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domingo, 11 de agosto de 2013

Ivan perrallez y campero blanco

En época muy lejana, dice la yegua alazana -yegua sabia, ye­gua baya- sucedió esta maravilla, dice la yegua tordilla.
En el mar, en el océano, en la isla de Buyano, esperan un buen asado y cebolla picada al lado. Tres mancebos caminantes allí en­traron, almorzaron y siguieron adelante. Y luego así se jactaban, divertidos, presumidos, a la par que cabalgaban: un lugar hemos hallado donde nos hemos hartado, comiendo de lo mejor, más que cualquier aldeana en día de fiesta mayor.
Bueno, esto es hablar por hablar, y ahora el cuento va a empezar.
En cierto reino, en cierto país, vivía un zar que nunca había te­nido hijos. Un día llegó hasta él un pordiosero y el zar le preguntó:
-¿No sabrías tú decirme qué podría hacer para tener hijos?
-Reúne a chiquillos de siete años -contestó el pordiosero, varones y hembras, y haz que las niñas hilen y los niños tejan una red en una noche. Ordena luego que pesquen en el mar con esa red una brema de aletas de oro y dásela a la zarina de comida.
Pescaron la brema de aletas de oro y la llevaron a la cocina pa­ra que la frieran. Una pincha vació y lavó la brema. Le dio a una perra las tripas, las lavazas se las echó a tres yeguas, ella rebañó el plato y la zarina se comió el pez.
Llegado el momento, la zarina trajo al mundo un niño, la pin­cha otro y la perra otro. En cuanto a las yeguas, parieron un potri­llo cada una. El zar les puso a los niños los nombres de Iván Zare­ño, Iván Pinchanero e Iván Perrállez.
Los muchachos crecían a ojos vista, en horas o en instantes, lo que otros crecían en años. Cuando se hicieron mayores, le dijo Iván Perrállez a Iván Zareño:
Pídele permiso al zar para ensillar los tres caballos que parieron las yeguas el día que nacimos y dar un paseo en ellos por la ciudad.
El zar les dio permiso. Ensillaron los caballos, salieron a las afue­ras y, charlando, llegaron a la conclusión de que, en vez de seguir viviendo junto al zar, más aliciente tendría para ellos marcharse a conocer tierras extrañas. Compraron hierro, se hicieron una maza de nueve puds cada uno y espolea-ron los caballos.
Al poco rato dijo Iván Perrállez:
-¿Cómo vamos a viajar así, hermanos, si todos somos igua­les? Alguien tiene que hacer de mayor y que los demás le obedezcan.
Zareño afirmó que su padre le consideraba a él mayorazgo, pero Perrállez objetó que, para decidirlo, debían probar sus fuerzas dis­parando una flecha cada uno. Así lo hicieron. Primero disparó Iván Zareño, luego Iván Pinchanero y después Iván Perrállez. Fueron galopando, no sé si poco o mucho, y encontraron la flecha de Za­reño. Un poco más lejos estaba la de Pinchanero. En cuanto a la de Perrállez, no se la veía por ninguna parte. Siguieron adelante hasta llegar a los confines del mundo, al más remoto de los países, y allí encontraron la flecha de Perrállez.
Así decidieron que Zareño sería considerado el menor de los hermanos, Pinchanero el segundo y Perrállez el mayor. Siguieron su camino hasta ver delante de ellos una vasta estepa. En medio de la estepa había montada una tienda y, junto a la tienda, un ca­ballo comía trigo trechel y bebía agua con miel.
-Acércate a enterarte de quién hay en esa tienda -le dijo Iván Perrállez a Iván Zareño.
Zareño fue hasta la tienda y encontró allí a Campero Blanco reposando sobre una cama. Campero Blanco le pegó con el dedo meñique en la frente y Zareño cayó al suelo. Campero le agarró y le metió debajo de la cama.
Iván Perrállez envió entonces a Iván Pinchanero con la misma comisión. Campero Blanco también le pegó con el dedo meñique en la frente y le metió debajo de la cama.
Iván Perrállez esperó un rato, hasta que se cansó, entró él en la tienda y le atizó tal golpe a Campero Blanco, que se le nubló la vista. Le sacó de la tienda, y Campero Blanco recobró el cono­cimiento cuando le dio el aire.
-No me mates -pidió entonces-, y acéptame como el me­nor de tus hermanos.
Iván Perrállez le perdonó.
