Érase que se era un viejo
que vivía con su mujer, también anciana, y con sus tres hijas, la mayor de las
cuales era hijastra de aquélla. Como sucede casi siempre, la madrastra no
dejaba nunca en paz a la pobre muchacha y la regañaba constantemente por
cualquier pretexto.
-¡Qué perezosa y sucia
eres! ¿Dónde pusiste la escoba? ¿Qué has hecho de la badila? ¡Qué sucio está
este suelo!
Y, sin embargo, Marfutka
podía servir muy bien de modelo, pues, además de linda, era muy trabajadora y
modesta. Se levantaba al amanecer, iba en busca de leña y de agua, encendía la
lumbre, barría, daba de comer al ganado y se esforzaba en agradar a su
madrastra, soportando pacientemente cuantos reproches, siempre injustos, le
hacía. Sólo cuando ya no podía más se sentaba en un rincón, donde se consolaba
llorando.
Sus hermanas, con el
ejemplo que recibían de su madre, le dirigían frecuentes insultos y la
mortificaban grandemente; acostumbraban a levantarse tarde, se lavaban con el
agua que Marfutka había preparado para sí y se secaban con su toalla limpia.
Después de haber comido es cuando solían ponerse a trabajar.
El viejo se compadecía de
su hija mayor, pero no sabía cómo intervenir en su favor, pues su mujer, que
era la que mandaba en aquella casa, no le permitía nunca dar su opinión.
Las hijas fueron
creciendo, llegaron a la edad de buscarles marido, y los ancianos calculaban el
modo de casarlas lo mejor posible. El padre deseaba que las tres tuviesen acierto
en la elección; pero la madre sólo pensaba en sus dos hijas y no en la hijastra. Un día se
le ocurrió una idea perversa, y dijo a su marido:
-Oye, viejo, ya es hora
de que casemos a Marfutka, pues pienso que mientras ella no se case tal vez
suceda que las niñas pierdan un buen partido; así es que nos tenemos que
deshacer de ella casándola lo antes posible.
-¡Bien! -dijo el marido,
echándose sobre la estufa.
Entonces la vieja
continuó:
-Yo ya le tengo elegido
un novio; así es que mañana te levantarás al amanecer, engancharás el caballo
al trineo y partirás con Marfutka; pero no te diré dónde debes ir hasta que
llegue el momento de marchar.
Luego, dirigiéndose a su
hijastra, le habló así:
-Y tú, hijita querida,
meterás todas tus cosas en tu baulito y te vestirás con tus mejores galas, pues
tienes que acompañar a tu padre a una visita.
Al día siguiente Marfutka
se levantó al amanecer, se lavó cuidadosamente, recitó sus oraciones, saludó al
padre y a la madre, puso lo poco que tenía en el pequeño baúl y se engalanó con
su mejor vestido. Resultaba una novia hermosísima.
El viejo, cuando hubo
enganchado el caballo al trineo, lo puso ante la puerta de la cabaña y dijo:
-Ya está todo listo; y
tú, Marfutka, ¿estás también preparada?
-Sí, estoy pronta, padre
mío.
-Bien -dijo la
madrastra; ahora es preciso que coman.
El anciano padre, lleno
de asombro, pensó: «¿Por qué se sentirá hoy tan generosa la vieja?»
Cuando terminaba la
colación, dijo la esposa al asombrado viejo y a su hijastra:
-Te he desposado,
Marfutka, con el Rey del Frío. No es un novio joven ni apuesto, pero es, en
cambio, riquísimo, y ¿qué más puedes desear? Con el tiempo llegarás a quererlo.
El anciano dejó caer la
cuchara, que aún tenía en la mano, y con los ojos llenos de espanto miró suplicante
a su mujer.
-Por Dios, mujer -lo
dijo. ¿Perdiste el juicio?
-No sirve ya que
protestes; ¡está decidido, y basta! ¿No es acaso un novio rico? Pues entonces,
¿de qué quejarse? Todos los abetos, pinos y abedules los tiene cubiertos de
plata. No tendrán que andar mucho; irán directamente hasta la primera
bifurcación del camino, luego tirarán hacia la derecha, entrarán en el bosque,
y cuando hayan corrido unas cuantas leguas verán un pino altísimo y allí
quedará depositada Marfutka. Fíjate bien en el sitio que te digo para no
olvidarlo, pues mañana volverás para hacerle una visita a la recién casada.
¡Ánimo, pues! Es preciso que no pierdan tiempo.
