En la isla de Buyán, allá
en el océano, en medio del mar, había una isba
pequeña, muy destartalada, donde vivían un viejo y una vieja. Vivían muy
pobremente. El viejo fabricó una red para salir a pescar, y lo que pescaba era
su único sustento.
Un día lanzó la red, y al
tirar de ella le pareció más pesada que nunca. Cuando al fin la sacó con mucho
esfuerzo, vio que estaba vacía. Sólo había dentro un pececito, pero el pececito
no era como todos, sino de oro. Y le habló con palabra humana:
-No me saques del agua,
buen hombre. Deja que vuelva al mar azul. Puedo serte útil y haré que se
cumplan todos tus deseos.
Después de pensarlo un
rato, el viejo contestó:
-Nada tengo que pedirte.
Vuelve al mar, y que te vaya bien.
Soltó al pececito de oro, y
volvió a su casa.
-¿Has pescado mucho? -le
preguntó la mujer.
-¡Qué va! Sólo un pececito
de oro, y lo he echado otra vez al mar. Me suplicó: «Déjame volver al mar azul.
Puedo serte útil, y haré que se cumplan todos tus deseos. » Me dio pena de él,
y lo solté sin pedirle nada de rescate.
-¡Demonio de viejo! Para
una vez que se te viene la fortuna a las manos, no has sido capaz de sacar
provecho.
La vieja estaba furiosa y
se pasaba el día entero despotricando contra el viejo, sin dejarle en paz.
-Por lo menos, podías
haberle pedido pan, cualquier día no tendremos ni un mal mendrugo que llevarnos
a la boca. ¿Qué vas a comer entonces?
El viejo no pudo aguantar
más y fue a pedirle pan al pececito de oro:
-¡Pececito, pececito!
-gritó cuando llegó junto al agua. Ponte mirando hacia mí y con la cola en el
mar.
El pececito llegó nadando.
-¿Qué deseas, viejo?
-Mi mujer no para de
regañar. Me ha mandado a pedirte pan.
-Vuelve a tu casa: tendréis
todo el pan que os haga falta.
Regresó el viejo, y le
preguntó a su mujer:
-¿Tenemos ahora pan?
-Sí que tenemos, y de
sobra. Pero mira qué desgracia: se ha partido la artesa y no tengo dónde lavar
la ropa. Anda y pídele una artesa nueva al pececito de oro.
Se encaminó el viejo al
mar.
-Pececito, pececito: ponte
mirando hacia mí y con la cola en el mar.
El pececito llegó nadando:
-¿Qué deseas, viejo?
-Mi mujer me manda a
pedirte una artesa nueva.
-Bueno, pues la tendréis.
Regresó el viejo a su casa,
pero antes de que traspusiera el umbral, ya estaba su mujer ordenándole:
-Ve y pídele al pececito de
oro que nos construya una isba nueva. En ésta no hay quien viva: puede
derrumbarse en cualquier momento.
Otra vez se dirigió al mar
el viejo:
-Pececito, pececito: ponte
mirando hacia mí y con la cola en el mar.
Llegó el pececito, mirando
hacia el viejo y con la cola en el mar, y le preguntó:
-¿Qué deseas, viejo?
-Haznos una isba nueva. Mi mujer no me deja vivir de
tanto refunfuñar. Dice que no quiere vivir en nuestra isba vieja porque se
puede venir abajo de un momento a otro.
-Bueno, no te apures. Ve a
tu casa, rézale a Dios y todo se arreglará.
Al volver, el viejo se
encontró con una isba nueva, de
troncos de roble y adornos tallados. Pero la mujer acudió a su encuentro más
enfadada y más furiosa que antes.
-¡Perro estúpido! Tú eres
incapaz de aprovechar la suerte. Le has pedido una isba al pececito, y con eso te parece que basta. ¡Pues no! Vuelve
donde el pececito de oro y dile que no quiero ser campesina, que quiero ser
gobernadora para que la gente me obedezca y me salude humildemente cuando se
cruce conmigo.
Fue el viejo hasta el mar,
y gritó:
-¡Pececito, pececito!
Pontee mirando hacia mí y con la cola en el mar.
Llegó el pececito, mirando
hacia el viejo y con la cola en el mar. -¿Qué deseas, viejo?
El viejo le contestó:
-Mi mujer no me deja
tranquilo. Está totalmente chiflada. Ahora no quiere ser campesina, sino que
quiere ser gobernadora.
-Bueno, no te apures.
