Un
soldado que había estado en tres guerras no tenía dónde caerse muerto cuando le
dieron la licencia absoluta.
Salió al
camino y anduvo hasta que, ya cansado, se sentó junto a un lago. «¿Adónde voy
yo ahora -cavilaba, y de qué voy a mantenerme? Si fuera posible, trabajaría
hasta para el demonio.»
No había
terminado de pensar aquello, y ya tenía delante a un diablillo.
-Buenos
días, soldado.
-¿Qué
quieres?
-Yo,
nada. ¿No has dicho tú que trabajarías para nosotros? Bueno, pues de acuerdo.
La paga será muy buena.
-¿Y el trabajo?
-¿Y el trabajo?
-Sencillísimo.
Basta con que te pases quince años sin afeitarte, sin cortarte el pelo, sin
sonarte los mocos, sin limpiarte la nariz ni cambiarte de ropa.
-De acuerdo
-dijo el soldado. Acepto el trabajo, pero a condición de que tenga todo lo que
se me antoje.
-Eso, por
sabido se calla... Puedes estar tranquilo, que por nosotros no quedará la cosa.
-Entonces,
trato hecho. Trasládame ahora mismo a una gran ciudad capital y proporcióname
una buena cantidad de dinero. Ya sabes que, de eso, un soldado tiene siempre
menos que nada.
El
diablillo se zambulló en el lago, sacó un montón de dinero y trasladó al
soldado a una gran ciudad. Le dejó allí y se esfumó.
«He dado
con un buen estúpido -murmuró el soldado. No he hecho nada todavía, ni el
menor trabajo, y ya tengo dinero...»
Alquiló
una casa y fue viviendo, cada día más rico, pero sin afeitarse ni cortarse el
pelo, sin limpiarse la nariz ni cambiarse de ropa. Ahora, eso sí: tanto dinero
llegó a juntar, que no sabía en qué emplearlo. En efecto, ¿qué hacer con tantas
monedas de plata y de oro? Hasta que se le ocurrió: «Voy a ayudar a los pobres.
Alguno rogará por mi alma.»
Empezó el
soldado a repartir dinero a los pobres -dando
aquí, dando allá; pero no por ello disminuía su riqueza, sino que aumentaba.
Su fama se extendió por todo el reino, llegó a toda la gente.
De este
modo vivió el soldado catorce años. Al siguiente, el último que debía pasar tan
zarrapastroso el soldado, el zar se encontró sin fondos en el Tesoro. Hizo
llamar al soldado. Este se presentó sin afeitar, sin lavar, sin peinar, con la
nariz sucia y la ropa hecha un desastre.
-¡Salud
os deseo, majestad!
-Escucha,
soldado. Me han dicho que ayudas a todo el mundo. Préstame a mí algún dinero.
No me alcanza para pagar a las tropas. Si me lo das, te hago ahora mismo
general.
-No,
majestad. Yo no deseo ser general. Pero, si de algún modo queréis
recompensarme, dadme a una de vuestras hijas por esposa, y entonces tendréis
todo el dinero que necesitéis.
El zar se
quedó cavilando. Le daba pena de sus hijas, pero no podía pasarse sin dinero.
-Está
bien -dijo por fin. Manda que te hagan un retrato y se lo enseñaré a mis hijas
para ver cuál de ellas te acepta.
El
soldado dio media vuelta, se mandó hacer un retrato tal y como estaba, y se lo
envió al zar.
Aquel zar
tenía tres hijas. Las llamó y enseñó el retrato del soldado a la mayor.
-¿Te
casarías con él? Me puede sacar de un gran apuro.
La
zarevna, que vio el horripilante retrato del soldado, con el pelo hecho una
maraña, las uñas largas y la nariz sucia, gritó:
-¡De
ninguna manera! Antes me caso con un demonio.
El
diablillo, que ya estaba allí con pluma y papel en cuanto le nombraron, la oyó
y apuntó su alma.
El padre preguntó
entonces a la hija mediana:
-¿Te
casarías con este soldado?
-¡En eso
estaba pensando yo! Antes me quedo para vestir imágenes o me lío con un
demonio.
El
diablillo también tomó nota del alma de la hermana mediana.
Por fin
preguntó el zar a la menor de sus hijas. Esta le contestó:
-Se
conoce que tal es mi destino. Me casaré con él, y Dios dirá.
Encantado,
el zar avisó al soldado de que se preparase para la boda y le envió doce carros
para que los llenase de oro.
El
soldado hizo comparecer al diablillo.
-Aquí
tienes doce carros. Quiero verlos ahora mismo llenos de oro.
El
diablillo corrió al lago, los demonios pusieron manos a la obra -unos cargando
con un saco, otros con dos- y en nada de tiempo llenaron los carros y se los
mandaron al zar a su palacio.
Terminaron
los apuros del zar, que desde entonces invitaba casi a diario al soldado para
que compartiera su mesa.
Mientras
se hacían los preparativos de la boda se cumplieron justamente los quince años
que marcaban el final del compromiso contraído por el soldado. Hizo comparecer
al diablillo y le dijo:
-Ha
terminado mi compromiso. Conque conviérteme ahora en un buen mozo.
El
diablillo lo despedazó en trozos muy pequeños, que puso a hervir en una
caldera. Luego los sacó, los volvió a unir con gran cuidado -los huesos con los
huesos, las articulaciones con las articulaciones, los tendones con los
tendones-, los salpicó con agua de la muerte y agua de la vida y el soldado se
incorporó, tan gallardo, que nadie podría contarlo ni describirlo.
Se casó
con la menor de las zarevnas y vivieron felices y en la opulencia. Yo estuve en
la boda también, bebí vino, bebí hidromiel y, como había otras muchas cosas de
beber, no paré hasta que vi el fondo del último tonel.
En esto
tuvo que acudir el diablillo al lago, porque su abuelo quería que le rindiese
cuentas.
-¿Qué tal
el soldado?
-Ha
cumplido su compromiso honradamente, al pie de la letra, sin afeitarse, sin
cortarse el pelo, sin limpiarse la nariz ni cambiarse de ropa una sola vez.
Furioso,
el abuelo le reprochó:
-¿No has
sido capaz de hacerle caer en tentación a lo largo de quince años? ¿Qué clase
de diablo eres tú si hemos gastado tanto dinero para nada?
Y mandó
que le arrojaran a una caldera de pez hirviendo.
-Un
momento, abuelo -pidió el diablillo: gracias al soldado tengo apuntadas dos
almas.
-¿Cómo ha
sido eso?
-El
soldado quiso casarse con una de las zarevnas, pero la mayor y la mediana
dijeron a su padre que antes se casarían con un demonio que con el soldado. De
manera que son nuestras.
El abuelo
dijo que soltaran al diablillo y le dio carta blanca porque sabía muy bien lo
que se traía entre manos.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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