Erase una vieja princesa que tenía
un hijo y una hija muy fuertes y muy hermosos. Pero no le gustaban a una bruja
malvada, que no hacía más que pensar en el modo de inducirlos a cometer alguna
falta. Por fin se le ocurrió una idea. Con muchos arrumacos, se presentó a la
madre y le dijo:
-Querida comadre, te traigo este
anillo para que se lo pongas a tu hijo. Así será rico e ingenioso, siempre que
no se lo quite y se case con la doncella a quien este mismo anillo le venga
bien al dedo.
La vieja princesa creyó sus
palabras, se alegró mucho y, al morir, le hizo prometer al hijo que se casaría
con la doncella a quien le viniera bien el anillo.
Pasó el tiempo, creció el hijo y comenzó
a buscar novia. Una le gustaba, otra le parecía bien; pero, en cuanto se
probaban el anillo, a ninguna le servía: o les estaba grande o les estaba
chico.
Después de mucho viajar por
ciudades y aldeas y buscar a todas las mozas casaderas sin encontrar ninguna
que pudiera ser su prometida, volvió a su casa muy meditabundo.
-¿Qué te ocurre, hermanito, que
tanto te preocupa? -le preguntó su hermana.
El le descubrió el secreto y le
contó sus penas.
-¿Pues qué anillo tan especial es
ése? -inquirió la hermana. Deja que me lo pruebe yo.
Se puso el anillo, que se ajustó a
su dedo, resplandeciendo, lo mismo que si lo hubieran hecho a su medida.
-Tú eres la que estaba predestinada
para mí. ¡Tú serás mi esposa!
-Pero, hermano mío, ¿te has
olvidado de Dios? Eso es un pecado. Nadie se casa con una hermana.
El hermano no le hacía caso y,
bailando de alegría, le ordenó que se preparara para desposarse. Ella se puso a
llorar amargamente, salió de su aposento y se sentó a la puerta hecha un mar
de lágrimas.
Acertaron a pasar por allí unas
viejecitas, y ella les ofreció comida si lo deseaban. Las viejas le
preguntaron a qué se debía su tristeza y su aflicción. Como no tenía por qué
ocultarlo, se lo refirió todo.
-Bueno, pues no llores ni te
aflijas, y sigue nuestro consejo. Haz cuatro muñecas y colócalas en los cuatro
rincones de tu cuarto. Cuando tu hermano te diga que vayas a la iglesia a
desposarte, obedécele; cuando te diga que vayas a su aposento, no te apresures.
Adiós, y confía en nuestro Señor.
Se marcharon las viejas, el hermano
se casó con la hermana y luego pasó a su aposento diciendo:
-Hermana Katerina, ven a compartir
mi lecho.
-Ahora mismo, hermanito -contestó
ella: estoy quitándome los pen-dientes.
En esto, desde los cuatro rincones
empezaron a cantar las muñecas:
¡Cucú, príncipe Danila!
¡Cucú, Danila-Govorila!
Cucú, que quiere a su hermana,
Cucú, para desposarla.
¡Cucú, ábrete tierra!
¡Cucú, trágate a la hermana!
La tierra empezó a abrirse y la
hermana a hundirse en ella. El hermano gritó:
-¡Hermana Katerina, ven a compartir
mi lecho!
-Ahora mismo, hermanito: estoy
desatándome el cinturón. Las muñecas siguieron cantando:
¡Cucú, príncipe Danila!
¡Cucú, Danila-Govorila!
Cucú, que quiere a su hermana,
Cucú, para desposarla.
¡Cucú, ábrete tierra!
¡Cucú, trágate a la hermana!
Sólo se veía ya la cabeza de la
hermana. El hermano volvió a llamar:
-Hermana Katerina, ven a compartir
mi lecho.
Las muñecas repitieron su canción,
y Katerina desapareció bajo tierra.
El hermano siguió llamándola, cada
vez más fuerte; pero ella no aparecía. Muy enfadado, corrió al otro aposento,
empujó la puerta, que voló echa pedazos, y miró por todas partes, pero no
había ni rastro de su hermana. Sólo en los cuatro rincones estaban las muñecas
repitiendo: «Abrete tierra, trágate a la hermana.» Agarró un hacha, les cortó
la cabeza a las muñecas y las echó al fuego.
Entre tanto, la hermana fue
caminando bajo tierra hasta que vio una casita que tenía patas de gallina y
giraba sobre sí misma.
-Colócate como estabas antes, casita:
de espaldas al bosque y de cara a mí.
La casa giró y la puerta se abrió.
Dentro de la casa se encontraba una doncella muy linda, bordando un lienzo en
plata y oro. Acogió a su visitante con mucho afecto, pero al poco rato suspiró
diciendo:
-Yo te recibo encantada, como a una
hermana querida, y te ofrezco mis cuidados y mi cariño mientras no esté mi
madre. Pero, cuando ella vuelva, tú y yo vamos a pasarlo mal porque es una
bruja.
A Katerina la asustaron aquellas
palabras; pero, como no tenía a dónde ir, se puso a ayudarla en su labor y,
mientras cosían, charlaban. Pasó algún tiempo, poco o mucho, y entonces la
muchacha, que sabía cuándo acos-tumbraba a regresar su madre, convirtió a
Katerina en una aguja y la escondió en una escoba que dejó en un rincón.
Acababa de hacerlo, cuando apareció la bruja en la puerta.
-Hija mía querida, hija mía linda:
aquí huele a huesos rusos:
-Señora mía mátushka: será de unos caminantes que entraron a beber un poco de
agua.
