En cierto
reino, en cierto país, vivía un viejo con su vieja. Tenían tres hijos. Al menor
le llamaban Iván-el-tonto. Los dos mayores estaban casados, pero Iván-el-tonto
seguía soltero. Los dos mayores eran hombres de provecho: gobernaban la
hacienda, sembraban y labraban, mientras que el tercero no hacía nada.
El padre
y las nueras mandaron una vez a Iván al campo a terminar de arar un pedazo de
tierra. El muchacho llegó al campo, enganchó el caballo, abrió un par de surcos
y vio que había una nube de mosquitos revoloteando encima. Agarró una varita y
mató a un montón de ellos pegándole en un flanco al animal. Le pegó en el otro
flanco y mató a cuarenta tábanos. «A mí no hay quien me pueda -pensó. Cuarenta
bogatires he matado de una vez, además de la purrela, que ni siquiera la
conté.»
Amontonó
todos los insectos y los recubrió con estiércol del caballo. Abandonó la
labranza, desenganchó el caballo y volvió a su casa. Allí les dijo a las cuñadas
y a la madre:
-¡Venga
una manta y una silla de montar! Y tú, padre, dame el sable que tienes ahí. Se
está poniendo roñoso colgado en la pared. ¿Qué clase de hombre soy si no tengo
ninguna de esas cosas?
Sus
parientes se burlaron de él y, para mayor escarnio, le dieron un escabel roto.
Nuestro Iván le ajustó una cincha y se lo puso al jamelgo. En lugar de manta,
su madre le dio una estera vieja, y él también la cogió, así como el sable de
su padre, que afiló muy bien, y, hechos sus preparativos, se puso en camino.
Llegó a
una encrucijada. Como sabía un poco de letra, escribió en un poste que invitaba
a los recios bogatires Ilyá Múromets y Fiodor Lízhnikov a que fueran a tal país
a encontrarse con un recio bogatir que había matado a cuarenta de una vez, sin
contar la purrela de a pie, y no les dio más sepultura que un montón de basura.
Al poco
rato pasó efectivamente por allí el recio bogatir Ilyá Múromets, leyó la
inscripción del poste y dijo:
-¡Oh! Por
aquí ha pasado un recio bogatir al que no conviene deso-bedecer.
Espoleó
el caballo y pronto alcanzó a Iván. Se quitó el gorro y saludó:
-Salud te
deseo, recio y forzudo bogatir.
Iván
contestó, sin tomarse el trabajo de descubrirse:
-Hola,
Ilyuja.
Siguieron
el camino juntos.
Poco
después llegó también al poste Fiodor Lízhnikov, leyó lo que había allí
escrito, y tampoco quiso desobedecer. Hizo lo mismo que había hecho Ilyá
Múromets, pronto dio alcance a Iván y le saludó quitándose el gorro:
-Salud te
deseo, recio y forzudo bogatir.
Iván
contestó, sin tomarse el trabajo de descubrirse:
-Hola,
Fediuja.
Siguieron
el camino los tres juntos. Llegaron a cierto país y se detuvieron en los prados
reales. Los bogatires montaron sus tiendas. Iván extendió su estera. Los
bogatires trabaron a sus caballos con trabas de seda. Iván arrancó una varita
de un árbol, la trenzó y con ella trabó a su jamelgo. Y allí se quedaron. El
zar de aquel país vio desde sus aposentos que había gente pisoteando sus
preciosos prados y en seguida mandó a uno de sus cortesanos a enterarse de quiénes
eran.
El
cortesano llegó a los prados, se acercó a Ilyá Múromets y le preguntó quiénes
eran y cómo se habían atrevido a meterse en los prados reales sin pedir
permiso. Ilyá Múromets contestó:
-Eso no
es cosa nuestra. Pregunta al que nos manda, que es aquel recio y forzudo
bogatir.
El
emisario se acercó a Iván. Pero Iván se puso a gritar antes de que pronunciara
una sola palabra:
-¡Largo
de aquí mientras todavía puedes marcharte por tu pie! Y dile al zar que a sus
prados ha llegado un recio y forzudo bogatir que ha matado a cuarenta de una
vez, sin contar la purrela de a pie, y no les dio más sepultura que un montón
de basura, que le acompañan Ilyá Múromets y Fiodor Lízhnikov y que quiere
casarse con la hija del zar.
El
emisario se lo refirio así al zar. Este agarró las listas de bogatires, y allí
estaban Ilyá Múromets y Fiodor Lízhnikov, pero no el que mataba a cuarenta de
una vez. El zar ordenó entonces formar un ejército, apresar a los tres
bogatires y conducirlos a su presencia. ¿Apresarlos? Eso se dice muy pronto.
Iván vio
que se aproximaban las tropas y gritó:
-illyuja!
¿Qué gente es ésa? ¡Echalos de aquí!
Pero él
siguió tendido cuan largo era y mirándolo todo muy enfadado.
Nada más
escuchar estas palabras, Ilyá Múromets montó en su caballo y lo lanzó contra
las tropas del zar. Más estragos hizo con los cascos de su caballo que con su
brazo. Hasta que acabó con todos, dejando sólo a los paganos.
Enterado
del desastre, el zar reunió un ejército más numeroso todavía y lo envió para
apresar a los bogatires.
Iván-el-tonto
gritó:
-iFediunka!
Echa de aquí a esa gentuza.
Fiodor
Lízhnikov montó en su caballo y acabó con todos, dejando sólo a los paganos.
¿Qué
podía hacer el zar después de que los bogatires le habían matado a tanta gente?
Se quedó pensando y recordó que en su reino habitaba un recio bogatir llamado
Dobrinia. Le envió un mensaje pidiéndole que viniera a vencer a los tres
bogatires. Dobrinia se presentó y el zar salió a recibirle al balcón del tercer
piso. Dobrinia llegó hasta el balcón sin echar pie a tierra y se encontró a la
misma altura que el zar. ¡Así era él! Saludó, estuvieron hablando y luego
partió hacia los prados reales.
Ilyá
Múromets y Fiodor Lízhnikov vieron venir a Dobrinia, se asustaron, montaron en
sus caballos y se largaron de allí.
Pero a
Iván no le dio tiempo. Mientras atrapó a su jamelgo, Dobrinia estaba ya encima
de él, riéndose de que aquel hombre tan pequeñajo, tan enclenque, se llamara
bogatir. Había agachado la cabeza hasta la altura de Iván para verle mejor y lo
miraba asombrado.
Ni corto
ni perezoso, Iván enarboló su sablecillo y le cortó la cabeza.
El zar
que lo vio, se llevó un susto tremendo.
-¡Ay!
-exclamó. El bogatír ha matado a Dobrinia. ¡Menudo apuro! ¡Que vaya alguien
corriendo a invitar a los bogatires a palacio!
¡Había
que ver la comitiva que se organizó para ir a buscar a Iván! Las carrozas
mejores, los personajes de más campanillas... Le invitaron a montar en una
carroza y le condujeron ante el zar.
El zar le
agasajó muy bien y le dio a su hija por esposa. Se casaron y allí están todavía
gozando de la vida.
Yo estuve
allí también, bebí hidromiel. Me corrió por el bigote, pero no me entró en el
gañote. Me dieron un gorro de colores y la emprendieron conmigo a empellones.
Cuando me iba a marchar, me dieron un kaftán. Un paro gritó al volar: «¡Un
kaftán color añil!» Yo entendí: «Deja el kaftán ahíl». Me lo quité y lo dejé.
Esto no
es el cuento, sino sólo el comienzo. Por si lo quieres saber, el cuento vendrá
después.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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