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domingo, 11 de agosto de 2013

Ivan-bovino

En cierto reino, en cierto estado, vivían un zar y una zarina que no tenían hijos. Rogaron a Dios que les concediera uno para delei­te en la juventud y para ayuda en la vejez. Terminadas sus oracio­nes, se acostaron y quedaron profundamente dormidos.
Mientras dormían, soñaron que cerca del palacio había un es­tanque apacible donde vivía un acerino con púas de oro. Si la zari­na se lo comía, en seguida concebiría. En cuanto se despertaron hicieron venir a las ayas y las niñeras para contarles el sueño. Las ayas y las niñeras opinaron que lo soñado podía ocurrir en realidad.
El zar convocó a los pescadores y les ordenó que capturasen al acerino de las púas de oro. Los pescadores fueron al amanecer al estanque apacible, lanzaron las redes y, por fortuna, a la prime­ra capturaron al acerino de las púas de oro. Lo sacaron y lo lleva­ron al palacio. Nada más verlo, la zarina no pudo contenerse: co­rrió a los pescadores, les estrechó las manos, los recompensó con largueza... Luego hizo venir a su cocinera preferida para entregar­le ella misma el acerino de las púas de oro.
-Prepáralo paraa la comida -le dijo, y cuida de que nadie lo toque.
La cocinera limpió el acerino lo guisó y dejó en el patio el agua de lavarlo. Una vaca que andaba por el patio se bebió el agua. La zarina se comió el pescado, y la cocinera rebañó el plato. A ren­glón seguido quedaron preñadas la zarina, su cocinera preferida y la vaca, y las tres parieron por la misma época, cada una un hijo: la zarina le dio a luz a Iván-zarévich, la cocinera a Iván-cocina y la vaca a Iván-bovino.
Los tres chicos crecían a ojos vistas: igual que la masa sube con la levadura así se estiraban ellos. Los tres eran mozos apuestos y tan parecidos que no era posible distinguir cuál de ellos era el hijo del zar, de la cocinera o de la vaca. Sólo se diferenciaban en que, cuando volvían de pasear, Iván-zarévich pedía que le cambiaran la ropa, Iván-cocina buscaba la ocasión de comer algo e Iván-bovino se tumbaba en seguida a descansar.
Iban por los diez años, cuando se presentaron al zar y le dije­ron
-Querido bátiushka: haznos un bastón de hierro de cincuenta puds.
El zar ordenó a los herreros que fabricaran un bastón de hierro de cincuenta puds, ellos pusieron manos a la obra y en una sema­na lo forjaron. Nadie era capaz de levantarlo siquiera por un extremo, pero Iván-zarévich, Iván-cocina e Iván-bovino jugueteaban con él como si fuera una pluma de oca.
Salieron al espacioso patio del palacio.
-Vamos a probar nuestras fuerzas, hermanos -dijo Iván­-zarévich, para ver a cuál de nosotros debemos considerar el mayor.
-Está bien -aceptó Iván-bovino-. Agarra tú el bastón y pé­ganos en los hombros con él.
Iván-zarévich agarró el bastón de hierro, pegó con él a Iván-­cocina y a Iván-bovino en los hombros, y a los dos los hundió has­ta las rodillas en la tierra. Cuando Iván-cocina golpeó a Iván-zarévich y a Iván-bovino, los hundió en la tierra hasta el pecho. Pero, cuan­do le tocó golpear a Iván-bovino, hundió a sus hermanos hasta el cuello en la tierra.
-Hagamos otra prueba de fuerza -propuso Iván-zarévich: vamos a lanzar el bastón de hierro al aire. El que más alto lo lance, ése será considerado el mayor.
-Bueno, pues lánzalo tú.
Así lo hizo Iván-zarévich, y el bastón no cayó hasta un cuarto de hora después. Cuando lo lanzó Iván-cocina, tardó media hora en caer. Finalmente lo lanzó Iván-bovino, y no volvió hasta una hora después.
-Está bien, Iván-bovino: tú serás el hermano mayor.
