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domingo, 11 de agosto de 2013

Elena la sabia

El hecho sucedió allá en tiempos muy remotos, en cierto reino que no era nuestro país.
Una noche estaba un soldado de centinela al pie de una torre cerrada con candado y sellada con un marchamo. A las doce en punto oyó que alguien le gritaba desde la torre:
-¡Eh, soldado!
-¿Quién me llama? -contestó.
-Soy yo, el espíritu maligno -respondió una voz desde detrás de la reja-. Llevo treinta años aquí encerrado, sin comer ni beber.
-¿Y qué quieres?
-Que me dejes en libertad. A cambio, te serviré cuando te encuentres en algún apuro. Con sólo nombrarme me tendrás a tu lado para ayudarte.
El soldado arrancó en seguida el marchamo, hizo saltar el candado y abrió la puerta. El espíritu maligno salió volando de la torre, se remontó muy alto y desapareció a la velocidad del rayo.
-¡Buena la he hecho! -se dijo entonces el soldado. ¡Adiós todos mis méritos! Ahora me arrestarán, me pasarán a la corte marcial y quién sabe si no me matarán a baquetazos... Mejor será que me escape mientras estoy a tiempo.
Conque arrojó el fusil y la mochila al suelo y se marchó a la buena de Dios.
Anduvo un día, luego otro y un tercero... Hambriento, sin tener nada que llevarse a la boca, se sentó al borde del camino llorando amargamente.
«¡Hace falta ser tonto! -pensaba. Después de pasarme diez años sirviendo al zar, siempre alimentado y satisfecho, con mis tres libras de pan diarias, de repente me escapo para morirme de hambre en cualquier rincón... Y toda la culpa la tienes tú, espíritu maligno.»
En el mismo momento se le apareció el espíritu maligno diciendo:
-¡Hola, soldado! ¿Qué pena es la tuya?
-¿Qué pena ha de ser? La de que llevo tres días muerto de hambre.
-No te apures, que eso tiene arreglo -replicó el maligno y, en nada de tiempo, izas, zas!, puso delante del soldado comida y bebidas de todas clases.
Cuando vio que el soldado se había saciado ya, le invitó a irse con él.
-En mi casa -le dijo- lo pasarás en grande. Podrás comer, beber y divertirte cuanto quieras, con la única obligación de cuidar de mis hijas.
El soldado aceptó. El maligno le agarró entonces por los brazos, se remontó con él por los aires y le condujo hasta los confines de la tierra, al más lejano de los países, a un palacio de mármol blanco.
El maligno tenía tres hijas, a cual más bella. Les ordenó que obedecieran a aquel soldado, que no le escatimaran la comida ni la bebida, y él se marchó por los aires a hacer de las suyas. Ya se sabe lo que es el espíritu maligno: no para de husmear por el mundo, tentando a la gente para que peque.
El soldado se quedó con las muchachas, viviendo como nunca lo hubiera soñado. Le preocupaba nada más que una cosa: las muchachas salían todas las noches de casa y él ignoraba adónde iban. Quiso enterarse, les hizo preguntas, pero ellas no se lo decían.
«Está bien -pensó el soldado-. Aunque me pase una noche entera vigilando, he de enterarme de adónde vais.» Conque se acostó y se fingió profundamente dormido, aunque estaba al acecho de lo que pudiera suceder.
Cuando pensó que había transcurrido bastante tiempo, llegó con mucho sigilo hasta la puerta del dormitorio de las muchachas y se puso a mirar por el ojo de la cerradura. Entonces vio que traían una alfombra mágica, la extendían en el suelo y, nada más pisarla, se convertían en palomas. Agitaron las alas y salieron volando por la ventana.
«¡Qué cosa tan extraña! -sorprendióse el soldado. ¿Y si probara yo también?»
Entró en el dormitorio, pisó la alfombra, quedando convertido en petirrojo, y salió volando por la ventana detrás de ellas.
