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viernes, 27 de diciembre de 2013

Historia de mi vida - Cap. VI

Un  domingo  recibí  la  visita  inesperada  del doctor  Blagovo.  Llevaba  una  guerrera  blanca, camisa de seda y botas de montar.
-¡Aquí  me  tiene  usted!  -me  dijo  en  tono amistoso, dándome un fuerte apretón de manos como  un  joven  estudiante.  Hace  tiempo  que deseaba  verle.  Todos  los  días  oigo  hablar  de usted,  y  he  decidido  venir  a  verle  para  que hablemos  un  poco  como  buenos  amigos.  Se aburre uno terriblemente en la ciudad. Ni una sola persona con quien poder charlar un rato...
Calló, se enjugó con el pañuelo el sudor de la frente, y continuó:
-¡Qué calor hace, Virgen Santa! ¿Me permite usted?
Se quitó la guerrera y se quedó en mangas de camisa.
-Bueno,  si  no  tiene  usted  inconveniente, echaremos un párrafo -me propuso de nuevo.
Yo también me  aburría  y  tenía  gana, hacía tiempo, de hablar con alguien que no fuese pintor de brocha gorda. Y aquella visita me placía.
Se lo dije.
-Ante  todo,  he  de  declararle  a  usted  -comenzó, sentándose en mi cama- que he visto con  mucha  simpatía  el  paso  decisivo  que  ha dado, y que su vida actual merece toda mi estimación.  Aquí,  en  esta  ciudad,  no  se  le  comprende, y no es extraño; como usted sabe, todos nuestros paisanos, casi sin ninguna excepción, son unos salvajes, unas gentes sin cultura, llenas de  prejuicios.  Se  diría  que  son  personajes  de Gogol  resucitados.  Pero  usted  tiene  un  alma noble, aspiraciones elevadas. Las adiviné cuando nos conocimos en Dubechnia. Le respeto y quiero estrecharle la mano para demostrárselo.
Hablaba con tono solemne y entusiástico.
Luego de estrecharme fuertemente la mano, prosiguió:
-Para cambiar tan brusca y tan radicalmente de vida como usted acaba de hacerlo, ha debido usted de pasar por una larga lucha interior; para continuar  esta  nueva  vida  y  mantenerse  a  la altura de sus ideas, debe usted, sin duda, gastar diariamente gran cantidad de energías espirituales. Ahora bien, dígamelo usted con toda sinceridad: ¿No le parece a usted que sería más razonable,  más  productivo,  gastar  esas  mismas energías con miras más altas, por ejemplo, con la de llegar a ser un gran sabio o un gran artista? ¿No le parece a usted que su existencia, entonces, sería infinitamente más bella, y más útil a la humanidad?
La  conversación  de  tal  manera  comenzada siguió su curso. A una de sus objeciones, relativa al trabajo físico, le contesté:
-Es  absolutamente  necesario  que  todos,  los fuertes y los débiles, los ricos y los pobres, tomen parte, en la misma medida, en la lucha por la  existencia.  Cada  uno  debe  contribuir,  con arreglo a sus fuerzas, en el trabajo humano. El trabajo  físico  debe  ser  obligatorio  para  todos, sin excepción, y sólo así se logrará que desaparezcan todas las injusticias sociales. Sólo así los fuertes dejarán de oprimir a los débiles y la minoría dejará de considerar a la mayoría una bestia de carga que debe trabajar para los parásitos.
-Entonces, a su juicio de usted, ¿todos, sin excepción, deben ocuparse en el trabajo físico?
-Sí.
-¿Pero no cree usted que si todos, incluso los más grandes pensadores y sabios, tomaran parte en la lucha por la existencia, como usted la concibe, es decir, picando piedra y cavando, entre-gándose  al  trabajo  físico,  se  vería  el  progreso seriamente amenazado?
-No. El progreso no se hallaría, en manera alguna, en  peligro.  El progreso se basa en el amor al prójimo, en el cumplimiento de las leyes morales.  Si nadie vive  a  expensas  de  los demás ni los oprime, ¿qué más progreso? ¿Existe acaso otro progreso?
-¡Pero, permítame usted! -me replicó el doctor,  encolerizado  de  pronto.  ¡Si  cada  uno  se dedica  por  entero  al  perfeccionamiento  de  su propia persona y a la contemplación de su propia belleza moral, no hay progreso posible!
-¿Por qué? Si para mantener su famoso progreso de usted es preciso que unos trabajen para otros,  alimentándolos,  vistiéndolos,  defendiéndolos, con riesgo de su vida, contra sus enemigos,  tal  progreso  no  vale  un  comino,  pues  se basa en una tremenda injusticia.