Luego fueron a pasear por el jardín y encontraron una piedra enorme.
-¿Qué piedra tan grande! ¿Se podrá mover? -exclamó Iván­-zarévich, y quiso empujarla con las manos, pero no tuvo fuerzas suficientes por mucho que se afanó.
Probó Iván-cocina, y la piedra se movió un poco.
-¡Qué blandengues! -les dijo Iván-bovino. Dejadme que pruebe yo.
Se acercó y le pegó tal puntapié que la piedra retumbó y rodó hasta el otro extremo del jardín, rompiendo muchos árboles a su paso. En el sitio donde estuvo la piedra apareció un subterráneo, y en el subterráneo había tres caballos gigantescos y, colgados de las paredes, arneses de guerra... ¿Qué más podían desear unos jóvenes apuestos? Corrieron en seguida a ver al zar y le suplicaron:
-Soberano nuestro, bátiushka: danos tu bendición para mar­charnos a tierras extrañas a ver gente y a que nos vean a nosotros.
El zar les dio su bendición, así como dinero para el viaje. Ellos se des-pidieron, montaron en sus caballos gigantescos y empren­dieron la marcha.
Anduvieron por valles, por montañas y por prados verdes has­ta llegar a un bosque virgen donde había una casita con patas de gallina y cuernos de carnero que, cuando hacía falta, giraba sobre sí misma.
-Casa, casita -dijeron: vuélvete de cara a nosotros y de espaldas al bosque. Queremos entrar para comer algo.
La casita giró, los tres mozos entraron, y allí estaba la bruja Ya­gá, tendida en el rellano de la estufa, con la pata de hueso que iba desde una esquina a la otra y la nariz pegando en el techo.
-Fff, fff, fff... Nunca se había olido ni se había visto nada ru­so, y ahora vienen ellos a sentarse en la cuchara y a meterse en la boca.
-Oye, vieja, no gruñas. Baja de la estufa, siéntate en un ban­co, pregunta a dónde vamos, y yo te lo diré todo.
La bruja Yagá bajó de la estufa, llegó hasta Iván y le hizo un profundo saludo.
-Hola, bátiushka Iván-bovino. ¿A dónde vas? ¿Qué camino sigues?
-Pues vamos al río Grosella, abuela, al puente frambuesa, por­que nos han dicho que por allí hay bastantes monstruos.
-¡Muy bien, Iván! Harás una buena obra. Esos canallas han hecho prisioneros a todos, han arruinado a toda la gente, han aso­lado los reinos vecinos.
Los hermanos pasaron la noche en casa de la bruja Yagá. Por la mañana se levantaron muy temprano y se pusieron en camino. Llegaron al río Grosella. Las orillas estaban cubiertas de huesos hu­manos. Había tantos, que se hundían en ellos hasta las rodillas. Vieron una casita, entraron y, como la encontraron vacía y ya es­taba anocheciendo, decidieron quedarse allí.
-Hermanos -dijo Iván-bovino: nos hallamos en un país le­jano y extraño, conque debemos ser prudentes. Montaremos guar­dia por turno.
Echaron a suertes, y la primera noche le tocó hacer guardia a Iván-zarévich, la segunda a Iván-cocina y la tercera a Iván-bovino.
Iván-zarévich fue a hacer su guardia, se metió entre unos ma­torrales y se quedó profundamente dormido. Como Iván-bovino no se fiaba mucho de él, a medianoche se levantó, tomó su escu­do y su espada, salió y fue a meterse debajo del puente de fram­buesa. De pronto se agitaron las aguas del río, gritaron las águilas sobre los robles y apareció un monstruo de seis cabezas. El caballo que montaba tropezó, el cuervo negro que llevaba sobre el hom­
bro agitó las plumas, y al perro que le seguía se le erizó el pelo.
-¿Por qué tropiezas, carne de perro? ¿Por qué os agitáis, plu­mas de cuervo? ¿Por qué te erizas, pelo de can? ¿Os habéis creído que Iván-bovino está aquí? Ese valiente no ha nacido todavía. Y, si ha nacido, no sirve para pelear: yo lo cogeré con una mano, pe­garé con la otra encima y no quedará más que un charquito.