Era un invierno crudísimo
el de aquel año; cubrían la tierra enormes montones de nieve helada y los pájaros
caían muertos de frío cuando intentaban volar. El desesperado viejo abandonó el
banco en que estaba sentado, acomodó en el trineo el equipaje de su hija,
mandando a ésta que se abrigara bien con la pelliza, y al fin se pusieron los
dos en camino.
Cuando llegaron al bosque
se internaron en él. Era un bosque frondoso, y tan espeso que parecía
infranqueable. Al llegar bajo el altísimo pino hicieron alto, y el viejo dijo a
su hija:
-Baja, hija mía.
Marfutka lo obedeció y su
padre descargó del trineo el baulito, que puso al pie del árbol. Hizo que su
hija se sentara sobre él y dijo:
-Espera aquí a tu
prometido y acógelo cariñosamente.
Se despidieron y el padre
volvió a tomar el camino de su casa.
La pobre niña, al quedar
sola al pie del altísimo pino, sentada sobre su baúl, sintió gran tristeza. Al
poco rato empezó a tiritar, pues hacía un frío intensísimo que la iba
invadiendo poco a poco. De pronto oyó allá a lo lejos al Rey del Frío, que
hacía gemir al bosque saltando de un abeto a otro. Por fin llegó hasta el pino
altísimo, y al descubrir a Marfutka le dijo:
-Doncellita, ¿tienes
frío? ¿Tienes frío, hermosa?
-No, no tengo frío,
abuelito -contestó la infeliz muchacha, mientras daba diente con diente.
El Rey del Frío fue
descendiendo, haciendo gemir al pino más y más, y ya muy cerca de Marfutka
volvió a preguntarle:
-Doncellita, ¿tienes
frío? ¿Tienes frío, hermosa?
Y la pobrecita niña no le
pudo responder porque ya empezaba a quedarse helada.
Entonces el rey sintió
gran compasión por ella y la arropó bien con abrigos de pieles y le prodigó mil
caricias. Luego le regaló un cofrecillo en el que había mil prendas lujosas y
de valor, un capote forrado de raso y muchísimas piedras preciosas.
-Me conmoviste, niña, con
tu docilidad y paciencia.
La perversa madrastra se
levantó con el alba y se puso a freír buñuelos para celebrar la muerte de
Marfutka.
-Ahora -dijo a su marido-
vete a felicitar a los recién casados.
El viejo, pacientemente,
enganchó el caballo al trineo y se marchó. Cuando llegó al pie del pino no daba
crédito a sus ojos: Marfutka estaba sentada sobre el baúl, como la dejó la
víspera, sólo que muy contenta y abrigada con un precioso abrigo de pieles;
adornaba sus orejas con magníficos pendientes y a su lado se veía un soberbio
cofre de plata repujada.
Cargó el viejo todo este
tesoro en el trineo, hizo subir en él a su hija y, sentándose a su vez, arreó
al caballo camino de su cabaña.
Mientras tanto, la vieja,
que seguía su tarea de freír buñuelos, sintió que el Perrillo ladraba debajo del
banco:
-¡Guau! ¡Guau! Marfutka
viene cargada de tesoros.
Se incomodó la vieja al
oírlo, y la rabia le hizo coger un leño, que tiró al can.
-¡Mientes, maldito! El
viejo trae solamente los huesecitos de Marfutka.
Al fin se sintió llegar
al trineo y la vieja se apresuró a salir a la puerta. Quedó
asombrada. Marfutka venía más hermosa que nunca, sentada junto a su padre y
ataviada ricamente. Junto a sí traía el cofre de plata que encerraba los
regalos del Rey del Frío.
La madrastra disimuló su
rabia, acogiendo con muestras de alegría y cariño a la muchacha, y la invitó a
entrar en la cabaña, haciéndola sentar en el sitio de honor, debajo de las
imágenes.
Sus dos hermanas
sintieron gran envidia al ver los ricos presentes que le había hecho el Rey del
Frío, y pidieron a su madre que las llevara al bosque para hacer una visita a
tan espléndido señor.
-También nos regalará a
nosotras -dijeron, pues somos tan hermosas o más que Marfutka.
A la siguiente mañana la
madre dio de comer a sus hijas, hizo que se vistieran con sus mejores vestidos
y preparó todas las cosas necesarias para el viaje. Se despidieron ellas de su
madre y, acompañadas del viejo, partieron hacia el mismo sitio donde quedara la
víspera su hermana mayor. Y allí, bajo el pino altísimo, las dejó su padre.
Sentáronse las dos
jóvenes una junto a otra, decididas a esperar y entretenidas en calcular las
enormes riquezas del Rey del Frío. Llevaban bonísimos abrigos; pero, no
obstante, empezaron a sentir mucho frío.
