En cierto
reino vivía un viejo matrimonio muy pobre. Llegada su hora, falleció la mujer.
Hacía un invierno muy frío, con grandes heladas. El viejo fue a casa de los
vecinos y los conocidos a pedirles que le ayudaran a cavar una fosa para la
vieja. Pero, conociendo su gran pobreza, los vecinos y los conocidos se negaron
todos. Acudió el viejo al pope, pero el pope que tenían en aquella aldea era de
lo más avaricioso y de lo más desaprensivo que se puede imaginar.
-Quisiera
encargar el funeral de mi vieja, bátiushka -dijo.
-¿Y
tienes dinero para pagarlo? Debe ser por adelantado.
-A decir
verdad, porque a ti no voy a engañarte, no tengo en casa ni un solo kópek.
Espera un poco, y en cuanto gane algo te lo pagaré con creces. ¡Palabra que te
lo pagaré! El pope no quiso ni oír al viejo.
-Pues si
no tienes dinero, aquí estás de más.
«¿Qué
hacer -pensó el viejo. Iré al cementerio, abriré una sepultura y la enterraré
yo solo.»
Conque,
provisto de hacha y pala, fue al cementerio y se dispuso a cavar la sepultura.
Primero partió con el hacha la capa superior de tierra helada, luego empuñó la
pala y, cava que te cava, desenterró un puchero. Miró dentro: estaba lleno de
monedas de oro que relucían como ascuas. El viejo se llevó una gran alegría.
-¡Alabado
sea Dios! Ahora tengo para el entierro y para la comida de recordatorio.
Dejó de
cavar la sepultura, agarró el puchero y lo llevó ,a su casa.
Teniendo
dinero, pronto se arreglan las cosas. En seguida apareció gente dispuesta a
cavar la sepultura, a fabricar el ataúd... El viejo envió a una cuñada a
comprar bebida, aperitivos... Todo lo necesario para una comida de
recordatorio. Por su parte, tomó una moneda de oro y volvió a casa del pope.
Nada más verle, el pope arremetió contra él.
-Ya te he
dicho, viejo estúpido, que no vinieras sin dinero. ¿Qué haces otra vez aquí?
-No te
enfades, bátiushka -rogó el viejo. Aquí tienes una moneda de oro para los
funerales de mi vieja. Hazlo, y te lo agradeceré toda la vida.
Con la
moneda en la mano, el pope se volvió todo mieles. Le hizo pasar, le ofreció
asiento, le habló con gran afabilidad...
-Puedes
estar seguro de que todo se hará del mejor modo.
El viejo
se despidió con un profundo saludo y volvió a su casa mientras el pope le
comentaba a su mujer:
-¿Has
visto el viejo del demonio? Tanto hablar de su pobreza, y luego trae una moneda
de oro. Muchos difuntos de campanillas he enterrado yo en mi vida, pero por
ningún oficio me pagaron tanto...
El pope,
con todo el capítulo, ofició un gran funeral para la vieja. Después del
entierro, el viejo le rogó que los acompañara en la comida de recordatorio. En
la isba, la mesa se venía abajo de tantos manjares y bebidas como había. El
pope engullía por tres, mirando todo aquello con envidia.
Cuando
los asistentes empezaron a despedirse, también se levantó el pope. El viejo
salió a acompañarle. En cuanto el pope se vio a solas con él, empezó a
preguntarle:
-Escucha:
tienes que confesarme la verdad, sin ocultar ningún pecado, lo mismo que si
estuvieras ante Dios nuestro Señor. ¿Cómo te has enriquecido tan de repente?
Eras un pobretón y, de pronto, resulta que tienes de todo. Confiesa: ¿a quién
has matado, a quién has robado?
-¿Qué
dices, bátiushka? Te aseguro, y es la pura verdad, que no he robado ni he
matado a nadie. Es que se me ha venido un tesoro a las manos...
Y refirió
todo lo sucedido.
Conforme
le escuchaba, el pope se estremecía de codicia. Ya en su casa, no hacía más que
pensar día y noche: «¡Que haya encontrado esa cantidad de dinero un estúpido
palurdo!... Alguna manera tiene que haber de quitarle el puchero de las monedas
de oro.» Finalmente se lo contó todo a su mujer, y juntos se pusieron a
cavilar.
-Escucha
-exclamó de pronto el pope: nosotros tenemos un macho cabrío, ¿verdad?
-Sí.
-Bueno.
Entonces vamos a esperar a que se haga de noche, y verás cómo lo arreglamos
todo.
Llegada
la noche, el pope metió al macho cabrío en la isba, lo degolló, le quitó la
piel entera, con los cuernos y la barba, se la puso él encima y le dijo a su
mujer:
-Agarra
hilo y aguja y dale unas puntadas todo alrededor a la piel para que no se
caiga.
La popesa
enhebró una aguja gruesa con hilo fuerte y recosió la piel del macho cabrío.
Al filo
de la medianoche, cuando mayor era la oscuridad, el pope se fue derecho a la
isba del viejo y se puso a hacer ruido y arañar la pared al pie de la ventana.
El viejo, que lo oyó, se incorporó preguntando:
-¿Quién
anda ahí?
-El
demonio.
-¡Vade retro! -clamó
el viejo, y empezó a santiguarse y a rezar.
-Escucha,
viejo -dijo el pope: de mí no te vas a librar por mucho que reces y te
santigües. Devuélveme el puchero del dinero o acabaré contigo. ¡Habráse
visto!... Te dejé descubrir el tesoro, compadecido de ti, pensando que sólo te
llevarías un poco para el funeral, y tú has arramblado con todo...
El viejo
se asomó a la ventana, vio los cuernos y la barba del macho cabrío, y se quedó
convencido de que era el demonio.
«¡Anda y
que se lo lleve! -pensó el viejo-. Si antes he vivido sin dinero, lo mismo
viviré en adelante.» Agarró el puchero de las monedas de oro, lo sacó a la
calle y, arrojándolo al suelo, se metió dentro a toda prisa. El pope le echó
mano, emprendió la carrera y volvió a su casa.
-¡Ya
tenemos el dinero! -exclamó. Ahora escóndelo bien, coge un cuchillo afilado,
corta los hilos y quítame la piel de macho cabrío antes de que nadie me vea.
La popesa
tomó un cuchillo, pero en cuanto quiso cortar el hilo de las puntadas, brotó
sangre y el pope gritó:
-¡Eh,
cuidado, que me cortas a mí!
La mujer
probó en otro sitio, pero ocurrió igual. La piel del macho cabrío había
prendido en el cuerpo del pope. Por muchas cosas que intentaron, por muchas
vueltas que le dieron -incluso le devolvieron el dinero al viejo-, nada les dio
resultado y el pope se quedó con la piel del macho cabrío pegada a la suya.
Seguro
que le castigó Dios por su codicia.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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