-¡No presumas, bicho inmundo! -gritó Iván-bovino saliendo de pronto. No se le arrancan las plumas al halcón antes de ca­zarle ni se desprecia a un valiente antes de probar su fuerza. Mejor será que midamos las nuestras, y el que venza podrá jactarse.
Se emplazaron, avanzaron, y la acometida fue tan fuerte que la tierra retumbó alrededor. El monstruo tuvo mala suerte porque Iván-bovino le cortó tres cabezas de un golpe.
-Espera, Iván-bovino: dame un poco de tregua.
-¿Tregua? ¡Pero si tú tienes tres cabezas, bicho inmundo, y yo solamente una! Haremos una tregua cuando a ti te quede tam­bién una sola.
De nuevo avanzaron, de nuevo se acometieron. Iván-bovino le cortó al monstruo las cabezas que le quedaban, agarró el cuer­po, lo hizo pedacitos y los arrojó al río. Las seis cabezas, las metió debajo del puente. Luego, volvió a la casita. Por la mañana llegó Iván-zarévich.
-¿Has visto algo?
-No, hermanos. Por delante de mí no ha pasado ni una mosca.
A la noche siguiente fue a montar su guardia Iván-cocina. Se metió entre unos matorrales y se quedó dormido. Iván-bovino tam­poco confiaba mucho en él. A medianoche se equipó, agarró el escudo y la espada, salió y se metió debajo del puente de fram­buesa. De pronto se agitaron las aguas del río, gritaron las águilas sobre los robles y apareció un monstruo de nueve cabezas. El ca­ballo que montaba tropezó, el cuervo negro que llevaba sobre el hombro agitó las plumas, y al perro que le seguía se le erizó el pe­lo. El monstruo atizó al caballo en los flancos, al cuervo en las plu­mas y al perro en las orejas.
-¿Por qué tropiezas, carne de perro? ¿Por qué os agitáis, plu­mas de cuervo? ¿Por qué te erizas, pelo de can? ¿Os habéis creído que Iván-bovino está aqui? Ese valiente no ha nacido todavía. Y, si ha nacido, no sirve para pelear: yo puedo aplastarle con un dedo.
-¡No presumas todavía! -gritó Iván-bovino saliendo de pronto. Ruega a Dios primero, lávate las manos antes de empe­zar, y ya veremos quién gana.
Iván-bovino empuñó luego su recia espada afilada y, ¡zas, zas!, de un mandoble le cortó seis cabezas al monstruo. Luego le descargó un golpe que le hizo hundirse en la tierra hasta las rodillas. Iván-bovino lanzó un puñado de tierra a los ojos de su enemigo y, mientras el monstruo se restregaba los ojos, le cortó las otras ca­bezas. Luego agarró el cuerpo y lo hizo pedacitos, que arrojó al río, y metió las nueve cabezas debajo del puente. Por la mañana llegó Iván-cocina.
-¿Has visto algo esta noche?
-No. Por allí no ha pasado una mosca ni se ha oído a un mos­quito.
Iván-bovino condujo a sus hermanos hasta el puente, les mos­tró las cabezas cortadas y les reprochó:
-¡Valientes dormilones! ¿Y vosotros queréis pelear? En casa y al amor de la estufa es donde debíais estar.
A la tercera noche, Iván-bovino se dispuso a montar su guar­dia. Colgó una toalla blanca de la pared, colocó debajo una fuente en el suelo y les dijo a sus hermanos:
-Voy a entablar una lucha terrible. Conque vosotros, herma­nos míos, no durmáis en toda la noche y estad atentos cuando flu­ya sangre de esta toalla: si la fuente se llena hasta la mitad, la cosa va bien; si se llena hasta arriba, todavía no va mal; pero en cuanto rebose, soltad a mi caballo y corred también vosotros en mi ayuda.
