Un
domingo recibí la
visita inesperada del doctor
Blagovo. Llevaba una
guerrera blanca, camisa de seda y
botas de montar.
-¡Aquí me
tiene usted! -me
dijo en tono amistoso, dándome un fuerte apretón de
manos como un joven
estudiante. Hace tiempo
que deseaba verle. Todos
los días oigo
hablar de usted, y
he decidido venir
a verle para
que hablemos un poco
como buenos amigos.
Se aburre uno terriblemente en la ciudad. Ni una sola persona con quien
poder charlar un rato...
Calló, se enjugó con el pañuelo el
sudor de la frente, y continuó:
-¡Qué calor hace, Virgen Santa! ¿Me
permite usted?
Se quitó la guerrera y se quedó en
mangas de camisa.
-Bueno, si
no tiene usted
inconveniente, echaremos un párrafo -me propuso de nuevo.
Yo también me aburría
y tenía gana, hacía tiempo, de hablar con alguien que
no fuese pintor de brocha gorda. Y aquella visita me placía.
Se lo dije.
-Ante todo,
he de declararle
a usted -comenzó, sentándose en mi cama- que he visto
con mucha simpatía
el paso decisivo
que ha dado, y que su vida actual
merece toda mi estimación. Aquí, en
esta ciudad, no
se le comprende, y no es extraño; como usted sabe,
todos nuestros paisanos, casi sin ninguna excepción, son unos salvajes, unas
gentes sin cultura, llenas de
prejuicios. Se diría
que son personajes
de Gogol resucitados. Pero
usted tiene un
alma noble, aspiraciones elevadas. Las adiviné cuando nos conocimos en
Dubechnia. Le respeto y quiero estrecharle la mano para demostrárselo.
Hablaba con tono solemne y
entusiástico.
Luego de estrecharme fuertemente la
mano, prosiguió:
-Para cambiar tan brusca y tan
radicalmente de vida como usted acaba de hacerlo, ha debido usted de pasar por
una larga lucha interior; para continuar
esta nueva vida
y mantenerse a la
altura de sus ideas, debe usted, sin duda, gastar diariamente gran cantidad de
energías espirituales. Ahora bien, dígamelo usted con toda sinceridad: ¿No le
parece a usted que sería más razonable,
más productivo, gastar
esas mismas energías con miras
más altas, por ejemplo, con la de llegar a ser un gran sabio o un gran artista?
¿No le parece a usted que su existencia, entonces, sería infinitamente más
bella, y más útil a la humanidad?
La
conversación de tal
manera comenzada siguió su curso.
A una de sus objeciones, relativa al trabajo físico, le contesté:
-Es
absolutamente necesario que
todos, los fuertes y los débiles,
los ricos y los pobres, tomen parte, en la misma medida, en la lucha por
la existencia. Cada
uno debe contribuir,
con arreglo a sus fuerzas, en el trabajo humano. El trabajo físico
debe ser obligatorio
para todos, sin excepción, y sólo
así se logrará que desaparezcan todas las injusticias sociales. Sólo así los
fuertes dejarán de oprimir a los débiles y la minoría dejará de considerar a la
mayoría una bestia de carga que debe trabajar para los parásitos.
-Entonces, a su juicio de usted,
¿todos, sin excepción, deben ocuparse en el trabajo físico?
-Sí.
-¿Pero no cree usted que si todos,
incluso los más grandes pensadores y sabios, tomaran parte en la lucha por la
existencia, como usted la concibe, es decir, picando piedra y cavando,
entre-gándose al trabajo
físico, se vería
el progreso seriamente amenazado?
-No. El progreso no se hallaría, en
manera alguna, en peligro. El progreso se basa en el amor al prójimo, en
el cumplimiento de las leyes morales. Si
nadie vive a expensas
de los demás ni los oprime, ¿qué más
progreso? ¿Existe acaso otro progreso?
-¡Pero, permítame usted! -me
replicó el doctor, encolerizado de
pronto. ¡Si cada
uno se dedica por
entero al perfeccionamiento de su
propia persona y a la contemplación de su propia belleza moral, no hay progreso
posible!
-¿Por qué? Si para mantener su
famoso progreso de usted es preciso que unos trabajen para otros, alimentándolos, vistiéndolos,
defendiéndolos, con riesgo de su vida, contra sus enemigos, tal
progreso no vale
un comino, pues
se basa en una tremenda injusticia.
