Llegó el otoño, lluvioso, cenagoso
sin sol.
Sólo raras veces teníamos trabajo.
Me pasaba parado hasta tres días seguidos. Para no morirme de hambre hacía
cosas por completo ajenas a mi oficio; llevaba agua cavaba, recibiendo por ello
veinte «copecks» de jornal.
El doctor Blagovo se había marchado
a Petersburgo. A mi hermana no había vuelto a verla. Nabó había caído enfermo y
no abandonaba ya el lecho, esperando la muerte. Mi humor era también otoñal.
Vivía de nuevo en la ciudad, y lo
que veía me inspiraba una
repugnancia profunda. Convertido
en un simple
obrero, contem-plaba la vida de mis paisanos desde un nuevo punto
de vista.
Los que yo
consideraba menos sinvergüenzas
se revelaban ahora
a mis ojos
en toda su vileza, crueles, sin escrúpulos, capaces
de toda maldad. Nos engañaban a cada paso, trataban de pagarnos lo menos
posible, nos hacían esperar horas enteras en el portal frío o en la cocina, nos
hablaban en un lenguaje brutal, nos insultaban, nos trataban, en fin, como a
vil chusma.
Recuerdo un hecho significativo: me
encargaron de empapelar
el club de
la ciudad. Me pagaban a razón de siete «copecks» por
rollo de papel, y como se me propusiera firmar un recibo de
doce «copecks» por
rollo, me negué
a hacerlo. Entonces uno
de los administradores del club, un señor de aspecto
muy respetable, con gafas de oro, me
gritó:
-¡Si añades
una palabra más,
te rompo las muelas, canalla!
Un camarero allí presente le dijo
algo al oído, quizá que yo era el hijo del arquitecto Poloznev. El
administrador se turbó un poco, pero se repuso en seguida y contestó:
-¿Qué vamos a hacerle? ¡A la porra!
Los tenderos se creían
en el deber de vendernos el género, más malo, el que no se atrevían a
ofrecerles a los demás. En las carnicerías nos daban a menudo carne echada a
perder. En la iglesia éramos
brutalmente atropellados por la
policía. Cuando alguno
de nosotros estaba enfermo en
el hospital, los
enfermeros y las enfermeras le trataban con un desprecio
altivo, le robaban el alimento y le servían de comer en platos sucios. En las
oficinas de correos, cualquier empleadillo se creía en el derecho de tratarnos
como a bestias y de insultarnos groseramente.
-¡Espera! ¿No ves que estoy
ocupado?
Hasta los perros parecían
despreciarnos y se lanzaban contra nosotros con una furia singular.
Lo que sobre todo me indignaba en
nuestra ciudad era la ausencia absoluta del espíritu de justicia. Mi nueva
posición social me permitía comprobarlo a cada paso. Mis paisanos estaban,
como dice el
vulgo, dejados de
la mano de Dios. Todos sin excepción, robaban,
estafaban, engañaban, abusaban de
la confianza: los
comercian-tes, los contratistas,
los empleados. A nosotros, simples obreros, no se nos reconocían
ningunos derechos, ni aun los más elementales; el dinero que se nos debía por
nuestro trabajo nos veíamos obligados a mendigarlo, como una limosna, gorra en
mano, a la puerta de nuestros deudores.
Un día que me hallaba en el club
empapelando una habitación inmediata al salón de lectura, vi de pronto entrar a
la hija del ingeniero Dolchikov, con unos cuantos libros en la mano.
-¡Hola! -dijo
cuando me hubo
reconocido, tendiéndome la mano. Celebro mucho verle a usted.
Se sonreía y miraba con curiosidad
mi blusa, el bote de la cola, los rollos de papel extendidos en el suelo.
Yo estaba confuso. Ella también
parecía turbada.
-Perdone usted -me dijo- que le
mire de esta manera. He oído hablar mucho de usted, sobre todo al doctor
Blagovo, a quien le ha sorbido usted
el seso. También
he tenido el
gusto de conocer a su hermana de
usted. Es una muchacha muy simpática; pero no he conseguido persuadirla de que
su situación actual de usted no tiene nada de horrible. Yo, por el contrario,
creo que es usted hoy el hombre más interesante de la ciudad.
Miró de nuevo la cola y los rollos
de papel y prosiguió:
-Le había rogado al doctor Blagovo
que me proporcionase una ocasión de hablar con usted.
