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domingo, 11 de agosto de 2013

El principe danila-govorila

Erase una vieja princesa que tenía un hijo y una hija muy fuer­tes y muy hermosos. Pero no le gustaban a una bruja malvada, que no hacía más que pensar en el modo de inducirlos a cometer alguna falta. Por fin se le ocurrió una idea. Con muchos arruma­cos, se presentó a la madre y le dijo:
-Querida comadre, te traigo este anillo para que se lo pongas a tu hijo. Así será rico e ingenioso, siempre que no se lo quite y se case con la doncella a quien este mismo anillo le venga bien al dedo.
La vieja princesa creyó sus palabras, se alegró mucho y, al mo­rir, le hizo prometer al hijo que se casaría con la doncella a quien le viniera bien el anillo.
Pasó el tiempo, creció el hijo y comenzó a buscar novia. Una le gustaba, otra le parecía bien; pero, en cuanto se probaban el ani­llo, a ninguna le servía: o les estaba grande o les estaba chico.
Después de mucho viajar por ciudades y aldeas y buscar a to­das las mozas casaderas sin encontrar ninguna que pudiera ser su prometida, volvió a su casa muy meditabundo.
-¿Qué te ocurre, hermanito, que tanto te preocupa? -le pre­guntó su hermana.
El le descubrió el secreto y le contó sus penas.
-¿Pues qué anillo tan especial es ése? -inquirió la hermana. Deja que me lo pruebe yo.
Se puso el anillo, que se ajustó a su dedo, resplandeciendo, lo mismo que si lo hubieran hecho a su medida.
-Tú eres la que estaba predestinada para mí. ¡Tú serás mi es­posa!
-Pero, hermano mío, ¿te has olvidado de Dios? Eso es un pe­cado. Nadie se casa con una hermana.
El hermano no le hacía caso y, bailando de alegría, le ordenó que se preparara para desposarse. Ella se puso a llorar amarga­mente, salió de su aposento y se sentó a la puerta hecha un mar de lágrimas.
Acertaron a pasar por allí unas viejecitas, y ella les ofreció co­mida si lo deseaban. Las viejas le preguntaron a qué se debía su tristeza y su aflicción. Como no tenía por qué ocultarlo, se lo refirió todo.
-Bueno, pues no llores ni te aflijas, y sigue nuestro consejo. Haz cuatro muñecas y colócalas en los cuatro rincones de tu cuar­to. Cuando tu hermano te diga que vayas a la iglesia a desposarte, obedécele; cuando te diga que vayas a su aposento, no te apresu­res. Adiós, y confía en nuestro Señor.
Se marcharon las viejas, el hermano se casó con la hermana y luego pasó a su aposento diciendo:
-Hermana Katerina, ven a compartir mi lecho.
-Ahora mismo, hermanito -contestó ella: estoy quitándo­me los pen-dientes.
En esto, desde los cuatro rincones empezaron a cantar las mu­ñecas:

¡Cucú, príncipe Danila!
¡Cucú, Danila-Govorila!
Cucú, que quiere a su hermana,
Cucú, para desposarla.
¡Cucú, ábrete tierra!
¡Cucú, trágate a la hermana!

La tierra empezó a abrirse y la hermana a hundirse en ella. El hermano gritó:
-¡Hermana Katerina, ven a compartir mi lecho!
-Ahora mismo, hermanito: estoy desatándome el cinturón. Las muñecas siguieron cantando:

¡Cucú, príncipe Danila!
¡Cucú, Danila-Govorila!
Cucú, que quiere a su hermana,
Cucú, para desposarla.
¡Cucú, ábrete tierra!
¡Cucú, trágate a la hermana!