Estaba Iván-bovino debajo del puente cuando, a medianoche, se agitaron las aguas del río, gritaron las águilas sobre los robles y apareció un monstruo de doce cabezas montado en un caballo de doce alas con el pelo de plata y el rabo y las crines de oro. Con­forme avanzaba el monstruo, su caballo tropezó, el cuervo negro que llevaba sobre un hombro agitó las plumas, y al perro que le seguía se le erizó el pelo. El monstruo atizó al caballo en los flan­cos, al cuervo en las plumas y al perro en las orejas.
-¿Por qué tropiezas, carne de perro. ¿Por qué os agitáis, plu­mas de cuervo? ¿Por qué te erizas, pelo de can? ¿Os habéis creído que Iván-bovino está aquí? Ese valiente no ha nacido todavía. Y, si ha nacido, no sirve para pelear. A mí me basta con soplar para reducirlo a cenizas.
-Espera. Antes de presumir, encomiéndate a Dios -gritó Iván­-bovino saliendo de pronto.
-¡Ah! ¿Estás aquí? ¿A qué has venido?
-A mirarte, bicho inmundo, y a probar tus fuerzas.
-¿Probar mis fuerzas tú? ¡Pero si eres una mosca comparado conmigo!
-Yo no he venido aquí a contar cuentos -replicó Iván­-bovino-, sino a luchar a vida o muerte.
Enarboló su espada tajante y le cortó tres cabezas al monstruo. El monstruo las recogió, les hizo una señal con su dedo de fuego, y las cabezas volvieron a sus sitios como si nunca se hubieran des­prendido. Iván-bovino se vio en un apuro. El monstruo iba ven­ciéndole: le había hundido hasta las rodillas en la tierra húmeda.
-¡Espera, bicho inmundo! Hasta los reyes y los zares se con­ceden treguas cuando pelean. ¿No vamos a hacer nosotros igual? Concédeme por lo menos tres treguas.
El monstruo accedió. Iván-bovino se quitó la manopla de la ma­no derecha y la lanzó contra la casa. La manopla rompió todos los cristales, pero sus hermanos continuaron durmiendo, sin enterar­se de nada.
Iván-bovino pegó un tajo más fuerte todavía que el primero y le cortó seis cabezas al monstruo. Pero el monstruo las recogió, les hizo una señal con su dedo de fuego, y todas las cabezas volvieron a sus sitios. A Iván-bovino le había hundido ya hasta la cintura en la tierra húmeda. El bogatir pidió una tregua, se quitó la manopla de la mano izquierda y la lanzó contra la casa. La manopla atrave­só el tejado, pero sus hermanos continuaron durmiendo, sin ente­rarse de nada.
Por tercera vez enarboló su espada con mayor fuerza aún, y le cortó nueve cabezas al monstruo. Pero el monstruo las recogió, les hizo una señal con su dedo de fuego, y las cabezas volvieron a prender. A Iván-bovino le había hundido ya en la tierra húmeda hasta los mismos hombros. Iván-bovino pidió una tregua, se quitó el gorro y lo lanzó contra la casa. Esta vez la casa se desbarató de golpe, y los troncos salieron cada uno por su lado.
Sólo entonces se despertaron los hermanos. Entonces vieron que la sangre rebosaba de la fuente y que el caballo relinchaba, furioso, tratando de romper la cadena que le retenía. Corrieron a la cuadra, soltaron el caballo y también ellos se lanzaron en ayuda de su hermano.
-¡Ah! Conque me has engañado, ¿eh? Tienes ayuda.
El buen caballo llegó a la carrera y se puso a golpear al mons­truo con sus cascos. Mientras, Iván-bovino salió de la tierra y, con mucha habilidad, le cortó al monstruo el dedo de fuego. Luego empezó a cortarle las cabezas, una tras otra, hasta la última y, fi­nalmente, descuartizó el cuerpo en pedacitos, que arrojó al río. En esto, llegaron sus hermanos.
-¡Valientes dormilones! -les reprochó Iván-bovino. Por haberos dormido he estado a punto de perder la cabeza.
