En cierto
reino, en cierto país, vivía un viejo que tenía tres hijos. Dos eran listos y
el otro tonto.
Murió el
viejo, y los hijos echaron a suertes para repartirse su herencia. A los listos
les correspondieron muchos bienes, y en cambio al tonto solamente un buey de
mala muerte.
Llegó el
día de la feria, y los hermanos listos se prepararon para ir. Entonces dijo el
tonto:
-También
iré yo a vender mi buey, hermanos.
Ató una
cuerda a los cuernos del buey y emprendió el camino de la ciudad. Tenía que
cruzar el bosque, y en el bosque había un viejo abedul seco. Cuando soplaba el
viento, la madera seca crujía. «¿Qué me dirá el abedul? -se preguntó el tonto-.
¿Será que quiere comprarme el buey?» Y le dijo:
-Bueno,
pues si lo quieres, cómpralo. Estoy dispuesto a venderlo. Quiero veinte rublos
por él. No puede ser menos. Conque venga el dinero.
El
abedul, claro, no contestó nada; pero siguió crujiendo. Le pareció al tonto que
se lo pedía fiado.
-Bueno,
de acuerdo: esperaré hasta mañana.
Ató el
buey al abedul, se,despidió de él y volvió a su casa. Los hermanos listos le
preguntaron:
-¿Qué,
tonto? ¿Has vendido el buey?
-Sí.
-¿A buen
precio?
-Por
veinte rublos.
-¿Y el
dinero?
-No lo he
cobrado todavía. Me ha dicho que vuelva mañana.
-¡Cuidado
que eres pánfilo!
A la
mañana siguiente se levantó el tonto, se vistió y fue a pedirle el dinero al
abedul. Llegó al bosque, y allí estaba el abedul, mecido por el viento, pero el
buey había desaparecido: por la noche lo habían devorado los lobos.
-Bueno,
paisano, afloja el dinero. Tú mismo me prometiste pagarme hoy.
Sopló el
viento, el abedul se meció crujiendo y dijo el tonto:
-¡Qué
poca formalidad! Ayer me dijiste que me pagarías hoy y hoy dices que mañana. En
fin... Esperaré otro día, pero nada más, porque yo necesito el dinero.
Volvió a
su casa, y otra vez los hermanos a preguntar:
-¿Has
cobrado tu dinero?
-Pues,
no. Tendré que esperar otro día.
-¿Pero a
quién se lo has vendido?
-A un
abedul seco que hay en el bosque.
-¡Valiente
tonto!
Al tercer
día agarró el tonto un hacha y se encaminó al bosque. Llegó y le exigió su
dinero al abedul, que no hacía más que crujir.
-¡Quia,
paisano! Si vas a darme largas un día tras otro, no cobraré nunca. Y como no me
gustan las bromas pesadas, ahora verás cómo las gasto yo.
La
emprendió a hachazos con el abedul haciendo volar astillas hacia todos los
lados. Pero en el tronco de aquel abedul había un agujero donde unos
salteadores habían escondido un caldero lleno de monedas de oro.
Cuando el
árbol se partió por la mitad, el tonto descubrió aquel tesoro. Arrambló con
todo lo que pudo amontonar en el faldón de la camisa, lo llevó a su casa y se
lo enseñó a sus hermanos.
-¿Dónde
has conseguido todo eso?
-Me lo ha
dado el paisano que me compró el buey. Y no está todo aquí. Ni siquiera he
traído la mitad. Vamos a buscar el resto.
Fueron
los tres al bosque, recogieron todo el dinero y se encaminaron de vuelta a su
casa.
-Oye,
tonto: no se te ocurra decirle a nadie que tenemos tantas monedas de oro
-advirtieron los hermanos listos.
-Claro
que no...
En esto
se encontraron con el sacristán.
-¿Qué
traéis del bosque, muchachos?
-Setas
-contestaron los listos.
Pero el
tonto protestó:
-Están
mintiendo. Lo que traemos es dinero: mira.
El
sacristán se quedó primero sin respiración, pero luego cayó sobre las monedas y
empezó a meterse puñados en los bolsillos.
El tonto,
indignado, le atizó con el hacha y lo dejó allí tieso.
-¡Este
tonto! ¿Te das cuenta de lo que has hecho? -gritaron los hermanos-. Estás
perdido y nos has perdido a nosotros. ¿Qué hacemos ahora con el cadáver?
Después
de pensarlo mucho, lo arrastraron hasta una cueva vacía y allí lo abandonaron.
Ya de
noche, le dijo el hermano mayor al mediano:
-Esto no
me gusta nada. Cuando empiecen a buscar al sacristán, el tonto lo contará todo.
Vamos a matar al chivo, lo tiramos en la cueva y enterramos el cadáver del
sacristán en otra parte.
Esperaron
todavía y, en plena noche, mataron al chivo, lo arrojaron a la cueva y el
cadáver del sacristán lo enterraron en otra parte.
Pasaron
unos días, la gente empezó a buscar al sacristán y a preguntar por todas
partes... Hasta que saltó el tonto:
-¿Y para
qué lo queréis? Porque yo le maté hace unos días con el hacha, y mis hermanos
lo tiraron a una cueva.
Inmediatamente
le exigieron al tonto:
-Llévanos
donde sea...
El tonto
se metió en la cueva, encontró la cabeza del chivo y preguntó:
-¿Tenía
el pelo negro vuestro sacristán?
-Sí.
-¿Y tenía
barba?
-Sí que
la tenía.
-¿Y
cuernos?
-¿Qué
dices de cuernos, tonto?
-No
tenéis más que verlos... -y lanzó fuera la cabeza del chivo.
La gente,
viendo que se trataba de un chivo, puso al tonto de vuelta y media y luego cada
cual se fue a su casa.
Aquí
termina el cuento. Conque dame de miel un cuenco.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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