Nos veíamos con mucha frecuencia, dos veces al día.
Después de comer llegaba en coche al cementerio y me esperaba leyendo
las inscripciones de las tumbas. A veces entraba en la iglesia, donde yo seguía
trabajando, y, de
pie junto a mí, contemplaba mi tarea.
El silencio respetuoso que reinaba
en torno, el trabajo ingenuo de los pintores de iconos, la conmovían. También
la impresionaba agradable-mente el
verme vestido como
los demás obreros y
el observar que
me tuteaban y me
trataban como a su igual.
Cuando, en
cumplimiento de una
orden de Nabó o de otro, subía yo
por la escala de cuerda a lo alto de la cúpula, llevando pintura, seguía ella
con interés mis movimientos, y parecía muy emocionada. Con los ojos húmedos de
lágrimas, me sonreía.
Una vez, mirándome trabajar, me
dijo:
-¡Cómo me gusta usted así!
Siendo yo muchacho, un papagayo que
tenían unos amigos nuestros se escapó de la jaula, y durante un mes vagabundeó
por la ciudad, pasando de un jardín a otro, solitario, sin amparo, triste. María
Victorovna me recordaba
aquel pájaro.
-¡El único
sitio adonde voy de visita
es al cementerio! -me dijo un
día, riendo. Los habitantes de la
ciudad me inspiran
una profunda antipatía y
no quiero ver
a nadie. En
casa de Achoguin se
canta, se representa,
se recitan versos, y me aburro
allí de un modo insoportable. Su hermana de usted evita la sociedad y no viene
a verme. La señorita Blagovo me detesta, no
sé por qué.
¿Qué quiere usted que
haga? ¿Adónde quiere usted que vaya?
Cuando la visitaba, mis ropas olían
a pintura y a barniz; mis manos estaban sucias, y eso le gustaba. Se
empeñaba en que
fuera a su
casa con mi blusa de obrero, tal como estaba en el trabajo; pero ese traje
me cohibía mucho en su salón, y para ir a verla me lo quitaba y me ponía mi
traje nuevo, más correcto. Tal mudanza de ropa
la enojaba y
me recibía con
muecas de enfado.
-Confiese usted -me dijo una noche-
que no ha podido aún habituarse a su nueva posición social. El traje de obrero
le cohíbe a usted, no está usted a gusto con él. Eso se explica, en mi
sentir, por la
falta de convicción
con que ha obrado usted al hacerse obrero. Sencillamente,
no está usted satisfecho en su nueva vida. Además, a decir verdad no puede
usted estarlo. Al fin y al cabo trabaja usted para los ricos, para
aumentar el confort
y el lujo
que los rodean.
Luego, usted me ha dicho muchas
veces que el hombre debe amasarse su pan,
y usted lo que hace es ganar el dinero con que lo compra. ¿Por qué no
aplica usted estrictamente a su conducta sus principios? Debe usted seguirlos
fielmente; es decir: en
lugar de pintar
los techos de los
templos, debía usted
amasar por sí
mismo su pan cotidiano; labrar,
sembrar, segar... o hacer algo que tenga relación directa con la
agricultura; pastorear, cavar,
construir casas campestres...
Ha de saber
usted que me
pirro por la agricultura...
Abrió un armarito que había junto a
su mesa escritorio, y añadió:
-Voy a revelarle a usted un gran
secreto. Para eso he sacado
esta conversación. Aquí
tiene usted mi biblioteca agrícola. En ella encontrará usted libros que
tratan del cultivo de los campos, del de los jardines, de avicultura, de
apicultura, de cría
pecuaria. Lo leo
todo con sumo interés, y me atrevo a decir que lo
conozco bastante bien. Mi
sueño dorado, sépalo
usted, es irme, en primavera, a
nuestra Dubechnia, y dedicarme allí a
la vida agrícola.
¡Qué delicia!
Claro es que el primer año no podré
hacer gran cosa: me orientaré, estudiaré la agricultura prácticamente... Pero
al otro año intervendré en todo, mejor dicho, lo dirigiré todo, con la mayor
energía, se lo aseguro a usted. Mi padre me ha prometido cederme la plena
propiedad de Dubechnia, donde podré hacer lo que me dé la gana.