Por la mañana, muy temprano, Iván-bovino salió al campo, pegó contra la tierra, se convirtió en un gorrión y fue volando has­ta un palacio blanco. Allí se posó en una ventanita que estaba abier­ta. La vieja bruja que vivía allí le echó unos granos de comida di­ciendo:
-¡Ay, gorrioncito! Has venido a comer estos granos y a escu­char mis penas. Ese Iván-bovino se ha burlado de mí y a todos mis yernos los ha matado.
-No te aflijas, mátushka. Nosotros nos vengaremos de él -di­jeron las mujeres de los monstruos.
-Yo -dijo la menor- haré que tengan mucha hambre. Lue­go saldré al camino y me convertiré en un manzano con frutos de plata y de oro. Pero el que arranque una de esas manzanas, re­ventará inmediatamente.
-Pues yo -dijo la mediana- haré que sientan mucha sed y me convertiré en pozo. Sobre el pozo estarán flotando dos cazos: uno de plata y otro de oro. Al que agarre uno de los cazos, lo aho­garé.
-Pues yo -dijo la mayor- haré que sientan mucho sueño y me convertiré en cama de oro: el que se acueste en ella morirá entre llamas.
Después de escucharlo todo, Iván-bovino se alejó volando, pegó contra la tierra y recobró su forma. Los hermanos se dispusieron a regresar a su casa. Por el camino empezaron a sentir un hambre terrible, pero no tenían comida. En esto, vieron un manzano con frutos de oro y de plata. Iván-zarévich e Iván-cocina quisieron arran­car alguno, pero Iván-bovino se les adelantó y empezó a pegar ta­jos y mandobles que hicieron brotar mucha sangre del manzano. Luego hizo lo mismo con el pozo y con la cama. Así perecieron las mujeres de los monstruos.
La vieja bruja, al enterarse, salió al camino vestida de pordio­sera y con un zurrón a la espalda. Cuando Iván-bovino y sus her­manos llegaron donde estaba, adelantó la mano pidiendo una li­mosna.
Iván-zarévich le dijo a Iván-bovino:
-Nuestro padre tiene mucho dinero en sus arcas, hermano. Bien puedes darle una bendita limosna a esta pobre.
Iván-bovino sacó una moneda de oro de su escarcela y se la tendió a la vieja; pero ella no agarró la moneda, sino que agarró su mano, y al instante desapareció con él. Los hermanos miraron a su alrededor: ya no estaban ni la vieja ni tampoco Iván-bovino. Del susto, partieron al galope hacia su casa con el rabo entre las piernas.
Mientras, la bruja había hecho descender a Iván-bovino bajo tierra para conducirle ante su marido, que era un viejo viejísimo.
-Aquí tienes el causante de nuestra desdicha -dijo la bruja al llegar.
El viejo estaba acostado sobre una cama de hierro y no veía nada por unas largas pestañas y unas cejas muy tupidas que le ta­paban totalmente los ojos. Llamó a doce bogatires y les ordenó:
-Coged horquillas de hierro y levantad mis cejas y mis pesta­ñas negras para que yo pueda ver qué pajarraco es el que ha ma­tado a mis hijos.
Los bogatires le levantaron las cejas y las pestañas con horqui­llas. El viejo le miró:
-¡Vaya con Iván! -dijo. ¿Eres tú quien se ha atrevido con mis hijos? Y ahora, ¿qué hago yo contigo?
-Tú mandas y puedes hacer lo que quieras. Yo estoy dispuesto a todo.
-Por mucho que hablemos, mis hijos no van a resucitar. Con­que más vale que me hagas un servicio: vas a ir al reino nunca visto y al país nunca existente y me traerás a la zarina de los bucles de oro porque quiero casarme con ella.
«¿Dónde vas tú a casarte, viejo demonio? -pensó Iván-bovino para sus adentros. Si lo dijera yo, que soy joven...»
En cuanto a la vieja, se puso tan furiosa que se tiró al agua con una piedra al cuello y se ahogó.