-Usted constriñe la idea del progreso -objetó vivamente Blagovo. Lo reduce a algo demasiado pequeño, a  algo mezquino. El progreso no puede  ser  limitado  por  las  necesidades  y  las aspiraciones de tal o cual grupo de gentes. Tiene un carácter universal y no se somete a nuestros  deseos.  Escapa  a  nuestra  comprensión  y desconocemos sus fines.
-Entonces,  ¿ni  siquiera  nos  es  dable  saber adónde puede conducirnos ese famoso progreso? En ese caso la vida no tenía sentido.
-¿Y qué falta nos hace saber adónde se dirige la  humanidad?  El  saberlo  sería  aburrido  y  la vida  perdería  todo  interés.  Subo  por  la  escala que  se  llama  progreso,  civilización,  cultura; subo sin saber adónde iré a parar; pero no me enoja. El camino en sí es tan hermoso que sólo el avanzar por él vale la pena de vivir. Y usted, que busca el sentido de la vida, ¿para qué vive? ¿Para  luchar  contra  la  opresión  de  unos  por otros? ¿Para que un gran pintor y el que le fabrica los colores puedan tener el mismo dinero?
Ese es el lado prosaico, filisteo de la vida; es su segundo término, la cocina, la fachada trasera, y le aseguro a usted que no tiene nada de interesante. No vale la pena de vivir para eso. Hasta sería repugnante vivir para eso. Si hay bestias que se devoran  unas  a  otras,  ¿qué  se  le  va  a  hacer?
¡Allá  se  las  hayan!  No  deben  preocuparnos.
Nunca será posible salvarlas de su estupidez, y están destinadas a la podredumbre. Lo que nos debe preocupar es el grande y radiante porvenir de la humanidad...
Aunque discutía conmigo en tono apasionado, Blagovo parecía preocupado por otra cosa y daba muestras de cierta inquietud.
-Probablemente su hermana de usted no vendrá ya -dijo, luego de consultar el reloj. Ayer estuvo en casa y dijo que vendría hoy.
Se  quedó  silencioso  un  instante  y  continuó después:
-Habla usted de la esclavitud, de la explotación de unos por otros; pero eso son detalles, cuestiones de harto escasa importancia al lado del progreso humano, considerado en conjunto.
Esas cuestiones las va resolviendo la humanidad poco a poco, a medida que evoluciona.
-Sí; pero en la espera de que resuelva esas cuestiones no podemos permanecer con los brazos cruzados, no podemos limitarnos a ser espectadores pasivos de todas las injusticias. Cada uno de nosotros debe resolver por sí mismo la cuestión del bien y del mal. Por otra parte, nada nos  indica  que  la  humanidad  evolucione  con rumbo al bien. Junto al desarrollo de las ideas humanitarias contemplamos el de ideas de muy distinto género. La servidumbre ha sido abolida; pero en su lugar yergue la cabeza el capitalismo. Y en plena floración de las ideas emancipadoras, la explotación del hombre por el hombre sigue su curso: exactamente igual que en la
Edad Media, la minoría continúa alimentándose,  vistiéndose,  y  hacién-dose  defender  por  la mayoría,  que  continúa  hambrienta,  desnuda  y sin defensa.
-Pero no se puede negar que la humanidad mejora de día en día.
-No lo veo. Las injusticias más atroces subsisten  al  lado  de  las  más  nobles  corrientes  de ideas y del desenvolvimiento de la ciencia y del arte.  El  arte  de  explotar  al  prójimo  se  desenvuelve al unísono de las demás artes. Es verdad que la servidumbre ha sido jurídicamente abolida; pero la hemos  resucitado, revistiéndola de otras formas más refinadas, y nos hemos hecho bastante  inteligentes  para  justificarla  con  toda suerte de sofismas. Pese a todas las nobles ideas de que hacemos gala, si la gente pudiera encargar de sus funciones fisiológicas más desagradables a sus servidores, lo haría sin titubear; y para  justificarlo,  argüiría  que  los  sabios,  los artistas, los pensadores, no pueden malgastar su precioso tiempo en cierta clase de funciones sin grave peligro del progreso humano...
En aquel instante entró mi hermana. Al ver al doctor se turbó mucho  y  dijo, momentos después de llegar, que era ya tarde y que la esperaba papá.
-¡Cleopatra  Alexeyevna!  -exclamó Blagovo con acento persua-sivo. ¿Qué daño puede haber para su padre de usted en que pase usted media hora conmigo y su hermano?
Había en su voz tal expresión de sinceridad que convencía. Mi hermana reflexionó un poco, se  echó  luego  a  reír  y  se  llenó  de  una  súbita alegría.