Seguramente no se ha acordado o no
ha tenido tiempo. El caso es que ya nos hemos conocido, y yo tendría mucho
gusto en que viniese usted por casa. Soy una mujer sencilla y espero no ser
para usted causa de azoramiento.
Me estrechó la mano, y añadió:
-Mi padre no está en la ciudad,
está en Petersburgo.
Y entró en el salón de lectura.
Aquella noche dormí muy poco: tan
turbado estaba…
Desde el punto de vista material,
aquel otoño fue para mí muy malo. Ganaba muy poco y sufría muchas privaciones.
Pero un alma caritativa acudía en mi auxilio, enviándome de cuando en cuando,
ya bizcochos, ya perdices asadas, ya té y azúcar. Karpovna me decía que todo
aquello lo llevaba un soldado, el cual nunca quería decir de parte de quién. Le
preguntaba a mi vieja nodriza si yo estaba bien de salud, si comía todos los
días y si tenía ropa de abrigo.
Cuando los fríos se hicieron más
fuertes, el mismo soldado me llevó una bufanda de punto que exhalaba un perfume
delicado, apenas perceptible, de lirio
silvestre. Ese perfume
me reveló que mi buena hada era Ana Blagovo. La hermana del doctor se
pirraba por los lirios silvestres, y su esencia era su perfume predilecto.
En invierno tuvimos ya más trabajo,
y la situación no era tan triste. Nabó resucitó de nuevo y desplegó otra vez su
acostumbrada actividad.
Trabajé con él en
la iglesia del
cementerio, donde nos en-cargaron
el dorado de
los viejos iconos y
algunas reparaciones. El
trabajo era agradable e
interesante. Además, los obreros se conducían,
por respeto al
lugar sagrado, muy correctamente: no se injuriaban y ni
siquiera se reían. Se advertía que hacían cuanto estaba en su mano, par no
profanar el lugar con destemplanza alguna.
Absortos en el trabajo, estábamos
casi inmóviles, punto menos que como estatuas. Nos rodeaba el
silencio profundo del
cementerio. Si algún instrumento
se caía al suelo, volvíamos la cabeza
asustados: tan habituados
nos hallábamos a tal silencio. De
cuando en cuando se oía al sacerdote salmodiar preces sobre el ataúd de un
niño. A veces, un pintor, que pintaba en la cúpula una paloma, empezaba a
silbar quedito y espantado él mismo de su audacia, se callaba en seguida.
Cuando las campanas de la iglesia empezaban a sonar tristemente sobre nuestras
cabezas, adivinábamos que traían un difunto de la ciudad.
Entregado al trabajo durante el día
en aquel templo silencioso, yo me
permitía por las noches jugar al billar, o, si había algún espectáculo, ir al
teatro, a entrada general, con el traje que acababa de hacerme y en el que
había invertido parte de mis ahorros.
En casa de Achoguin había ya
comenzado la saison théatrale. Se celebraron funciones y conciertos de
aficionados. Las decoraciones ahora eran
pintadas por Nabó
sólo, sin mi
ayuda.
Cuando volvía de casa de Achoguin,
me contaba el argumento de las piezas que se representaban y el asunto de los
cuadros vivos que se ponían en escena.
Todo aquello me
interesaba mucho y yo habría dado cualquier cosa por estar en su lugar.
Me habría placido en extremo asistir a los espectáculos de casa de Achoguin, pero
no me atrevía a ir.
Una semana antes de las fiestas de
Navidad llegó el doctor Blagovo.
De nuevo comenzaron nuestras
discusiones.
Por las noches jugábamos al billar.
Para jugar se quitaba la americana, se desabrochaba la camisa, en fin, hacía
cuanto le era dable por parecer un muchacho que sabe gozar de la vida. Aunque
casi no
bebía vino, ponía
un gran empeño
en pasar por un gran bebedor y todas las noches se dejaba en la caja de
la taberna «Volga» un buen puñada de rublos, por más que los precios allí eran
moderados.
Las visitas de mi hermana volvieron
a empezar. De nuevo ella y el doctor se encontraban en casa, aparentando
encontrarse por casualidad; pero por la alegría que se
pintaba en sus semblantes no tardé
en darme cuenta
de que no había tal casualidad, y los encuentros
obedecían a un previo convenio.
Hallándonos una noche jugando al
billar, el doctor me dijo:
-¿Por qué no visita usted a la
señorita Dolchikov? No conoce usted a María Victorovna: es inteligentísima, de
muy buen corazón y muy sencilla; una mujer encantadora, en fin.
Le conté cómo me había acogido, la
primavera anterior, el ingeniero Dolchikov y se echó a reír.