-Usted constriñe la idea del
progreso -objetó vivamente Blagovo. Lo reduce a algo demasiado pequeño, a algo mezquino. El progreso no puede ser
limitado por las
necesidades y las aspiraciones de tal o cual grupo de
gentes. Tiene un carácter universal y no se somete a nuestros deseos.
Escapa a nuestra
comprensión y desconocemos sus
fines.
-Entonces, ¿ni
siquiera nos es
dable saber adónde puede
conducirnos ese famoso progreso? En ese caso la vida no tenía sentido.
-¿Y qué falta nos hace saber adónde
se dirige la humanidad? El
saberlo sería aburrido
y la vida perdería
todo interés. Subo
por la escala que
se llama progreso,
civilización, cultura; subo sin
saber adónde iré a parar; pero no me enoja. El camino en sí es tan hermoso que
sólo el avanzar por él vale la pena de vivir. Y usted, que busca el sentido de
la vida, ¿para qué vive? ¿Para
luchar contra la
opresión de unos
por otros? ¿Para que un gran pintor y el que le fabrica los colores
puedan tener el mismo dinero?
Ese es el lado prosaico, filisteo
de la vida; es su segundo término, la cocina, la fachada trasera, y le aseguro
a usted que no tiene nada de interesante. No vale la pena de vivir para eso.
Hasta sería repugnante vivir para eso. Si hay bestias que se devoran unas
a otras, ¿qué
se le va
a hacer?
¡Allá se
las hayan! No
deben preocuparnos.
Nunca será posible salvarlas de su
estupidez, y están destinadas a la podredumbre. Lo que nos debe preocupar es el
grande y radiante porvenir de la humanidad...
Aunque discutía conmigo en tono
apasionado, Blagovo parecía preocupado por otra cosa y daba muestras de cierta
inquietud.
-Probablemente su hermana de usted
no vendrá ya -dijo, luego de consultar el reloj. Ayer estuvo en casa y dijo que
vendría hoy.
Se
quedó silencioso un
instante y continuó después:
-Habla usted de la esclavitud, de
la explotación de unos por otros; pero eso son detalles, cuestiones de harto
escasa importancia al lado del progreso humano, considerado en conjunto.
Esas cuestiones las va resolviendo
la humanidad poco a poco, a medida que evoluciona.
-Sí; pero en la espera de que
resuelva esas cuestiones no podemos permanecer con los brazos cruzados, no
podemos limitarnos a ser espectadores pasivos de todas las injusticias. Cada
uno de nosotros debe resolver por sí mismo la cuestión del bien y del mal. Por
otra parte, nada nos indica que la humanidad
evolucione con rumbo al bien.
Junto al desarrollo de las ideas humanitarias contemplamos el de ideas de muy
distinto género. La servidumbre ha sido abolida; pero en su lugar yergue la
cabeza el capitalismo. Y en plena floración de las ideas emancipadoras, la
explotación del hombre por el hombre sigue su curso: exactamente igual que en
la
Edad Media, la minoría continúa
alimentándose, vistiéndose, y
hacién-dose defender por la
mayoría, que continúa
hambrienta, desnuda y sin defensa.
-Pero no se puede negar que la
humanidad mejora de día en día.
-No lo veo. Las injusticias más
atroces subsisten al lado
de las más
nobles corrientes de ideas y del desenvolvimiento de la ciencia
y del arte. El arte
de explotar al
prójimo se desenvuelve al unísono de las demás artes. Es
verdad que la servidumbre ha sido jurídicamente abolida; pero la hemos resucitado, revistiéndola de otras formas más
refinadas, y nos hemos hecho bastante
inteligentes para justificarla
con toda suerte de sofismas. Pese
a todas las nobles ideas de que hacemos gala, si la gente pudiera encargar de
sus funciones fisiológicas más desagradables a sus servidores, lo haría sin
titubear; y para justificarlo, argüiría
que los sabios,
los artistas, los pensadores, no pueden malgastar su precioso tiempo en
cierta clase de funciones sin grave peligro del progreso humano...
En aquel instante entró mi hermana.
Al ver al doctor se turbó mucho y dijo, momentos después de llegar, que era ya
tarde y que la esperaba papá.
-¡Cleopatra Alexeyevna!
-exclamó Blagovo con acento persua-sivo. ¿Qué daño puede haber para su
padre de usted en que pase usted media hora conmigo y su hermano?
Había en su voz tal expresión de
sinceridad que convencía. Mi hermana reflexionó un poco, se echó
luego a reír
y se llenó
de una súbita alegría.
Nos
dirigimos a las
afueras, nos sentamos sobre la hierba y continua-mos
nuestra conversación. En la ciudad, frente a nosotros, las ventanas parecían de
oro, heridos sus cristales por los rayos del sol.
