Translate

viernes, 27 de diciembre de 2013

Historia de mi vida - Cap. VII

Llegó el otoño, lluvioso, cenagoso sin sol.
Sólo raras veces teníamos trabajo. Me pasaba parado hasta tres días seguidos. Para no morirme de hambre hacía cosas por completo ajenas a mi oficio; llevaba agua cavaba, recibiendo por ello veinte «copecks» de jornal.
El doctor Blagovo se había marchado a Petersburgo. A mi hermana no había vuelto a verla. Nabó había caído enfermo y no abandonaba ya el lecho, esperando la muerte. Mi humor era también otoñal.
Vivía de nuevo en la ciudad, y lo que veía me  inspiraba  una  repugnancia  profunda.  Convertido  en  un  simple  obrero,  contem-plaba  la vida de mis paisanos desde un nuevo punto de vista.
Los que  yo  consideraba menos sinvergüenzas  se  revelaban  ahora  a  mis  ojos  en  toda  su vileza, crueles, sin escrúpulos, capaces de toda maldad. Nos engañaban a cada paso, trataban de pagarnos lo menos posible, nos hacían esperar horas enteras en el portal frío o en la cocina, nos hablaban en un lenguaje brutal, nos insultaban, nos trataban, en fin, como a vil chusma.
Recuerdo un hecho significativo: me encargaron  de  empapelar  el  club  de  la  ciudad.  Me pagaban a razón de siete «copecks» por rollo de papel, y como se me propusiera firmar un recibo  de  doce  «copecks»  por  rollo,  me  negué  a hacerlo.  Entonces  uno  de  los  administradores del club, un señor de aspecto muy  respetable, con gafas de oro, me gritó:
-¡Si  añades  una  palabra  más,  te  rompo  las muelas, canalla!
Un camarero allí presente le dijo algo al oído, quizá que yo era el hijo del arquitecto Poloznev. El administrador se turbó un poco, pero se repuso en seguida y contestó:
-¿Qué vamos a hacerle? ¡A la porra!
Los tenderos se  creían  en el deber de vendernos el género, más malo, el que no se atrevían a ofrecerles a los demás. En las carnicerías nos daban a menudo carne echada a perder. En la  iglesia  éramos  brutalmente  atropellados  por la  policía.  Cuando  alguno  de  nosotros  estaba enfermo  en  el  hospital,  los  enfermeros  y  las enfermeras le trataban con un desprecio altivo, le robaban el alimento y le servían de comer en platos sucios. En las oficinas de correos, cualquier empleadillo se creía en el derecho de tratarnos como a bestias y de insultarnos groseramente.
-¡Espera! ¿No ves que estoy ocupado?
Hasta los perros parecían despreciarnos y se lanzaban contra nosotros con una furia singular.
Lo que sobre todo me indignaba en nuestra ciudad era la ausencia absoluta del espíritu de justicia. Mi nueva posición social me permitía comprobarlo a cada paso. Mis paisanos estaban, como  dice  el  vulgo,  dejados  de  la  mano  de Dios. Todos sin excepción, robaban, estafaban, engañaban,  abusaban  de  la  confianza:  los  comercian-tes,  los  contratistas,  los  empleados.  A nosotros, simples obreros, no se nos reconocían ningunos derechos, ni aun los más elementales; el dinero que se nos debía por nuestro trabajo nos veíamos obligados a mendigarlo, como una limosna, gorra en mano, a la puerta de nuestros deudores.
Un día que me hallaba en el club empapelando una habitación inmediata al salón de lectura, vi de pronto entrar a la hija del ingeniero Dolchikov, con unos cuantos libros en la mano.
-¡Hola!  -dijo  cuando  me  hubo  reconocido, tendiéndome la mano. Celebro mucho verle a usted.
Se sonreía y miraba con curiosidad mi blusa, el bote de la cola, los rollos de papel extendidos en el suelo.
Yo estaba confuso. Ella también parecía turbada.
-Perdone usted -me dijo- que le mire de esta manera. He oído hablar mucho de usted, sobre todo al doctor Blagovo, a quien le ha sorbido usted  el  seso.  También  he  tenido  el  gusto  de conocer a su hermana de usted. Es una muchacha muy simpática; pero no he conseguido persuadirla de que su situación actual de usted no tiene nada de horrible. Yo, por el contrario, creo que es usted hoy el hombre más interesante de la ciudad.
Miró de nuevo la cola y los rollos de papel y prosiguió:
-Le había rogado al doctor Blagovo que me proporcionase una ocasión de hablar con usted.