Los cuatro hermanos ensillaron sus caballos y echaron a galo­par por montes y valles. Al cabo se hallaron -no sé si después de mucho o de poco camino- frente a una casa de dos plantas con el tejado de oro. Entraron. Todo estaba limpio y aseado. En­contraron grandes provisiones de comida y de bebida, pero ni un alma viviente. Después de pensarlo un poco, decidieron quedarse allí a pasar unos días.
A la mañana siguiente, tres hermanos se fueron a cazar, dejan­do a Iván Zareño para atender la casa. Preparó toda ciase de gui­sos y se sentó en un banco a fumar su pipa. De pronto vio llegar a un viejecito montado en un almirez sobre una plataforma de hie­rro de siete sazhenas. Para darse impulso, utilizaba la mano del al­mirez. Le pidió una limosna. Zareño le dio una hogaza entera. Pero, en vez de coger el pan, el viejo le agarró con un gancho, le metió en el almirez, le pegó unos cuantos golpes, le desolló la es­palda hasta los hombros y luego le frotó con salvado y le metió debajo de un banco...
Cuando los hermanos volvieron de cazar, le preguntaron a Zareño:
-¿No ha venido nadie por aquí?
-Nadie. Y vosotros, ¿habéis visto a alguien? -Tampoco hemos visto a nadie.
Al día siguiente se quedó Iván Pinchanero mientras los otros se fueron de caza. Preparó la comida y se sentó en un banco a fumar su pipa, cuando vio llegar a un viejecito montado en un al­mirez sobre una plataforma de hierro de siete sazhenas. Le pidió una limosna y Pinchanero le dio un panecillo. Pero, en vez de co­gerlo, el viejo le agarró a él con un gancho, le metió en el almirez, le pegó unos cuantos golpes, le desolló la espalda hasta los hom­bros, le frotó con salvado y le metió debajo de un banco...
Cuando los hermanos volvieron de cazar, preguntaron:
-¿No has visto a nadie por aquí?
-No, a nadie. ¿Y vosotros?
-Tampoco.
El tercer día se quedó Campero Blanco. Preparó la comida, se sentó en un banco y se puso a fumar. De pronto llegó un vieje­cito en un almirez sobre una plataforma de hierro de siete sazhe­nas. Le pidió una limosna y Campero Blanco le dio un panecillo. Pero, en vez de coger el pan, el viejo le agarró con un gancho, le metió en el almirez, le pegó unos cuantos golpes, le desolló la espalda hasta los hombros y luego le frotó con salvado y le metió debajo de un banco...
Volvieron los hermanos de la caza.
-¿No has visto a nadie? -le preguntaron.
-No, a nadie. ¿Y vosotros?
-Nosotros tampoco.
Al cuarto día se quedó Iván Perrállez. Preparó la comida y se sentó a fumar la pipa en un banco, cuando llegó de nuevo el viejo montado en un almirez sobre una plataforma de hierro de siete saz­henas. Le pidió una limosna y Perrállez le dio un panecillo. Pero, en vez de coger el pan, el viejo le agarró con un gancho y le metió en el almirez; pero el almirez se desbarató. Iván Perrállez agarró al viejo por el cogote, le llevó a rastras hasta el tocón de un sauce, partió el tocón por la mitad y metió en la hendidura la barba del viejo, que quedó así apresada. Luego volvió a la casa.
Mientras, los hermanos iban cabalgando y charlando.
-¿No os ha pasado a vosotros nada, hermanos? -preguntó Iván Zareño. ¡Porque lo que es yo, llevo la camisa toda pegada al cuerpo!
-También nosotros hemos pasado lo nuestro. No podemos ni rozarnos la espalda. ¡Maldito viejo! Seguro que habrá hecho igual con Perrállez.
Volvieron a casa y preguntaron:
¿Qué, Iván Perrállez, no ha venido nadie a verte?
-Sí que ha venido un viejo insolente, pero le he dado su merecido.
-¿Pues qué le has hecho?
-He partido un tocón y le he metido la barba en la hendidura.
-Vamos a verlo.
Llegaron donde debía estar el viejo, pero había desaparecido. En cuanto se sintió apresado empezó a retorcerse, a tirar, hasta que a costa de tanto forcejeo arrancó el tocón de cuajo y se lo lle­vó a rastras al otro mundo. Porque el viejo venía de otro mundo a su casa del tejado de oro.