Estaba muy excitada; sus mejillas
se habían tornado de púrpura.
Llena de alegría,
hablaba sin parar de la realización de sus sueños, de su próxima vida en
el campo, que se pintaba ella en extremo interesante y muy poética.
¡Quién hubiera estado en su lugar,
participado de su entusiasmo! La primavera se acercaba; los días eran ya muy largos; el sol derretía la nieve, y
gruesas gotas de agua caían de los tejados.
Todo olía ya
a primavera. Y
yo también sentía un gran deseo
de irme al campo.
Cuando me dijo que no tardaría en
irse a Dubechnia, una honda tristeza se apoderó da mí.
Me
vi solo en
la ciudad hostil,
sin nadie con quien
poder cambiar algunas
palabras. Tuve celos de
aquellos libros de
agricultura y de aquellos sueños geórgicos. Sin embargo, ni
me gustaba la vida del campo, ni les tenía afición alguna a los trabajos
agrícolas. Iba a decir que, en mi sentir, la agricultura rebajaba al hombre, le
hacía esclavo de la tierra; pero no dije nada…
Estábamos casi en primavera, en
vísperas de Pascua.
Un
día llegó el
ingeniero Dolchikov, de quien yo había comenzando a olvidar hasta
la existencia.
Llegó de un modo inesperado, sin
anunciarlo siquiera con un telegrama.
Cuando fui aquella noche, como de
costumbre, a su casa, le encontré en el salón, paseándose y refiriendo no sé
qué. Estaba muy lavado, perfumado y afeitado y parecía más joven que antes de
su marcha.
María Victorovna, de rodillas ante
la maleta, sacaba de ella libros, frascos, cajas y otros objetos, que le iba
entregando al criado.
Al ver al ingeniero, di,
involuntariamente, un paso atrás; pero él me tendió ambas manos y me dijo
sonriendo, mostrando su blancos y sólidos dientes:
-¡Hele aquí! ¡Tanto gusto en verle,
señor decorador! Macha me lo ha contado todo. ¡Y me ha hecho tantos elogios de
usted!
Me cogió del brazo, y prosiguió:
-Comprendo su decisión y la apruebo
sin reservas. Es infinita-mente más
honrado y más inteligente ser un buen obrero que
garrapatear en una oficina y llevar una escarapela en la gorra. Yo
he trabajado en
Bélgica como simple obrero... con estas manos que usted
ve... y he sido durante dos años maquinista...
Llevaba un
batín, calzaba unas
pantuflas y andaba con el
balanceo de los gotosos. Estaba visiblemente satisfecho de encontrarse al fin
en su casa y de haber tomado su ducha. Se frotaba las manos y canturreaba.
No tardó en servirse la cena. Se me
invitó.
Durante la comida, fue él quien
habló más.
-No
hay duda -decía-
de que son
ustedes muy simpáticos, muy
amables; pero, dígame usted, señor: ¿por qué en cuanto
empiezan ustedes a trabajar físicamente y a preocuparse de la suerte del mujik
se hacen, inevitablemente, sectarios? Usted, por ejemplo, señor Poloznev, ¿no
es un
sectario? Por cuestión
de principios, no bebe usted «vodka». Eso es puro
sectarismo.
Por
complacerle bebí «vodka»
y vino. Comimos
quesos de distintas
clases, salchichón, pastas y
otras delicadezas gastronó-micas que el ingeniero había traído de Petersburgo,
y saboreamos los vinos que en su ausencia se habían recibido del
extranjero, que eran,
en verdad, excelentes. No sé
cómo, se las arreglaban para recibirlos sin pagar derechos de importación, lo
mismo que los cigarros. El caviar y el salmón se lo regalaban.
No pagaban el
piso, porque el propietario de la finca
proveía de petróleo
al camino de hierro, y, por lo tanto, dependía del ingeniero. En fin, yo
casi llegué a estar convencido de que cuanto existe en el mundo se hallaba
siempre -de modo gratuito- a la disposición del señor Dolchikov y de su hija,
que no tenían más que tender la mano y cogerlo.