Seguramente no se ha acordado o no ha tenido tiempo. El caso es que ya nos hemos conocido, y yo tendría mucho gusto en que viniese usted por casa. Soy una mujer sencilla y espero no ser para usted causa de azoramiento.
Me estrechó la mano, y añadió:
-Mi padre no está en la ciudad, está en Petersburgo.
Y entró en el salón de lectura.
Aquella noche dormí muy poco: tan turbado estaba…
Desde el punto de vista material, aquel otoño fue para mí muy malo. Ganaba muy poco y sufría muchas privaciones. Pero un alma caritativa acudía en mi auxilio, enviándome de cuando en cuando, ya bizcochos, ya perdices asadas, ya té y azúcar. Karpovna me decía que todo aquello lo llevaba un soldado, el cual nunca quería decir de parte de quién. Le preguntaba a mi vieja nodriza si yo estaba bien de salud, si comía todos los días y si tenía ropa de abrigo.
Cuando los fríos se hicieron más fuertes, el mismo soldado me llevó una bufanda de punto que exhalaba un perfume delicado, apenas perceptible,  de  lirio  silvestre.  Ese  perfume  me reveló que mi buena hada era Ana Blagovo. La hermana del doctor se pirraba por los lirios silvestres, y su esencia era su perfume predilecto.
En invierno tuvimos ya más trabajo, y la situación no era tan triste. Nabó resucitó de nuevo y desplegó otra vez su acostumbrada actividad.
Trabajé  con  él  en  la  iglesia  del  cementerio, donde  nos  en-cargaron  el  dorado  de  los  viejos iconos  y  algunas  reparaciones.  El  trabajo  era agradable e interesante. Además, los obreros se conducían,  por  respeto  al  lugar  sagrado,  muy correctamente: no se injuriaban y ni siquiera se reían. Se advertía que hacían cuanto estaba en su mano, par no profanar el lugar con destemplanza alguna.
Absortos en el trabajo, estábamos casi inmóviles, punto menos que como estatuas. Nos rodeaba  el  silencio  profundo  del  cementerio.  Si algún instrumento se caía al suelo, volvíamos la cabeza  asustados:  tan  habituados  nos  hallábamos a tal silencio. De cuando en cuando se oía al sacerdote salmodiar preces sobre el ataúd de un niño. A veces, un pintor, que pintaba en la cúpula una paloma, empezaba a silbar quedito y espantado él mismo de su audacia, se callaba en seguida. Cuando las campanas de la iglesia empezaban a sonar tristemente sobre nuestras cabezas, adivinábamos que traían un difunto de la ciudad.
Entregado al trabajo durante el día en aquel templo silencioso,  yo me permitía por las noches jugar al billar, o, si había algún espectáculo, ir al teatro, a entrada general, con el traje que acababa de hacerme y en el que había invertido parte de mis ahorros.
En casa de Achoguin había ya comenzado la saison théatrale. Se celebraron funciones y conciertos de aficionados. Las decoraciones ahora eran  pintadas  por  Nabó  sólo,  sin  mi  ayuda.
Cuando volvía de casa de Achoguin, me contaba el argumento de las piezas que se representaban y el asunto de los cuadros vivos que se ponían  en  escena.  Todo  aquello  me  interesaba mucho y yo habría dado cualquier cosa por estar en su lugar. Me habría placido en extremo asistir a los espectáculos de casa de Achoguin, pero no me atrevía a ir.
Una semana antes de las fiestas de Navidad llegó el doctor Blagovo.
De nuevo comenzaron nuestras discusiones.
Por las noches jugábamos al billar. Para jugar se quitaba la americana, se desabrochaba la camisa, en fin, hacía cuanto le era dable por parecer un muchacho que sabe gozar de la vida. Aunque casi  no  bebía  vino,  ponía  un  gran  empeño  en pasar por un gran bebedor y todas las noches se dejaba en la caja de la taberna «Volga» un buen puñada de rublos, por más que los precios allí eran moderados.
Las visitas de mi hermana volvieron a empezar. De nuevo ella y el doctor se encontraban en casa,  aparentando  encontrarse  por  casualidad; pero por la alegría que se pintaba en sus semblantes  no  tardé  en  darme  cuenta  de  que  no había tal casualidad, y los encuentros obedecían a un previo convenio.
Hallándonos una noche jugando al billar, el doctor me dijo:
-¿Por qué no visita usted a la señorita Dolchikov? No conoce usted a María Victorovna: es inteligentísima, de muy buen corazón y muy sencilla; una mujer encantadora, en fin.
Le conté cómo me había acogido, la primavera anterior, el ingeniero Dolchikov y se echó a reír.