Vuelve a tu casa, rézale a Dios y todo se arreglará.
Regresó el viejo, y en vez
de la isba encontró una casa de piedra de tres plantas, con criados por todas
partes, cocineros y pinches atareados... En cuanto a su mujer, no hacía más que
dar órdenes, vestida de brocado y sentada en un sillón muy alto. Se acercó a
ella y dijo:
-Hola, mujer.
-¡Habráse visto el palurdo!
¿Cómo se atreve a tratar con esa familiaridad a la gobernadora? ¡Eh, vosotros!
¡Que le lleven a la cuadra y le den de latigazos, para que aprenda!
Al instante acudieron unos
criados, agarraron al viejo por la nuca y lo llevaron a la cuadra, donde los
mozos le pegaron tanto que apenas si pudo ponerse en pie. La vieja le puso
luego de portero, ordenó que le dieran una escoba para barrer el patio y que
comiera y bebiera en la cocina. Era una vida dura para el viejo: se pasaba el
día entero barriendo y, en cuanto había un poco de basura en cualquier parte,
¡a la cuadra! «¡Qué bruja! -pensaba el viejo-. Se le ha venido la dicha a las
manos, y ella está siempre gruñendo como una cerda. Ni siquiera me considera ya
su marido.»
Fue pasando el tiempo, la
vieja se cansó de ser gobernadora, hizo venir al viejo y le ordenó:
-Ve donde el pececito de
oro, viejo del diablo, y dile que ya no quiero ser gobernadora, que quiero ser
zarina. Fue el viejo hasta el mar:
-¡Pececito, pececito! Ponte
mirando hacia mí y con la cola en el mar.
Llegó el pececito de oro:
-¿Qué deseas, viejo?
-Mi vieja está más chiflada
que antes: ya no quiere ser gobernadora. Quiere ser zarina.
-No te apures. Vuelve a
casa, rézale a Dios, y todo se arreglará.
Volvió el viejo, y en lugar
de la casa encontró un gran palacio techado de oro. Los centinelas hacían sus
rondas presentando armas. Detrás del palacio se extendía un gran jardín y,
justo delante, había una verde pradera donde estaban formadas las tropas.
Vestida de zarina, la vieja se asomó al balcón para pasar revista a las tropas
y verlas desfilar. Redoblaban los tambores, sonaba la música y los soldados
gritaban «¡hurra!».
De nuevo pasó el tiempo, se
cansó la vieja de ser zarina, y entonces ordenó que buscaran al viejo y le
hicieran comparecer ante su mirada serenísima. Se armó un gran revuelo: los
generales iban de aquí para allá, los boyardos corrían de un lado a otro
preguntán-dose quién sería ese viejo. Por fin le encontraron en el patio
trasero y le condujeron ante la zarina.
-¡Escucha, viejo del
demonio! -dijo la vieja-. Ve y dile al pececito de oro que no quiero ser
zarina, que quiero ser la soberana de los mares para que todas las aguas y
todos los peces me obedezcan.
El viejo quiso negarse;
pero, ¡quiá! Si no iba, le quitaban la cabeza. A contracorazón fue el viejo
hasta el mar y allí dijo:
-¡Pececito, pececito! Ponte
mirando hacia mí y con la cola en el mar.
El pececito de oro no
aparecía. El viejo le llamó otra vez, y tampoco apareció. Le llamó por tercera
vez, y de pronto el mar se puso a rugir y a encresparse. Tan claro y límpido
como estaba, se oscureció todo. El pececito se acercó a la orilla:
-¿Que deseas, viejo?
-Mi vieja está más chiflada
que nunca. Ya no quiere ser zarina. Quiere ser la soberana de los mares para
reinar sobre todas la aguas y mandar sobre todos los peces.
El pececito de oro no le
dijo nada al viejo. Dio media vuelta y descendió al fondo del mar.
El viejo también se marchó
y, de pronto, se quedó pasmado: no encontró ni restos del palacio, y en su
lugar había una isba pequeña, muy
destartalada, y en la isba una vieja
con un safarán[1]
todo deslucido.
Se pusieron a vivir como en
otros tiempos. El viejo se dedicó de nuevo a pescar. Sin embargo, por mucho que
lanzó sus redes al mar, nunca más logró capturar en ellas al pececito de oro.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
[1] Sarafán: Típica prenda
femenina rusa. Fruncida por delante y por detrás a la altura de las axilas,
lleva anchos tirantes y se usa sobre la blusa.
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