-Toma esta estaca, Iván -dijo el viejo. Llégate hasta tal ro­ble, pégale tres veces con la estaca diciendo: «¡Que salga un bar­co!, ¡que salga un barco!, ¡que salga un barco!» En cuanto haya sa­lido el barco, le ordenas tres veces al roble que se cierre. ¡Que no se te olvide! Si no lo haces, me causarás un gran quebranto.
Iván-bovino llegó hasta el roble, pegó en él un número infinito de veces y ordenó:
-¡Que salga todo lo que hay dentro!
Salió el primer barco, Iván-bovino se montó en él y ordenó:
-¡Seguidme todos! -y se puso en marcha.
Cuando se alejaron un poco volvió la cabeza y vio una canti­dad incalculable de barcos y lanchas. Y todo el mundo le elogiaba y le daba las gracias.
Se acercó un viejecillo en una barca:
-Que tengas muchos años de vida, bátiushka Iván-bovino. Qui­siera que me llevaras contigo.
-¿Qué sabes hacer?
-Sé comer pan, bátiushka.
-¡Hombre! Eso también sé hacerlo yo. Pero no importa, sube porque un buen compañero siempre es bienvenido. Se acercó otro viejecillo en otra barca:
-¡Hola, Iván-bovino! Llévame contigo.
-Y tú, ¿qué sabes hacer?
-Sé beber vodka y cerveza, bátiushka.
-¡Valiente cosa! Bueno, sube al barco.
Se acercó un viejecillo más:
-¡Hola, Iván-bovino. Llévame a mí también.
-¿Qué sabes hacer, di?
-Pues yo, bátiushka, sé tomar baños de vapor.
-¡El demonio que te lleve! ¡Vaya con los sabios!
También le dejó subir a su nave, cuando se acercó una barca más y el cuarto viejecillo dijo:
-Que tengas muchos años de vida, Iván-bovino. Quisiera que me llevaras de compañero.
-¿Tú qué eres?
-Soy astrólogo, bátiushka.
-Bueno, de eso, por lo menos, yo no entiendo. Serás mi com­pañero.
Hizo subir al cuarto, y ya le requería otro más.
-¡Demonios! ¿Pero qué voy a hacer con vosotros? A ver, ex­plica lo que sabes hacer.
-Yo, bátiushka, sé nadar como los acerinos.
-Bueno, sube.
De esta manera partieron en busca de la zarina de los bucles de oro. Llegaron al reino nunca visto, al estado nunca existente, pero allí estaban enterados ya desde hacía mucho tiempo de que iba a llegar Iván-bovino y llevaban tres meses enteros cociendo pan, destilando vodka, fabricando cerveza... Iván-bovino se quedó to­do asombrado al ver un número incalculable de carros de pan y otros tantos de barriles de vodka y de cerveza.
-¿Qué es todo esto? -preguntó.
-Lo que hemos preparado para ti.
-¡Demonios! ¡Yo no soy capaz de comerme y beberme todo esto ni en un año!
En esto se acordó de sus compañeros, y llamó:
-¡Eh! ¿Dónde están esos bravos vejetes que saben comer y be­ber?
-Aquí estamos -contestaron Tragapán y Tragavino. Para nosotros esto es un juego de niños.
-Pues ya podéis empezar.
Se aproximó uno de los viejos y se puso a engullir pan, pero no por hogazas, sino a carretadas. Cuando se lo comió todo, em­pezó a gritar:
-Esto es poco. Que traigan más pan.
En seguida vino el otro viejecito y se puso a beber hasta que agotó la bebida y se tragó los barriles.
-Esto es poco -gritó luego-. Que traigan más.
Muy inquietos, los servidores corrieron a informar a la zarina de que no había habido bastante pan ni bebida.
La zarina de los bucles de oro dijo que llevaran a Iván-bovino al baño. Aquel baño habían estado calentándolo durante tres me­ses, de manera que ni a cinco verstas podía nadie aproximarse a él. Cuando invitaron a Iván-bovino a tomar un baño y él vio que aquello era un horno, se negó.
-¿Estáis locos? Yo ahí dentro me achicharro...
Pero de nuevo se acordó de sus compañeros.
