Erase una
vez un pope y su mujer, que tenían una hija. Murió la esposa, y el pope-ordenó
a su hija:
-Vístete,
hija, que vamos a casarnos.
La hija
corrió a la sepultura de la madre y se puso a llorar. La madre salió de su
tumba y le preguntó:
-¿Por qué
lloras, hija?
-¿Cómo no
voy a llorar, si mi padre quiere casarse conmigo?
-Entonces,
hija, pídele que te regale un vestido que se parezca a la luna y al sol y todo
el aderezo que haga juego.
El padre
le regaló el vestido que había pedido, con todo el aderezo haciendo juego, y le
dijo otra vez:
-Vístete,
hija, y vamos a casarnos.
La hija
fue a llorar de nuevo a la sepultura de su madre.
-¿Por qué
vienes a llorar otra vez? -preguntó la madre.
-¿Cómo no
voy a llorar, si mi padre me ha regalado el vestido como tú dijiste y de nuevo
quiere que me case con él?
-Entonces,
hija, dile que te regale un vestido como la aurora y todo el aderezo que haga
juego.
El pope
le regaló a la hija todo lo que había pedido y repitió:
-Vístete,
hija, y vamos a casarnos.
Por
tercera vez acudió la hija a la sepultura de la madre, y ésta le preguntó:
-¿Por qué
vienes otra vez a llorar, hija?
-¿Cómo no
voy a llorar, si mi padre me ha regalado todo lo que tú dijiste y ahora insiste
en que quiere casarse conmigo?
-Pues
dile a tu padre que te regale un ropón de piel de cerdo con unas botas y una
pañoleta que hagan juego.
El padre
le regaló a la hija el ropón y todo lo que quería, repitiendo como siempre:
-Ahora
vístete, hija, y vamos a casarnos.
La hija
contestó:
-Espera
un poco, padre. Saldré en cuanto esté vestida.
Se
encerró con sus muñecas para vestirse. Ella se puso el ropón de piel de cerdo y
a las muñecas les puso los vestidos que su padre le había regalado. Luego salió
al campo, puso a las tres muñecas en fila y ella en el centro. Una de las
muñecas dijo:
-Abrete,
tierra húmeda, para que esta hermosa doncella baje a tu seno.
Otra
muñeca dijo lo mismo, la tercera también, y juntas se encontraron bajo tierra.
Anda que te anda por otro reino, por otro país, llegaron a un bosque y vieron
una casita montada sobre patas de gallina. Después de pensar mucho lo que
podrían hacer, se sentaron al lado de la casita. Las muñecas estaban muy
quietas y la hija del pope se puso a bordar en oro.
Pasó por
allí un zarévich y dijo:
-Hola.
Sube a mi carruaje.
-¿Cómo
voy a subir a vuestro carruaje -objetó ella-, si sois un zarévich, mientras que
yo soy la hija de un pope y voy vestida con un ropón de piel de cerdo?
Entonces
él dijo a un criado:
-Hazla
subir tú.
El criado
obedeció. Se pusieron en marcha y llegaron a casa del zarévich. Este condujo a
la hija del pope a los aposentos de su madre y pidió:
-Madre:
permitidme que me case con ella.
-¿Cómo
vas a casarte con ella -objetó la madre, si tú eres un zarévich y ella la hija
de un pope vestida con un ropón de piel de cerdo?
-Bueno,
pues haremos que se esconda debajo de la estufa. Esto ocurría en sábado. Al día
siguiente, domingo, el zarévich se levantó temprano y le gritó al criado:
-Trae un
jarro de agua.
Ella
salió en seguida de debajo de la estufa y llevó el jarro. Pero el zarévich le
pegó con él diciendo:
-¡Largo,
debajo de la estufa, piel de cerdo!
Ella
corrió a esconderse otra vez, hasta que el zarévich se marchó a la iglesia.
Entonces le pidió permiso a la zarina, se vistió debajo de la estufa y también
fue a la iglesia. Llegó y se colocó a la derecha del coro. Nada más verla, el
zarévich se acercó a ella.
-¿De
dónde eres, preciosa? -le preguntó.
-Soy de
Villa de los Jarros -contestó la hija del pope.
En cuanto
terminó el oficio, salió de la iglesia, corrió a casa y se metió debajo de la
estufa, poniéndose otra vez el ropón de piel de cerdo.