-No haga usted caso -me dijo. María Victorovna  es  completa-mente  independiente  de  su padre y hace lo que le da la gana... Debía usted ir a verla. Se alegraría mucho. Si quiere usted, iremos mañana juntos.
Acabó por persuadirme.
A la noche siguiente, me puse mi traje nuevo, y muy turbado me dirigí a casa de la señorita Dolchikov.
El criado que me abrió la puerta no me pareció  ya  tan  terrible  ni  el  mobiliario  tan  lujoso como la mañana memorable que visité al señor Dolchikov para pedirle un empleo.
María Victorovna, prevenida por Blagovo de mi visita, me acogió como a un antiguo conocido y me estrechó cordialmente la mano.
Llevaba una bata gris de mangas perdidas, y los  cabellos  peinados  a  la  moda  no  conocida aún en la ciudad y que se llamó luego «orejas de perro»  porque  los  cabellos  cubrían  las  orejas. María Victorovna era bella y elegante, pero no parecía  muy  joven:  representaba  treinta  años, aunque en realidad sólo tenía veinticinco.
-¡Estoy  agradecidísima  a  nuestro  querido doctor! -me dijo, invitándome a sentarme. Sin su intervención no habría usted venido a casa.
Me  aburro  mortalmente.  Mi  padre  se  ha  ido, dejándome sola, y no sé cómo pasar el tiempo en esta ciudad.
Luego me preguntó dónde trabajaba, dónde vivía, cuánto ganaba.
-¿No  gasta  usted  más  que  lo  que  gana?  -inquirió.
-Nada más.
-¡Qué feliz es usted! -suspiró. Se me antoja que  todo  el  mal  proviene  de  la  ociosidad,  del aburrimiento,  del  vacío  del  alma,  inevitable cuando no se hace nada y se vive a costa de los demás. La costumbre de vivir sin trabajar tiene consecuencias fatales. No se crea usted que lo digo por coquetería. Le doy mi palabra de que no es nada interesante ni grato el ser rico. Además, el origen de la riqueza es casi siempre poco honrado: es imposible hacerse rico honradamente.
Contempló  con  una  mirada  fría  y  grave  al mobiliario,  como  si  quisiera  inventariarlo,  y añadió:
-El confort, las comodidades tienen una gran fuerza  de  atracción:  poco  a  poco  conquistan hasta a los que poseen una voluntad firme. En otro tiempo, vivíamos mi padre y yo muy mo-destamente, casi pobremente, y ahora... ¡ya ve usted  qué  lujo!  Me  da  vergüenza  confesarlo; pero gastamos ¡hasta veinte mil rublos anuales, aquí, en este rincón provinciano!
-El confort -respondí- es un privilegio inevitable del capital y la instrucción. Pero yo creo que el confort no es incompatible ni con el trabajo más penoso. Su padre de usted, por ejemplo, a pesar de su riqueza, se entrega a veces a trabajos  de  maquinista,  de  simple  obrero...  Se puede ser rico y trabajar rudamente.
Ella se sonrió y sacudió irónicamente la cabeza.
-Los trabajos rudos de mi padre no pasan de ser  caprichos,  diversiones...  También  le  gusta, de vez en cuando, un plato de sopa campesina o un pedazo de pan negro...
En aquel momento sonó la campanilla de la puerta y María Victorovna se levantó.
-Todo el mundo -prosiguió, dirigiéndose a la puerta debe trabajar. El confort debe ser para todos.  ¡Nada  de  excepciones,  nada  de  privilegios!
Y salió.
Momentos  después  volvió  acompañada  del doctor Blagovo.
-Habíamos entablado -le dijo- un diálogo filosófico.  Pero  ¡basta  de  filosofía!  Cuéntenos usted algo. Háblenos, por ejemplo, de sus compañeros de trabajo. Deben de ser muy interesantes.
Empecé a informarla; pero, en parte por mi torpeza de hombre no habituado a narrar y en parte por mi turbación, mi relato fue seco, como el de un etnógrafo que refiriese algo tocante a la vida de los pueblos.
El doctor también refirió varias anécdotas a propósito de los obreros, aunque con más gracia, como un artista consumado: remedaba a los obreros borrachos, lloraba, caía de hinojos, hasta se tendía en el suelo para parodiar mejor la embriaguez.
María Victorovna le miraba y se desternillaba de risa.
Luego el doctor se sentó al piano y empezó a tocar y a cantar. María Victorovna, de pie, a su lado,  le  colocaba  en  el  atril  los  cuadernos  de música y le corregía cuando se equivocaba.