Las palomas se posaron en un prado verde y el petirrojo en un grosellero, desde donde se puso a observar, oculto entre el follaje. En aquel lugar se habían juntado tantas palomas, que cubrían toda la pradera, en cuyo centro se alzaba un trono de oro. Al cabo de un rato iluminó el cielo y la tierra el resplandor de una carroza de oro que llegaba volando, tirada por seis culebrones de fuego. En la carroza iba la princesa Elena la Sabia, cuya belleza indescriptible nadie podría imaginar más que en un cuento de hadas.
Se apeó de la carroza, tomó asiento en el trono y fue llamando una por una a las palomas para enseñarles habilidades de toda clase. Terminada la lección, montó de nuevo en la carroza y desapareció.
Entonces se remontaron todas las palomas que había en la verde pradera y emprendieron el vuelo cada una hacia un lado. El petirrojo voló detrás de las tres hermanas y se encontró en la alcoba al mismo tiempo que ellas. Las palomas pisaron la alfombra y volvieron a ser unas lindas muchachas. El petirrojo hizo lo mismo, recobrando su forma de soldado.
-¿De dónde vienes? -le preguntaron las muchachas.
-He estado con vosotras en la verde pradera, he visto a la hermosa princesa en su trono de oro y he oído las argucias que os enseñaba.
-¡Ya puedes decir que has tenido suerte de salir con vida! Esa princesa es Elena la Sabia, nuestra poderosa soberana. Si hubiera tenido a mano su libro mágico, te habría reconocido y no hubieses escapado a una muerte terrible. ¡Andate con ojo, soldado! No vuelvas a la verde pradera ni mires a Elena la Sabia o te costará la cabeza.
Pero el soldado se quedó tan campante, sin hacer caso de aquellas palabras. Esperó a la otra noche, pisó la alfombra y se convirtió en petirrojo. Voló hasta la verde pradera y, oculto bajo el grosellero, contempló a Elena la Sabia, arrobado ante su incomparable belleza, mientras pensaba:
-Con una esposa como ella no habría nada más que desear en el mundo. Cuando se marche, volaré tras ella para enterarme de dónde vive.
Elena la Sabia abandonó su trono de oro, montó en la carroza y partió por los aires hacia su palacio maravilloso, seguida por el petirrojo. Llegó la princesa a su palacio y acudieron a recibirla ayas y nodrizas, que la condujeron del brazo a sus preciosos aposentos.
En cuanto al petirrojo, se quedó en el jardín, eligió un frondoso árbol que crecía justo frente a la ventana del dormitorio de la princesa y, posado en una rama, empezó a cantar con trinos tan dulces, que la princesa no pegó el ojo en toda la noche escuchándole. Pero, apenas asomó el sol, gritó Elena la Sabia:
-iA ver, mis ayas y mis nodrizas! Corred al jardín y traedme a ese petirrojo.
Ayas y nodrizas corrieron al jardín a darle caza al avecilla cantora. ¿Pero cómo iban a alcanzarla aquellas viejecitas? El petirrojo revoloteaba de un arbusto a otro y, sin alejarse, tampoco se dejaba capturar.
Hasta que la princesa no pudo aguantar más y salió ella misma al jardín para cazar al petirrojo. Se acercó al arbusto donde se había posado, y él siguió en su rama, con las alas caídas, como esperándola. Muy contenta, la princesa tomó al petirrojo en sus manos, lo llevó al palacio y lo metió en una jaula de oro que colgó en su dormitorio.
Transcurrió el día, se puso el sol, Elena la Sabia fue volando a la verde pradera, volvió, se despojó de sus galas y se acostó. Todo trémulo, el petirrojo contemplaba su cuerpo blanco y su incom-parable belleza.
La princesa se durmió y el petirrojo salió de su jaula convertido en mosca. Luego pegó contra el suelo y se transformó en apuesto mancebo. Se aproximó al lecho de la princesa y, después de contemplar largamente a la preciosa criatura, no pudo resistir la tentación de besar sus dulces labios. Viendo que la princesa iba a despertarse, volvió a convertirse en mosca y se metió en la jaula con su apariencia de petirrojo.