-No haga usted caso -me dijo. María
Victorovna es completa-mente independiente
de su padre y hace lo que le da
la gana... Debía usted ir a verla. Se alegraría mucho. Si quiere usted, iremos
mañana juntos.
Acabó por persuadirme.
A la noche siguiente, me puse mi
traje nuevo, y muy turbado me dirigí a casa de la señorita Dolchikov.
El criado que me abrió la puerta no
me pareció ya tan
terrible ni el
mobiliario tan lujoso como la mañana memorable que visité al
señor Dolchikov para pedirle un empleo.
María Victorovna, prevenida por
Blagovo de mi visita, me acogió como a un antiguo conocido y me estrechó
cordialmente la mano.
Llevaba una bata gris de mangas
perdidas, y los cabellos peinados
a la moda
no conocida aún en la ciudad y
que se llamó luego «orejas de perro»
porque los cabellos
cubrían las orejas. María Victorovna era bella y
elegante, pero no parecía muy joven:
representaba treinta años, aunque en realidad sólo tenía
veinticinco.
-¡Estoy agradecidísima a
nuestro querido doctor! -me dijo,
invitándome a sentarme. Sin su intervención no habría usted venido a casa.
Me
aburro mortalmente. Mi
padre se ha
ido, dejándome sola, y no sé cómo pasar el tiempo en esta ciudad.
Luego me preguntó dónde trabajaba,
dónde vivía, cuánto ganaba.
-¿No gasta
usted más que
lo que gana?
-inquirió.
-Nada más.
-¡Qué feliz es usted! -suspiró. Se
me antoja que todo el
mal proviene de
la ociosidad, del aburrimiento, del
vacío del alma,
inevitable cuando no se hace nada y se vive a costa de los demás. La
costumbre de vivir sin trabajar tiene consecuencias fatales. No se crea usted
que lo digo por coquetería. Le doy mi palabra de que no es nada interesante ni
grato el ser rico. Además, el origen de la riqueza es casi siempre poco
honrado: es imposible hacerse rico honradamente.
Contempló con
una mirada fría y
grave al mobiliario, como
si quisiera inventariarlo, y añadió:
-El confort, las comodidades tienen
una gran fuerza de atracción:
poco a poco
conquistan hasta a los que poseen una voluntad firme. En otro tiempo,
vivíamos mi padre y yo muy mo-destamente, casi pobremente, y ahora... ¡ya ve
usted qué lujo!
Me da vergüenza
confesarlo; pero gastamos ¡hasta veinte mil rublos anuales, aquí, en
este rincón provinciano!
-El confort -respondí- es un
privilegio inevitable del capital y la instrucción. Pero yo creo que el confort
no es incompatible ni con el trabajo más penoso. Su padre de usted, por
ejemplo, a pesar de su riqueza, se entrega a veces a trabajos de
maquinista, de simple
obrero... Se puede ser rico y
trabajar rudamente.
Ella se sonrió y sacudió
irónicamente la cabeza.
-Los trabajos rudos de mi padre no
pasan de ser caprichos, diversiones... También
le gusta, de vez en cuando, un
plato de sopa campesina o un pedazo de pan negro...
En aquel momento sonó la campanilla
de la puerta y María Victorovna se levantó.
-Todo el mundo -prosiguió,
dirigiéndose a la puerta debe trabajar. El confort debe ser para todos. ¡Nada
de excepciones, nada
de privilegios!
Y salió.
Momentos después
volvió acompañada del doctor Blagovo.
-Habíamos entablado -le dijo- un
diálogo filosófico. Pero ¡basta
de filosofía! Cuéntenos usted algo. Háblenos, por ejemplo,
de sus compañeros de trabajo. Deben de ser muy interesantes.
Empecé a informarla; pero, en parte
por mi torpeza de hombre no habituado a narrar y en parte por mi turbación, mi
relato fue seco, como el de un etnógrafo que refiriese algo tocante a la vida
de los pueblos.
El doctor también refirió varias
anécdotas a propósito de los obreros, aunque con más gracia, como un artista
consumado: remedaba a los obreros borrachos, lloraba, caía de hinojos, hasta se
tendía en el suelo para parodiar mejor la embriaguez.
María Victorovna le miraba y se
desternillaba de risa.
Luego el doctor se sentó al piano y
empezó a tocar y a cantar. María Victorovna, de pie, a su lado, le
colocaba en el atril los
cuadernos de música y le corregía
cuando se equivocaba.