Los hermanos siguieron su rastro y, después de mucho cami­nar, llegaron a una montaña. En la montaña había una trampilla. La levantaron y por el agujero hicieron bajar una piedra atada a una cuerda. Cuando la piedra llegó al fondo, la retiraron y ataron a la cuerda a Iván Perrállez.
-Dentro de tres días -les dijo a sus hermanos, sacadme en cuanto notéis que tiro de la cuerda.
Al encontrarse en aquel otro mundo, se acordó de las tres zarevnas a quienes tres culebrones se habían llevado allí. «¡Iré a bus­carlas!», se dijo.
Caminando, caminando, se encontró frente a una casa de dos plantas de la que salió una muchacha.
-¿Por qué rondas nuestra casa, hombre ruso?
-Y tú, ¿por qué eres tan preguntona? Empieza por traerme agua para refrescarme los ojos, dame de comer y de beber y pre­gunta después.
La muchacha le trajo agua, le dio de comer y de beber y le con­dujo junto -a una zarevna.
-¡Salud, hermosa zarevna!
-¡Salud, apuesto joven! ¿A qué vienes por aquí?
-A buscarte. Quiero luchar con tu marido.
-¡Oh! No podrás sacarme de aquí. Mi marido es muy fuerte y tiene seis cabezas.
-Pues yo, con una sola que tengo, lucharé con él como Dios me dé a entender.
La zarevna le escondió detrás de la puerta, cuando llegó vo­lando el culebrón.
-¡Puaf! ¡Qué peste a huesos rusos!
-Lo que te ocurre, querido, es que has estado volando por Rus y se te ha quedado el olor -replicó la zarevna mientras le ser­vía la cena, y exhaló un profundo suspiro.
-¿Por qué suspiras tan dolorosamente, tortolita?
-¿Cómo quieres que no suspire? Llevo más de tres años casada contigo y no he visto a mi madre ni a mi padre en todo este tiempo. Si apareciese por aquí alguno de mis parientes, ¿qué harías?
-¿Qué haría? Pues beber y festejarlo con él.
Al escuchar estas palabras, Iván Perrállez salió de detrás de la puerta.
-¡Ah, Perrállez! Hola. ¿A qué has venido? ¿A pelear o a hacer las paces?
-Vamos a pelear. ¡Haz una estaca de un soplido!
El culebrón sopló y apareció en su mano una estaca de hierro con varillas de plata. Luego sopló Perrállez, y de su soplido se for­mó una estaca de plata con varillas de oro. Le pegó un golpe al culebrón y lo dejó en el sitio. Luego lo quemó y aventó las cenizas. La zarevna le dio un anillo, que él tomó y siguió adelante.
Después de mucho andar se encontró con otra casa igual, de dos plantas. Salió a su encuentro una muchacha.
-¿Por qué rondas nuestra casa, hombre ruso?
-Y tú, ¿por qué eres tan preguntona? Empieza por traerme agua para refrescarme los ojos, dame de comer y de beber y pre­gunta después.
La muchacha le trajo agua, le dio de comer y de beber y le con­dujo junto a una zarevna.
-¿A qué vienes por aquí? -le preguntó a Perrállez.
-A buscarte. Quiero pelear con tu marido.
-¡Tú qué vas a pelear con mi marido! Mi marido es muy fuer­te. Tiene nueve cabezas.
-Pues yo, con una sola que tengo, lucharé con él como Dios me dé a entender.
La zarevna le escondió detrás de la puerta y llegó volando un culebrón.
-¡Puaf! ¡Qué peste a huesos rusos!
-Eso es porque has volado por Rus y te ha quedado el olor -replicó la zarevna mientras le servía la cena, y exhaló un profun­do suspiro.
-¿Por qué suspiras tan dolorosamente, tortolita?
-¿Cómo quieres que no suspire, si no veo a mi madre ni a mi padre? ¿Qué harías si viniera alguno de mis parientes por aquí? Pues beber y festejarlo con él.
Iván Perrállez salió de detrás de la puerta.
-¡Ah, Perrállez! Hola -dijo el culebrón. ¿A qué has venido aquí? ¿A pelear o a hacer las paces?
-A pelear. Haz una maza de un soplido.
El culebrón sopló y apareció en su mano una maza de hierro con varillas de plata. Sopló Iván Perrállez, y apareció en su mano una maza de plata con varillas de oro. Le pegó al culebrón un gol­pe que le dejó tieso. Quemó su cadáver y luego aventó las cenizas. La zarevna le dio un anillo, que él tomó y siguió adelante. Después de mucho andar se encontró con otra casa igual, de dos plantas. Salió a su encuentro una muchacha.