-He oído, decir que usted también canta -le dije a la señorita Dolchikov.
-¿También?  -gritó  horrorizado  el  doctor.
¡Pero  si  María  Victorovna  es  una  verdadera artista! ¡Canta admirable-mente!
-Hace años -dijo ella- me dediqué en serio a los estudios musicales; pero la música ya no me interesa.
Se sentó en un confidente y se puso a contarnos su vida en Petersburgo, en el medio artístico adonde la habían llevado sus aficiones filarmónicas. Imitaba a las más célebres cantantes, su voz, sus actitudes, su manera de aparecer ante el público. Luego nos retrató en su álbum al doctor y a mí. Los retratos eran bastante mediocres, pero  tenían  cierto  parecido.  Reía,  se  divertía como una chiquilla, y así estaba más en su papel que filosofando. Hasta me parecía que al hablar conmigo de la influencia nefasta de la riqueza y de la necesidad de que todo el mundo trabajase no hacía más que imitar a alguien.
En  fin,  era  una  admirable  actriz  cómica.
Mentalmente  la  comparaba  con  las  otras  muchachas que yo conocía y a todas las encontraba inferiorísimas,  incluso  a  la  linda  y  seria  Ana Blagovo. La diferencia era enorme, como la que existe entre una bella rosa, amorosamente cultivada, y una modesta flor del campo.
Nos invitó a cenar.
El  doctor  y  ella  bebieron  vino  rojo,  champagne y café con coñac. Brindaron por la amistad, por el ingenio, por el progreso, por la libertad. No se emborracharon; pusiéronse tan sólo un poco más encarnados que de ordinario y muy risueños; se reían, sin ninguna razón plausible, hasta  saltárseles  las  lágrimas.  Para  no  parecer demasiado grave, yo también bebí unos cuantos vasos de vino rojo.
-La gente dotada de gran capacidad y un espíritu independiente -dijo ella- sabe cómo hay que vivir y elige su propio camino y lo sigue, aunque no sea el camino común. La gente vulgar -como yo, por ejemplo- no se atreve a ser independiente, no sabe ni puede nada y es feliz cuando sigue una corriente de ideas, más o menos interesante, de su época.
-¡Esas corrientes de ideas no existen, ay, entre nosotros! -objetó el doctor.
-Existen,  pero  no  las  vemos-  replicó  María Victorovna.
-Sólo existen en la imaginación de los escritores modernos.
Se entabló una discusión.
-Yo afirmo con plena convicción que nunca ha habido entre nosotros ninguna corriente importante de ideas -decía con calor el doctor. Es la  literatura  quien  las  inventa  de  cuando  en cuando,  buscando  un  asunto  interesante,  algo que atraiga la atención del lector. También ha sido la literatura quien ha inventado los pretendidos  propagandistas  de  la  luz  entre  nuestros campesinos,  que  en  realidad  no  existen.  Busquémoslos en las aldeas: no los encontraremos.
Sólo  encontraremos  tipos  grotescos  de  Gogol, vestidos a la moda europea, de levita y hasta de frac,  pero,  que  no  poseen  la  menor  cultura  y apenas saben escribir. Ignoran aún lo que es la vida civilizada y no han salido todavía del estado bárbaro. Viven de la misma manera salvaje, sin ningún interés superior, sin ninguna aspiración noble, que se vivía hace quinientos años.
El doctor iba animándose conforme hablaba y elevando la voz.
-No, se lo aseguro a usted. Las pretendidas corrientes de ideas de que habla la literatura son una  ficción,  favorable  a  intereses  mezquinos.
¿Qué  corrientes  de  ideas  verdaderas  podemos registrar? ¿El vegetarianismo? ¿La zoofilia? Si encuentra usted en uno y otra algo serio, digno de atención, lo siento por usted. No, no hemos salido aún de la infancia, no somos aún bastante crecidos  para  ocuparnos  en  graves  problemas.
No los comprendemos porque nos falta la cultura. Necesitamos, ante todo, ir a una buena escuela, aprender, estudiar.
-¡Interesándonos  por  tales  problemas,  estudiamos! -replicó María Victorovna.
-No, no nos hallamos todavía bastante preparados. Como los niños no lo están para los estudios astronómicos. Lo repito: necesitamos estudiar, estudiar y estudiar. ¡Brindo por la ciencia!
Hubo  un  corto  silencio.  María  Victorovna parecía sumida en una honda meditación.
-Lo innegable -dijo, con ojos pensativos- es que la vida que llevamos es demasiado gris y hay  que  cambiarla  a  toda  costa.  No  podemos seguir el mismo camino, porque va a parar a un pantano...