-He oído, decir que usted también
canta -le dije a la señorita Dolchikov.
-¿También? -gritó
horrorizado el doctor.
¡Pero si
María Victorovna es una verdadera artista! ¡Canta admirable-mente!
-Hace años -dijo ella- me dediqué
en serio a los estudios musicales; pero la música ya no me interesa.
Se sentó en un confidente y se puso
a contarnos su vida en Petersburgo, en el medio artístico adonde la habían
llevado sus aficiones filarmónicas. Imitaba a las más célebres cantantes, su
voz, sus actitudes, su manera de aparecer ante el público. Luego nos retrató en
su álbum al doctor y a mí. Los retratos eran bastante mediocres, pero tenían
cierto parecido. Reía,
se divertía como una chiquilla, y
así estaba más en su papel que filosofando. Hasta me parecía que al hablar
conmigo de la influencia nefasta de la riqueza y de la necesidad de que todo el
mundo trabajase no hacía más que imitar a alguien.
En
fin, era una
admirable actriz cómica.
Mentalmente la
comparaba con las
otras muchachas que yo conocía y
a todas las encontraba inferiorísimas,
incluso a la
linda y seria
Ana Blagovo. La diferencia era enorme, como la que existe entre una
bella rosa, amorosamente cultivada, y una modesta flor del campo.
Nos invitó a cenar.
El
doctor y ella
bebieron vino rojo,
champagne y café con coñac. Brindaron por la amistad, por el ingenio,
por el progreso, por la libertad. No se emborracharon; pusiéronse tan sólo un
poco más encarnados que de ordinario y muy risueños; se reían, sin ninguna
razón plausible, hasta saltárseles las
lágrimas. Para no
parecer demasiado grave, yo también bebí unos cuantos vasos de vino
rojo.
-La gente dotada de gran capacidad
y un espíritu independiente -dijo ella- sabe cómo hay que vivir y elige su
propio camino y lo sigue, aunque no sea el camino común. La gente vulgar -como
yo, por ejemplo- no se atreve a ser independiente, no sabe ni puede nada y es
feliz cuando sigue una corriente de ideas, más o menos interesante, de su
época.
-¡Esas corrientes de ideas no
existen, ay, entre nosotros! -objetó el doctor.
-Existen, pero
no las vemos-
replicó María Victorovna.
-Sólo existen en la imaginación de
los escritores modernos.
Se entabló una discusión.
-Yo afirmo con plena convicción que
nunca ha habido entre nosotros ninguna corriente importante de ideas -decía con
calor el doctor. Es la literatura quien
las inventa de
cuando en cuando, buscando
un asunto interesante,
algo que atraiga la atención del lector. También ha sido la literatura
quien ha inventado los pretendidos
propagandistas de la
luz entre nuestros campesinos, que
en realidad no
existen. Busquémoslos en las
aldeas: no los encontraremos.
Sólo encontraremos
tipos grotescos de
Gogol, vestidos a la moda europea, de levita y hasta de frac, pero,
que no poseen
la menor cultura
y apenas saben escribir. Ignoran aún lo que es la vida civilizada y no
han salido todavía del estado bárbaro. Viven de la misma manera salvaje, sin
ningún interés superior, sin ninguna aspiración noble, que se vivía hace
quinientos años.
El doctor iba animándose conforme
hablaba y elevando la voz.
-No, se lo aseguro a usted. Las
pretendidas corrientes de ideas de que habla la literatura son una ficción,
favorable a intereses
mezquinos.
¿Qué corrientes
de ideas verdaderas
podemos registrar? ¿El vegetarianismo? ¿La zoofilia? Si encuentra usted
en uno y otra algo serio, digno de atención, lo siento por usted. No, no hemos
salido aún de la infancia, no somos aún bastante crecidos para
ocuparnos en graves
problemas.
No los comprendemos porque nos
falta la cultura. Necesitamos, ante todo, ir a una buena escuela, aprender,
estudiar.
-¡Interesándonos por
tales problemas, estudiamos! -replicó María Victorovna.
-No, no nos hallamos todavía
bastante preparados. Como los niños no lo están para los estudios astronómicos.
Lo repito: necesitamos estudiar, estudiar y estudiar. ¡Brindo por la ciencia!
Hubo un
corto silencio. María
Victorovna parecía sumida en una honda meditación.
-Lo innegable -dijo, con ojos
pensativos- es que la vida que llevamos es demasiado gris y hay que
cambiarla a toda costa.