Nos  dirigimos  a  las  afueras,  nos  sentamos sobre la hierba y continua-mos nuestra conversación. En la ciudad, frente a nosotros, las ventanas parecían de oro, heridos sus cristales por los rayos del sol.
A partir de aquel día, cada vez que mi hermana  venía  a  verme,  venía  también  el  doctor Blagovo. Aparentaban encontrarse en casa por casualidad.
Ella  escuchaba  atentamente  nuestras  discusiones, pintados en el rostro la alegría y el entusiasmo. Se diría que un mundo nuevo se abría poco a poco a sus ojos, un mundo cuya existencia no sospechaba y que se esforzaba en conocer una vez entrevisto.
Cuando el doctor no estaba presente, permanecía silenciosa y triste. De cuando en cuando lloraba  con  un  suave  llanto;  pero  no  era  yo quien la hacía llorar.
En el mes de agosto, Nabó nos anunció que íbamos a trabajar en el camino de hierro, fuera de  la  ciudad.  Dos  días  antes  del  fijado  para nuestra marcha, mi padre se presentó de pronto en casa.
Se sentó, se secó la frente sudorosa  con  el pañuelo, y sin mirarme, lentamente, extrajo de un bolsillo de su americana el periódico local, y casi deletreando me leyó una noticia referente a mi  antiguo  compañero  de  colegio,  el  hijo  del director  del  Banco.  Aquel  joven  había  sido nombrado no sé qué de gran importancia en el ministerio de Hacienda.
-Y ahora -dijo mi padre, doblando despaciosamente el periódico- vuelve los ojos a ti mismo: vas vestido de andrajos como el más miserable  de  los  canallas.  Hasta  la  gente  humilde procura  recibir  alguna  instrucción  para  ocupar en  el  mundo  un  lugar  lo  mejor  posible,  y  tú, Poloznev,  que  procedes  de  una  familia  noble, que ha dado a la patria hombres ilustres, te empeñas en vivir en el cieno, en los bajos fondos sociales...
Se levantó, me dirigió  una mirada llena de cólera, y añadió:
-Pero  no  he  venido  para  hablar  de  ti,  pues harto se me alcanza que sería tiempo perdido.
He venido a preguntarte: ¿Dónde está tu hermana, miserable? Salió de casa después de comer, y aunque son ya las ocho, no ha vuelto todavía.
Ha comenzado no hace mucho a salir con frecuencia sin decirme nada. Ya no es la hija respetuosa que era. Adivino en ello tu influencia nefasta, sinvergüenza. ¿Sabes dónde está?
Llevaba en la mano el paraguas de marras.
Creí que se disponía a sacudirme el polvo como había hecho tantas veces, y sentí el temor infantil de un escolar a quien va a castigar el maestro.  Mi  padre  advirtió  la  mirada  que  dirigí  al paraguas y se dominó.
-Tú ya no me interesas -dijo-. Te privo de mi bendición paternal. Te he arrancado completamente de mi corazón.
La vieja Karpovna, que oía nuestra conversación, suspiró.
-¡Dios mío, Virgen Santa! -balbuceó. ¡Estás perdido para siempre! Acabarás mal…
Comencé a trabajar en el camino de hierro.
El  mes  de  agosto  fue  lluvioso,  húmedo  y frío. El mal tiempo impedía transportar el trigo.
Por todas partes se veían montones de trigo altos como colinas. A causa de las lluvias se iban ennegreciendo de día en día y desmoronándose.
Era difícil trabajar: cuanto hacíamos nosotros lo desbarataba la lluvia. No se nos permitía vivir en los edificios de las estaciones y teníamos que guarecernos en sucias y húmedas cabañas construidas  por  los  obreros.  Yo  pasaba  unas noches muy malas tiritando de frío y de humedad. Con frecuencia, los obreros de la línea venían a armarnos camorra, y con el menor pretexto nos vapuleaban. Esto constituía para ellos una manera de deporte que les divertía mucho.
Nos sacudían el polvo, nos robaban los colores y, para hacernos rabiar, nos destruían el trabajo.
Por si esto era poco, Nabó empezó a pagarnos  sin  regularidad.  Bajo  la  dependencia  de otros  contratistas,  recibía  de  ellos  muy  poco dinero y no ganaba lo bastante para poder pagarnos bien. Por otra parte, las lluvias incesantes  nos  impedían  trabajar  y  perdíamos  mucho tiempo. Los obreros, hambrientos y sin un cuarto en el bolsillo, se daban a todos los demonios y estaban dispuestos a pegarle a Nabó una paliza.  Le  insultaban,  le  llamaban  canalla,  mala sangre, Judas. El desventurado suspiraba, procuraba calmarlos y acababa por ir a casa de la generala Cheprakov en demanda de un pequeño préstamo.

1.014. Chejov (Anton)

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