-¿Dónde se habrá metido
ese rey? -dijo una de ellas. Si continuamos así mucho rato llegaremos a
helarnos.
-¿Y qué vamos a hacer?
-dijo la otra. ¿Te figuras tú que novios del rango del Rey del Frío se
apresuran por ir a ver a sus prometidas? Y a propósito: ¿a quién crees tú que
elegirá, a ti o a mí?
-Desde luego creo que a
mí, porque soy la mayor.
-No, te engañas; me
escogerá a mí.
-¡Serás tonta!
Se enzarzaron de palabras
y concluyeron por reñir seriamente. Y riñeron, riñeron, hasta que de repente
oyeron al Rey del Frío, que hacía gemir al bosque saltando de un abeto a otro.
Enmudecieron las jóvenes
y sintieron al fin sobre el pino altísimo a su presunto prometido, que les
decía:
-Doncellitas,
doncellitas, ¿tienen frío? ¿Tienen frío, hermosas?
-¡Oh, sí, abuelo!
Sentimos demasiado frío. ¡Un frío enorme! Esperándote, casi nos hemos quedado
heladas. ¿Dónde te metiste para no llegar hasta ahora?
Descendió un tanto el Rey
del Frío, haciendo gemir más y más al pino, y volvió a preguntarles:
-Doncellitas,
doncellitas, ¿tienen frío? ¿Tienen frío, hermosas?
-¡Vete allá, viejo
estúpido! Nos tienes medio heladas y todavía nos preguntas si tenemos frío.
¡Vaya! ¡Mira que venir encima con burlas! Danos de una vez los regalos o nos
marcharemos inmediatamente de aquí.
Bajó entonces el Rey del Frío
hasta el mismo suelo e insistió en la pregunta:
-Doncellitas,
doncellitas, ¿tienen frío? ¿Tienen frío, hermosas?
Sintieron tal ira las
hijas de la vieja, que ni siquiera se dignaron contestarle, y entonces el rey
sintió también enojo y las aventó de tal modo que las jóvenes quedaron yertas
en la misma actitud violenta que tenían; y todavía el Rey del Frío esparció
sobre ellas gran cantidad de escarcha, alejándose por fin del bosque, saltando
de un abeto a otro y haciendo gemir las ramas de los árboles bajo su agudo
soplo...
Al día siguiente dijo la
mujer a su esposo:
-¡Anda, hombre! Engancha
de una vez el trineo, pon gran cantidad de heno y lleva contigo la mejor manta,
pues con seguridad que mis hijitas tendrán mucho frío. ¿No ves el tiempo que
está haciendo? ¡Anda! ¡Ve de prisa!
El anciano hizo todo lo
que le decía su mujer y marchó en busca de las hijas. Al llegar al sitio del
bosque donde quedaron las doncellas levantó las manos al cielo con gesto
desesperado y lleno de estupor; sus dos hijas estaban muertas, sentadas al pie
del altísimo pino. Fue preciso levantarlas para depositarlas en el trineo y
dirigirse a casa.
Entretanto la vieja
preparaba una comida suculenta para regalar a sus hijas; pero el Perrito ladró
esta vez de nuevo bajo el banco de este modo:
-¡Guau! ¡Guau! Viene el
viejo, pero sólo trae los huesecitos de tus hijas.
La mujer, encolerizada,
le tiró un leño.
-¡Mientes, maldito! El
viejo viene con nuestras hijas y traen además el trineo cargado de tesoros.
Por fin llegó el anciano,
y salió la esposa a recibirle; pero quedó como petrificada: sus dos hijas
venían yertas tendidas sobre el trineo.
-¿Qué hiciste, viejo
idiota? -le dijo. ¿Qué hiciste con mis hijas, con nuestras niñas adoradas? ¿Es
que quieres que te golpee con el hurgón?
-¡Qué quieres que le
hagamos, mujer! -contestó el viejo con desesperado acento. Todos hemos tenido
la culpa: ellas, las infelices, por haber sentido envidia y deseo de riquezas;
tú, por no haberlas disuadido, y yo he pecado siempre dejándote hacer cuanto te
vino en gana. Ahora ya no tiene remedio.
Se desesperó y lloró la
mujer con lágrimas de amargura y se rebeló contra el marido; pero el tiempo
mitigó penas y rencores y al final hicieron las paces. Y desde entonces fue
menos despiadada con Marfutka, la que pasado algún tiempo se casó con un buen
mozo, bailando los dos ancianos el día del desposorio.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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