-¿Por qué rondas nuestra casa, hombre ruso?
-Tú tráeme primero agua para refrescarme los ojos, dame de comer y de beber, y pregunta después.
La muchacha le trajo agua, le dio de comer y de beber y le con­dujo a una zarevna.
-Hola, Iván Perrállez. ¿A qué has venido?
-A buscarte. Quiero rescatarte del culebrón.
-¡Tú qué vas a rescatarme! Mi marido es muy fuerte. Tiene doce cabezas.
-Pues yo, aunque tengo una sola, le venceré con la ayuda de Dios.
Entró en una sala donde estaba durmiendo el culebrón de do­ce cabezas. Cada vez que resoplaba, todo el techo se estremecía. Su maza de cuarenta puds estaba guardada en un gabinete. Iván Perrállez la cambió por la suya, la enarboló y la descargó sobre el culebrón. Del golpe, retembló todo alrededor y el tejado de la casa salió volando. Después de matar al culebrón de doce cabezas, Iván Perrállez quemó su cadáver y aventó las cenizas. La zarevna le dio su anillo y dijo:
-Quédate a vivir conmigo.
Pero Iván quería que le siguiera ella.
-¿Cómo voy a abandonar todo lo que poseo?
Pero luego lo redujo todo al tamaño de un huevo de oro y Pe­rrállez lo guardó en su escarcela. Después volvieron juntos a reco­ger a las hermanas de la zarevna. La mediana convirtió su reino en un huevo de plata y la menor el suyo en un huevo de cobre. Se los dieron a guardar a Perrállez.
Llegaron los cuatro al fondo del agujero. Iván Perrállez ató a la menor de las zarevnas y tiró de la cuerda.
-Cuando te saquen hasta arriba -le dijo, tú grita: «¡Zare­ño!» El te contestará: «Aquí estoy.» Entonces, le dices: «Soy tu prometida. »
Luego ató a la otra zarevna y tiró otra vez de la cuerda.
-Cuando te suban hasta arriba, tú grita: «¡Pinchanero!» Y cuan­do él conteste: «Soy yo», le dices que eres su prometida.
Al atar a la menor de las zarevnas, le advirtió:
-Cuando te suban hasta arriba, tú no digas nada. Has de ser para mí.
Subieron también a la menor de las zarevnas, pero ésta no dijo nada. Campero Blanco se enfadó y, cuando empezaron a subir a Iván Perrállez, agarró y cortó la cuerda.
Perrállez cayó hasta el fondo, pero se levantó y fue en busca del viejo del almirez.
-¿A qué vienes? -preguntó el viejo.
-A pelear.
Empezaron a luchar, y así estuvieron mucho rato. Cansados, corrieron a beber agua. El viejo se confundió, dejó que Iván Perrá­llez bebiera del agua de la fuerza y él bebió agua corriente. Al ver que Iván Perrállez iba venciéndole, el viejo habló así:
-No acabes conmigo. A cambio de eso, baja al sótano y lléva­te pedernal, eslabón y lana de tres clases: serán una buena ayuda.
Iván Perrállez así lo hizo. Cogió un trozo de pedernal, un esla­bón, y le prendió fuego a una vedija gris. Al instante acudió un caballo pío que, cuando galopaba, arrancaba pellas de tierra, sol­taba remolinos de vapor por la boca y columnas de humo por las orejas.
-¿Tardarías mucho en llevarme a mi mundo?
-Tanto como necesita la gente para preparar el almuerzo.
Perrállez le prendió fuego a una vedija de lana negra, y acudió un caballo moro que al galopar arrancaba pellas de tierra, soltaba remolinos de vapor por la boca y columnas de humo por las orejas.
-¿Cuánto tiempo tardarías en llevarme a mi mundo?
-Menos de lo que tarda la gente en almorzar.
Le prendió fuego a una vedija de lana de color marrón. En se­guida acudió un caballo alazán que al galopar arrancaba pellas de tierra, soltaba remoli-nos de vapor por la boca y columnas de hu­mo por las orejas.
-¿Me llevarías pronto a mi mundo?
-Antes de que sueltes un salivazo.
Iván Perrállez se montó en aquel caballo, viéndose inmediata­mente trans-portado a su tierra. Se presentó a un orfebre y le dijo:
-Quisiera ser tu ayudante.
