La hija
de un pope se marchó un día a pasear por el bosque sin pedir permiso a nadie. Y
no se volvió a saber de ella.
Transcurrieron
tres años.
En la
misma aldea donde vivían sus padres había un cazador muy audaz que cada día de
Dios andaba por los bosques oscuros con su perro y su escopeta.
Una vez,
en el bosque, su perro de pronto empezó a ladrar con todo el pelo erizado.
Entonces vio el cazador que había un tocho en medio del sendero y, sentado en
el tocho, un hombre remendando un lápot al tiempo que decía en tono de amenaza:
-¡Alumbra,
luna clara, alumbra!
El
cazador se sorprendió de que, siendo todavía joven, el hombre aquel tuviera el
cabello blanco. El hombre pareció adivinarle el pensamiento.
-Si tengo
blanco el cabello es porque soy del diablo abuelo.
Comprendió
el cazador que no se trataba de un hombre como todos, sino de un silvano. Se
echó la escopeta a la cara, apuntó, ¡pum!, y le pegó en la barriga. El silvano
lanzó un gemido, casi dio la vuelta por encima del tocho, pero en seguida se
incorporó y se adentró en la espesura. El perro corrió detrás y el cazador
detrás del perro.
Anda que
te anda, llegó hasta una montaña. En la montaña había una cueva y en la cueva
una casita. Entró el cazador en la casita y vio al silvano tendido encima de un
banco, ya muerto, y a su lado una muchacha que se lamentaba llorando:
-¡Ay!
¿Quién me alimentará a mí ahora?
-Hola,
buena moza -saludó el cazador. ¿Quién eres y de dónde?
-¡Ay! Ni
yo misma podría decirlo. Me parece que no he estado nunca al aire libre ni he
conocido a mi padre ni a mi madre...
-Salgamos
pronto de aquí y yo te llevaré hasta la santa Rus.
El
cazador se llevó a la muchacha y, mientras caminaban por el bosque, iba
haciendo señales en los árboles.
Resulta
que a la moza la había robado el silvano, en cuya casa pasó tres años enteros.
Tenía la ropa hecha jirones, dejando ver el cuerpo por todas partes, pero ella
no sentía vergüenza.
Llegaron
a la aldea y el cazador se puso a indagar por las casas si no había
desaparecido alguna muchacha. Hasta que llegó donde el pope, y éste gritó:
-¡Es mi
hija!
Acudió
también la madre.
-¡Hijita
mía querida! ¿Dónde has estado tanto tiempo? Yo pensaba que no volvería a verte
nunca.
La hija
lo miraba todo como alelada, sin entender nada. Sólo al cabo de un rato comenzó
a recobrarse poco a poco.
El pope y
su mujer casaron a la hija con el cazador, a quien hicieron muchos regalos.
La gente
se fue a buscar la casita del silvano donde había vivido, pero no la encontraron
por mucho que batieron el bosque.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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