A partir de aquel día, cada vez que
mi hermana venía a
verme, venía también
el doctor Blagovo. Aparentaban
encontrarse en casa por casualidad.
Ella escuchaba
atentamente nuestras discusiones, pintados en el rostro la alegría
y el entusiasmo. Se diría que un mundo nuevo se abría poco a poco a sus ojos,
un mundo cuya existencia no sospechaba y que se esforzaba en conocer una vez
entrevisto.
Cuando el doctor no estaba
presente, permanecía silenciosa y triste. De cuando en cuando lloraba con
un suave llanto;
pero no era yo
quien la hacía llorar.
En el mes de agosto, Nabó nos anunció
que íbamos a trabajar en el camino de hierro, fuera de la
ciudad. Dos días
antes del fijado
para nuestra marcha, mi padre se presentó de pronto en casa.
Se sentó, se secó la frente
sudorosa con el pañuelo, y sin mirarme, lentamente,
extrajo de un bolsillo de su americana el periódico local, y casi deletreando
me leyó una noticia referente a mi
antiguo compañero de
colegio, el hijo
del director del Banco.
Aquel joven había
sido nombrado no sé qué de gran importancia en el ministerio de
Hacienda.
-Y ahora -dijo mi padre, doblando
despaciosamente el periódico- vuelve los ojos a ti mismo: vas vestido de
andrajos como el más miserable de los
canallas. Hasta la
gente humilde procura recibir
alguna instrucción para
ocupar en el mundo
un lugar lo
mejor posible, y tú,
Poloznev, que procedes
de una familia
noble, que ha dado a la patria hombres ilustres, te empeñas en vivir en
el cieno, en los bajos fondos sociales...
Se levantó, me dirigió una mirada llena de cólera, y añadió:
-Pero no
he venido para
hablar de ti,
pues harto se me alcanza que sería tiempo perdido.
He venido a preguntarte: ¿Dónde
está tu hermana, miserable? Salió de casa después de comer, y aunque son ya las
ocho, no ha vuelto todavía.
Ha comenzado no hace mucho a salir
con frecuencia sin decirme nada. Ya no es la hija respetuosa que era. Adivino
en ello tu influencia nefasta, sinvergüenza. ¿Sabes dónde está?
Llevaba en la mano el paraguas de
marras.
Creí que se disponía a sacudirme el
polvo como había hecho tantas veces, y sentí el temor infantil de un escolar a
quien va a castigar el maestro. Mi padre
advirtió la mirada
que dirigí al paraguas y se dominó.
-Tú ya no me interesas -dijo-. Te
privo de mi bendición paternal. Te he arrancado completamente de mi corazón.
La vieja Karpovna, que oía nuestra
conversación, suspiró.
-¡Dios mío, Virgen Santa!
-balbuceó. ¡Estás perdido para siempre! Acabarás mal…
Comencé a trabajar en el camino de
hierro.
El
mes de agosto
fue lluvioso, húmedo
y frío. El mal tiempo impedía transportar el trigo.
Por todas partes se veían montones
de trigo altos como colinas. A causa de las lluvias se iban ennegreciendo de
día en día y desmoronándose.
Era difícil trabajar: cuanto
hacíamos nosotros lo desbarataba la lluvia. No se nos permitía vivir en los
edificios de las estaciones y teníamos que guarecernos en sucias y húmedas
cabañas construidas por los
obreros. Yo pasaba
unas noches muy malas tiritando de frío y de humedad. Con frecuencia,
los obreros de la línea venían a armarnos camorra, y con el menor pretexto nos
vapuleaban. Esto constituía para ellos una manera de deporte que les divertía
mucho.
Nos sacudían el polvo, nos robaban
los colores y, para hacernos rabiar, nos destruían el trabajo.
Por si esto era poco, Nabó empezó a
pagarnos sin regularidad.
Bajo la dependencia
de otros contratistas, recibía
de ellos muy
poco dinero y no ganaba lo bastante para poder pagarnos bien. Por otra
parte, las lluvias incesantes nos impedían
trabajar y perdíamos
mucho tiempo. Los obreros, hambrientos y sin un cuarto en el bolsillo,
se daban a todos los demonios y estaban dispuestos a pegarle a Nabó una
paliza. Le insultaban,
le llamaban canalla,
mala sangre, Judas. El desventurado suspiraba, procuraba calmarlos y
acababa por ir a casa de la generala Cheprakov en demanda de un pequeño
préstamo.
1.014. Chejov (Anton)
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