Y sucedió que la menor de las zarevnas ordenó al mismo orfebre:
-Hazme un anillo de oro para el día de mi boda.
Entonces Iván Perrállez le propuso al orfebre:
-Mira: yo te hago el anillo y tú me das a cambio un saco de nueces.
El orfebre le llevó el saco de nueces. Perrállez se las comió, luego partió el trozo de oro con el martillo, extrajo el anillo de la zarevna, lo limpió y se lo entregó a su amo. El sábado fue la zarevna a reco­ger su anillo.
-¡Qué precioso anillo! -exclamó al verlo-. Uno así le di yo a Iván Perrállez. Pero él no es ya de este mundo.
La zarevna invitó al orfebre a que fuera a su boda. En efecto, el hombre fue a la boda al día siguiente. Iván Perrállez, que se ha­bía quedado en casa, le prendió fuego a una vedija de lana gris, y al instante acudió galopando un caballo pío.
-¿Qué deseas de mí?
-Hay que arrancar la chimenea de la casa donde se celebra la boda.
-Monta sobre mis lomos. Mete la mirada por mi oreja izquier­da y sácala por mi oreja derecha.
El obedeció y se transformó en un galán tan apuesto, que na­die habría podido describirlo ni pintarlo. Se lanzó al galope y arrancó la chimenea de la casa donde tenía lugar la boda. Todos los asis­tentes se pusieron a gritar, espantados, y se dispersaron.
La segunda de las zarevnas también le llevó oro al orfebre para que le hiciera un anillo. Iván Perrállez le dijo al hombre:
-Dame dos sacos de nueces, y yo te lo haré.
-Bueno. De acuerdo.
Como la primera vez, se comió las nueces, rompió el trozo de oro con el martillo, extrajo el anillo de la segunda zarevna, lo lim­pió y se lo entregó a su amo.
-¡Qué bonito! -exclamó la zarevna al verlo. Uno así le di yo a Iván Perrállez. Pero él no es ya de este mundo.
Tomó el anillo y le dijo al orfebre que estaba invitado a la bo­da. El orfebre se marchó. Iván Perrállez quemó una vedija de lana negra. En seguida acudió galopando un caballo moro.
-¿Qué deseas de mi?
-Hay que arrancar el tejado de la casa donde se celebra la boda.
-Monta sobre mis lomos. Mete la mirada por mi oreja izquier­da y sácala por mi oreja derecha.
El obedeció y se transformó en un apuesto galán. El caballo le llevó con tanta velocidad, que arrancó el tejado de la casa. Los asistentes se pusieron a gritar y a disparar contra el caballo, pero no acertaron. También esta vez se dispersaron todos los invitados.
Finalmente, la mayor de las zarevnas encargó que le hicieran un anillo.
-No quería casarme con Campero Blanco -suspiró, pero se conoce que así lo quiere Dios.
Iván Perrállez le dijo al orfebre:
-Dame tres sacos de nueces y te haré el anillo.
Como de costumbre, se comió las nueces, rompió el trozo de oro, extrajo el anillo de la zarevna, lo limpió y se lo entregó a su amo.
El sábado fue la zarevna a recoger su anillo.
-¡Ay, qué bonito anillo! Uno exactamente igual le di yo a mi amado... Ven mañana a mi boda -le dijo luego al orfebre.
Al día siguiente, el orfebre fue a la boda. Iván, que se había quedado en casa, le prendió fuego a una vedija de lana de color marrón. En seguida acudió un caballo alazán.
-¿Qué deseas de mi?
-Llévame como quieras, con tal de que a la ida arranquemos el techo de la sala donde se celebra la boda y, a la vuelta, pueda agarrar a Campero Blanco por los pelos.
-Monta sobre mis lomos, mete la mirada por mi oreja izquier­da y sácala por la oreja derecha.
Partió el caballo a toda velocidad. A la ida Iván Perrállez arran­có el techo de la sala; a la vuelta, agarró a Campero Blanco por los pelos, se remontó muy arriba con él y luego lo soltó. Campero Blanco se estrelló contra el suelo y se hizo pedazos.
Iván Perrállez descendió entonces y abrazó y besó a su prometida.
Iván Zareño e Iván Pinchanero se alegraron mucho al verle. Los tres se desposaron con las tres bellas zarevnas y vivieron mu­chos años, felices y en la opulencia.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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