Volvió el
zarévich de la iglesia y le dijo a su madre:
-He visto
a una preciosa doncella en misa. Le he preguntado de dónde es y me ha
contestado que de Villa de los Jarros.
Tanto le
gustó la hermosa doncella al zarévich, que el pobre se fue a buscar Villa de
los Jarros. Viajó toda una semana y volvió el sábado diciéndole a su madre:
-No he
encontrado a la hermosa doncella.
Mientras,
la hija del pope seguía debajo de la estufa. Llegó el domingo, el zarévich se
levantó temprano y le gritó al criado:
-Trae una
toalla.
La hija
del pope corrió a presentarle la toalla, pero el zarévich la apartó de mala
manera y le pegó un golpe con la toalla. Luego se marchó él a la iglesia. La
muchacha le pidió permiso a la zarina, se puso el vestido parecido al sol y la
luna, fue a la iglesia y se colocó a la derecha del coro. El zarévich se acercó
de nuevo a ella y también le preguntó:
-¿De
dónde eres?
-De
Puebla de las Toallas.
-¿Quieres
que cambiemos nuestros anillos, corazón?
-No. Yo
tengo bastante con los míos.
En cuanto
terminó el oficio, la hija del pope corrió a casa, se desvistió y volvió a su
sitio debajo de la estufa. También regresó el zarévich de la iglesia y le dijo
a su madre:
-¡Qué
hermosa doncella he visto!
Partió el
zarévich en busca de Puebla de las Toallas, anduvo mucho tiempo de un lado para
otro, pero no encontró nada y, de vuelta a su casa, le contó a la madre su
pesar. Desde debajo de la estufa, la hija del pope se reía al oírle.
Llegó el
domingo, el zarévich se levantó temprano y gritó al criado:
-¡Eh!
Dame el peine.
La hija
del pope salió en seguida de debajo de la estufa y le presentó el peine, pero
el zarévich le pegó con él diciendo:
-¡Largo
de aquí, piel de cerdo! -y la hizo volver a su sitio debajo de la estufa.
Luego, en
cuanto él se marchó a la iglesia, la hija del pope le pidió permiso a la zarina
y, con su vestido como la aurora, también fue a misa. Se colocó a la derecha
del coro. El zarévich la vio y le preguntó de dónde era.
-De
Puente los Peines.
-¿Cambiamos
nuestros anillos, corazón? -Bueno -contestó ella.
Y así lo
hicieron.
Luego,
apenas terminada la misa, la hija del pope corrió a casa. Vio que las criadas
de la zarina estaban preparando bollos de requesón.
-¿Me
dejáis que amase yo uno? -pidió.
-Si
quieres...
La hija
del pope amasó un bollo de requesón y metió dentro el anillo que le había dado
el zarévich a cambio del suyo.
Volvió el
zarévich de la iglesia, y la hija del pope estaba ya debajo de la estufa.
-Creo,
madre, que es hora de comer -dijo el zarévich. Manda a las muchachas que
traigan algo. ¿O es que no han hecho bollos de requesón?
Colocaron
una fuente de bollos encima de la mesa y el zarévich, que tenía mucha hambre,
pinchó en seguida uno con el tenedor -tan doradito, tan apetitoso, se lo metió
en la boca y notó que algo le rechinaba entre los dientes. Se fijó y vio que
era el anillo que le había dado a la hija del pope. Lanzó un grito que se oyó
en toda la casa.
-¿Quién
ha hecho estos bollos de requesón? ¡Que venga aquí inmediata-mente!
Las
criadas se asustaron.
-Los
hemos hecho nosotras, señor. De verdad que sí. Solamente amasó uno la hija del
pope, que está debajo de la estufa.
Llamaron
a la hija del pope. Ella se puso primero el vestido más bonito y luego acudió,
tan linda que no se podría encontrar otra igual en el mundo. Entró en la sala y
le besó la mano a la zarina.
El
zarévich, loco de contento, fue hacia la hija del pope, la tomó de la blanca
mano y dijo:
-Danos tu
bendición, madre, y que un pope una nuestras manos para dicha nuestra y para
contento tuyo.
La zarina
les dio su bendición. Ellos se casaron y vivieron felices, sin agobios y
haciendo el bien a su alrededor.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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