Seguí visitándolos asiduamente;
pero no con tanto placer como antes de regresar el ingeniero.
El señor Dolchikov me azoraba, y en
su presencia no me sentía yo a mi gusto. No podía soportar su mirada serena e
inocente; su conversación me era antipática; no podía yo desechar el
des-agradable recuerdo de mi corta estancia en sus oficinas y de la grosería
con que me había tratado.
Es
verdad que ahora
estaba muy amable conmigo, que me rodeaba con el brazo
la cintura, que me
daba afectuosos golpecitos
en el hombro, que, aseguraba ver
con una profunda simpatía mi cambio de vida; pero a mí no se me ocultaba que
me despreciaba como
antes, que me consideraba una
nulidad, y que sólo me toleraba por serle agradable a su hija.
Yo no podía ya reírme y decir lo
que se me ocurría. Casi siempre estaba silencioso y temía a cada momento una
grosería del señor Dolchikov. Mi conciencia de proletario se sublevaba contra
mi conducta. Yo, un obrero, visitaba diariamente a
aquella gente rica,
con la que no
tenía nada de común, que despreciaba a todos los habitantes de la ciudad y que era
considerada por ellos
extraña... Bebía en
su casa vinos caros
y comía bocados exquisitos... Me sentía avergonzado como
si cometiese un
crimen.
Cuando me dirigía a casa de
Dolchikov evitaba el encuentro con
mis conocidos y
bajaba los ojos al verlos; y
cuando volvía a mi pobre posada, me abochornaba haber comido tanto y tan bien.
Pero lo que me preocupaba sobre
todo era el temor de enamorarme. María
Victorovna cada día me atraía más. Yendo por la calle, en el trabajo, en medio
de mis charlas con mis compañeros,
pensaba a cada
instante en que
por la noche iría a su casa, y me
deleitaba recordando su risa, su voz... Antes de ir a verla permanecía largo rato
de pie ante
un pedacito de
espejo, procurando hacerme lo más primorosamente que podía el lazo de la
corbata. Mi traje me parecía abominable, y me avergonzaba, y al mismo tiempo mi
dignidad se rebelaba contra esta vergüenza. Cuando ella me decía desde su
cuarto que no entrase, que esperase un poco, porque no estaba vestida aún, se
apoderaba de mí una gran tensión nerviosa, y mi espera, aunque fuese corta, era
la espera inquieta y llena de ansias de un enamorado impaciente. Al ponerla,
con el pensamiento, en parangón con otras jóvenes a quienes veía por la calle, se
me antojaban todas, hasta las más
lindas, vulgares, mal
vestidas, grotescas. Y la superioridad de María Victorovna me
enorgullecía como si la hija del ingeniero me
perteneciese. Rara era
la noche que
no la soñaba...
Una
noche salí de su casa
asqueado de mí mismo.
Aunque el ingeniero
seguía estando muy amable y me
había hecho compartir con él una
enorme langosta, en
su amabilidad, en la
familiaridad con que me trataba,
yo advertía, hacía algún tiempo,
algo ofensivo para mí.
Camino de
mi posada, decidí
poner fin a aquella
situación humillante. «En
esa casa -pensé-
se me acaricia
como se acaricia
a un pobre perro perdido. Ahora
los divierto; pero en cuanto deje de interesarlos, me pondrán de patitas en la
calle.»
-¡Hay que acabar lo más, pronto
posible! -casi grité en el silencio de la ciudad dormida.
Y,
alzando los ojos
al cielo, juré
solemnemente romper toda relación con la familia Dolchikov.
A la noche siguiente no fui a
verlos.
Muy tarde ya, pasé por la calle de
la Nobleza. Estaba obscuro y llovía. La casa de Achoguin se hallaba sumida en
el sueño; en una sola ventana, la de
la señora Achoguin,
situada al extremo de la fachada, se veía luz.