No podemos seguir el mismo
camino, porque va a parar a un pantano...
Era ya muy tarde, y había que irse.
Cuando el doctor y yo salimos a la
calle, en el reloj de la catedral daban las dos.
-Bueno, ¿está usted contento? -me
preguntó el doctor. ¿Verdad que es encantadora?
El primer día de Navidad comimos en
casa de María Victorovna,
y durante las
fiestas la visitamos casi
diariamente. Tenía razón al afirmar que no
mantenía relación alguna
con los habitantes de la ciudad:
salvo nosotros dos, nadie la visitaba.
Casi todo el tiempo que estábamos
con ella lo dedicábamos a
pláticas y a
discusiones de orden trascendental. Algunas
veces el doctor llevaba un libro o el último número de
una revista, y nos leía en alta voz.
En fin: él fue el primer hombre
verdaderamente instruido que conocí. No puedo asegurar que tuviera una gran
erudición; pero yo le escuchaba con sumo interés y me parecía persona de
conocimientos muy sólidos. Cuando hablaba de medicina, no se asemejaba en nada a
los demás médicos de la ciudad; decía cosas nuevas, originales, interesantes
en extremo. Yo
pensaba, escuchándole, muchas veces, que podía llegar a ser un sabio
célebre si quería.
Era también el único hombre que
ejercía sobre mí una positiva influencia. Gracias a él y a los libros
que me daba,
comencé a sentir
un vivo deseo de estudiar, de enriquecer mi espíritu con conocimientos
nuevos que iluminasen
mi vida monótona y sombría. ¡Mi instrucción entonces era tan escasa!
Sólo sabía las cosas más elementales.
Al menos ahora
se me antojan eleven-tales.
La
influencia del doctor
sobre mí fue
también moral. Antes no tenía opiniones determinadas, fijas, y me guiaba
en mi vida casi exclusivamente por los instintos. Desde que comencé a tratar
con asiduidad al doctor sometí al análisis los móviles de mis acciones y traté
de formarme ideas claras, precisas sobre el bien y el mal.
Y, no obstante, a pesar de mi gran
estimación a Blagovo, me daba cuenta de que aquel hombre, sin duda el mejor y
más instruido de la ciudad, distaba mucho de la perfección. Había en sus
maneras algo que no acababa de gustar-me, sobre todo cuando se esforzaba en
parecer borracho en la taberna o cuando les daba crecidas propinas
a los camareros
echándoselas de gran señor. En
aquellos momen-tos, bajo la apariencia civilizada, se denunciaba en él el
tártaro.
A principios de enero regresó a
Petersburgo.
La misma noche del día de su marcha
vino a verme mi hermana.
Sin
quitarse el abrigo
ni el sombrero
y sin decir palabra, se sentó en
mi lecho.
Estaba muy
pálida y evitaba
mirarme. De cuando en cuando se
estremecía de pies a cabeza. No se me ocultaban sus esfuerzos para que yo no
advirtiese su estado.
-Debes de tener un enfriamiento -le
dije.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
Se levantó y se dirigió, sin contestarme, al cuarto de Karpovna.
Momentos después la oí, al otro
lado del tabique, hablar con mi vieja nodriza y lamentarse.
-¡Cuando pienso en lo que mi vida
ha sido hasta ahora!... ¿Para qué he vivido? He perdido toda mi juventud. No he
hecho más que inscribir los gastos de la casa, economizar, velar para que no se
gaste demasiado dinero, para que no se
consuma demasiada azúcar...
¡Como si no hubiera nada más interesante en la vida! Comprende,
vieja mía, que yo también quiero vivir, que tengo otras aspiraciones..., y, sin
embargo, han hecho de mí una especie de ama de llaves, que sólo sabe contar los
«kopecs» y los terrones de azúcar. Estas llaves son mis cadenas...
Y tiré al suelo, encolerizada, las
llaves de la despensa, del armario de la ropa, de la bodega, las mismas
que llevaba nuestra
pobre madre colgadas a la
cintura.
-¡Virgen santa!
-gritó con horror
la vieja Karpovna. ¡Estás loca!
¡Cálmate!
Durante algunos momentos reinó el
silencio tras el tabique. Luego oí un profundo suspiro de mi hermana y el ruido
de las llaves que recogía del suelo.
Al irse entró en mi cuarto a
decirme adiós.
-No hagas caso -me tranquilizó. No
sé que me pasa hace algún tiempo. ¡Estoy tan nerviosa!
1.014. Chejov (Anton)
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