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domingo, 11 de agosto de 2013

Ivan-el-tomto

En cierto reino, en cierto país, vivía un viejo con su vieja. Tenían tres hijos. Al menor le llamaban Iván-el-tonto. Los dos mayores estaban casados, pero Iván-el-tonto seguía soltero. Los dos mayores eran hombres de provecho: gobernaban la hacienda, sembraban y labraban, mientras que el tercero no hacía nada.
El padre y las nueras mandaron una vez a Iván al campo a terminar de arar un pedazo de tierra. El muchacho llegó al campo, enganchó el caballo, abrió un par de surcos y vio que había una nube de mosquitos revoloteando encima. Agarró una varita y mató a un montón de ellos pegándole en un flanco al animal. Le pegó en el otro flanco y mató a cuarenta tábanos. «A mí no hay quien me pueda -pensó. Cuarenta bogatires he matado de una vez, además de la purrela, que ni siquiera la conté.»
Amontonó todos los insectos y los recubrió con estiércol del caballo. Abandonó la labranza, desenganchó el caballo y volvió a su casa. Allí les dijo a las cuñadas y a la madre:
-¡Venga una manta y una silla de montar! Y tú, padre, dame el sable que tienes ahí. Se está poniendo roñoso colgado en la pared. ¿Qué clase de hombre soy si no tengo ninguna de esas cosas?
Sus parientes se burlaron de él y, para mayor escarnio, le dieron un escabel roto. Nuestro Iván le ajustó una cincha y se lo puso al jamelgo. En lugar de manta, su madre le dio una estera vieja, y él también la cogió, así como el sable de su padre, que afiló muy bien, y, hechos sus preparativos, se puso en camino.
Llegó a una encrucijada. Como sabía un poco de letra, escribió en un poste que invitaba a los recios bogatires Ilyá Múromets y Fiodor Lízhnikov a que fueran a tal país a encontrarse con un recio bogatir que había matado a cuarenta de una vez, sin contar la purrela de a pie, y no les dio más sepultura que un montón de basura.
Al poco rato pasó efectivamente por allí el recio bogatir Ilyá Múromets, leyó la inscripción del poste y dijo:
-¡Oh! Por aquí ha pasado un recio bogatir al que no conviene deso-bedecer.
Espoleó el caballo y pronto alcanzó a Iván. Se quitó el gorro y saludó:
-Salud te deseo, recio y forzudo bogatir.
Iván contestó, sin tomarse el trabajo de descubrirse:
-Hola, Ilyuja.
Siguieron el camino juntos.
Poco después llegó también al poste Fiodor Lízhnikov, leyó lo que había allí escrito, y tampoco quiso desobedecer. Hizo lo mismo que había hecho Ilyá Múromets, pronto dio alcance a Iván y le saludó quitándose el gorro:
-Salud te deseo, recio y forzudo bogatir.
Iván contestó, sin tomarse el trabajo de descubrirse:
-Hola, Fediuja.
Siguieron el camino los tres juntos. Llegaron a cierto país y se detuvieron en los prados reales. Los bogatires montaron sus tiendas. Iván extendió su estera. Los bogatires trabaron a sus caballos con trabas de seda. Iván arrancó una varita de un árbol, la trenzó y con ella trabó a su jamelgo. Y allí se quedaron. El zar de aquel país vio desde sus aposentos que había gente pisoteando sus preciosos prados y en seguida mandó a uno de sus cortesanos a enterarse de quiénes eran.
El cortesano llegó a los prados, se acercó a Ilyá Múromets y le preguntó quiénes eran y cómo se habían atrevido a meterse en los prados reales sin pedir permiso. Ilyá Múromets contestó:
-Eso no es cosa nuestra. Pregunta al que nos manda, que es aquel recio y forzudo bogatir.
El emisario se acercó a Iván. Pero Iván se puso a gritar antes de que pronunciara una sola palabra:
-¡Largo de aquí mientras todavía puedes marcharte por tu pie! Y dile al zar que a sus prados ha llegado un recio y forzudo bogatir que ha matado a cuarenta de una vez, sin contar la purrela de a pie, y no les dio más sepultura que un montón de basura, que le acompañan Ilyá Múromets y Fiodor Lízhnikov y que quiere casarse con la hija del zar.
El emisario se lo refirio así al zar. Este agarró las listas de bogatires, y allí estaban Ilyá Múromets y Fiodor Lízhnikov, pero no el que mataba a cuarenta de una vez. El zar ordenó entonces formar un ejército, apresar a los tres bogatires y conducirlos a su presencia. ¿Apresarlos? Eso se dice muy pronto.
Iván vio que se aproximaban las tropas y gritó:
-illyuja! ¿Qué gente es ésa? ¡Echalos de aquí!
Pero él siguió tendido cuan largo era y mirándolo todo muy enfadado.
Nada más escuchar estas palabras, Ilyá Múromets montó en su caballo y lo lanzó contra las tropas del zar. Más estragos hizo con los cascos de su caballo que con su brazo. Hasta que acabó con todos, dejando sólo a los paganos.
Enterado del desastre, el zar reunió un ejército más numeroso todavía y lo envió para apresar a los bogatires.
Iván-el-tonto gritó:
-iFediunka! Echa de aquí a esa gentuza.
Fiodor Lízhnikov montó en su caballo y acabó con todos, dejando sólo a los paganos.
¿Qué podía hacer el zar después de que los bogatires le habían matado a tanta gente? Se quedó pensando y recordó que en su reino habitaba un recio bogatir llamado Dobrinia. Le envió un mensaje pidiéndole que viniera a vencer a los tres bogatires. Dobrinia se presentó y el zar salió a recibirle al balcón del tercer piso. Dobrinia llegó hasta el balcón sin echar pie a tierra y se encontró a la misma altura que el zar. ¡Así era él! Saludó, estuvieron hablando y luego partió hacia los prados reales.
Ilyá Múromets y Fiodor Lízhnikov vieron venir a Dobrinia, se asustaron, montaron en sus caballos y se largaron de allí.
Pero a Iván no le dio tiempo. Mientras atrapó a su jamelgo, Dobrinia estaba ya encima de él, riéndose de que aquel hombre tan pequeñajo, tan enclenque, se llamara bogatir. Había agachado la cabeza hasta la altura de Iván para verle mejor y lo miraba asombrado.
Ni corto ni perezoso, Iván enarboló su sablecillo y le cortó la cabeza.
El zar que lo vio, se llevó un susto tremendo.
-¡Ay! -exclamó. El bogatír ha matado a Dobrinia. ¡Menudo apuro! ¡Que vaya alguien corriendo a invitar a los bogatires a palacio!
¡Había que ver la comitiva que se organizó para ir a buscar a Iván! Las carrozas mejores, los personajes de más campanillas... Le invitaron a montar en una carroza y le condujeron ante el zar.
El zar le agasajó muy bien y le dio a su hija por esposa. Se casaron y allí están todavía gozando de la vida.
Yo estuve allí también, bebí hidromiel. Me corrió por el bigote, pero no me entró en el gañote. Me dieron un gorro de colores y la emprendieron conmigo a empellones. Cuando me iba a marchar, me dieron un kaftán. Un paro gritó al volar: «¡Un kaftán color añil!» Yo entendí: «Deja el kaftán ahíl». Me lo quité y lo dejé.
Esto no es el cuento, sino sólo el comienzo. Por si lo quieres saber, el cuento vendrá después.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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