En cierto
país vivía un mercader que tenía un hijo llamado Iván. Después de aprender a
leer y escribir, Iván se colocó en casa de un hombre rico. Trabajó para él tres
años, cobró todo el dinero que le correspondía por ese tiempo y emprendió el
regreso a su casa.
Iba por
el camino cuando se cruzó con un mendigo cojo y ciego que andaba renqueando
pidiendo limosna por el amor de Dios. El hijo del mercader le dio al mendigo
todo lo que había ganado y llegó a su casa con las manos vacías. Por si fuera
poco, tuvo la desgracia de que falleciera su padre. Hubo de ocuparse de los
funerales, pagar las deudas...
Salió por
fin adelante con todos aquellos quehaceres y se puso a comerciar. En esto se
enteró de que dos tíos suyos estaban cargando de mercaderías unos barcos y
pensaban hacerse a la mar.
-¿Y si
fuera yo también? -pensó. Quizá quieran llevarme mis tíos con ellos.
Así fue a
pedírselo. Ellos parecieron aceptar:
-Bueno,
pues ven mañana -dijeron.
Pero al
día siguiente izaron velas y partieron ellos solos, sin su sobrino.
Iván se
quedó muy triste. Entonces le dijo su madre:
-No te
aflijas, hijo mío. Ve al mercado y búscate un dependiente, pero que no sea
joven. Los hombres de edad tienen experiencia y se orientan mejor en todo.
Cuando tengas apalabrado al dependiente, prepara un barco y haceos juntos a la
mar. Dios es misericordioso.
Iván
corrió al mercado siguiendo el consejo de su madre y por el camino se encontró
con un viejecillo de cabellos grises.
-¿Dónde
vas tan corriendo, buen mozo? -preguntó el viejo.
-Voy al
mercado, abuelo, porque necesito un dependiente.
-Yo puedo
servirte.
-¿Y
cuánto quieres cobrar?
-La mitad
de las ganancias.
El hijo
del mercader aceptó y tomó al viejecillo de dependiente.
Prepararon
un barco, lo cargaron de mercaderías y zarparon. Como tenían viento favorable y
el barco era veloz, arribaron a cierto país extranjero al mismo tiempo que
entraban en la bahía los barcos de los tíos de Iván.
En aquel
país había muerto la hija del zar y desde que su cuerpo fue conducido a la
iglesia tenían que mandarle a una persona cada noche para que la devorase. De
esta manera había perecido ya mucha gente.
-Si esto
continúa -pensó el zar-, acabará desapareciendo mi reino entero.
Y
entonces se le ocurrió no enviar a sus súbditos, sino a los forasteros que
caían por allí. Todo mercader que llegaba al muelle debía pasarse una noche en
la iglesia y sólo después, si quedaba con vida, podía dedicarse a comprar, a
vender, y volver a su tierra.
Conque
los mercaderes recién llegados empezaron a hacer cábalas, nada más pisar el
muelle, sobre cuál de ellos debía ir primero a la iglesia. Echaron a suertes y
les correspondió ir la primera noche al mayor de los tíos, la segunda al menor
y la tercera a Iván, el hijo del mercader. Los tíos, muertos de miedo, le
pidieron al sobrino:
-Iván,
muchacho: vela tú por nosotros en la iglesia y te daremos lo que pidas, sin
regatear.
-Esperad
que se lo pregunte a mi dependiente. Fue a ver al viejecillo y le dijo:
-Mis tíos
se empeñan en que vele yo en la iglesia en su lugar. ¿Qué me aconsejas tú?
-Pienso
que puedes hacerlo. Pero, a cambio, ellos deberán darte tres barcos cada uno.
Iván, el
hijo del mercader, transmitió estas palabras a sus tíos, y ellos aceptaron.
-De
acuerdo, Iván. Seis barcos serán tuyos.
Por la
noche, el viejo agarró a Iván de la mano, le condujo a la iglesia y,
colocándole cerca del féretro, trazó un círculo a su alrededor.
-Estate
aquí quieto, sin traspasar la raya, recita salmos y no temas nada.
El
viejecillo se marchó. Iván, el hijo del mercader, se quedó solo en la iglesia.
Abrió un libro y se puso a recitar salmos.
Nada más
sonar las campanadas de la medianoche, se levantó la tapa del féretro y salió
de él la zarevna. Fue derecha hacia Iván.