La señora
Achoguin, sin duda, estaría
bordando o haciendo calceta, alumbrada por tres bujías, para demostrar el
desprecio que le
inspiraban las supersticiones. En nuestra casa no se veía
luz al-guna. La de
Dolchikov, frontera a la nuestra, estaba, por el contrario, muy iluminada,
aunque, a causa de los visillos, no se distinguía nada de su interior.
Seguí andando a lo largo de la
calle, bajo la lluvia primaveral. Oí a mi padre llegar, de vuelta del club.
Llamó a la puerta, y momentos después vi, dentro, encenderse una luz. Distinguí
la silueta de mi hermana, que con el quinqué en la mano, y alisándose presurosa
el cabello, se dirigía a la puerta. Luego, desde mi secreto observatorio, vi a
mi padre ir y venir por el salón.
Hablaba frotándose
las manos; mi
hermana, sentada en una
butaca, permanecía inmóvil
y muda. Seguramente no le escucha-ba, absorta en sus cavilaciones.
No tardaron en retirarse, y la luz
se apagó.
Miré a la casa del ingeniero:
también estaba sumida en las tinieblas. Solo, en la noche negra, bajo la
lluvia, sentía una tristeza profunda, como un hombre perdido en el desierto y
ya sin ninguna esperanza. Toda mi vida, la pretérita y la presente,
me parecía nula,
desprovista de todo interés. ¿Qué
podía yo esperar del porve-nir?
Sin darme cuenta de lo que hacía,
tiré con todas mis fuerzas de la campanilla de la puerta del ingeniero
Dolchikov, la arranqué y eché a correr a
carrera tendida, calle arriba, como un chiquillo, empujado por el temor de que
saliesen en seguida y me reconociesen.
A una gran distancia me detuve para
tomar aliento. La calle permanecía silenciosa.
Sólo se oía el ruido de la lluvia y
el de los golpes de un sereno sobre una plancha de hierro.
Durante una
semana no visité
a la familia Dolchikov.
Nos quedamos sin trabajo, sufrimos
toda clase de privaciones.
Vendí mi traje
nuevo por cuatro cuartos
y me comí
el dinero. A
veces encontraba un trabajo penoso para un día, que me producía
de diez a
veinte «kopecks». Cubierto
de barro, temblando
de frío, trabajaba como un
forzado y encontraba
en ello cierta satisfacción moral: me vengaba en mí
mismo de las langostas, los quesos y otros buenos bocados que había saboreado
en casa de Dolchikov.
Ni aun en medio de esta vida llena
de miserias dejaba nunca de pensar en María Victorovna. La amaba. Sí, aquello
era amor, el amor más apasionado. Cuando me acostaba, cansado, mojado, muchas
veces hambriento, mi imaginación evocaba al punto su imagen y se forjaba
cuadros seductores. Y aquel amor me daba fuerzas para sufrir, como si fuera por
ella por quien yo padecía tan terrible vida.
Una noche en que había caído una
copiosa nevada, en que
parecía que el
invierno había vuelto, encontré
en mi cuarto a María Victorovna. Estaba sentada,
envuelta en su
abrigo de pieles, las manos
dentro del manguito.
-¿Por qué no viene usted ya a casa?
-me preguntó, clavando en los míos sus ojos claros y expresivos.
Yo estaba tan turbado por la
alegría, que no podía contestar, y permanecía en pie, ante ella, en la misma
actitud que ante mi padre cuando me pegaba.
Ella me miraba fijamente y no se me
ocultaba que se daba cuenta de la causa de mi turbación.
-¿Por qué no viene usted a verme?
-repitió.
¡Ya que usted no quiere venir a mi
casa, vengo yo a la suya!
Se levantó y se aproximó a mí.
-¡No me abandone usted! -me dijo.
Vi brillar las lágrimas en sus
ojos.
-¡No me
abandone usted! ¡Estoy
sola, no tengo a nadie en el
mundo!
Y buscando el pañuelo, para secarse
las lágrimas, se sonreía.
Hubo unos instantes de silencio. La
abracé, la atraje hacia mí y di un largo beso en sus labios. Al besarla, me
hice sangre en la cara con el alfiler de su sombrero hacía mucho tiempo.
1.014. Chejov (Anton)
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