-¿Y por qué los dejaste marchar?
-Eran viejos, querida; demasiado
viejos para tus dientes.
-En adelante, invita a pasar a todo
el que aparezca por aquí, pero no dejes que se marche nadie. Y, ahora, me largo
otra vez en busca de alguna presa.
Cuando se marchó, las jóvenes
volvieron a su labor, charlando y riendo mientras cosían.
Volvió la bruja, husmeó por la casa
y dijo:
-Hija mía querida, hija mía linda:
aquí huele a huesos rusos.
-Es que acaban de estar aquí unos
viejecitos que entraron a calentarse un poco las manos. Los invité a quedarse,
pero ellos no quisieron.
La bruja, que tenía hambre, regañó
a su hija y salió otra vez volando. Katerina, que había pasado todo ese tiempo
oculta en la escoba, abandonó su escondrijo y las dos muchachas se pusieron a
terminar el bordado muy aprisa, planeando cómo podrían escapar y salvarse de la
malvada bruja. Apenas habían intercambiado unas miradas y unas palabras,
apareció precisamente la bruja en la puerta, pillándolas desprevenidas.
-Hija mía querida, hija mía linda:
aquí huele a huesos rusos.
-Es esta bella muchacha, que está
esperándote, mátushka.
La bella muchacha miró a la bruja y
se quedó sobrecogida: tenía delante a la bruja Yagá pata-de-hueso, con la
nariz que le llegaba al techo.
-Hija mía querida, hija mía linda:
enciende una buena lumbre en la estufa.
Trajeron leña, de roble y de arce,
y encendieron una lumbre tan fuerte que las llamas escapaban por la boca de la
estufa.
La bruja agarró una pala ancha de
hornear y le dijo a Katerina:
-Siéntate aquí, guapa.
La muchacha obedeció; pero, cuando
la bruja quiso deslizarla por la boca del horno, metió una pierna dentro y con
la otra hizo fuerza en la pared de la estufa.
-¿Es que no puedes estarte quieta,
muchacha? ¡Siéntate bien!
La muchacha se acomodó como le
mandaban; pero, en cuanto la bruja quiso deslizar la pala por la boca del
horno, volvió a hacer fuerza con una pierna en la pared de la estufa. Rabiosa,
la bruja retiró la pala.
-¡Déjate de tonterías, muchacha!
¡Estáte quieta de una vez! ¡Mírame a mí!
Se dejó caer ella sobre la pala,
estiró las piernas, y las muchachas aprovecharon el momento para meterla a
ella en el horno, cuya puerta cerraron bien cerrada, luego la apuntalaron con
unos troncos y taparon las rendijas con masilla y brea. En seguida escaparon a
la carrera, llevándose el lienzo bordado, un cepillo y un peine.
Llevaban mucho tiempo corriendo,
cuando, al mirar hacia atrás, vieron que la bruja había logrado escapar del
horno y, al descubrirlas, las llamaba ahora silbando:
-¡Eh, eh, eh!... Vosotras...
¿Qué podían hacer? Arrojaron el
cepillo y surgió un cañaveral tan tupido, que ni una culebra habría podido
deslizarse por él. La bruja sacó las uñas, arañó hasta abrirse paso, y otra vez
fue dándoles alcance... ¿Qué salvación tenían? Arrojaron el peine; surgió un
robledal tan oscuro y tan tupido, que ni una mosca habría podido pasar. La
bruja se afiló los dientes, puso manos a la obra, y árbol que tocaba, árbol
que arrancaba de raíz. Tirándolos así a un lado y otro se abrió camino... Ya
estaba a punto de alcanzarlas... ¡Ya estaba muy cerca! Ellas corrían y corrían,
hasta que ya no pudieron más: estaban agotadas. Arrojaron el lienzo bordado en
oro y surgió un mar llameante, ancho y profundo. La bruja se remontó mucho,
con la idea de cruzarlo volando, pero se cayó al fuego y se abrasó.
Se quedaron las dos muchachas como
palomas sin nido. Tenían que seguir andando; pero ¿hacia dónde? No lo sabían.
Se sentaron a descansar un poco. Al rato se les acercó un hombre que les
preguntó quiénes eran y luego fue a informar a su señor de que en sus tierras
había, no dos avecillas de paso, sino dos preciosas muchachas, idénticas de
cuerpo y altura, igualitas de cara y que una de ellas debía de ser precisamente
su hermana, aunque resultaba imposible decir cuál.
El señor fue a verlas y las invitó
a entrar en su casa. Se dio cuenta de que el criado no le había mentido y una
de ellas era su hermana, aunque no hubiera podido decir cuál. Y, como ella
estaba enfadada, no se delataría. ¿Qué hacer?
-Se me ha ocurrido una cosa, señor
-dijo el criado. Voy a llenar de sangre una vejiga de cordero, y usted se la
coloca debajo del brazo. Cuando esté hablando con las muchachas, yo me acercaré
y le clavaré un cuchillo en el costado. Al ver la sangre, su hermana se
delatará.
-Está bien.
Conque, dicho y hecho: el criado
fingió que le clavaba un cuchillo a su amo en el costado, brotó la sangre, el
hermano se desplomó y la hermana corrió a abrazarle llorando y gimiendo:
-¡Hermano! ¡Hermano mío querido!
El hermano se incorporó entonces,
sano y salvo, abrazó a la hermana y la casó con un hombre de bien. En cuanto a
él, tomó por esposa a la amiga de su hermana, a quien el anillo le vino justo
al dedo, y todos vivieron felices y contentos.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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