Elena la Sabia abrió los ojos, miró en torno y no vio a nadie.
-Habrá sido un sueño -se dijo.
Dio media vuelta y otra vez se quedó dormida. El soldado sentía una atracción irresistible. Probó otra vez, y una más... Pero la princesa tenía el sueño muy ligero y se despertaba después de cada beso. A la tercera vez abandonó el lecho y dijo:
-Aquí pasa algo. Consultaré mi libro mágico.
Nada más consultar su libro mágico supo que no era un petirrojo el que estaba en la jaula de oro, sino un joven soldado.
-iHabráse visto el patán! -gritó Elena la Sabia. Sal ahora mismo de la jaula. Y esta astucia vas a pagarla con tu vida.
El petirrojo no tuvo más remedio que salir de la jaula de oro. Pegó contra el suelo y se convirtió en apuesto mancebo. El soldado se hincó de rodillas a los pies de la princesa pidiendo piedad.
-Para ti no habrá piedad, miserable -contestó Elena la Sabia, y ordenó que se presentara el verdugo con su tajo para cortarle al soldado la cabeza.
Al instante apareció ante ella un gigante con el hacha y el tajo, arrojó al soldado al suelo, apretó su pobre cabeza contra el tajo y levantó el hacha. Sólo faltaba que la princesa agitara su pañuelo para que la cabeza rodara, desprendida del cuerpo.
-Por compasión, bella princesa -pidió el soldado llorando: deja que cante por última vez.
-Canta, pero date prisa.
El soldado entonó una canción tan triste y lastimera, que incluso a Elena la Sabia se le saltaron las lágrimas. Compadecida del apuesto mancebo, le dijo:
-Te doy diez horas de plazo. Si en ese tiempo logras esconderte tan bien que yo no te encuentre, me casaré contigo. Si no lo consigues, mandaré que te corten la cabeza.
El soldado abandonó el palacio, penetró en un bosque oscuro y se sentó muy triste debajo de un arbusto.
-Y todo esto es por culpa tuya, espíritu maligno -murmuró.
En el mismo instante se le apareció el maligno.
-¿Qué te hace falta, soldado?
-¿Qué puede hacerme falta ahora que se avecina mi muerte? ¿Cómo voy a esconderme yo para que no me encuentre Elena la Sabia?
El espíritu maligno pegó contra la tierra húmeda y se convirtió en águila de alas grises.
-Móntate encima de mí, soldado, y te subiré hasta el firmamento.
El soldado se montó sobre el águila y el águila subió hasta más arriba de los nubarrones. Habían transcurrido cinco horas cuando Elena la Sabia consultó su libro mágico y en seguida lo vio todo como en la palma de la mano.
-Oye, águila, deja de volar por allá arriba -gritó. Ya sabes que nada se me escapa.
Y el águila se posó en la tierra. Más compungido todavía, murmuró el soldado:
-¿Qué hago ahora? ¿Dónde me escondo?
-Espera, que yo te ayudaré -dijo el maligno.
Llegó hasta el soldado, le pegó en una mejilla y lo convirtió en alfiler. Luego se transformó él en ratón, agarró el alfiler entre los dientes, penetró en el palacio, buscó el libro mágico y clavó el alfiler en sus páginas.
Transcurrieron las últimas cinco horas. Elena la Sabia abrió el libro mágico y se puso a hojearlo, pero el libro no le decía nada. Muy enfadada, la princesa lo arrojó al fuego. El alfiler se desprendió del libro, pegó contra el suelo y se convirtió en apuesto mancebo.
-Yo soy muy lista -dijo entonces Elena la Sabia tomándole de la mano; pero tú lo eres más.
Sin más dilaciones, se casaron y vivieron tan a gusto.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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