Era ya muy tarde, y había que irse.
Cuando el doctor y yo salimos a la calle, en el reloj de la catedral daban las dos.
-Bueno, ¿está usted contento? -me preguntó el doctor. ¿Verdad que es encantadora?
El primer día de Navidad comimos en casa de  María  Victorovna,  y  durante  las  fiestas  la visitamos casi diariamente. Tenía razón al afirmar  que  no  mantenía  relación  alguna  con  los habitantes de la ciudad: salvo nosotros dos, nadie la visitaba.
Casi todo el tiempo que estábamos con ella lo  dedicábamos  a  pláticas  y  a  discusiones  de orden  trascendental.  Algunas  veces  el  doctor llevaba un libro o el último número de una revista, y nos leía en alta voz.
En fin: él fue el primer hombre verdaderamente instruido que conocí. No puedo asegurar que tuviera una gran erudición; pero yo le escuchaba con sumo interés y me parecía persona de conocimientos muy sólidos. Cuando hablaba de medicina, no se asemejaba en nada a los demás médicos de la ciudad; decía cosas nuevas, originales,  interesantes  en  extremo.  Yo  pensaba, escuchándole, muchas veces, que podía llegar a ser un sabio célebre si quería.
Era también el único hombre que ejercía sobre mí una positiva influencia. Gracias a él y a los  libros  que  me  daba,  comencé  a  sentir  un vivo deseo de estudiar, de enriquecer mi espíritu con  conocimientos  nuevos  que  iluminasen  mi vida monótona y sombría. ¡Mi instrucción entonces era tan escasa! Sólo sabía las cosas más elementales.  Al  menos  ahora  se  me  antojan eleven-tales.
La  influencia  del  doctor  sobre  mí  fue  también moral. Antes no tenía opiniones determinadas, fijas, y me guiaba en mi vida casi exclusivamente por los instintos. Desde que comencé a tratar con asiduidad al doctor sometí al análisis los móviles de mis acciones y traté de formarme ideas claras, precisas sobre el bien y el mal.
Y, no obstante, a pesar de mi gran estimación a Blagovo, me daba cuenta de que aquel hombre, sin duda el mejor y más instruido de la ciudad, distaba mucho de la perfección. Había en sus maneras algo que no acababa de gustar-me, sobre todo cuando se esforzaba en parecer borracho en la taberna o cuando les daba crecidas  propinas  a  los  camareros  echándoselas  de gran señor. En aquellos momen-tos, bajo la apariencia civilizada, se denunciaba en él el tártaro.
A principios de enero regresó a Petersburgo.
La misma noche del día de su marcha vino a verme mi hermana.
Sin  quitarse  el  abrigo  ni  el  sombrero  y  sin decir palabra, se sentó en mi lecho.
Estaba  muy  pálida  y  evitaba  mirarme.  De cuando en cuando se estremecía de pies a cabeza. No se me ocultaban sus esfuerzos para que yo no advirtiese su estado.
-Debes de tener un enfriamiento -le dije.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Se levantó y se dirigió, sin contestarme, al cuarto de Karpovna.
Momentos después la oí, al otro lado del tabique, hablar con mi vieja nodriza y lamentarse.
-¡Cuando pienso en lo que mi vida ha sido hasta ahora!... ¿Para qué he vivido? He perdido toda mi juventud. No he hecho más que inscribir los gastos de la casa, economizar, velar para que no se gaste demasiado dinero, para que no se  consuma  demasiada  azúcar...  ¡Como  si  no hubiera nada más interesante en la vida! Comprende, vieja mía, que yo también quiero vivir, que tengo otras aspiraciones..., y, sin embargo, han hecho de mí una especie de ama de llaves, que sólo sabe contar los «kopecs» y los terrones de azúcar. Estas llaves son mis cadenas...
Y tiré al suelo, encolerizada, las llaves de la despensa, del armario de la ropa, de la bodega, las  mismas  que  llevaba  nuestra  pobre  madre colgadas a la cintura.
-¡Virgen  santa!  -gritó  con  horror  la  vieja Karpovna. ¡Estás loca! ¡Cálmate!
Durante algunos momentos reinó el silencio tras el tabique. Luego oí un profundo suspiro de mi hermana y el ruido de las llaves que recogía del suelo.
Al irse entró en mi cuarto a decirme adiós.
-No hagas caso -me tranquilizó. No sé que me pasa hace algún tiempo. ¡Estoy tan nerviosa!

1.014. Chejov (Anton)

No hay comentarios:

Publicar un comentario