despreciaba  como  antes,  que me consideraba una nulidad, y que sólo me toleraba por serle agradable a su hija.
Yo no podía ya reírme y decir lo que se me ocurría. Casi siempre estaba silencioso y temía a cada momento una grosería del señor Dolchikov. Mi conciencia de proletario se sublevaba contra mi conducta. Yo, un obrero, visitaba diariamente  a  aquella  gente  rica,  con  la  que  no tenía nada de común, que despreciaba a todos los habitantes de la ciudad y que era considerada  por  ellos  extraña...  Bebía  en  su  casa  vinos caros  y  comía bocados  exquisitos... Me sentía avergonzado  como  si  cometiese  un  crimen.
Cuando me dirigía a casa de Dolchikov evitaba el  encuentro  con  mis  conocidos  y  bajaba  los ojos al verlos; y cuando volvía a mi pobre posada, me abochornaba haber comido tanto y tan bien.
Pero lo que me preocupaba sobre todo era el temor de enamorarme.  María Victorovna cada día me atraía más. Yendo por la calle, en el trabajo, en medio de mis charlas con mis compañeros,  pensaba  a  cada  instante  en  que  por  la noche iría a su casa, y me deleitaba recordando su risa, su voz... Antes de ir a verla permanecía largo  rato  de  pie  ante  un  pedacito  de  espejo, procurando  hacerme  lo  más  primorosamente que podía el lazo de la corbata. Mi traje me parecía abominable, y me avergonzaba, y al mismo tiempo mi dignidad se rebelaba contra esta vergüenza. Cuando ella me decía desde su cuarto que no entrase, que esperase un poco, porque no estaba vestida aún, se apoderaba de mí una gran tensión nerviosa, y mi espera, aunque fuese corta, era la espera inquieta y llena de ansias de un enamorado impaciente. Al ponerla, con el pensamiento, en parangón con otras jóvenes a quienes veía por la calle, se me antojaban todas, hasta  las  más  lindas,  vulgares,  mal  vestidas, grotescas. Y la superioridad de María Victorovna me enorgullecía como si la hija del ingeniero me  perteneciese.  Rara  era  la  noche  que  no  la soñaba...
Una  noche  salí  de  su  casa  asqueado  de  mí mismo.  Aunque  el  ingeniero  seguía  estando muy amable y me había hecho compartir con él una  enorme  langosta,  en  su  amabilidad,  en  la familiaridad  con  que  me  trataba,  yo  advertía, hacía algún tiempo, algo ofensivo para mí.
Camino  de  mi  posada,  decidí  poner  fin  a aquella  situación  humillante.  «En  esa  casa  -pensé-  se  me  acaricia  como  se  acaricia  a  un pobre perro perdido. Ahora los divierto; pero en cuanto deje de interesarlos, me pondrán de patitas en la calle.»
-¡Hay que acabar lo más, pronto posible! -casi grité en el silencio de la ciudad dormida.
Y,  alzando  los  ojos  al  cielo,  juré  solemnemente romper toda relación con la familia Dolchikov.
A la noche siguiente no fui a verlos.
Muy tarde ya, pasé por la calle de la Nobleza. Estaba obscuro y llovía. La casa de Achoguin se hallaba sumida en el sueño; en una sola ventana,  la  de  la  señora  Achoguin,  situada  al extremo de la fachada,  se veía luz.  La señora
Achoguin, sin duda, estaría bordando o haciendo calceta, alumbrada por tres bujías, para demostrar  el  desprecio  que  le  inspiraban  las  supersticiones. En nuestra casa no se veía luz al-guna.  La  de  Dolchikov,  frontera  a  la  nuestra, estaba, por el contrario, muy iluminada, aunque, a causa de los visillos, no se distinguía nada de su interior.
Seguí andando a lo largo de la calle, bajo la lluvia primaveral. Oí a mi padre llegar, de vuelta del club. Llamó a la puerta, y momentos después vi, dentro, encenderse una luz. Distinguí la silueta de mi hermana, que con el quinqué en la mano, y alisándose presurosa el cabello, se dirigía a la puerta. Luego, desde mi secreto observatorio, vi a mi padre ir  y venir por el salón.
Hablaba  frotándose  las  manos;  mi  hermana, sentada  en  una  butaca,  permanecía  inmóvil  y muda. Seguramente no le escucha-ba, absorta en sus cavilaciones.
No tardaron en retirarse, y la luz se apagó.
Miré a la casa del ingeniero: también estaba sumida en las tinieblas. Solo, en la noche negra, bajo la lluvia, sentía una tristeza profunda, como un hombre perdido en el desierto y ya sin ninguna esperanza. Toda mi vida, la pretérita y la  presente,  me  parecía  nula,  desprovista  de todo interés. ¿Qué podía yo esperar del porve-nir?
Sin darme cuenta de lo que hacía, tiré con todas mis fuerzas de la campanilla de la puerta del ingeniero Dolchikov, la arranqué  y eché a correr a carrera tendida, calle arriba, como un chiquillo, empujado por el temor de que saliesen en seguida y me reconociesen.
A una gran distancia me detuve para tomar aliento. La calle permanecía silenciosa.
Sólo se oía el ruido de la lluvia y el de los golpes de un sereno sobre una plancha de hierro.
Durante  una  semana  no  visité  a  la  familia Dolchikov.
Nos quedamos sin trabajo, sufrimos toda clase  de  privaciones.  Vendí  mi  traje  nuevo  por cuatro  cuartos  y  me  comí  el  dinero.  A  veces encontraba un trabajo penoso para un día, que me  producía  de  diez  a  veinte  «kopecks».  Cubierto  de  barro,  temblando  de  frío,  trabajaba como  un  forzado  y  encontraba  en  ello  cierta satisfacción moral: me vengaba en mí mismo de las langostas, los quesos y otros buenos bocados que había saboreado en casa de Dolchikov.
Ni aun en medio de esta vida llena de miserias dejaba nunca de pensar en María Victorovna. La amaba. Sí, aquello era amor, el amor más apasionado. Cuando me acostaba, cansado, mojado, muchas veces hambriento, mi imaginación evocaba al punto su imagen y se forjaba cuadros seductores. Y aquel amor me daba fuerzas para sufrir, como si fuera por ella por quien yo padecía tan terrible vida.
Una noche en que había caído una copiosa nevada,  en  que  parecía  que  el  invierno  había vuelto, encontré en mi cuarto a María Victorovna.  Estaba  sentada,  envuelta  en  su  abrigo  de pieles, las manos dentro del manguito.
-¿Por qué no viene usted ya a casa? -me preguntó, clavando en los míos sus ojos claros  y expresivos.
Yo estaba tan turbado por la alegría, que no podía contestar, y permanecía en pie, ante ella, en la misma actitud que ante mi padre cuando me pegaba.
Ella me miraba fijamente y no se me ocultaba que se daba cuenta de la causa de mi turbación.
-¿Por qué no viene usted a verme? -repitió.
¡Ya que usted no quiere venir a mi casa, vengo yo a la suya!
Se levantó y se aproximó a mí.
-¡No me abandone usted! -me dijo.
Vi brillar las lágrimas en sus ojos.
-¡No  me  abandone  usted!  ¡Estoy  sola,  no tengo a nadie en el mundo!
Y buscando el pañuelo, para secarse las lágrimas, se sonreía.
Hubo unos instantes de silencio. La abracé, la atraje hacia mí y di un largo beso en sus labios. Al besarla, me hice sangre en la cara con el alfiler de su sombrero hacía mucho tiempo.

1.014. Chejov (Anton)

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