Sólo se veía ya la cabeza de la hermana. El hermano volvió a llamar:
-Hermana Katerina, ven a compartir mi lecho.
Las muñecas repitieron su canción, y Katerina desapareció ba­jo tierra.
El hermano siguió llamándola, cada vez más fuerte; pero ella no aparecía. Muy enfadado, corrió al otro aposento, empujó la puer­ta, que voló echa pedazos, y miró por todas partes, pero no había ni rastro de su hermana. Sólo en los cuatro rincones estaban las muñecas repitiendo: «Abrete tierra, trágate a la hermana.» Agarró un hacha, les cortó la cabeza a las muñecas y las echó al fuego.
Entre tanto, la hermana fue caminando bajo tierra hasta que vio una casita que tenía patas de gallina y giraba sobre sí misma.
-Colócate como estabas antes, casita: de espaldas al bosque y de cara a mí.
La casa giró y la puerta se abrió. Dentro de la casa se encontra­ba una doncella muy linda, bordando un lienzo en plata y oro. Aco­gió a su visitante con mucho afecto, pero al poco rato suspiró diciendo:
-Yo te recibo encantada, como a una hermana querida, y te ofrezco mis cuidados y mi cariño mientras no esté mi madre. Pero, cuando ella vuelva, tú y yo vamos a pasarlo mal porque es una bruja.
A Katerina la asustaron aquellas palabras; pero, como no tenía a dónde ir, se puso a ayudarla en su labor y, mientras cosían, char­laban. Pasó algún tiempo, poco o mucho, y entonces la mucha­cha, que sabía cuándo acos-tumbraba a regresar su madre, convir­tió a Katerina en una aguja y la escondió en una escoba que dejó en un rincón. Acababa de hacerlo, cuando apareció la bruja en la puerta.
-Hija mía querida, hija mía linda: aquí huele a huesos rusos:
-Señora mía mátushka: será de unos caminantes que entra­ron a beber un poco de agua.
-¿Y por qué los dejaste marchar?
-Eran viejos, querida; demasiado viejos para tus dientes.
-En adelante, invita a pasar a todo el que aparezca por aquí, pero no dejes que se marche nadie. Y, ahora, me largo otra vez en busca de alguna presa.
Cuando se marchó, las jóvenes volvieron a su labor, charlan­do y riendo mientras cosían.
Volvió la bruja, husmeó por la casa y dijo:
-Hija mía querida, hija mía linda: aquí huele a huesos rusos.
-Es que acaban de estar aquí unos viejecitos que entraron a calentarse un poco las manos. Los invité a quedarse, pero ellos no quisieron.
La bruja, que tenía hambre, regañó a su hija y salió otra vez volando. Katerina, que había pasado todo ese tiempo oculta en la escoba, abandonó su escondrijo y las dos muchachas se pusie­ron a terminar el bordado muy aprisa, planeando cómo podrían escapar y salvarse de la malvada bruja. Apenas habían intercam­biado unas miradas y unas palabras, apareció precisamente la bru­ja en la puerta, pillándolas desprevenidas.
-Hija mía querida, hija mía linda: aquí huele a huesos rusos.
-Es esta bella muchacha, que está esperándote, mátushka.
La bella muchacha miró a la bruja y se quedó sobrecogida: te­nía delante a la bruja Yagá pata-de-hueso, con la nariz que le lle­gaba al techo.
-Hija mía querida, hija mía linda: enciende una buena lum­bre en la estufa.
Trajeron leña, de roble y de arce, y encendieron una lumbre tan fuerte que las llamas escapaban por la boca de la estufa.
La bruja agarró una pala ancha de hornear y le dijo a Katerina:
-Siéntate aquí, guapa.
La muchacha obedeció; pero, cuando la bruja quiso deslizarla por la boca del horno, metió una pierna dentro y con la otra hizo fuerza en la pared de la estufa.
-¿Es que no puedes estarte quieta, muchacha? ¡Siéntate bien!
La muchacha se acomodó como le mandaban; pero, en cuan­to la bruja quiso deslizar la pala por la boca del horno, volvió a ha­cer fuerza con una pierna en la pared de la estufa. Rabiosa, la bru­ja retiró la pala.
-¡Déjate de tonterías, muchacha! ¡Estáte quieta de una vez! ¡Mí­rame a mí!
Se dejó caer ella sobre la pala, estiró las piernas, y las mucha­chas aprovecharon el momento para meterla a ella en el horno, cuya puerta cerraron bien cerrada, luego la apuntalaron con unos troncos y taparon las rendijas con masilla y brea. En seguida esca­paron a la carrera, llevándose el lienzo bordado, un cepillo y un peine.
Llevaban mucho tiempo corriendo, cuando, al mirar hacia atrás, vieron que la bruja había logrado escapar del horno y, al descu­brirlas, las llamaba ahora silbando:
-¡Eh, eh, eh!... Vosotras...
¿Qué podían hacer? Arrojaron el cepillo y surgió un cañaveral tan tupido, que ni una culebra habría podido deslizarse por él. La bruja sacó las uñas, arañó hasta abrirse paso, y otra vez fue dán­doles alcance... ¿Qué salvación tenían? Arrojaron el peine; surgió un robledal tan oscuro y tan tupido, que ni una mosca habría podi­do pasar. La bruja se afiló los dientes, puso manos a la obra, y ár­bol que tocaba, árbol que arrancaba de raíz. Tirándolos así a un lado y otro se abrió camino... Ya estaba a punto de alcanzarlas... ¡Ya estaba muy cerca! Ellas corrían y corrían, hasta que ya no pu­dieron más: estaban agotadas. Arrojaron el lienzo bordado en oro y surgió un mar llameante, ancho y profundo. La bruja se remon­tó mucho, con la idea de cruzarlo volando, pero se cayó al fuego y se abrasó.
Se quedaron las dos muchachas como palomas sin nido. Te­nían que seguir andando; pero ¿hacia dónde? No lo sabían. Se sen­taron a descansar un poco. Al rato se les acercó un hombre que les preguntó quiénes eran y luego fue a informar a su señor de que en sus tierras había, no dos avecillas de paso, sino dos precio­sas muchachas, idénticas de cuerpo y altura, igualitas de cara y que una de ellas debía de ser precisamente su hermana, aunque resul­taba imposible decir cuál.
El señor fue a verlas y las invitó a entrar en su casa. Se dio cuenta de que el criado no le había mentido y una de ellas era su herma­na, aunque no hubiera podido decir cuál. Y, como ella estaba en­fadada, no se delataría. ¿Qué hacer?
-Se me ha ocurrido una cosa, señor -dijo el criado. Voy a llenar de sangre una vejiga de cordero, y usted se la coloca deba­jo del brazo. Cuando esté hablando con las muchachas, yo me acer­caré y le clavaré un cuchillo en el costado. Al ver la sangre, su her­mana se delatará.
-Está bien.
Conque, dicho y hecho: el criado fingió que le clavaba un cu­chillo a su amo en el costado, brotó la sangre, el hermano se des­plomó y la hermana corrió a abrazarle llorando y gimiendo:
-¡Hermano! ¡Hermano mío querido!
El hermano se incorporó entonces, sano y salvo, abrazó a la hermana y la casó con un hombre de bien. En cuanto a él, tomó por esposa a la amiga de su hermana, a quien el anillo le vino justo al dedo, y todos vivieron felices y contentos.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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