-¡Eh! -gritó-. ¿Cuál es el bravo vejete que sabe tomar ba­
ños de vapor?
Llegó corriendo el viejecillo:
-Yo, bátiushka. Esto es un juego de niños para mí.
En seguida entró en el baño, sopló en un rincón, escupió en otro y el baño se enfrió hasta el punto de que se formó nieve por los rincones.
-¡Que me hielo! -se puso a gritar el viejo con todas sus fuerzas. Este baño hay que calentarlo tres años más.
Los servidores corrieron a informar de que el baño se había que­dado helado. Iván-bovino pidió entonces que le entregaran a la za­rina de los bucles de oro. Ella misma salió, le ofreció su blanca ma­no, subió al barco y se marchó con él.
Iban navegando un día, y otro, cuando la zarina se sintió triste y an-gustiada. Se dio un golpe en el pecho y subió al cielo converti­da en estrella.
-Ahora la hemos perdido para siempre -dijo Iván-bovino, pero luego se acordó de sus compañeros: ¡Eh, bravos vejetes! ¿Cuál de vosotros es el astrólogo?
-Yo, bátiushka. Para mí es un juego de niños.
El que había contestado se pegó contra el suelo, convirtiéndo­se en estrella. Subió al cielo, se puso a contar las estrellas, vio que había una de más y fue empujando, hasta que la estrella se des­prendió, rodó muy deprisa por el cielo y cayó sobre la nave donde se convirtió otra vez en la zarina de los bucles de oro.
De nuevo navegaron un día, y otro, y de nuevo se sintió muy triste la zarina. Se pegó un golpe en el pecho, convirtiéndose en lucio, y se fue nadando por el mar.
-Esta vez sí que está perdida -dijo Iván-bovino, pero se acordó del último viejecillo y le preguntó: ¿No eres tú quien sabe nadar como un acerino?
-Sí, bátiushka. Para mí es un juego de niños.
Pegó contra el suelo, se convirtió en acerino y se lanzó al mar detrás del lucio, pinchándole los costados con sus agujas. El lucio volvió de un salto al barco, convirtiéndose otra vez en lazarino de los bucles de oro. Los viejecillos se despidieron entonces de Iván­-bovino y cada cual se marchó a su casa mientras él volvía donde estaba el padre de los monstruos.
Cuando se presentó con la zarina, el viejo ordenó a los doce bogatires que le levantaran las pestañas y las cejas negras con hor­quillas de hierro. Miró a la zarina y dijo:
-Bien, Iván. ¡Muy bien! Ahora te perdono y te dejo que vuel­vas al mundo.
-No, no. Espera -contestó Iván-bovino. Lo he dicho sin pensar.
-¿Qué pasa?
-Yo tengo preparado un foso con una caña tendida encima. El que pase por la caña se quedará con la zarina. -Está bien, Iván. Anda tú primero.
Iván-bovino echó a andar por la caña mientras la zarina de los bucles de oro murmuraba como un conjuro:
-Pasa tan ligero como una pluma de cisne.
Pasó Iván-bovino sin que la caña se doblara. Luego probó el viejo, pero la caña se partió cuando estaba a mitad de camino, y se cayó al foso.
Iván-bovino volvió a su casa con la zarina de los bucles de oro y pronto se casaron, celebrando un gran banquete. Sentada a la mesa, Iván-bovino les decía a sus hermanos, muy satisfecho:
-Cierto que he peleado mucho tiempo, pero ahora tengo una joven esposa. A vosotros, en cambio, sólo os queda tumbaros en el rellano de la estufa y comer ladrillos.
En aquel festín, yo estuve también. Bebí vino y bebí hidromiel. A chorros me corrió por el bigote, pero no me entró ni gota en el gañote. Me agasajaron a más y mejor. Al buey le quitaron la ar­tesa, que luego llenaron de leche, y me dieron una rosca para que hiciera sopas. Sin comer y sin beber, cuando me quise marchar me empezaron a pegar. Entonces me puse el bonete y me echa­ron cogido por el cogote.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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