-¡Te voy
a devorar! -gritó, y se abalanzó, vociferando, ladrando y maullando, pero sin
trasponer la raya trazada por el viejo.
Iván
siguió con los salmos, sin mirarla siquiera, hasta que los gallos cantaron de
pronto y la zarevna volvió a meterse en su Iván vela a una zarevna ataúd, con
tanta precipitación, que el vuelo de su vestido quedó asomando por debajo de la
tapa.
A la
mañana siguiente, el zar envió a sus servidores a la iglesia.
-Id a
recoger los huesos de ese muchacho -les ordenó.
Los
servidores abrieron la puerta, miraron dentro de la iglesia y vieron al hijo
del mercader vivo, recitando salmos junto al ataúd.
Lo mismo
ocurrió a la noche siguiente. Pero, a la tercera, el viejo condujo a Iván de la
mano hasta la iglesia y le advirtió:
-Esta
vez, en cuanto den las doce de la noche, sube corriendo al coro. Allí verás una
gran imagen del apóstol San Pedro. Colócate detrás y no temas nada.
El hijo
del mercader volvió a sus salmos y estuvo recitando hasta que, justo a medianoche,
empezó a levantarse la tapa del ataúd. Iván subió corriendo al coro y se colocó
detrás de la imagen del apóstol San Pedro.
La zarevna
se lanzó tras él, subió también al coro; pero, aunque estuvo buscándole por
todos los rincones, no pudo dar con él. Por fin se aproximó a la imagen,
contempló la faz del santo apóstol y se puso a temblar. De pronto partió del
icono una voz que decía:
-iVade retro!
El
espíritu malo abandonó en el mismo instante el cuerpo de la zarevna, que cayó
de rodillas delante de la imagen, anegada en llanto.
Iván, el
hijo del mercader, salió entonces de su escondite y se hincó a su lado,
santiguándose y prosternándose.
Cuando
los servidores del zar acudieron a la iglesia por la mañana, se encontraron a
Iván, el hijo del mercader, y a la zarevna de rodillas y rezándole a Dios.
Corrieron a informar al zar, que, lleno de alegría, acudió en persona a la
iglesia. Se llevó a la zarevna a palacio y le dijo al hijo del mercader:
-Ya que
has salvado a mi hija y al reino entero, cásate con ella y te daré como dote
seis barcos cargados de valiosas mercaderías.
La
ceremonia se celebró al día siguiente, y todo el mundo festejó en el banquete
de bodas: los boyardos, los mercaderes, los simples campesinos...
Una
semana después, Iván dispuso el regreso a su país. Se despidió del zar y, en
compañía de su joven esposa, subió a un barco y ordenó hacerse a la mar. Su
barco navegaba a toda vela, Iván vela a una zarevna seguido por doce barcos
más: los seis que le regaló el zar y los seis que les ganó a sus tíos.
Habían
hecho la mitad de la travesía cuando el viejo le preguntó a Iván, el hijo del
mercader:
-¿Cuándo
vamos a repartir las ganancias?
-Ahora
mismo, si quieres. Elige los seis barcos que más te gusten.
-Pero
esto no es todo. También hay que repartir a la zarevna.
-¿Qué
dices, abuelo? ¿Cómo vamos a repartirla?
-Muy
sencillo. Yo la partiré en dos: una mitad para ti y otra para mí.
-¡Hombre,
por Dios! De esa manera, no será para ninguno. Mejor será que lo echemos a
suertes.
-No
quiero -contestó el viejo. ¿No dijimos que las ganancias a medias? Pues así ha
de ser.
Agarró el
sable y partió a la zarevna en dos pedazos, de los que empezaron a salir
alimañas y serpientes. El viejo mató a todas las alimañas y las serpientes,
juntó los dos trozos, los salpicó una vez con agua bendita, y el cuerpo volvió
a unirse; lo salpicó otra vez y la zarevna resucitó, más bella aún que antes.
Entonces
le dijo el viejo a Iván, el hijo del mercader:
-Quédate
tú con la zarevna y con los doce barcos, que yo no necesito nada. Vive como un
justo, no agravies a nadie, haz limosnas a los pobres y rézale al apóstol San
Pedro.
Dichas
estas palabras, el viejo desapareció.
El hijo
del mercader volvió a su tierra y vivió largos años feliz, en compañía de su zarevna,
sin agraviar a nadie y ayudando siempre a los pobres.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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